jueves, 17 de septiembre de 2020

Amor verdadero



El primer domingo en que nosotros dos salimos a pedalear en bicicleta, mis tripas orquestaron quejidos avisándome que debía localizar con prisa un baño. Ella era bioquímica y trabajaba en una clínica privada sobre la avenida Cisneros; mientras que yo, me proyectaba como un donador compulsivo de plaquetas. Cada quince días pedía un turno con la misma excusa: entregar mi sangre para estar cerca de ella y saborear el aroma de su perfume, sentir su cabellera larga y rojiza acariciar, sin intención, mi brazo, o disfrutar de la suavidad de sus manos cuando me ajustaba con violencia la goma de suero.

No recuerdo si fue la sexta o la séptima vez que me clavó la aguja, cuando inventé una languidez por el ayuno y le propuse tomar un café en el bar de enfrente. Ella, con la seriedad con que me trataba siempre, no me permitió acabar la frase:

—No, gracias —, me dijo sin mirarme, y abandonó la sala.

Nunca me consideré un tipo muy agraciado. Digamos que según los cánones de la belleza masculina me mantengo en la media. Pero si hay algo que me sobra, es constancia. Así que, en las siguientes visitas, me enfoqué en temas cotidianos de manera tal, que ella se viera en la obligación de responderme. Aunque fuera por educación.

—¿Qué locura el tránsito no? Imposible encontrar dos metros donde estacionar. Toda la manzana ocupada. ¿Siempre es así por acá?

—Todos los días son así. Los trescientos sesenta y cinco. Por eso prefiero venirme en bicicleta. Hago un poco de ejercicio y evito estos problemas.

Aquella vez todo siguió como si nada. Y con un rechazo en mi prontuario debía buscar señales más claras, si es que quería jugar mis últimas fichas.

 

Un día mientras esperaba sentado en la sala, la vi conversando y al notar mi presencia, se recogió el cabello detrás de su oreja y contorneó una sonrisa tímida. 

Veintidós veces me había clavado una jeringa en los brazos y nunca me había mostrado ese gesto. Si bien, nuestras charlas se habían enriquecido con cada pinchazo, y de vez en cuando se le escapaba alguna carcajada, esta vez parecía andar con la guardia baja: ya me había contado de sus mascotas, que vivía en un monoambiente y que odiaba a su vecina del tercero C. Yo no quise interrumpirla. Sólo esperaba el momento correcto para sacar provecho de la situación. 

Al terminar con la extracción de sangre junté coraje y le dije:

—Si te queda bien este domingo, te espero en la plaza y salimos a dar una vuelta en bicicleta. Dicen que va a estar soleado —. Y, me quedé esperando la respuesta.

Ella me miró como si procesara una decisión importante, se sacó los guantes y antes de abandonar la sala giró y me dijo:

—¿A las 17:30 en la plaza San Martín te queda? —y asentí con la cabeza.

Llegué a casa y llamé a mamá para contarle. No es que sea de esos hijos calzonudos, pero era la única persona que conocía mis intenciones luego de descubrir innumerable cantidad de marcas de “picadura de mosquitos”, que no se creyó ni medio.

—¿No te estarás drogando vos? Mirate el brazo. Te acordás cómo terminó tu amigo, el peladito ese... ¿Nacho, Pancho?

—Cacho, mamá. No te asustes, no es nada de eso —. Y, no me quedó más remedio que contarle toda la historia, para borrarle la mirada de horror con la que me veía.

Realmente yo sentía en el pecho esa torpeza que se confunde con amor, y necesité compartirlo con alguien, aunque ese alguien fuese mi propia madre. Mis amigos no sabían de esto. Los conocía y conocía sus reacciones ante estas situaciones cursis. Me los imaginé diciéndome “Te gusta complicarte la vida a vos”, “por suerte no es cardióloga, sino, donas el bobo” o frases de ese tipo. No iban a comprender que estaba enamorado de alguien que conocía mis niveles de colesterol, mis triglicéridos y mi ácido úrico.

 

Es probable que el día del paseo, me traicionaran los nervios o la ansiedad. Cada tanto ella me hablaba de algún tema, y yo veía el movimiento de sus labios, pero no lograba entenderla. En cada pedaleada, en ese esfuerzo cauteloso por girar la corona de mi bicicleta; sólo estaba acelerando un proceso que me arremetía con puntadas de cuchillos en mi estómago. 

Ya llevábamos unas quince cuadras, cuando el sudor bañó mi frente. La piel, al igual que mis labios, perdían ese usual tono saludable, pero no podía desaprovechar la ocasión que conseguí con tanto trabajo. De golpe no podía más, era imposible retener.

—Te parece si caminamos un poco — le dije sin estar seguro de eso.

Ella me miró extrañada, y por suerte no se opuso a mi pedido.

Giramos en la esquina y se nos interpuso un bar. Afuera se ubicaban varias mesas con sombrillas que se cerraban ante la puesta de sol. Y con la excusa del café pendiente, fuimos a pesar de no visualizar una mesa libre en la vereda. Al llegar, ella encadenó su bicicleta y yo arrojé la mía contra una planta. Me dije qué la parió, no llego. Y, sin dar tanta explicación, atiné a decirle:

—Pedí dos cafés que ya vengo enseguidita —. Y la dejé ahí... parada.

Casi corriendo ingresé al local. Continué derecho hasta chocar con la pared del fondo y me metí en un pasillo. Vi el cartel con el tipo dibujado en la puerta y recé para que esté disponible. Tenía una sola oportunidad. Cerré los ojos, tomé el picaporte con fuerza y la puerta se abrió.

De a poco fui recobrando los signos vitales, pero mi piel seguía pálida. Salí airoso, pensando "Por Dios, que no entre nadie al baño". Lo segundo que pensé fue: “¿Me seguirá esperando después de que la dejé sola?” Qué clase de enamorado sale corriendo así en una primera cita sin tomarse el tiempo al menos, de explicarle qué le sucede. Por ultimo pensé: ¿Cómo hago para explicárselo sin caer en lo vulgar?

Sin esperanzas la busqué entre la gente que permanecía de pie, pero no logré encontrarla. La preocupación me ganó y con ello el inevitable vacío. Busqué mi bicicleta con la intención de emprender mi retirada a casa, y casi sin querer observé en una de las mesas, unos ojos claros que se cruzaron con los míos y como cada vez que me separaba de ella, sentí cómo la sangre me volvía al cuerpo.


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