viernes, 3 de enero de 2020

La hazaña del Piojo Alvarez


Nadie daba un mango por el Piojo Álbarez. Si ese mismo día me lo preguntan, habría puesto un par de fichas en el Rafa, que era un tipo fornido y le gustaba golpearse a lo loco. O en el Coti, que era rapidísimo y tenía un cañón en el pie derecho. Pero lo del Piojo nos descolocó a todos, algo fuera de serie. 


Era el último partido del campeonato. Nosotros, distantes de los primeros cuatro que clasificaban a cuartos de final y encima nos toca cerrar la zona contra el puntero. Ellos tenían buenos jugadores y un octavo que sobresalía del resto. Hasta te diría que inspiraba un poco de temor. Le decían la Torre. Que si fuera solamente por la altura, no sería tanto el problema, acá el problema era que se trataba de un mastodonte de ciento diez kilos, le salían músculos que ni sabíamos de su existencia. Incluso hasta tenía una barba intimidatoria. Y no los pelitos tristes, como patitas de mosca que nos asomaban a nosotros parecidos una chocolatada sin limpiar. Era barba de verdad, tupida y pareja, ya de hombre hecho y derecho. Sí...!!, en su DNI figuraba categoría 79, igual a la nuestra, pero para mí que lo anotaron más tarde. Sino, no se explicaba semejante desarrollo hormonal, o tal vez cortaba el café a la mañana con Minoxidil, —un producto para el crecimiento del cabello muy popular en aquellos tiempos—. 


Como contrapartida nosotros lo teníamos al Piojo Álvarez. Ya les dije que nadie daba un mango por él. Disculpen si me pongo reiterativo, pero hasta hoy no logro procesar lo sucedido aquel día. Por eso, antes de seguir con esta exposición, le quiero dedicar un par de líneas a semejante ejemplar. Imaginen un pibe de diecisiete años, tez blanca, flaco escuálido, estatura media tirando a baja y sus brazos parecían dos chorros de soda. Lo único a favor, era su sonrisa fácil, y buen carácter. Eso sí, querido por todos. Además de la ausencia de cualidades idóneas para un deporte de contacto como es el rugby, podrían pensar que realizaba un esfuerzo adicional para estar a la altura de las circunstancias, para equilibrar esa ausencia de dones que la naturaleza se encapricho en proveerle cuando fue concebido. Paro la verdad es, que era flor de vago. No sabía lo que era una mancuerna, lejos de pasar por un gimnasio. Además, siempre se las ingeniaba para faltar a los entrenamientos. Que el asma, que estudiar para un examen, que la abuela enferma, que cuidar a la perra porque tuvo cría y no se cuantos vericuetos más ponía de excusa. Sumado a que sus viejos eran de esos padres protectores y lo tenían encerrado en una burbuja de cristal. Bien que, cuando salía con nosotros se agarraba flor de mamurria y se le quitaba lo calzonudo. Pero como con suerte éramos dieciséis jugadores para cada partido, abusaba de esa necesidad deportiva, y se daba el lujo de sobrar la situación, que sino, le quedaba el culo lisito de tanto comer banco.


En el rugby se dice, que la defensa es medida según su eslabón más débil. Con esto ya les voy adelantando por donde atacaban todos. Debíamos marcar la mayor cantidad de puntos antes que se dieran cuenta por donde estaba el queso. Podría decirse, del Piojo, que era un jugador dinámico. Para el lado donde amenazaba el peligro, nos esforzábamos en ubicarlo del lado opuesto. Hasta encontrarse por casualidad con una pelota de esas que quedan bollando, o cuando recibía un pase sin otro destinatario posible más que él, y comenzaba a correr con la gracias de un peludo, medio curcuncho, con pasos cortitos, hasta que se le acercaba uno del equipo contrario y terminaba revoleando la pelota como un ramo de flores en un casamiento, a la manchancha, al que la agarra, la agarra. Ahí quedaba en evidencia aquello que tratábamos de ocultar todo el partido, por donde estaba la tranquera para que cualquiera pueda pasar cuando guste.

A veces pienso, si era mejor jugar con uno menos. Porque estando él, no siempre cubríamos su posición pensando ilusamente que alguna vez iba a sorprendernos derribando a alguien, o se le prendería de los talones o de la camiseta hasta que uno de nosotros le llegue en apoyo. Pero eso nunca ocurría. En cambio, lo pasaban como alambre caído. Quedaba tieso como una estatua con los ojos cerrados, las manos semiextendidas encomendando su alma a Dios o vaya a a saber a quién, para salir lo más entero posible de esa jugada. 

En aquel partido, el primer tiempo se lo aguantamos bastante. Teníamos pocos jugadores pero con mucho corazón. Recién casi llegando al final de los cuarenta, se escapa la Torre cortando por el lado de nuestro apertura. Y sí.., como era de suponer el Ruso, era el cerebro del equipo y algo tackleaba, pero ante semejante mole, le pijoteo el hombro, y se fue cayendo antes del contacto, una cosa rara, pocas veces vista. Para cuando logramos rodearlo entre tres, la Torre miró para el costado, se apoyó en su pierna derecha y lanzó un pase de quince metros en dirección contraria —sí, también era bueno con las manos el muy turro—, el ala de ellos paso como un viento, atrapó la pelota, tomó la marca del Rasta, —que era nuestro Fullback— y descargó en el primer centro que lo acompañaba en apoyo por afuera, marcando el primer try bajo los palos. Por supuesto desde ahí, no fallaron la conversión por demás de accesible.

En el segundo tiempo, la cosa se fue desdibujando. El cansancio de siempre estar defendiendo hizo mella y nos metieron una seguidilla de try casi imposible de remontar. Para males, se nos lesiona el Turco que jugaba de wing. No sé muy bien como fue, porque yo estaba tirado en el piso. Creo que era en un scrum para ellos, donde se levanta con la pelota la Torre, otra vez el mismo, la pesadilla de esa tarde. Yo en posición de ala izquierdo lo salgo a tacklear un poco arriba y justo antes de tomarlo de los hombros, me metió una mano en el esternón, contrayendo todos mis órganos internos y me enterró en el piso de espaldas. Quedé mirando ese cielo despejado de verano, pensando porqué no lo fui a tackear abajo. Después encaró para el ciego —el lado más corto de la cancha— donde se encontraba el Turco, y éste que era chiquito pero aguerrido, le salió a juntar los tobillos, una técnica en él, por demás de pulida, pero la Torre justo efectúa un cambio de paso y le dio con la tibia en el medio de la frente, dejándolo medio mareado, casi nockeado. Pero como si eso fuera poco, el grandote tras ese golpe, continuó con la misma inercia que traía, dio un salto y terminó apoyando su botín derecho número cuarenta y siete sobre la espalda del chiquitito, dejando nula cualquier posibilidad de recuperarse para volver al campo de juego. Pobre Turco, no entendía nada, decía una boludez tras otra —más de lo normal—, el golpe lo había atontado por completo. Así que Cacho —nuestro entrenador —, no le quedó otra, que buscar en el banco de suplentes al único jugador disponible. A esa figura tapada, ¡vah!, escondida diría yo. Imaginen nuestras caras. Quince puntos abajo y encima esto. Nos acordamos de ese partido contra Quemu Quemu, donde fuimos catorce justos. Sucede, que un brote de gripe dejó el tendal ese invierno y perdimos dos soldados claves, a Juan y a Bartolo, que estaban en cama. ¡Que paliza nos comimos ese día!. Como 120 a 3 y nos hicieron precio. Así que, cuando lo vimos al Piojo Álvarez parado en la mitad de la cancha, listo para entrar, con las medias rojas abullonadas sobre los botines, que se caían por el escaso grosor de sus piernas, el casquito de protección negro, la camiseta suelta y ese pantalón resplandeciente de tanta blancura, soltamos al unísono un suspiro de resignación. Fue un acto reflejo en general, los catorce miramos el suelo presagiando que tanto esfuerzo hasta ese momento, iba a ser arrojado a la basura.


Finalmente con el correr de los minutos logramos inmovilizar a ese mastodonte, pero necesitamos tres de nosotros para salirle a marcar antes que tome velocidad. El problema surgió, cuando se empezaron a avivar de los espacios que dejábamos y se nos colaban por esos huecos. Hasta acá, Álvarez, no intervino en absoluto, principalmente porque todas las jugadas de ataque se producían por el centro de la cancha, y él, ocupaba la posición del Turco sobre la punta izquierda, clavado como un mástil. En el minuto treinta y cinco logramos interceptar una pelota que casi termina en try, sino fuera por ese intento de pase del Cabezón, después de un tackle asesino desde atrás que le hizo perder la pelota y comer un poco de pasto. Fue en esa jugada cuando le festejaron en la cara, mientras el Cabezón se sacaba pasto de entre los dientes. Estos tipos tuvieron la desfachatez de gozarnos ese try malogrado en nuestra propia cancha. Con qué necesidad, si ya tenían ganado el partido. Nosotros estábamos que no dábamos más de la calentura. Intentando por todos los medio frenarlo a Juan que quería cagarse a piñas con todos. Era el más calentón del grupo. Para mí le faltaban un par de caramelos en el frasco. Sospechamos que, como era sietemesino, algo no se le había terminado de desarrollar a término. Era como una mecha encendida imposible de apagar. 

Después de eso comenzó un partido mucho más vertiginoso, con objetivos diferentes para ambos equipos. Nosotros queriendo romper el cero del marcador, intentando salvar el honor de los caídos, queriendo evitar que su festejo sea aún más glorioso. Ellos empecinados en no dejarnos marcar ningún punto, en vernos envueltos en la vergüenza perpetua de los vencidos. Ya no les importaba solo ganar, y desde ese mismo instante se comenzó a jugar con una agresividad inmensurable. Cada dos jugadas, siempre alguno quedaba enroscado en el piso con un contrario. Los tackles a destiempo ya eran de una intensión delictiva, por lo que el árbitro del encuentro no tuvo más remedio que castigar con dos amarillas para cada lado, procurando bajar el grado de insanidad de algunos desvariados.   

Faltando tan solo unos minutos para finalizar esa batalla campal, ambos quedamos enfrentados con trece jugadores. Nos correspondía tirar un line en mitad de cancha, Nacho la baja y se la pasa a Bartolo ubicado de medio-scrum, éste amaga un pase con el Ruso y se manda por entre el apertura y el primer centro contrario. Alcanza a correr unos diez metros, y cuando le aparece barriendo el fullback, se la tira al Rafa, que entra en un titubeo preocupante ante la marca insipiente de un contrario. Algo de no creer, el tipo que más le gustaba topetear, se le ocurre por la gracia divina del Señor, tirar un rastrón que le sale cruzado y medio mordido, un mamarracho de rastrón. El Rasta comienza a correr desde atrás y en la jugada donde más lo necesitamos, se tironea el gemelo en su intento exagerado por correr esa pelota importantísima. Ya cuando la guinda realizó unos firuletes y piques extraños casi a punto de salir por el lateral izquierdo. Justo cuando pensamos que se salían con la suya, que no quedaba más que ahogarse en sus festejos desproporcionados, no me pregunten como, pero esa pelota le queda en las manos al Piojo Álvarez, que la toma en veintidós metros contrarias y empieza a correr apuntando a la bandera. Para su mala suerte, la Torre lo empieza a correr desde atrás, en un ángulo sesgado, con el sonido de un tropel y el jadeo tenaz de la ira resoplándole la nuca. Eso, más que un ataque, se había convertido en una carrera por la vida misma. Parecía un episodio de National Geografic en la persecución del leopardo contra el jabalí, quién por lo general termina siendo el almuerzo del felino. Eran ciento diez kilos en velocidad contra cincuenta kilos mojado y algunas piedras en los bolsillos. Llegó un punto, en que no sabíamos si gritarle que corra más rápido o llamar a sus padres para que vengan a reconocer el cuerpo de su hijo. Aunque una vez que el grandote lograse interceptarlo, no iba a quedar mucho para identificar.

Inexplicablemente, cuando estaba casi a punto de llegar a los últimos cinco metros, el Piojo pega una relojeada hacia atrás y amaga a tirar el ramo de novia como era su costumbre. En esa fracción de segundos, no sabemos si alcanzo a ver la cara de desilusión de alguno de nosotros o se cansó de las burlas por su habitual cobardía, y ocurrió lo inimaginable. Clavó el frenó de golpe, como nunca lo había echo antes. La Torre viniendo a toda furia, paso de largo con los ojos totalmente llenos de asombro, sin poder comprender que ese saco de huesos fuera capaz de tal destreza —al igual que todos nosotros—, y una vez que se quitó la marca de encima, enganchó para adentro, finalizando con un vuelo rasante sobre el ingoal contrario, para romper ese cero tan festejado y aclamado por la hinchada, y  todos nosotros corrimos a arrojarnos sobre él, para unirnos con su grito descontrolado, ese festejo entrañable. Y a medida que la montonera de cuerpos se fue disipando, pudimos percatar que sus gritos no eran de alegría sino de dolor después de contemplar su hombro derecho en un notable desnivel con respecto a su hombro izquierdo. 

El resultado final fue 33 a 7 después de la conversión del Ruso y una fractura de clavícula para el Piojo Álvarez, que en vez de salir en andas —como mereció ese día —, salió en la camilla de enfermería derecho al sanatorio, bastante dolorido para acomodar ese hueso y colocar un yeso que le cubriría medio cuerpo, justo en ese abrasador calor de Diciembre. 


Esa, fue la última vez que piso una cancha de Rugby. Imagínense, si no tackleaba cuando estaba ileso, menos lo iba a hacer después de esa quebradura que le propinamos, sus propios compañeros. Quizá fue la mejor excusa para declarar su retiro anticipado y ser recordado por aquella hazaña gloriosa, sepultando casi en el olvido tantos años de malos recuerdos deportivos. Regando las sobremesas de cada asado y acrecentando la leyenda de aquella jugada insólita, donde se incluyeron sombreros, pases y lujos inexistentes con el correr de los años. Cosas que ocurren cuando las historias se trasmiten de boca en boca. Pero más allá que aquel día sin querer, perdimos un jugador de esos que no se ven a menudo. Les aseguro que a la larga, ganamos un asador de hamburguesas que ni se los puedo explicar.

martes, 17 de diciembre de 2019

Amor de juventud


Si de amores se escribiera la vida, como cuentas que van formando un collar, podríamos -por dar ejemplos-, acentuar aquellos primeros amores que registramos cuando niños. Ese, que nace del amor incondicional a la mujer que nos dio a luz,  esa teta que serena el sufrimiento de sentirnos indefensos ante un mundo desconocido y hostil, que nos alimenta, que nos mantiene cerca de ese tamborileo sincronizado que nos acompañó por meses en su vientre. Luego aparecen otros amores, a mi entender, menos relevantes. Como aquella primera mascota, el muñeco que nos ayudó a conciliar el sueño por las noches, algún juguete preferido y por supuesto, el chupete del que tanto costó despegarse. Ya más grandes, se anexa ese primer amor de juventud, esa chica que nos gustaba en primer grado, a la que por timidez, no fuimos capaces de decirle nada. Y cómo no mencionar a los primeros amigos que nos regaló la vida. Podría continuar con un río de amores pero me estaría alejando del punto al cual quiero llegar, al meollo de esta cuestión.

La verdad, es que hay un amor que se diferencia por sobre el resto. Este amor del cual les hablo, en gran porcentaje, se debe a una herencia recibida o inculcada por alguien más. Puede ser un familiar directo, el papá o la mamá, un tío, un primo de la misma edad o algún padrino. Raras veces suele escaparse de ese entorno, pero seguramente habrá escasas excepciones que refuten tal teoría. 

Surgió de verlo a él o ella mirar apasionadamente el televisor, escuchando la radio o de un celular; con una camiseta puesta o tendida sobre un mueble. En un estado de ansiedad y nerviosismo constante, Insultando y maldiciendo, alentando y festejando, en cada una de las ocasiones, con el mismo fervor. En esa montaña rusa de sensaciones, que puede librarse durante dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, en el momento preciso en que aquella pelota redonda de cuero sintético ubicada sobre un punto de cal, cruzó el círculo central para dar comienzo a tal espectáculo. Pero el éxtasis, el pico más alto de frenesí se desata cuanto la voz que acompaña el accionar de los jugadores, comienza a acelerar su ritmo, eleva el tono, y un grito eufórico y prolongado, se entremezcla con el de la multitud presente, que delira cuando la pelota infla la red de aquel arco de caños blancos. 


Sospecho que a esta altura del relato, y después de tanta verborrea, se imaginaran de qué les hablo. Hay cosas que no necesitan demasiada presentación y menos ésta, que es de conocimiento popular y uno de los principales temas de conversación de cada lunes

Ese deporte donde sus protagonistas alcanzan la inmortalidad. Donde pueden ser ídolos o simples y llanos perros. Ellos, que sin quererlo, llevan la carga de nuestras frustraciones deportivas, que tienen que soportar criticas inadmisibles de aquellos, que no nacimos con el don de los dioses o los príncipes, de las pulgas o los magos. Quizás los más llamativo de esto es que, siendo once contra once, cualquier resultado es posible. Siempre existirá algún David contra un Goliat, y esas victorias que se dan cada tanto, que contradicen las estadísticas, suelen enaltecer la admiración, de la estrategia por sobre la habilidad. 

Rara vez un evento exponga tanto los sentimientos de una persona, como cuando se mira al equipo del cuál somos hincha. El fanatismo cala hondo y llega a cometer locuras inimaginables. Pero ¿Cuándo fue, que cruzamos la barrera de lo racional para convertirlo en casi una enfermedad?, en un sentimiento neurótico capaz de alterar el trato con nuestros semejantes, de cancelar eventos para evitar gastadas, de renunciar a trabajos por asistir a partidos importantes y vaya a saber cuantas locuras más pueda desencadenar una pasión de estas cualidades. No todo tiene una respuesta lógica.

Si bien uno de mis deportes predilectos siempre ha sido, y es el rugby, hay un fenómeno que se da en un sentido unidireccional. Y es que, indefectiblemente sin importan el deporte que se practique, todos somos simpatizantes de algún club de fútbol. Siendo que esta regla a la inversa, no se cumple. Quizás no todos, con el mismo grado de vehemencia, pero incluso aquellos que no lo disfrutan con tanto entusiasmo, también se declinan por algún equipo. Quizá por el simple hecho de evitar polémicas absurdas del resto de los mortales que no son capaces de comprender semejante controversia. No he tratado con alguien que diga, —no soy hincha de ningún club—, en general suelen decir —soy hincha de fulano, pero, ni miro los partidos—, procurando que esta frase, los libre de todo cuestionamiento o que los haga parecer bichos raros.

Al principio tenemos esa necesidad de ser hinchas de un club sin saber lo que carajo signifique realmente. Esto suele notarse, cuando un extraño nos consulta —¿De qué cuadro sos vos? —, ahí es cuando la persona que logró pasarlo a su bando, esboza una sonrisa orgullosa, el pecho se le infla al escuchar la voz del niño nombrar su club. Porque no alcanza con sufrir uno por ese deporte, necesitamos que los más pequeños también lo hagan, que participen de esa locura colectiva que los acompañará hasta sus últimos días. Pero desde aquella primera vez, nace una relación que debe alimentarse cada fin de semana, porque es un vínculo muy débil en sus inicios. Siempre está la posibilidad latente que otro pariente se quiera adueñar de la frase —See, yo te hice hinche de... —. 

Y ese trabajo de hormiga de pronto un día da sus frutos. Como si el andar de esa bicicleta no necesitara más de esas rueditas a cada lado. Es ese momento en el cual, tras la derrota de su equipo, un nudo se clava en su garganta. Síntomas de una laringitis aguda se hacen presentes cuando el árbitro da el pitazo final y los suyos permanecen abajo en el marcador. Es ahí cuando la primera lágrima sella ese pacto de por vida con el club de sus amores, ese amor incondicional que será incorruptible, que nunca será insultado ni agraviado, a excepción de los jugadores, técnicos y los directivos que no correrán la misma suerte.

Mi romance con el fútbol comenzó cuando tenía cuatro o cinco años. No sé cómo surgió exactamente, pero me viene una imagen de un pantalón corto con los colores de Boca, que inclinaron la balanza para que ese equipo, sea mi primer elección. Total, si tenía el pantalón, porque no ser de ese club. Más tarde, por ese afán inconsciente de verse reflejado en los padres y tras un clásico que Boca pierde contra River, sumado a una pelota de regalo número tres con gajos alargados blancos y rojos, el existimo y mi ausente fanatismo me llevó a cambiarme de vereda al mejor estilo Ruggeri, haciéndome hincha de River Plate. Así nomás, sin sentir ningún tipo de pudor, sin que se me mueva un pelo ante semejante traición, me cambié al bando de los inescrupulosos y deshonestos. 


Pero mi bautismo como hincha fue varios años después, en 1991 con doce años, mi interés por contemplar el fútbol se fue acrecentando. Una noche, en casa de unos amigos de mi viejo, nos invitaron a comer un asado y disfrutar un superclásico, por la primer ronda de Copa Libertadores. River iba ganando ampliamente por 3-1 al finalizar el primer tiempo, con dos goles de Borelli y uno de Zapata. Pero en los segundos 45', Boca lo termina empatando, y como si eso no fuera poco al minuto 87, Cabañas, en un mano a mano se lleva la marca de Angel Comizzo, descarga el balón hacia atrás en Latorre, que le pega de derecha, se desvía en Higuaín y termina en el fondo del arco, pasando a ganar 4-3 sin más tiempo para revertir tal cataclismo. Dejando un pide destrozado, desconociendo hasta ese momento, que era posible salir tan mal herido de un simple encuentro futbolístico con una angustia que no estaba acostumbrado a experimentar. Lo miraba a mi viejo, preguntando si había otro partido para quitar tal frustración, pero habíamos quedado afuera de aquella Copa. Fue con ese partido, que me consagre como hincha, un diploma demasiado cruel de digerir. Aguantando el llanto y secándome rápidamente una lagrima que desbordó por tanto sufrimiento almacenado. Ese día, fui bautizado para siempre, porque nos hacemos hincha en las buenas cuando el equipo transita una racha ganadora, apegado a la gloria que deja la victoria. Pero realmente nos consagramos en las malas, en esa derrota inesperada, cuando a pesar de todo, y sin importar cuanto dolor se padezca, no habrá razón que amaine el amor por los colores de ese romance de juventud, que puede ser amargo como la hiel, pero siempre, después de cada silbatazo, nos suele dar la revancha.

sábado, 26 de octubre de 2019

Un cruzado con Fontanarrosa


A principios de año me sumergía en este mundo desconocido de la escritura, entreverado entre sinónimos y definiciones de palabras complejas, de reglas ortográficas olvidadas, y leyendo escritos que nunca hubiese imaginado leer. En fin, todo lo que hace a la curiosidad de un escritor novicio y autodidacta. Convengamos que nombrarme a mí mismo escritor me genera una sensación extraña, mezcla de vergüenza con caradurez. Pero por otro lado pienso que, si Vicky Xipolitakis ya publicó su propio libro, quizá la palabra escritor está menospreciada y me convenzo que llamarme de esa forma, tampoco es un título que este reservado solo para los grandes de la literatura. 

Cuando me preguntan a quienes acostumbro leer, cuáles son mis referentes, suelo nombrar a escritores de la actualidad como el gordo Casciari, José Playo, Eduardo Sacheri, y al entrañable Negro Fontanarrosa, con el cual coincidimos en una anécdota, no tanto ligado a lo literario, sino más bien por una coincidencia del lugar donde acontecieron los hechos. Cabe destacar que mi parte es mucho más divertida y afortunada que la que le toca a él en esta historia. 

El día de su muerte, yo salía de la sala de cirugía en el hospital Británico de Rosario por una operación del ligamento cruzado anterior. Recuerdo escuchar bocinazos de a miles, como los aullidos de un perro cuando muere su dueño, cosas tristes que pasan cuando se marcha gente famosa. Yo, entre lo atontado de la anestesia y el dolor insoportable de mi rodilla recién vapuleada, no tomé conciencia de lo que acontecía en las afueras. Y acá quiero abrir un paréntesis con respecto al dolor de mi rodilla.

La primera vez que me diagnostican rotura del ligamento cruzado fue en el Sanatorio Castelli, justo un año antes. Tras realizar todos los trámites pertinentes, conseguir los tornillos y las muletas, hacerme los estudios prequirúrgicos, llegó el día tan ansiado. Nahh mentira, quién puede ansiar que le claven una jeringa de veinte centímetros por la espalda para dormirte medio cuerpo, solo algún masoquista pero no sería mi caso.
La anestesia empieza a hacer efecto, de a poco un hormigueo me recorre desde la cintura a los pies y en cada segundo transcurrido comienzan a adormecerse los músculos de mis piernas, incluido el músculo más importante que tiene un hombre —bueno, músculo parece una palabra exagerada, lo mío es más modesto—. 

Una vez inmóvil, un conjunto de médicos con distintos colores de túnica, se reúnen a mi alrededor como si fuera la mesa de fiambres de un casamiento o estuviesen a punto de comer una Vagna Cauda. Encienden un monitor ubicado a la vista de todos y realizan una pequeña incisión por donde ingresa una cámara artroscópica que muestra el interior de mi rodilla. Lo raro de este suceso —según los médicos presentes—, es que el ligamento no estaba dañado. Tras varios tirones bruscos por querer desprenderlo, siento como me desplazan de la mesa de un lado para otro donde me encuentro recostado boca arriba. Revisan insistentemente con la cámara, vuelven a tironear y me muestran que el ligamento no está roto como indicaban los estudios, que solo el menisco es el afectado y tras darle un retoque, me suturan con un punto en cada lado de la rodilla dando por terminada la intervención. Me llevan a la habitación de maternidad —porque no había otra disponible—, me traspasan a la cama y quedo solo y desconcertado, me siento incompleto, como una madre primeriza que no le han entregado el bebé —hablando en términos maternos—. 

La anestesia tiene para un par de horas más, dado que presuponían otro tipo de cirugía. Yo acostado con la mitad del cuerpo inmóvil, sin almohada y con los pies levantados para que circule mejor la sangre y se disipen los síntomas de adormecimiento con más prisa. A todo esto, estoy empapado de transpiración en la peor posición posible. Cada tanto mi cuerpo se desplaza en dirección a la cabecera por la inclinación de la cama  y mi cabeza choca contra el respaldar, logrando un efecto de acordeón. No siento mi miembro reproductor y eso me preocupa un poco, nunca habíamos estado en una situación así antes, siempre fuimos como uno solo, predispuestos para cualquier batalla y ahora él me había abandonado, me ignoraba por completo. Mientras que los amigos y familiares me vienen a visitar a la habitación, pero les digo que fue una falsa alarma, que todavía no estoy en fecha y lo confirman cuando ven que aún tengo panza. 


El tiempo transcurre y una enfermera me pregunta reiteradas veces si ya orine, a lo que respondo con un no. 
—Mira que si no haces pis te tenemos que meter una sonda! Toma, te dejo el papagayo —, y acá se clava una preocupación en mi espina dorsal de solo pensar que una manguera de goma ingrese por la punta del pene —iba escribir poronga pero sonaba algo vulgar—. En consecuencia, empecé a hacer fuerza para acelerar el proceso. Bueno, esa era la idea pero como no sentía nada, era una fuerza abdominal que no sabía bien a qué circuito distribuía la presión, era una situación compleja, como si fuese un gallo queriendo poner un huevo. Tal es así que luego de una hora me dieron ganas, pero del dos (entiéndase que el uno es pis y el dos es caca), yo todavía con el cuerpo semidormido, siento que me ofrecen la chata para hacer mis necesidades y eso era mucho peor que usar un papagayo, de alguna manera tenía que lograr salvar mi dignidad.

—No por favor, tengo que llegar al baño como sea— les digo con cara de sufrimiento.

Así que ayudándome con las muletas y alguien sosteniéndome por la espalda, pude sentarme en el inodoro y lograr mi objetivo, cagar como se debe. Lo raro fue cuando termine y tuve que limpiarme, porque el esfínter estaba aún bajo los síntomas de la anestesia y sentía que le estaba limpiando el culo a alguien más, como que ese culo no era mío, una sensación difícil de explicar y hasta un poco incómoda, solo restaba que un voz en el baño me diga —oiga, más respeto que eso no es suyo—. Finalmente después de un par de horas, cuando por fin recobre la sensibilidad de todos mis miembros inferiores, pude salir caminando del mismo modo que entré.-

Después de un par de meses de rehabilitación y volver a las canchas, en un cambio de dirección siento que esta vez realmente se corta el ligamento —con ruido incluido—, y acá cierro paréntesis para volver a Rosario. 


La razón de mi dolor de rodilla se debía a que, como en la cirugía anterior había pasado una odisea, con la transpiración, no sentir mi miembro, limpiar un culo ajeno y demás. Le pedí al anestesista que me duerma, pero que no me anestesie de la cintura para abajo. 


—¿Pero vos estas seguro pibe?—


—¿Mira que cuando te despiertes te va a doler?— me aseguró preocupado


—Quiero sentir mis piernas cuando me despierte, no me importa— le dije seguro de mí mismo.


—Vos sos loco, todos quieren salir de acá y no sentir dolor, pero vos sos el único que quiere que le duela— retruco sin comprender mi elección.


Para que se hagan una idea, en esta intervención me efectuarían dos agujeros en los huesos para colocar tornillos que sujetan el remplazo del ligamento roto. En el momento preciso que abro los ojos, un frío glaciar y un temblequeo involuntario me dan la bienvenida, seguido de un dolor intenso que me hace dudar si mi decisión fue la más acertada. De solo pensar que ese dolor constante va a extenderse por tiempo indeterminado, me deja en un cuadro de locura temporal
.

En la habitación mis viejos y mi tío sentados a charla tendida, risas de por medio y yo intentando relajarme para no pensar en el dolor que me trae pensamientos de asesino serial. Les pido que hagan silencio para concentrarme y lograr la calma, pero siguen hablando, ahora en vos baja. Un murmullo y el sonido irritante de las "eses", suenan como las garras de Fredy Krueguer raspando contra un pizarrón. Entonces les reitero mi pedido con un tono más desvariado y deciden irse de la habitación, me saludan compadeciendo mi locura y no dan señales de vida hasta la mañana siguiente. Me quedo con mi novia, los dos solos, sin hablarnos, con la tele apagada hasta que ella le pide a la enfermera que me inyecte algo porque estaba un poco nervioso. Tras unos minutos, me vierten el contenido  de una jeringa en el conducto del suero. Y cuando creo que nada me hace efecto, en un abrir y cerrar de ojos pierdo noción del tiempo y quedo sedado como un caballo por varias horas. 

Hubiese querido contarles que ese día, estando inmerso en ese sueño profundo, el Negro se me apareció como una revelación y me dijo algunas palabras que cambiarían el curso de mi vida y con esto darle un buen cierre al cuento. Pero lo cierto es, que ese día ni soñé. Aunque pensándolo bien, en esa época no era capaz de leer ni el horóscopo, para que se iba a aparecer pobre negro, era gastar saliva al pedo, p
ues, como dijo Don Inodoro: no es que sea vago, quizá, algo tímido para el esjuerzo.

viernes, 18 de octubre de 2019

Malas juntas


En la cúspide de los video juegos, de aquellos con estructuras de madera, de botones y palanca que se alimentaban con fichas estriadas, uno muy popular fue Street Fighter. Además de ser un adictivo video de lucha callejera de fines de los 80, fue más tarde, inspiración de una película que dejó mucho que desear. Cosecho malas críticas y tuvo como figuras de elenco a Raúl Juliá y Jean Claude Van Dame, principal culpable que pase mi infancia tirando piñas y patadas por la vida —como todos a esa edad—.

En una de las escenas del film, es capturado un soldado, uno de los buenos. Al borrarle su memoria y luego de inyectarle un líquido extraño —cosas de la ciencia ficción— capaz 
un cóctel de drogas para darle fuerza sobrehumana, por decir algo, se transforma en un animal de color verde, pelo rojizo y pajoso, apodado con el nombre de Blanka. Más allá de lo llamativo de su tono de piel —una especie de increíble Hulk de bajo presupuesto—, para convertir esa criatura en un ser maligno, es sometido durante un tiempo prolongado a la exposición de tormentosas imágenes desbordadas de crueldad, sangre, guerras, bombas atómicas y todo contenido relacionado con la violencia del hombre contra sí mismo.

Este parece ser el punto de intersección donde la ficción se convierte en realidad. Y así como alguna vez salieron las zapatillas que se auto ajustan, las Nike que usaba Marty Macfly en Volver al Futuro II. O autos de Google que se manejan solos, como el taxi de El vengador del Futuro con Arnold Schwarzenegger. Ahora es el tiempo donde, desde las pantallas planas, suelen acentuarse las malas noticias que ocupan una silla en nuestras mesas, en nuestros almuerzos y cenas familiares, en nuestras tardes ociosas, o incluso, en la recepción de algún comercio o sala de espera. Nos sobrexponernos a noticias que comprimen el pecho, que desdibujan las sonrisas, reflejando que las acciones violetas, los maltratos y la intolerancia, están flagelando a una sociedad atrapada y sin salida.

Estos síntomas no solo se proyectan en informativos, también trascienden a programas de chismes, redes sociales, en diarios digitales y papel —por nombrar algunos—. Campañas políticas se nutren de todo tipo de situaciones adversas para sumar adeptos a su partido, tanto de un lado o del otro de supuestas grietas. Basta con ver un noticiero por un par de horas, para darse cuenta que las buenas noticias son drenadas a cuentagotas. Nos levantamos temprano y un asesinato o una violación nos acompañan durante la mañana, tarde y noche. Como un reality y con muy pocos datos de un caso lleno de especulaciones, se rellenan gran cantidad de horas en todos los medios, pretendiendo atravesar la sensibilidad del espectador y captar su atención desde los hilos de la indignación. 

Aclaro que no implica encerrarse en una burbuja aislante de todo problema exterior, no solo sería egoísta e insensible, sino además nos mantendría desinformados de los hechos que nos acontecen. Las fatalidades lamentablemente suceden y debemos continuar ideando un plan para mejorar nuestro entorno, aportando desde el lugar que nos toque estar. No quedarnos anclados, discurriendo que las desgracias nos esperan agazapadas a la vuelta de la esquina. Porque lamentablemente siempre existió la maldad, como dijo Facundo Cabral "Si los malos supieran que buen negocio es ser bueno, serían buenos aunque sea por negocio". 

La vida real no es el reflejo oscuro que intentan exponer nuestros informantes. Como en todo ámbito, algunos tiran de la cuerda hacia adelante, otros necesitan ser guiados y siempre están los que tiran en sentido contrario, por tal motivo es indispensable que los del medio, esos que necesitan señales para seguir empujando, no suelten la cuerda por creer que la causa está perdida. No es necesario ser la encarnación de la madre Teresa de Calcuta o Ghandi, meramente siendo optimistas y aspirando a cuidar su rancho, procurando que ese efecto sea expansivo y contagioso. Y si no nos sale ser optimistas, porque ese día el viento sopla de norte, o no nace ser afables, al menos no ensuciar el camino.

Siempre se creyó que las malas compañías pueden torcer el accionar de las buenas personas, sin percatar que nuestra compañía más habitual es un caja cuadrada, que da noticias sombrías y se jacta de ser dueña de la verdad. 

Ahora que sabemos cómo viene la mano, prestemos atención con quién nos juntamos, de lo contrario solo es cuestión de tiempo, para que la piel se nos tinte verde y el pelo se ponga pajoso y rojizo, y soltemos la cuerda por creer que nada vale la pena, que la sociedad fijó su sentencia, matando a ese niño interior que una vez creyó que la paz era posible, y lo convencieron que dañar a los demás, es la verdadera naturaleza del hombre.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Llegar a la cima.


En qué punto un encuentro de Rugby deja de ser un simple partido, uno más del montón que no denota sobresaltos para convertirse en un verdadero clásico, en algo más empoderado, con un trasfondo más bélico. Quién define los ingredientes específicos que lo encaminan en ese cambio de etiqueta, que pasa de ser algo simple y de aristas redondeadas en algo más conflictivo y de un sentido cargado de connotaciones folclóricas. Quizás por derrotas claves que definieron campeonatos, de los que se pierden sobre la hora, donde queda el festejo incrustado en la garganta; o donde alguna mano de más o una mala intensión dejó cierto resquemor anclado. Lo que sí podemos saber, por más que nos pese, es que las estadísticas no se muestran favorables con nosotros. Es más, dudo que a ellos les calce el mismo título a nuestros cruces, pero no es algo que nos importe mucho.

De lo único que estoy seguro es que la vida está llena de sorpresas y como todo, da revancha. Ambos equipos que años pasados nos negaron el ascenso son parte del fixture de este Torneo Regional del Litoral. Con Logaritmo sufrimos de local pero finalmente nos alzamos con nuestra primera victoria. Mientras que con Pampas, aquel rival de toda la vida, tenemos pendiente la visita en la próxima y última fecha. Tras un año de andar espiando en la tabla sus resultados, volvemos a cruzarnos nuevamente por el ascenso a Nivel II, ese codiciado cambio de categoría, y como si eso fuera poco condimento, se asoma la posibilidad de que ellos pierdan su plaza y desciendan. —¿Hace falta que se expongan más objetivos en juego de los ya nombrados?— Solo queda suponer una batalla épica, o más que épica puede convertirse en una batalla campal, sabemos lo difícil que son estos encuentros de visitante, por eso éste es él partido a ganar, es el Boca-River, el SIC-CASI, Argentina-Inglaterra, Ford-Chevrolet, es el cielo contra mismísimo infierno.

El 28 de septiembre, durante ochenta minutos el mundo se pondrá en pausa. El padre que viaja en auto junto a su hija queda en una charla inconclusa cuando el tráfico se detiene; dos señoras que a esa hora toman el té se quedan inmóviles en un gesto de risa prolongada mientras la pava silva a gritos desde la cocina; los chicos que juegan al fútbol en la plaza del barrio quedan expectantes mientras la pelota se detiene en el aire tras un centro cruzado; pero en una cancha de rugby de la ciudad de Rufino, el tiempo transcurre inalterable para ser testigo de un sueño, que nació varios años atrás, primero con la obtención de un campeonato y luego con la aspiración de subir un escalón más.

Esta vez la sensación que advierto —y hablo solo por mí—, es la de llegar con mayor entereza a este último obstáculo. Lo intuí tras salir campeones por tercera vez consecutiva, en ese festejo tibio, sin tanto alarde, como no queriendo traicionar los ideales, para que el cuerpo no se sienta cómodo y vacío de objetivos. En ese estado donde las derrotas dignas son bienvenidas, a sabiendas que se transita un proceso de aprendizaje, pero donde acostumbrarse a ese sentimiento puede dejarnos en un lugar del cual no es fácil salir. Hoy nuestro juego y la calidad de jugadores nos da cierta tranquilidad, no es que antes carecíamos de esos atributos, sino porque faltaba cierta maduración. De todas formas, sabemos por experiencia propia, que nada se define antes de haberse jugado y menos ante semejante rival.

El que gane se hará con la eterna gloria, con la bendición de los dioses, con un lugar en el Olimpo. Para el que pierda, solo habrá refugio en el desconsuelo, intentando reparar esa brújula que los orienta, en la que pensaban hasta ese momento, era la dirección indicada.

El trabajo duro, la concentración, la responsabilidad y la proactividad son el camino que conduce a los buenos resultados, sumado a que cada jugador cumpla su parte, abocando sus energías a conocer al rival, a ajustar clavijas, a unificar conceptos para no desafinar en ninguna nota. Y llegado el día donde finalmente se destaque la preparación del mejor equipo; ese día, pondré los botines, las medias rojas y el pantalón blanco en el bolso, me miraré al espejo tratando de convencer a este tipo de cuarenta años repitiendo que aún se puede, procuraré transmitir el amor que siento por este deporte y por mi club, intentaré llevarme en mi mente, fotos en forma de recuerdos de cada instante previo a mi partido de Reserva, de esa sensación al compartir el vestuario, de las miradas pensativas, de los amigos que comparten esta pasión, de esas mariposas en el estómago cuando te entregan en la mano esa camiseta azul y roja que es mucho más que una simple camiseta, esa ronda con todos abrazados donde las palabras sobran y los sentimientos y emociones se entrelazan con la nostalgia, y una vez que haya saciado mi sed de revancha personal y me sienta vacío por la entrega, me sentaré a un costado de la cancha; ahora sí como espectador, como hincha, con la ilusión en un bolsillo y el sueño latente en el otro, de ver a este equipo joven de la Primera división anhelando escribir con letras mayúsculas la historia grande del Jockey Club, procurando contradecir las estadísticas y pateando el tablero como un mocoso maleducado para ganarnos el lugar que nos corresponde. Mientras nosotros desde afuera alentando e implorando a Dios —que nada tiene que ver con estos asuntos—, pero seguramente oirá un zumbido molesto en el murmullo de nuestros rezos y plegarias, implorando que las lágrimas que surquen nuestros rostros al final de ese partido, sean de alegría y no de desazón.-


domingo, 8 de septiembre de 2019

Sana, sana, colita de rana...



Hace una semana que me tiene a maltraer la tos y el catarro. Los síntomas no dan indicios de querer disiparse. Tengo un retroceso mental de tanto tomar Aliviatos en jarabe, solo resta que la ingesta sea a través de una cuchara como solía darme mi vieja. Antes no era común el uso de medidores de plástico y ahora rebalsan en el cajón de los cubiertos. Solo había dos medidas, cuchara sopera o cuchara chiquita, todo a base de cálculos estimativos. Aclaro que el jarabe automedicado no me hace ni la tos.

Trato de eludir al doctor, pero me quedan pocas alternativas, intuyo una visita inminente. No es que tenga miedo a los médicos ni a las jeringas —casi nada—, ni a las enfermedades o a los tratamientos, lo mío es una reacción alérgica a la espera y a la ansiedad que genera el notar como pasa cada segundo tan lentamente, como el goteo de una canilla mal cerrada. Debe ser por eso, que a los enfermos les dicen pacientes, —ya veo porqué— es de lo único que hay que armarse para ir a estos Centros de Salud. Me da tremenda apatía desperdiciar mi tiempo sentado en una silla de la sala de espera de alguna guardia, pudiendo estar durmiendo, que es otra manera de desperdiciar el tiempo pero al menos sin ansiedad.

Busco el carnet de la Obra social y subo al auto. Mientas manejo retomo el tema de las inyecciones, y el recuerdo de unas papas fritas al disco hechas con grasa de vaca —que comí frías—, pueden ser el nexo de mi negación a los descartables. En esa oportunidad fueron cuatro o cinco pinchazos en las nalgas, la sensación de sentir como se clava lastimosamente esa microlanza, primero cortando la piel, luego abriéndose entre la carne y las fibras musculares, y drenar ese líquido espeso, aceitoso, de la manera más lenta y cruel posible, dando lugar a los gritos y llantos desgarradores de tan solo un niño. Capaz debería tratarlo con mi psicólogo, o tal vez, primero debería visitar uno. 

Me registro en la recepción y me dirijo a los asientos que nunca son suficientes por el poco espacio que se contradice con la cantidad de personas que aguardan ser atendidas. Me fijo en el monitor y mi nombre figura en segundo lugar, después de un tal Nicolas, que al parecer se trajo media familia. ¿Los planetas se habrán alineado?, pero no quiero festejar antes de tiempo, de imprevistos la vida está llena. Solo espero que me atienda alguien y lo remarco como alguien y no como doctor, porque con tal de irme rápido, que sea enfermero, curandero, el Pai Umbanda, un chaman o el doctor amor me da lo mismo... Bueno, mejor este último no. Quiero reservar ese momento para cuando me toque hacerme el exámen de próstata.

Transcurrieron quince minutos. Acaba de pasar una enfermera vestida de celeste llevando sábanas limpias, un señor en silla de ruedas es empujado por su hijo. Frente a mí, un muchacho con una férula en la pierna derecha está sentado junto a su madre y lo llaman para hacerse una resonancia magnética. Su mirada es desafiante y altanera, de las que  sostienen siempre la guardia alta, pero no tengo ganas de una pelea de ojos (llámese al desafío visual), en otros tiempos podría ser, ahora prefiero seguir escribiendo desde mi celular, lo considero más productivo. Tras unos minutos de haber entrado en el resonador, el técnico en radiodiagnóstico llama a su madre para que ingrese, y llego a una simple conclusión con una frase de mi viejo, —los cojudos se terminan con la pólvora— y también adentro de un resonador. Aclaro que para gente claustrofóbica suele llamarse a un familiar para tranquilizarlos o incluso llegan a sedarlos.

Mientras, sigo escribiendo para mantener mi mente distraída y ocupada, veo salir a Nicolas que se reúne con sus familiares, pero la doctora no me nombra, por el contrario, ella cierra la puerta. ¿Tendré la suerte que siendo las cuatro y veinte de la tarde surja una emergencia de algún paciente que trajo la ambulancia?, ¿o le toque hacer la ronda diaria y me deje esperando una hora? —Como deseo que sea viernes a las catorce horas para quedar libre de ataduras laborales — pienso para no desvariar.

Levanto la cabeza y lo veo pasar a Petu, un amigo. Él me ve y pregunta si estoy bien, le respondo —sí, un poco apestado nada más— y le hago señas con la cabeza, acompañado de un movimiento de cejas emulando un —¿y vos?—, estamos en un sanatorio y no sé la causa de su visita, tengo el presentimiento que algún día me encontraré con alguien conocido y su respuesta será —tengo un cáncer terminal, me quedan dos días de vida y sos el primero al que se lo cuento—, por eso me da miedo preguntar —¿cómo andas?— en esos lugares, no vaya a ser que su respuesta me deje tartamudeando sin saber que sonido reproducir y termine escribiendo sobre la vez que pregunte algo que no debía haber preguntado. Aclaro que Petu se encontraba bien.

En el monitor muestra el tiempo de espera, van treinta minutos y la doctora brilla por su ausencia. ¿Que estará haciendo esta dulce mujer en el consultorio si no entró nadie?, bah, quizá lo haya pensado con un lenguaje más vulgar y en un tono más despectivo. En ese instante se me cruzan películas de Porcel y Olmedo, inconscientemente invento títulos como, Los doctores las vuelven locas, Los maestros del bisturí, Los enfermeros le sacan lustre, y puedo seguir por horas con ese juego de palabras para posibles películas ficticias, que en aquella época hubiesen sido un éxito. Creo estar entrando en la etapa del desequilibrio mental, que se ubica previa al enojo y seguido de la espuma en la boca y el simulacro de convulsiones.

Y acá sigo dándole al dedo gordo para no pensar que llevo esperando cuarenta minutos, —y la reput.... — creo que me acaban de llamar!! Sí, dijo mi nombre!! Bloqueo el celu y después retomo esto.

Tras quince minutos me liberaron. Voy a seguir viviendo. El diagnóstico es una bronquitis aguda, parece un nombre peligroso aguda, sabe a complicación, pero no lo es o al menos no me voy con esa impresión. Me dio un corticoide para tomar por cinco días y unas nebulizaciones. También me ofreció un inyectable pero no acepte por lo antes mencionado, porque no tengo nada contra las vacunas y las extracciones de sangre, pero ponerme boca abajo, con mis partes expuestas, sin saber cuando viene el pinchazo...; —prefiero dejarlo para las emergencias— no quiero volver a casa manejando de costado en el asiento del auto. Aparentemente se terminaron los caramelos y siempre te ofrecen un inyectable. Mi dilema es que, como lo venden ellos, no sé si lo hacen con fines curativos o para sacarte plata de algún lado. Cada uno tiene sus rollos y locuras, debe ser porque viví en la época donde supuestamente andaba una trafic blanca, que secuestraba chicos y le quitaba los órganos. Son marcas invisibles que quedan de esas leyendas urbanas poco creíbles, como el viejo de la bolsa, el cuco o el chupa cabras. Cada vez me autoconvenzo que realmente debería visitar un psicólogo.

Dejo durmiendo esta narración en modo borrador por cinco días, no me puse a pensar como darle la estocada final a este toro moribundo, he tenido otros pormenores. Pero el destino es sabio y quiere regalarme un final diferente a este escrito, otra vez estoy en la guardia porque no paró la bendita tos, los medicamentos tienen el mismo efecto que un palito de la selva. Acaba de pasar el técnico de mantenimiento con un fluorescente que no funciona más, seguro me recetan un inyectable para la reposición del mismo, no creo que  zafe del pinchazo.

Hoy no hay nadie que me mire con desdén, solo dos ancianas que son hermanas, no porque me lo hayan comentado, sino porque el parecido es inequívoco, son dos gotas de agua. Diferentes peinado, misma nariz respingada, misma boca con labios finos y pintados de rojo y esas miradas clonadas. Es una generación que se bañaban y perfumaban para ir al doctor, bien vestidas, con ropa íntima que se compraba exclusivamente para la ocación. Yo parezco salido de un taller después de un cambio de aceite. Olvidé peinarme, no me afeite, pero al menos, me puse desodorante y me lavé los dientes, algo es algo.

Seguro hoy llueve granizo, en el monitor estoy posicionado cuarto, pero hay dos médicos en la guardia y me llaman rápido. Me revisa otra vez la misma doctora. Esta vez le llevo una placa de tórax que me hice unos minutos antes para estar tranquilo y para que sea más certero el diagnóstico. Parece que sigo con bronquitis, no mutó en nada raro. Le cuento de mis ahogos y el cansancio de estar tosiendo sin parar y logro mi objetivo... me receta antibióticos y algo para aflojar todo ese contenido viscoso de mi garganta. Y como era de esperar me ofrece un inyectable,  —otra vez se quedaron sin caramelos— pienso. ¿Habrá avanzado tanto la medicina que el tratamiento lo determinan sus pacientes?, o capaz en estos tiempos de cambio, donde sobrevuela un titubeo por no herir susceptibilidades,  nos lleve a la muerte tan solo por ser amables  —señor!! se muere de un paro cardíaco, ¿quiere un par de descargas en su pecho? ¿o prefiere una pastilla de menta?—. Sigo sin entender porque es opcional, prefiero que la recete y comprarla en la farmacia de la esquina.

Pasaron cinco días del párrafo anterior a éste. Terminé los antibióticos y adivinen donde estoy... sentado frente a una puerta blanca, con el nombre de alguien impreso y un número seis en el centro. —Si esperas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo — por ende, opte por cambiar de Profesional, esta vez saque un turno con mi médico clínico que hace unos dos años que no veo, sospecho que se acordará de mí. Mientras espero, me pongo a releer lo escrito para ver que puedo extirpar de esta narración para que la cirugía no sea tan extensa. Llegará el punto en que los lectores —si es que existe alguno que se animó a leer hasta acá— desearán mi muerte con tal de terminar este cuento corto devenido en una novela que no encuentra un final, donde no viven felices para siempre, donde la ciega sigue ciega y donde Luis Fernando no dejó a su primer novia porque ella sigue en silla de ruedas, pero sabemos que esta enamorado de la sirvienta. Y sí, me terminé yendo por las ramas, pero no lo borro porque me causó risa.

Salgo del doctor y mis deseos de jugar mañana el último partido de local del campeonato, retroceden siete casilleros. Si no hago reposo lo que sigue es la neumonía y esa palabra sí, que suena alarmante. Maldita mi suerte, me quedo sin partido y además lo inevitable, me recetó un inyectable —mi criptonita—, antibióticos más fuertes, que son pastillas del tamaño de una nuez, ya le estoy dando la bienvenida a la acidez, estos medicamentos te agujerean el estómago.
 

No voy a esperar una semana más para cerrar esta historia, mi impaciencia me puede,  daré por sentado que voy a mejorar si me cuido y hago el reposo necesario, de lo contrario tendré tiempo para escribir si termino internado. No me despacharé contra los médicos de las guardias, sería cruel y desigual librar un juicio sin antes permitirme empatizar. Reconocer la cantidad de horas que trabajan, algunos, doble turno. La desproporción de médicos con respecto a la cantidad de enfermos, tan desigual. La cantidad de vidas que se salvan y muchas otros condimentos que no deseo sazonar sobre este texto. Puedo pecar de impaciente, o tal vez de prejuicioso, pero cuando se trace la triste linea de mi final y se reste el tiempo disfrutado menos el tiempo que permanecemos inertes, si el saldo da negativo, sé que no habrá un reintegro en días, ni disculpas por las demoras ocasionadas, no me pagarán horas extras ni vacaciones, esos minutos habrán sumado horas, días y semanas que habré desperdiciado sentado en alguna sala de espera, intentando acelerar el reloj, inmerso en un bloc de notas deseando escapar de ese presente incómodo. Es por eso que al menos prefiero, que se ofrezcan caramelos y no pinchazos en el culo.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Mi segunda lengua (my second language)


Está comprobado estadísticamente que cuatro de cada siete personas, odian el comportamiento irresponsable de la gente que se encuentra detrás de un volante, o en su defecto, de un manubrio. Este dato importantísimo, —de similares características a los que emite la Universidad de Massachusetts—, fue informado este último martes por los alumnos de Ingles pre-intermedio, de una prestigiosa academia de la ciudad de Venado Tuerto, a raíz, de que se solicitara generar un texto sobre las cosas que más odiamos y donde no se permitía escribir sobre suegras o el riesgo país.

Estudiar inglés se asemeja mucho a la vida misma. Algunas veces estas arriba —cuando entendes casi todo — y otras, te ves en la lona cuando el tema es nuevo o el translator del cerebro nos quedo puesto en modo off. Luego de haber cursado tres años, con una pausa entremedio, soy capaz de comprender textos cada vez más extensos, en este lenguaje tan vital para el ámbito laboral y personal. Pero mi talón de Aquiles, es al intentar proferir palabra alguna. Caigo en una imitación burda de una especie de Diego Maradona, pero con el bypass gástrico ubicado en la garganta. Tengo una fluidez de diálogo similar a los dibujitos animados de la pantera rosa; la vieja; esa que yo miraba cuando era chico. La que comenzaba sentada luego que se difuminaba levemente una luz rosa y aparecía fumando un cigarro con boquilla, algo muy poco propicio para estos tiempos que corren, donde seguramente algún movimiento de esos que florecen todo el tiempo, estaría en las puertas de algún canal de televisión protestando para evitar que todos los chicos, salgan fumando al recreo en los jardines de infantes.

Sin embargo no solo he aprendido algo de inglés en estos pocos años, y digo pocos para no parecer tan burro, porque a esta altura capaz debería estar dando clases y de pedo que puedo hilvanar dos palabras seguidas. Mi nivel es tal, que podría contarles la experiencia en carne propia, de como se iniciaron en el habla los primates norteamericanos a lo largo de la evolución humana, y vestido con un taparrabos y un garrote de madera en la mano, no notarían la diferencia, de quién es el que evolucionó.

Como les decía, estas clases son muy enriquecedoras porque solemos contarnos vivencias, problemas y un poco de cultura general expresado en un idioma parecido al inglés. Podría diseñar una fiesta de bodas sin transpirar una gota de sudor, en vista del conocimiento fehaciente que poseo acerca de los pormenores que pueden surgir durante el planeamiento de un evento del tal magnitud.

También sé que, en la intersección de la ruta 188 y la ruta 33, existe un paraíso en la tierra, conocido como Villegas town. Donde se dice que, el Edén, ese lugar místico y celestial donde vacacionaremos algún día cuando dejemos de existir terrenalmente (este dato no aplica a todos), fue ideado a imagen y semejanza de esta ciudad con calles de adoquines y donde no me animo a contradecir tal afirmación, para no caer en ninguna controversia.

Hemos aprendido que una novia celíaca, implica tener dos cocinas en la casa, y que todos lo productos cuestan casi el doble que sus primos con gluten. También que los jóvenes, cuando toman confianza dejan su lado más vulgar al descubierto, y llegan a cualquier horario, se olvidan los útiles, y cuando usan el baño, se toman un tiempo exagerado solo para hacer del "uno". Hah!!, y casi lo olvido, "Estoy embergada" puede ser una frase fuerte para compartir en clases, por más que se explique el embargo de Vicky Xipolitakis.

También aprendí que un buen día, se puede arruinar con solo escuchar el audio de una chica llamada Jessica Fox, que habla como si la estuvieran corriendo los zombies de The Walkind Dead y a la cual hipotéticamente a esta altura, deberíamos entender claramente. O a la pequeña Mary's Meals, que le gusta cocinar y hacer caridades, pero aún tengo mis dudas sobre si ese audio, estaba en Inglés o en algún idioma que aún no fue descubierto.-

Fuimos vendedores y clientes, recepcionistas, mozos y comensales, hemos estado de un lado y del otro de un teléfono, fuimos enfermos y doctores, atendimos una tienda y compramos ropa. También debatimos sobre la velocidad del pinguino, sobre la variación del dolar, los créditos uva, y la problemática existencial que padecemos por el hecho de ser tan Argentinos, que solo nos miramos el ombligo y no nos importa el resto. Que todo aumenta desproporcionalmente, que seguro iremos a parar al carajo y que en Alemania, Holanda, Nueva Zelanda e Inglaterra la gente tiene otra mentalidad y sería el lugar adecuado para ir a vivir, pero como muy lejos, llegamos hasta Capilla del Monte. Mientras nos tomamos una pausa sentados en el pupitre, acompañados del mate intentando resolverlo todo, recobramos de a poco la cordura para retomar nuestra clase de inglés, y evitar que esto se asemeje a un sketch, de polémica en el bar. 

No sé si algún día podre entender o hablar este idioma de una manera más natural. Por lo pronto, me conformo con saber que parrilla se dice "grill", que yo no entiendo se dice "I don't understand", que chancho es "pig", que "actor, chocolate, doctor, horrible, horror, radio y virus" se escriben igual en ambos idiomas, por ende, tengo un 1% de conocimiento adquirido, y que el final de este cuento, se escribe The End.

This narration is dedicated to my English class, my classmates, my teacher Shirley, who is patient with us every day.

viernes, 9 de agosto de 2019

La carta soñada.


Esta carta te la escribo desde un sitio intangible, donde las incongruencias no conocen de límites, donde proyectamos los anhelos y se mezclan con fotografías guardadas en cajones ocultos, allá arriba, sobre el estante donde no llegan los niños. Te escribo más precisamente desde mis sueños. Sí, sé que suena loco pero salió de ese lugar, donde es posible deambular en el basurero de los recuerdos, desde ese laberinto mental que se activa cuando escapamos de la realidad que nos ofrece el mundo exterior y donde rescatamos involuntariamente los residuos de situaciones vividas o añoradas.

Te cuento lo que me acaba de pasar hace un momento nada más, por acá cerca.

Estaba en Arias, mi pueblo natal. Vamos en una moto por un camino de tierra, yo sentado en la parte trasera del asiento, mientras el que maneja no sos vos, sino Mario Pegolini. Sí, el mismo que hacia CQC hace tiempo. No me preguntes que hacia él manejando, pero era parte de todo este ensamble de incoherencias que te paso a comentar. Tenía la misma cara que en una noticia que leí en Internet hace pocos días, así que deduzco, que quedó anclado en algún recoveco de mi conciencia. En el sueño voy hablando con Mario Pergolini y tengo una epifanía, me imagino que vamos a salir campeones del mundo con la selección de fútbol. En realidad no me lo imagino, no es un anhelo, lo viví como si fuese una visión, era algo que certeramente estaba por ocurrir y mi emoción era tal por aquella predicción, que lo sentía en todo el cuerpo —en el del sueño y en el que yacía dormido—. Era como tocar el cielo con las manos, esa sensación de ver un futuro tan prometedor para mí y para millones de Argentinos que tanto anhelamos esa copa. En esa visión también aparecía un Maradona joven pero no como jugador, sino más bien como icono de nuestro fútbol, eran imágenes que pasaban de él como un fotolibro, los jugadores Argentinos aparecían festejando, el cielo cubierto de papeles celestes y blancos, bengalas y una locura desequilibrante en un estadio de algún lugar. 

Mientras tanto yo iba en esa moto a festejar vaya a saber qué, porque aquella visión eran imágenes de algo que supuestamente iba a pasar en el futuro. Pero si en estado sobrio se me ocurren boludeces todo el día, imagínate lo que puedo ser cuando no controlo la sensatez de mis ocurrencias.  No soy dueño de manipular la imaginación en ese territorio desconocido.

Te sigo contando. Venimos por una calle de tierra y estamos llegando al cruce de vías, el que se encuentra pegado al predio del club Belgrano, y acá el sueño toma un giro brusco. Este es el momento en que te cruzo a vos, que venias por la mano contraria, también en el asiento trasero de otra moto que la conducía una mujer de pelo castaño. En este punto se presenta una incógnita porque no sé quién es esa mujer, capaz porque después de tanto escribir ya se esfuman las partes menos importantes de lo que soñamos, o tal vez es un personaje de relleno que aparece para que la moto no se maneje sola, como los extras de las películas que toman un café mientras transcurre la escena del bar. Lo que sí sé, es que no es tu esposa, además lleva lentes de sol al igual que vos y se me hace muy difícil identificarla. Habrá sido alguna mujer que mire de reojo para que la negra no se de cuenta, utilizando lo que en el rugby llamamos vista periférica, y por tal acción quedó en mis recuerdos sin tanto detalle específico. Pero en efecto, como ella iba con vos tampoco me quiero hacer cargo con quién te juntas, y menos en sueños delirantes.

Tenías puesto la misma ropa que cuando me invitaste a tu cumpleaños en el campo, seguramente me quedó grabado de las fotos que estuve viendo hace poco. Cuando te vi le dije a Mario Pergolini, —pará la moto que tengo que saludar a un amigo— me baje, vos también, y nos fundimos en un abrazo que me terminó emocionando. Es más, creo que esa emoción que parecía tan real fue la que más tarde me terminó despertando junto con los gritos de mi hija. Te dije feliz cumpleaños Pirin!! Pero acá el sueño tiene una falla porque vos no cumpliste años, sino tu hermano y como no te vi la noche en que lo festejó, me deben haber quedado esas ganas de saludarte. Te abrace como se abraza a los amigos de toda la vida, esos que no ves por mucho tiempo y en ese choque, un río de vivencias justificó ese abrazo eterno.

Ahora son las cinco de la tarde y vuelvo al mundo de los desvelados, me despierto azorado por esa transición entre ambos planos. Acabo de tener un sueño tan sentido y tan auténtico, que en dos oportunidades pude percibir la felicidad y la nostalgia de una forma tan palpable que me llamó notablemente la atención. Por miedo a olvidarme de ese sueño, tomé el celular, abrí el borrador y me puse a redactarlo rápidamente para abarcar la mayor cantidad de detalles posibles, a sabiendas que su paso es fugaz por la mente y más en la mía que no se molesta en retener este tipo de utopías.

Me desperté con mil preguntas en la garganta. Ganas de saber de tus cosas, de saber cómo estabas, de tu salud, tu familia, pero no hice nada, estaba demasiado ocupado recolectando fragmentos para escribirlos, que al final me dormí en los laureles y no te llamé.

Ahora que el sueño, en su mayoría, quedó acá plasmado en esta carta virtual, me pregunto si te habrá llegado aquel abrazo, o tal vez una brisa pasajera te recordó alguna travesura de nuestra infancia.

Para no hacerla tan larga, y no caer en adulaciones y sentimentalismo, no voy a dejar mensaje final ni moraleja, no me molesté en relacionar un campeonato de fútbol con aquel abrazo, y mucho menos con Mario Pergolini. Al fin de cuentas, quién soy yo para darle racionalidad a las locuras del subconsciente. Es una simple carta de los divagues que se me cruzan cuando no trato de ser normal. Desde el lugar donde las historias no tienen un cause ni coherencia, donde alguna vez solía volar, donde me corren y siento pesadas las piernas, donde ensayamos otra vida con sentimientos que se siente reales, donde suelo pelear con alguien mientras mis puñetazos no lo dañan, donde reproduzco copias de historias que fueron y no volverán, y donde regreso a charlas con gente que ya no está. Ahí, donde solemos invocar personajes de ficción o de carne y hueso, y donde la mente suele avisarnos en modo de sueños, que se extraña a los amigos que andan en motos con chicas desconocidas. Y te despertas feliz por ese abrazo real, aunque manipulado por la imaginación, mientras que en el mundo verdadero la voz de una niña te llama y te despierta gritando, para tomar unos mates.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...