Kriptonita



Complexión física como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía poder que lo superara. Me arriesgo a decir, que era casi invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso agarrarar el picaporte, pero del otro lado, Rosalía, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y lo sorprendió una miraba inquisidora, pero aún más el tono sobresaltado de la voz:

—¡¡¡Pero decime, sinvergüenza!!! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... No no no. Yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que me pediste porque venían a cenar Martín y Sofía, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece que está bien hacer eso?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su capa en el perchero y acomodaba sobre la silla las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —respondió Rosalía acompañando con los ademanes de sus brazos—. Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, se descarrila un tren, o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema es que el embotellamiento fue porque un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados, y tuve que socorrerlos. Imagináte los pobres viejos, amor. 

—Y encima me decís, amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido jamás. 

 

El amor los había sorprendido hace tres años. El avión de negocios Piper Line-350 con rumbo a Colonia Caroya, albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales, y su secretaria Rosalía Llorens que dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores, al toparse de frente con una bandada de patos sirirí. El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que, ante el desconcierto, buscó abrocharse el cinturón de seguridad.

El viento entró con la fuerza de un ciclón y desató el caos después de que el piloto abriera la puerta de emergencia y se arrojase con el único paracaídas a bordo. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que, al día de hoy, ella misma no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y luces de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos— se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio.

El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él sólo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas para que recojan los cadáveres.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados , notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto del exterior. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía.

El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Raúl, los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: hoy no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad, intentando sin suerte conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer le asediaban la mente. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol con 39º, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo con certeza quién era la culpable de su reciente debilidad.