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Crimen organizado



La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recortes de azulejos incrustados al azar y cubierta por un mantel que caía por los lados. Debajo se sostenía con una columna a la que Juanchi se abrazaba sigilosamente, igual a una cría de chimpancé que se aferra a su madre.

Un terremoto en las tripas lo llevó a dudar de su propósito y lo tentó la idea de huir; pero desistió por la fuerza, después de que Anselmo Martínez se presentase con su aperitivo, y un cigarrillo que fue fumando sin el menor apuro. Juanchi se secó el sudor que le picaba en los ojos, y recordó el panorama que lo esperaba en su casa, ese mismo panorama que lo motivó a terminar en esa posición un tanto osada e inusual.

 

La casa de Juanchi era de esas casas que cuando afuera el clima frío escarchaba el rocío, adentro se podía guardar helado en la alacena junto a la pila de platos. En cambio cuando agobiaba el calor veraniego de enero, se podía transpirar de sólo pestañear muy seguido.

Esa misma mañana, su esposa Yolanda tras calentar el agua para el desayuno, notó cómo la llama de la hornalla, lentamentese extinguía sin dejar siquiera un resto para cocinar el almuerzo. Aunque ese no era el principal inconveniente, sino que tampoco había nada para cocinar. 

En cinco tazas de plástico vertió agua caliente y la fue tiñendo con un solo saquito de mate cocido. Se aseguró de que sus pinceladas no denoten un verde más oscuro entre las tazas restantes, porque esto daría pie a una riña mañanera que quería evitar a toda costa. 

Abrió las persianas, y de a poco la claridad fue incomodando los rostros de sus  hijos, hacinados en un colchón de dos plazas tirado sobre el piso de tierra. Después, aprovechó la calidez del sol para colocar sobre un papel de diario la yerba del mate que usaron el día anterior, así podrían reutilizarla.

Juanchi robó el diario del porche de su vecino y se sentó en el patio sobre un desgastado asiento de Falcon apoyado contra un paraíso. Buscó en la sección de clasificados alguna changa intentando salvar el día, pero en un domingo las posibilidades se reducían a menos diez. Adentro se oía el rezongo de sus hijos que aún seguían hambrientos: un mate cocido y una rodaja de pan no eran suficientes para calmar a esas fieras en pleno desarrollo.

El viento del oeste le trajo la primera oleada a madera en combustión impregnándole a Juanchi una idea absurda, aparejada quizá por la desesperación. Una segunda brisa lo acarició con el irresistible aroma a la grasa fundiéndose. Provenía de la casa de Anselmo Martínez —su vecino de atrás del terreno—, que al desgrasar la carne acostumbraba a tirar esa grasa sobre los troncos recién encendidos para avivar el fuego.

Pasó media hora y Juanchi meditaba con la mirada perdida en algún punto lejano. Cuando lo asechó el mediodía, de un salto se levantó y fue hasta la puerta de su casa. Después de abrirla se quedó ahí parado con las piernas abiertas sin soltar el picaporte: el hambre había transformado a sus hijos en feroces hienas que reían y se atacaban entre ellos como si hubieran perdido la razón. Él tomó aire y rugió como un puma:
    —¡A ver si dejan de romper las pelotas y se callan un poco, che! ¿¡Qué es eso de tengo hambre, tengo hambre... si recién terminan de desayunar!?— el silencio sobrevoló al ver la figura de su padre con la camisa semitransparente flameando, a la vez que el sol, a contraluz, le proyectaba un aura. Por último, agregó:

—Si se callan y no hacen más quilombo, voy a intentar conseguirles asado.

Los hijos mostraban sonrisas de oreja a oreja y no se les cruzaba siquiera imaginar de dónde su padre sacaría plata para tal fin. Pero, Yolanda, que lo miró extrañada, frunció los labios mientras movía las manos con los dedos en montoncito, en señal de «¿de dónde carajo va a sacar asado este hombre?».

Sin dar mayores explicaciones, Juanchi dio la orden de poner los platos en la mesa, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del patio. El tapial medía casi dos metros, así que usó como escalera unos cajones de manzana apilados para espiar al vecino. Desde ahí observó un escenario prometedor: el terreno amplio con el césped recién cortado, cuatro o cinco enanos de jardín, el asador contra la pared de enfrente, el fuego recién prendido y tres tiras de costilla de vaca sobre una tabla que lo invitaban a corromper su dignidad. Pensó en robar las tiras de carne crudas pero sin gas no podría cocinarlas, y prender fuego en su asador lo delataría de inmediato. Así que, tras advertir el posible escondite, voleó ambas piernas y esperó paciente bajo la mesa con las mandíbulas abiertas como lo haría una planta carnívora.

 

Anselmo Martínez tiró la colilla del cigarro, tomó el tenedor y se arrimó a la parrilla para girar las costillas del lado de la grasa. Juanchi dejó pasar el tiempo y al oír cerrarse el mosquitero —después de que su vecino entrara a la casa—, tomó un cuchillo ubicado sobre la mesa y realizó una pequeña incisión en la carne: a Yolanda no le gustaba el asado muy jugoso, y anticipándose al conflicto que se desataría cuando se enterara de dónde provenía ese asado, Juanchi procuró dejarlo unos minutos más para conseguir el punto de cocción exacto.

De un zarpazo agarró las tres tiras de la parrilla y corrió hasta el tapial. Ante la imposibilidad de saltarlo no tuvo más remedio que arrastrar uno de los enanos del jardín y a modo de escalón se impulsó sobre él como si montara un caballo en los westerns de Clint Eastwood. Sin darse cuenta de que estaba dejando claras pistas del lugar por donde había escapado el ladrón.

En su casa los platos ya se ubicaban en posición, según él lo había encargado, y los hijos aguardaban la promesa de su padre. Finalmente,  la puerta se abrió y el aroma fue un espíritu que se les embutió en el cuerpo dejándolos boquiabiertos. La mirada de Juanchi reflejaba unos ojos vidriosos y los orificios nasales se le habían dilatado como si aguantara el llanto por la emoción de haber traído comida. Pero no se debía a nada de eso, sino, que aún se podía oír el crepitar de la grasa en las tiras de costilla, y eso sin dudas le estaba ocasionando quemaduras de primer grado.  

Yolanda puso sobre la mesa una ensaladera con lechuga, y le sirvió dos costillas asadas a cada uno. Ante semejante exquisitez, los hijos rasgaban la carne con las manos y gruñían como perros que protegen su comida.

Cuando Juanchi estuvo a punto de sentarse, oyó que afuera golpeaban las palmas. Se levantó y fue hasta la puerta mientras se iba limpiando las manos en el pantalón. Ahí lo esperaba Anselmo Martínez con cara de tener pocos amigos, acompañado por un uniformado.

—¿¡Cómo pudiste!? —dijo Anselmo y lo señaló con el índice—. Ese es el desgraciado que me robó la comida. ¡Arréstelo, Oficial!

El Oficial miró con indiferencia a Juanchi, y después de acomodarse el cinto, le dijo:

—A ver.  Déjenos pasar para que hagamos la inspección —. Juanchi se dio vuelta tras disimular un sonido como de oso. Y, antes de abrirles la puerta les dijo:

—Me van a tener que perdonar por el despiole, pero mis hijos son unos animalitos.

El Oficial y Anselmo entraron al comedor. En la mesa sólo había platos limpios, despojados de cualquier rastro de carne, grasa ni nada. Siguieron revisando minuciosamente cada recoveco de la casa incluído la basura y no hallaron pistas que insinúen siquiera la existencia de una costilla pelada, para esa hora ya era demasiado tarde, las cinco fieras se habían devorado toda la evidencia.


La carta soñada.


Esta carta te la escribo desde un sitio intangible, donde las incongruencias desconocen límites, donde proyectamos los anhelos y se mezclan con fotografías guardadas en cajones ocultos allá arriba, sobre el estante donde no llegan los niños. Te escribo más precisamente desde mis sueños. Sí, sé que suena delirante, pero salió de ese lugar donde es posible deambular en el basurero de los recuerdos, ese laberinto mental que se activa cuando escapamos de la realidad que nos ofrece el mundo exterior, y donde rescatamos involuntariamente los residuos de situaciones vividas o añoradas.

 Te cuento lo que acaba de suceder en mi mente hace un momento nada más:

 Esto transcurría en Arias. Voy por un camino de tierra sentado en la parte trasera de una moto. El que maneja no sos vos, sino Mario Pergolini. Sí, el mismo que hacía CQC. No me preguntes por qué manejaba él, pero era parte de todo este ensamble de incoherencias que te voy a comentar. Mario lucía la misma cara en una noticia de Internet que vi hace pocos días, así que deduzco que quedó anclada en algún recoveco de mi subconsciencia. En el sueño voy hablando con Mario Pergolini y tengo una epifanía, me imagino que vamos a salir campeones del mundo con la selección argentina de fútbol. En realidad, no me lo imagino, no es un anhelo, lo viví como si fuese más que una visión, era algo que certeramente estaba por ocurrir y mi alegría era tal, que la sentía en todo el cuerpo —en el del sueño y en el que yacía dormido—. Era como tocar el cielo con las manos, esa sensación de ver un futuro tan prometedor para mí y para millones de argentinos que tanto anhelamos esa copa. En esa visión también aparecía un Maradona joven pero no como jugador, sino como icono de nuestro fútbol, eran imágenes que pasaban de él como un fotolibro. Los jugadores argentinos festejaban; el cielo se cubría de papeles blancos y celestes; había bengalas y una locura desequilibrante en un estadio de algún lugar. 

 Mientras tanto, yo iba en esa moto a festejar vaya a saber qué, porque aquella visión eran imágenes de algo que supuestamente iba a pasar en el futuro. Pero si en estado sobrio se me ocurren boludeces todo el día, imaginate lo que puedo ser cuando no controlo la sensatez de mis ocurrencias.  No soy dueño de manipular la imaginación en ese territorio desconocido.

 Te sigo contando: Venimos por una calle de tierra y llegamos al cruce de vías que se encuentra pegado al predio de doma del club Belgrano, y acá el sueño toma un giro brusco. Este es el momento en que te cruzo a vos viniendo por la mano contraria, también sentado en la parte trasera de otra moto conducida por una mujer de pelo castaño. En este punto se presenta una incógnita: no sé quién es esa mujer. Capaz porque después de tanto escribir ya se esfuman las partes menos importantes de lo que soñamos, o tal vez es un personaje de relleno que aparece para que la moto no se maneje sola, como los extras de las películas que toman un café mientras transcurre la escena del bar. Lo que sí sé, es que no es tu esposa. Además, al igual que vos, lleva lentes de sol y se me hace muy difícil identificarla. Habrá sido alguna mujer que mire de reojo y para que la Negra no se dé cuenta utilicé lo que en el rugby llamamos vista periférica, dejándola archivada en mis recuerdos sin tanto detalle. Pero como ella iba con vos, tampoco me corresponde hacerme cargo de con quién te juntás y mucho menos en sueños delirantes.

 Tenías puesto la misma pilcha que cuando me invitaste a tu cumpleaños en el campo, seguramente me quedó grabado por las fotos que estuve viendo hace poco. Cuando te vi le dije a Mario Pergolini "pará la moto que voy a saludar a un amigo", me bajé, vos también, y nos fundimos en un abrazo que me emocionó. Es más, creo que esa emoción tan real fue la que más tarde me terminó despertando junto con los gritos de mi hija. Te dije ¡¡¡feliz cumpleaños Pirin!!!, pero acá el sueño tiene una falla, porque vos no cumpliste años, sino tu hermano. Y, como no te vi la noche en que él los festejó, me deben haber quedado esas ganas de saludarte. Entonces te abracé como se abraza a los amigos de toda la vida, esos que no ves por mucho tiempo y en ese choque, un río de vivencias justificó cada segundo de ese abrazo interminable.

Ahora son las cinco de la tarde y vuelvo al mundo de los desvelados, me despierto aturdido por esa transición entre ambos planos paralelos. Acabo de tener un sueño tan sentido y auténtico, que en dos oportunidades pude percibir la felicidad y la nostalgia de una forma tan palpable que me llamó la atención. Por miedo a olvidarme de ese sueño, tomé el celular, abrí el borrador y de inmediato me puse a redactarlo para abarcar la mayor cantidad de detalles posibles, sabiendo que su paso es fugaz por la mente, y aún más en la mía que no se molesta en retener este tipo de utopías.

Me desperté con mil preguntas en la garganta. Con ganas de saber de tus cosas, de saber cómo estabas, de tu salud, tu familia, pero no hice nada. Estaba demasiado ocupado recolectando fragmentos para escribirlos que al final me dormí en los laureles y no te llamé.

Ahora que el sueño —en su mayoría— quedó plasmado en esta carta virtual, me pregunto si te habrá llegado aquel abrazo, o tal vez una brisa pasajera te recordó alguna travesura de nuestra infancia.

Para no hacerla tan larga y no caer en adulaciones y sentimentalismo, no voy a dejar mensaje final ni moraleja, no me molesté en relacionar un campeonato de fútbol con nuestro abrazo, con Maradona y mucho menos con Mario Pergolini. Al fin de cuentas, quién soy yo para darle racionalidad a las locuras del subconsciente. Es una simple carta de los divagues que se me cruzan cuando no trato de ser normal. Desde el lugar donde las historias no tienen un cause ni coherencia, donde alguna vez solía volar, donde me corren y siento pesadas las piernas, donde ensayamos otra vida con sentimientos que se sienten reales, donde suelo pelear con alguien mientras mis puñetazos no lo dañan, donde reproduzco copias de historias que fueron y no volverán, y donde regreso a charlas con gente que ya no está. Ahí, donde solemos invocar personajes de ficción o de carne y hueso, y donde la mente suele avisarnos en modo de sueños, que se extraña a los amigos que andan en motos con chicas desconocidas. Y te despertás feliz por ese abrazo real, aunque manipulado por la imaginación, mientras que en el mundo verdadero la voz de una niña te llama gritando para tomar unos mates.

3 de mayo de 2010


Recuerdo estar en la escuela cuando mi señorita de 4to grado, trazando una línea perfecta a lo ancho del pizarrón, con una raya al inicio y una flecha al final, nos decía, —esto les va a facilitar comprender los sucesos a través del tiempo y ubicarse cuando ocurrió cada uno—. Yo, por más que me esforzaba por retener, me preguntaba —¿Cómo va a hacer esta mujer para que memorice que paso en cada rayita?—, y hasta el día de hoy me cuesta memorizar muchas cosas y cada vez más. Por eso, tener tantos detalles minuciosos de un día en particular no es algo habitual. Seguramente ha quedado almacenado en mi “memoria a largo plazo episódica”, que permite recordar hechos concretos o experiencias personales, algo así como la memoria ROM de una compu, esa que no se borra cuando la reinicias.

Son las tres de la madrugada y ahí me veo sentado en mi cama con el celular en la mano, no estoy jugando Candy Crash, de hecho, se creó dos años más tarde en 2012. Estoy cronometrando el tiempo de cada contracción, cual si fuese una carrera de regularidad, tratando de seguir al pie de la letra lo que indicó el obstetra y no caer al sanatorio cinco horas antes por una falsa alarma. Sucede que los profesionales de la salud no entienden que uno ha crecido mirado películas a lo largo de su vida y en todas ellas la madre tiene dos contracciones, se sienta en la cama, o en la silla de un restaurante y dice —ahí vieneee!!!—, acto seguido todos salen corriendo como locos gritando, la desesperación y el caos se apodera de cada personaje y huyen a toda velocidad en su vehículo rumbo al hospital. Entonces llamo al doctor, porque después de varias contracciones ya te invade la desconfianza. El curso de preparto se diluye como agua entre los dedos y las dudas de no saber cuánto tiempo duraban las contracciones y de cuanto era la pausa, o alguna se pasa del tiempo y vos la contas como regular. En fin, el tipo te atiende con una voz relajada y te recalca, —cuando sean cada 5 minutos por una hora tráela, ¿ya despidió el tapón mucoso?— Y uno piensa qué forma tendría que tener un tapón mucoso, ¿se habrá salido y no lo ví?. A lo que respondo —un segundo que le pregunto a mi señora…—ella seguramente debe saber. 

Después de varias idas y venidas por teléfono nos da el Ok para ir, Martita se da un baño relajante y terminamos de guardar las últimas prendas en los bolsos de mamá y la futura bebé. Llamamos un remis que milagrosamente viene sin demoras y subimos al vehículo. Nos encaminamos rumbo al Sanatorio, pero esta vez, no hay interacción con el chofer como suele suceder, no importa el clima, lo caro que están las cosas o la inseguridad, solo estamos enfocados en las contracciones que no cesan. El remisero al darse cuenta de la situación, comienza a notarse algo asustado y percibo que acelera su vehículo, porque aparentemente veía las mismas películas que yo y que todos los padres primerizos. Toma la calle Islas Malvinas y cruzamos Av. Santa Fe, transita unos cincuenta metros y se come una loma de burro nuevita, reluciente, con el lomo ensanchado y vigoroso esperando que algún desprevenido la transite, esas que te hacen pegar la cabeza contra el techo y que quedara en la memoria de la futura madre que casi pare en el mismísimo auto. En ese instante, su panza se endurece y se acuerda de la mamá del remisero, de la abuela y de todos sus ancestros. De hecho, no hay vez que pasemos por ese lugar y no reflote ese episodio tan desafortunado. 

Continuamos con el trayecto, gracias a Dios sin nuevos sobresaltos y finalmente llegamos al Sanatorio. Luego de anunciarnos en recepción nos llevan a una sala donde empiezan con el goteo para inducir el parto. Yo al lado de Martita tomando su mano, dando apoyo psicológico y frotando su espalda para dar lucha a los dolores, mientras me estrangula mis dedos a tal punto, que no sé si es un bebé o alguna especie de Alien asesino que le saldrá por el pecho. Recuerdo también haber escuchado alguna frase como —por dios, saquenmelooo — pero puede ser idea mía. Ese tiempo parece eterno, pero por suerte la dilatación es la esperada y transcurrida aproximadamente una hora, deciden trasladarla a la sala de parto. La enfermera se me acerca y me pide la ropa para la bebé, usa términos como “ranita”, “bodis”, “batita”, “mantita”, todo en diminutivo. En mi mente parece nuevamente trazarse una línea de tiempo con rayitas porque no entiendo nada. Viendo que estoy en un estado de total incomprensión a ese conjunto de nuevos términos, me dice sutilmente y con tono solemne, —a ver papá dame el bolso—, y vuelvo a reaccionar. 

Me dan una especie de guardapolvo para presenciar el nacimiento. Entro y todo parece estar listo. Me ubico al lado de Martita, que está acostada en una camilla inclinada con las piernas abiertas y semiflexionadas. El doc con tono de maestra de jardín de Infantes le dice, —Bueno mami, cuando sientas que viene la contracción vamos a pujar—, luego del primer pujo, me asomo y su cabecita también lo hace. En ese instante, el médico toma el bisturí y para mi asombro, le hace un tajo en la chuchis, pochola, cachucha, cotorra o como quieran nombrarla. Lo quedo mirando y me hago varias preguntas, ¿Qué hijo de mil, cómo le pudo hacer ese tajo sin avisarme?, ¿eso estaba programado?, ¿no era que en el parto natural salía los bebes y listo?. Al tiempo después de googlear entendí que era según el tamaño de la criatura y la dilatación para que no sufra un  desgarro la madre. A todo esto vuelvo en sí y en solo tres o cuatro pujos más, sale una niña cubierta vérnix o unto sebáceo, (una sustancia blanca y grasa que protege la piel de la bebé mientras se encuentran en el líquido amniótico). Ahí pienso dos cosas, —en las películas los bebes no nacen así —, y lo otro es —me imagino que la van a limpiar primero antes de dármela —. La cubren con una manta y se la muestran primero a mamá, para que conozca a su hija y luego de emocionarse, acto seguido entra en un sueño letargo, cuasi oso en su cueva espera que empiece el duro invierno. Es que entre los nervios y el trabajo de parto quedó totalmente exhausta. 

Luego la toma su pediatra y la lleva para control. Aspira sus pulmones, la limpia, controla sus signos vitales, sus reflejos y la viste. Miro asombrado el procedimiento, pero todavía no tomo noción de lo sucedido, empiezo a darme cuenta lo hermosa que es y de sus buenas cuerdas vocales para llorar. Entonces llega mi turno. La tomo en mi brazos, quedo con esa pequeña de manitos arrugadas y de labios enrojecidos solos por primera vez, mirándonos. Creo que en ese instante me di cuenta que nada seria como antes. Que había dejado de ser Hijo para convertirme en algo más. En ese acto, me fue entregado un manual que decía en la tapa “Como ser padre”, con la desdicha de que todas las hojas estaban en blanco, apenas un prólogo el la primer hoja con consejos de mis viejos, que me fueron dados a lo largo mi vida y que muchas veces ignoré por pensar que eran anticuados y nunca los usaría. Para peores el primer capítulo ya tiene colocado un título que dice “Como cambiar su primer pañal”, y seguramente lo voy a tener que escribir en minutos pero no tengo la menor idea que poner. Me hago el desentendido, como cuando rompíamos un vidrio de chicos y ponías cara de.. ¿Quién habrá sido?. Para mi suerte apareció la pediatra y se encargó del tema, mientras ella la limpiaba fui tomado nota minuciosamente de cada paso. Una vez en la habitación la dejo descansar en su cunita, recién ahí avisamos a los familiares que nació, queríamos ese momento solo para nosotros, algo único, tranquilo y totalmente íntimo, donde pudiéramos disfrutarla y se sintiera a gusto en su nuevo mundo, sin que nadie la altere.

Hoy, con nueve años recién cumplidos, no puedo dejar de asombrarme cuanto has crecido, tu gran capacidad para las artes, ese sentido del humor tan contagioso (y tan cambiante), muy parecida a mí pero tan diferente a la vez. Sé que resta mucho por recorrer pero quería regalarte este relato de unos de los pocos días que recuerdo tan nítidos y con tantos detalles, para compartirlos con la niña que cambió mi vida, y despertó una sentimiento de protección, mientras que una sensación de vulnerabilidad me inundó el alma y me arrancó la armadura que hasta ese momento me hacía creer invencible.