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viernes, 7 de mayo de 2021

El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud, mi abuelo se me acercó después de tomar un café y me dijo:  

—Cuidado como tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920:

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien, en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparentada donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino, que aparentaba más.   

Durante la juventud su aspecto había lucido un gran cuidado y nunca le faltaron amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas le daban fama de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia, que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seductor. Al caer la noche partieron juntos a su rancho, perdiéndose entre besos ardientes y caricias. Al despertar a la mañana siguiente y notar en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le incrustó en la panza. Con total desprecio le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche.  

Después de ese episodio algo raro sucedió.

No se sabe bien que pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el cabello se le tornó gris y se le fue cayendo de a poco. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual más que un hogar, se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés por su apariencia poco atractiva, y sus aires de Don Juan quedaron sepultados bajo capas de desprecio.

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir ya tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se olvidaron de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de Aspirinas, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revolver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. No había en el campo ramas que no cedieran a su peso, en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión. 

Un día golpeó a la puerta de Nazareno, una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela encontró una caja de zapatos con fotos de él y otros objetos. Ella le dijo que esa caja era la razón por la cual se encontraba ahí, para entregársela personalmente y de seguro él sabría qué hacer.

Nazareno agradeció asintiendo con la cabeza. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó el contenido. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, varios alfileres y sustrajo las fotos donde aún se lo veía vigoroso. Después, desechó el resto de los objetos dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en su rostro. Pero muchos otros, aseguran que ese joven era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese comenzar de nuevo; pero supongo esta vez, que fue incapaz de herir los sentimientos de otra mujer.

miércoles, 7 de abril de 2021

Kriptonita



Complexión física impenetrable como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía kriptonita que lo detuviera. Me arriesgo a decir, que era invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso tomar el picaporte, pero del otro lado Rosalía, su esposa, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y la presencia de ella lo sorprendió, pero aún más, lo sorprendió el tono de sus palabras:

—¡Pero decime vos, sinvergüenza! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... Nonono, yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que tanto te gusta. Vinieron Martín y Sofía a cenar, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su abrigo en el perchero y acomodaba sobre la silla su capa y las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —Retruco Rosalía acompañando con ademanes de sus brazos— Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, si no se descarrila un tren o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema fue que un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados y tuve que socorrerlos. Imagináte todo el tráfico bloqueado, amor. 

—Y encima me decís amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido. 

 

El amor los había sorprendido tres años atrás. El avión de negocios Piper Chieftan PA-31-350 con rumbo a Colonia Caroya albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales y su secretaria Rosalía Llorens que, tras una larga noche con amigas, dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores al toparse de frente con una bandada de patos sirirí.

El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que ante el desconcierto buscó abrochar su cinturón de seguridad. Pero, su gesto se detuvo al notar que ambos pilotos atravesaron con prisa el pasillo y, tras abrir la puerta trasera, se arrojaron del avión con los únicos paracaídas a bordo.

El viento entró con la fuerza de un tornado y desató el caos. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que al día de hoy, no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y lucecitas de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos—, se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio. El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él solo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados más íntimos notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto volador. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía. El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Él volaba hacia Córdoba Capital, por un reconocimiento que se daría cita en el estadio de Instituto. La condecoración se suscitaba tras haber ayudado a la barra brava de ese club, cuando el colectivo que los trasladaba a Villa Rumipal pinchó una goma y no tenían rueda auxiliar. El evento, sin demasiada repercusión se haría efectivo en el entretiempo entre el equipo local y Tristán Suárez, que por ese entonces peleaba por no descender. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”: El Inspector, que olía a quinientos metros si un auto tenía la VTV vencida; El Negro Anaconda que tenía “grandes” poderes; y Piojito, cuyo único poder consistía en sacar los chinchulines y la tripa gorda a punto.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que sólo encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de Julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad intentando, sin suerte, conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer lo asediaban en su mente una y otra vez. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol en la pileta, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo casi con certeza, quién era la culpable de sus debilidades.

domingo, 25 de octubre de 2020

El Machoman



Dos Dacimento Rumao era el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la más exigente jamás conocida.

Como contraparte de esta historia se hallaba Celestino Almirón, sentado detrás de su escritorio y leyendo el diario La Gambeta. Al llegar a la sección de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao con el cuerpo fibroso. Celestino, se asombró al ver que ese hombre tendría casi su misma edad cuando tomaron la foto en la que ganó esa competencia. Fue inevitable bajar su mirada y enfocarse en las migas desgranadas del hojaldre de un cañoncito con dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza. Después retomó la lectura en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida diez años atrás. En esa nota además remarcaba los ciento veinticuatro competidores que, con cincuenta años, fracasaron en el intento por destronarlo; dato que sin duda acrecentaba su leyenda.

Celestino volvió a posar su mirada sobre esa foto, se recordó en su juventud demostrando sus dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de oficinista. Cerró el diario y continuó con su trabajo, pero durante toda esa mañana una sensación inusitada se le adhirió como un abrojo: esa necesidad de tener algo que hacer, aunque no sabía bien qué.

Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño y se sentó en el inodoro para macerar pensamientos. Se vio al espejo, detectó entradas en su frente, el pelo canoso, patas de gallo y se descubrió la papada: fue verse en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante era esa nota en el diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo lograría su objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.

Disponía de dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.

En los primeros nueve meses pudieron verse resultados tangibles. Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio tonificó esos músculos flácidos, acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol 5 con sus amigos. Cada día, le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y por una cuestión de infraestructura, lo más complicado, era nadar; pero se las ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton, y con sus amigos.

El día del Machomán al fin llegó. Celestino, con el número 248 escrito en un brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros tantos competidores. El disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público, los acompañó en los primeros metros hasta llegar al borde del lago Pinto, de cuatro kilómetros de ancho. Celestino arrancó inspirado con su estilo crol, sincronizando brazadas y tomando aire por uno de sus lados. Casi llegando a la mitad se lo notó fatigado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado estilo “perrito” lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo también, la gracia.

Al llegar a tierra firme se calzó, tomó su bicicleta y se largó a pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del Brazuca, al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda suelta al trote. 

Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin darse cuenta de que, por culpa de la humedad de sus calzas y un poco de arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una extrañeza muy pocas veces vista —podía pasar un perro caminando entre la apertura de sus piernas. 

Faltando menos de dos mil metros, y ante la imposibilidad de continuar con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la carrera. No le quedó más alternativa, que llevar sus brazos por detrás, e introducir con delicadeza sus manos por dentro de la calza, y ayudarse con las yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando las aguas del mar rojo. Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo observó atónito. Algunas madres, tapaban los ojos a sus hijos, y hasta pudo advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente, Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo en ese mismo instante, que no se encontraba ahí para rescribir la historia, ni para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.

jueves, 15 de octubre de 2020

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

    Se quitó los lentes. Giró. Y el reflejo desde una ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros —, fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que ahora le apuntaba a la sien. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

    

    Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle la experiencia a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.    

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

     OBJETIVO.

     Nombre: desconocido

     Edad: 32

     Estatura: 1.73

     Apodo: Firewall.

     Oficio: Ingeniera en sistemas.

     Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

     Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

    —¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos de mierda.

    Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en realizar escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más, teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

    El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

    

    Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

        No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

    También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

    Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.
    —El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.
    La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

    En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo debilitaba, lo hacía ver vulnerable, casi humano; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

    Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

    El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

    ¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

jueves, 8 de octubre de 2020

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía entre las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles enfrente de su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su cuarto. Él suponía que la luz ahuyentaba esa oscuridad y confiaba en que esa era la única manera de mantenerse a salvo.

Esa noche su madre antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú. Aunque sabía con certeza cuál sería su elección: Milanesas con papa fritas, y queso cheddar fundido.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá que era más permisivo para con sus caprichos, y juntó las manos a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué pasa cuando te llenas mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y para complacerlos asintió con la cabeza, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse el encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias pero, al final, cedieron.

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? es el perchero con el gorro y tu campera.

—¿Y el ruido ese de afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho y se volvió a acostar. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres para entregarse al roce de los cuerpos. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del placard se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado, abrió los ojos en la oscuridad conteniendo la respiración e intentando reconocer alguna silueta entre las penumbras. No demoró en llamar a gritos a sus padres, pero no le respondieron. El sonido de su voz parecía quedar atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto tomó las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor la lámpara no se prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía darle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba entre las sombras de su cuarto.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la incertidumbre. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que sus sábanas, de a poco, se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo, primero descubriendo su cabeza, los hombros y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se las tragó la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas cerró los ojos rogando que sea un sueño.

Una sombra como la brea, devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un solo movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar a la pieza. Al verla, Martín saltó de la cama y se perdió entre su camisón. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él explicó de los hechos. Después lo abrazo y calzó la cabeza de Martín contra su pecho murmurando al aire, preocupada: Te dije que no te sirvieras de nuevo, te dije...


jueves, 1 de octubre de 2020

No se juega con la comida


Julián se despertó por la angustia de un mal sueño, pero a diferencia de otras veces el abrir los ojos y saberse libre de ese encanto no ahuyentó su malestar. Miró en la habitación de sus padres, pero ya no estaban: debían de haber comenzado la jornada de trabajo. El sol aún se ocultaba, y afuera las paredes murmuraban quejidos cuando el agua hirviendo recorría las viejas cañerías de bronce. Sobre tensos alambres colgaban ganchos de acero, y en el cuarto en donde todos los días se desnataba y se preparaba la manteca, las cuchillas y la chaira aguardaban impacientes sobre una mesa de madera

 Julián se asomó de curioso, nomás. Vestía unas bombachas de corderoy y zapatillas de luces con abrojos. Contempló ese escenario como otras tantas veces: la cadena rodeando el tronco, enganchado en lo alto el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, un balde de plástico y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— recostados bajo el ombú. 

La peonada se acercó para dar una mano. Prendieron fuego, y un caldero de hierro fundido comenzó a entibiarse el agua. A un costado entre las primeras brasas la pava cubierta de hollín dio inicio a los primeros mates. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó que esa chancha tendría las horas contadas. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse. 

La relación entre ellos dos se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía lo que mide un cuis o un ratón. En aquella paridera cubierta con chapas, ella pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba, mientras le acariciaba la franja blanca que le cruzaba el lomo entre la negrura.

—Ay m’hijo... —Se lamentó su padre la noche anterior Quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo. 

Si bien no se elige con quién amistarse era cierto que, en los papeles, esa chancha no era de julián, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros: únicamente reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián cuando la llamaba a la distancia y disfrutaba pasearlo en su lomo por la ensenada de los caballos. Era mansita casi siempre. ¡Salvo cuando tenía cría! Supo ahí el significado de la frase: más mala que una chancha

 

Julián trepó a un paraíso y desde ahí, a lo lejos, logró verla. Los peones la arreaban de a pie, con dos sogas que le cinchaban el cogote. Caminaba pausada, arrastrando con pereza su gordura. Se detenía cada tanto a relucir las mañas, pero entre los gritos y el revoleo de ponchos conseguían que diera unos cuantos pasos más, para volver a detenerse. Julián quería silbarle para... no sabía, en verdad, para qué. Tal vez, para espantarle el temor y se sintiese acompañada. De lo que sí creía estar seguro es que, de silbarle, la estaría guiando a su inevitable final y prefirió callar.

No bien pudieron traerla, una manea se le enroscó en las patas traseras como una yarará. Tras enganchar el aparejo en la manea, entre cuatro peones se aferraron firmes a la soga y tiraron con fuerza para izarla como a una bandera. Los gritos de Pancha se hicieron eco en los silencios de la mañana, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor. No sabía qué hacer, aunque a esa altura ya no se podía hacer nada. 

 Un paisano se acercó con timidez hacia la Pancha. El trinar de gorriones se amainó de golpe y los perros agacharon la cabeza presintiendo que algo malo estaba por suceder. La densa niebla se mezcló con el humo del cigarro. El paisano extrajo el facón de su vaina, pero sin voltear hacia arriba para no verlo: se imaginó como ese par de ojos nuevos estudiaban con desprecio cada uno de sus pasos. Sólo un padre conoce, realmente, el sufrir de un hijo.

El paisano apoyó su rodilla sobre la tierra humedecida por el rocío. Hizo una pausa sin tiempo. Conocía muy bien su labor de verdugo: agarrar el cuchillo por el cabo, cerrar el puño firme y entrarle por el cogote empujando la carne hasta traspasar el corazón. 

La Pancha lo olfateaba y lo miraba sin pestañear. Quién sabe qué sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que una vez le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el facón? Él no permitió que la duda lo ablandase y pensó: “lo mejor es no saberlo”.

Una estocada seca desató el alarido de Pancha. Julián cerró los ojos y se cubrió la cara como intentando atajar las lágrimas que ya corrían por sus mejillas: no quería llorar frente a ellos. La sangre cayó a chorros, y Barbucho en un intento trunco por meter su hocico recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.

El paisano no le respondió y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro y con pitadas largas lo fumó como si en ese acto de soledad se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando, lentamente, hasta quedar postrada con la mirada fría. 

Desde la casa, la madre lo llamó: 

—¡A cambiarse Julián, que se te hace tarde para ir al cole! 

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga y bajó del árbol. Con desgano se puso el guardapolvo y se llevó la mochila a la espalda. Ya sentado en el transporte escolar, apoyó la cabeza contra la ventanilla y se aferró al único consuelo posible de todo aquello. Sabía que, al regresar del colegio, su madre lo esperaría con un buen pan casero con chicharrón, chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Amor verdadero



El primer domingo en que nosotros dos salimos a pedalear en bicicleta, mis tripas orquestaron quejidos avisándome que debía localizar con prisa un baño. Ella era bioquímica y trabajaba en una clínica privada sobre la avenida Cisneros; mientras que yo, me proyectaba como un donador compulsivo de plaquetas. Cada quince días pedía un turno con la misma excusa: entregar mi sangre para estar cerca de ella y saborear el aroma de su perfume, sentir su cabellera larga y rojiza acariciar, sin intención, mi brazo, o disfrutar de la suavidad de sus manos cuando me ajustaba con violencia la goma de suero.

No recuerdo si fue la sexta o la séptima vez que me clavó la aguja, cuando inventé una languidez por el ayuno y le propuse tomar un café en el bar de enfrente. Ella, con la seriedad con que me trataba siempre, no me permitió acabar la frase:

—No, gracias —, me dijo sin mirarme, y abandonó la sala.

Nunca me consideré un tipo muy agraciado. Digamos que según los cánones de la belleza masculina me mantengo en la media. Pero si hay algo que me sobra, es constancia. Así que, en las siguientes visitas, me enfoqué en temas cotidianos de manera tal, que ella se viera en la obligación de responderme. Aunque fuera por educación.

—¿Qué locura el tránsito no? Imposible encontrar dos metros donde estacionar. Toda la manzana ocupada. ¿Siempre es así por acá?

—Todos los días son así. Los trescientos sesenta y cinco. Por eso prefiero venirme en bicicleta. Hago un poco de ejercicio y evito estos problemas.

Aquella vez todo siguió como si nada. Y con un rechazo en mi prontuario debía buscar señales más claras, si es que quería jugar mis últimas fichas.

 

Un día mientras esperaba sentado en la sala, la vi conversando y al notar mi presencia, se recogió el cabello detrás de su oreja y contorneó una sonrisa tímida. 

Veintidós veces me había clavado una jeringa en los brazos y nunca me había mostrado ese gesto. Si bien, nuestras charlas se habían enriquecido con cada pinchazo, y de vez en cuando se le escapaba alguna carcajada, esta vez parecía andar con la guardia baja: ya me había contado de sus mascotas, que vivía en un monoambiente y que odiaba a su vecina del tercero C. Yo no quise interrumpirla. Sólo esperaba el momento correcto para sacar provecho de la situación. 

Al terminar con la extracción de sangre junté coraje y le dije:

—Si te queda bien este domingo, te espero en la plaza y salimos a dar una vuelta en bicicleta. Dicen que va a estar soleado —. Y, me quedé esperando la respuesta.

Ella me miró como si procesara una decisión importante, se sacó los guantes y antes de abandonar la sala giró y me dijo:

—¿A las 17:30 en la plaza San Martín te queda? —y asentí con la cabeza.

Llegué a casa y llamé a mamá para contarle. No es que sea de esos hijos calzonudos, pero era la única persona que conocía mis intenciones luego de descubrir innumerable cantidad de marcas de “picadura de mosquitos”, que no se creyó ni medio.

—¿No te estarás drogando vos? Mirate el brazo. Te acordás cómo terminó tu amigo, el peladito ese... ¿Nacho, Pancho?

—Cacho, mamá. No te asustes, no es nada de eso —. Y, no me quedó más remedio que contarle toda la historia, para borrarle la mirada de horror con la que me veía.

Realmente yo sentía en el pecho esa torpeza que se confunde con amor, y necesité compartirlo con alguien, aunque ese alguien fuese mi propia madre. Mis amigos no sabían de esto. Los conocía y conocía sus reacciones ante estas situaciones cursis. Me los imaginé diciéndome “Te gusta complicarte la vida a vos”, “por suerte no es cardióloga, sino, donas el bobo” o frases de ese tipo. No iban a comprender que estaba enamorado de alguien que conocía mis niveles de colesterol, mis triglicéridos y mi ácido úrico.

 

Es probable que el día del paseo, me traicionaran los nervios o la ansiedad. Cada tanto ella me hablaba de algún tema, y yo veía el movimiento de sus labios, pero no lograba entenderla. En cada pedaleada, en ese esfuerzo cauteloso por girar la corona de mi bicicleta; sólo estaba acelerando un proceso que me arremetía con puntadas de cuchillos en mi estómago. 

Ya llevábamos unas quince cuadras, cuando el sudor bañó mi frente. La piel, al igual que mis labios, perdían ese usual tono saludable, pero no podía desaprovechar la ocasión que conseguí con tanto trabajo. De golpe no podía más, era imposible retener.

—Te parece si caminamos un poco — le dije sin estar seguro de eso.

Ella me miró extrañada, y por suerte no se opuso a mi pedido.

Giramos en la esquina y se nos interpuso un bar. Afuera se ubicaban varias mesas con sombrillas que se cerraban ante la puesta de sol. Y con la excusa del café pendiente, fuimos a pesar de no visualizar una mesa libre en la vereda. Al llegar, ella encadenó su bicicleta y yo arrojé la mía contra una planta. Me dije qué la parió, no llego. Y, sin dar tanta explicación, atiné a decirle:

—Pedí dos cafés que ya vengo enseguidita —. Y la dejé ahí... parada.

Casi corriendo ingresé al local. Continué derecho hasta chocar con la pared del fondo y me metí en un pasillo. Vi el cartel con el tipo dibujado en la puerta y recé para que esté disponible. Tenía una sola oportunidad. Cerré los ojos, tomé el picaporte con fuerza y la puerta se abrió.

De a poco fui recobrando los signos vitales, pero mi piel seguía pálida. Salí airoso, pensando "Por Dios, que no entre nadie al baño". Lo segundo que pensé fue: “¿Me seguirá esperando después de que la dejé sola?” Qué clase de enamorado sale corriendo así en una primera cita sin tomarse el tiempo al menos, de explicarle qué le sucede. Por ultimo pensé: ¿Cómo hago para explicárselo sin caer en lo vulgar?

Sin esperanzas la busqué entre la gente que permanecía de pie, pero no logré encontrarla. La preocupación me ganó y con ello el inevitable vacío. Busqué mi bicicleta con la intención de emprender mi retirada a casa, y casi sin querer observé en una de las mesas, unos ojos claros que se cruzaron con los míos y como cada vez que me separaba de ella, sentí cómo la sangre me volvía al cuerpo.


jueves, 10 de septiembre de 2020

La decisión correcta



Era inevitable que los recuerdos de Ramiro, su hijo, le causaran nostalgia mientras permanecía sentada en su cama rodeada de fotos. Siempre recurría a ellas cuando andaba de alas caídas. Cuando la ausencia de su esposo le pesaba más de lo habitual. Tantos años, que no parecían demasiados, pero todos desparramados sobre el acolchado deshojaban innumerables historias. Tantas fotos de él jugando a la pelota con la remera de Racing que le regalo su padre, con el disfraz de hombre araña o el de bombero. Otras con bonetes de cartón soplando velas. Esa con los primos y de golpe esto. Un cambio tan complicado de asimilar, quizás no para la mayoría, pero sí para ella. No era un capricho así nomás, necesitaba tiempo para acostumbrarse y procesarlo. Porque su tiempo era otro; de otras costumbres, de otros credos. Iba en contra de su educación, de su crianza, de un estereotipo grabado en algún lugar donde ella no tenía acceso como para ir, apretar un botón y comprenderlo todo. Reconocía que el pedido tan particular de su hijo, no la tomaba por sorpresa. Había tenido quince años mintiéndose a sí misma, intentando negar una realidad que no se permitía ver. 

Primero se convenció de que él, prefería tener más amigas mujeres, porque con ellas se llevaba mejor. Que le gustaba jugar con su ropa y su maquillaje como el resto de los niños. Que tenía rasgos delicados, dotados de una elegancia singular; y traía a la memoria un profesor en sus años de facultad, con rasgos similares, pero que tenía esposa y eso, le daba cierto alivio. Las evidencias habían sido tantas, y tantas insinuaciones de parte de él, pero solo su confesión fue lo único que terminó de convencerla. Tuvo que escucharlo de sus propios labios, decir lo que sentía y cómo se sentía, aunque desgraciadamente, eso terminó en una discusión de frases sin filtro, con gritos y portazos.

Esa noche, ella quedó atrapada entre las sábanas de tanto dar vueltas, los sueños se interrumpieron con preguntas, ¿Qué dirían en el barrio, o las maestras cuando se enteren en la escuela que su hijo era...? ¿Lo dejarían entrar a la iglesia cuando se sepa?

—¿Que más me podría pasar?, primero la muerte de Jorge que me deja sola y ahora esto, ¿por qué a mí? Si lo crie igual que a Martín y que a Fernando. Y ahí andan los dos con sus familias, con sus hijos, pero este pendejo me sale con esto, ¿a dónde me equivoque, qué hice mal? — se preguntaba en un silencio absoluto.

Cuando recordaba las palabras de Ramiro, debía taparse la boca para retener el llanto. La incomodidad la invadía e incluso por momentos le volvía el enojo. Era evidente que su confusión rozaba el desvarío cuando recreaba la discusión que habían tenido hace apenas un rato:

—¿Cómo que salir a comprar ropa de mujer juntos?, ¿vos me querés matar, hacerme morir de un infarto? ¡Mira!... mira si te escuchara tu padre, no puedo ni imaginarme las cosas que diría.

—¿Por qué no podés ser normal como los demás? —le dijo casi sin pensarlo.

—Yo soy normal mamá. Me gustan los tipos, nada más.

—Por favor, no me digas esas cosas así, la presión... ya me duele la nuca.

—No es para tanto, te pido que me acompañes a comprar ropa, no a ponerme las tetas.

Cada comentario de él le desfiguraba la expresión en su cara. Pero esa negación y el desgano por comprenderlo, solo hizo, que él se enfurezca y se vaya a su cuarto. No sin antes decirle:

—Mira mamá, te guste o no, me siento así. Homosexual, puto, un marica o como quieras llamarme. Y si no te acostumbras a esto, te vas a quedar sin nada.

—¿Sin nada? ¿Qué me querés decir? ¿A dónde vas a ir? ¡Vení!... vení para acá Ramiro—. Pero quedó hablándole al aire, porque él ya no la escuchaba. El volumen de la música atentaba con desplomar las paredes de su cuarto.

La semana pasó desapercibida, envuelta en una cotidianidad sofocante. Ambos evitando cruzarse. Él comía en su habitación, ella sola en la cocina. Pero su enojo duró apenas, lo que duran los enojos de las madres, porque lo desplazaron sus miedos que no le dieron respiro. Sabía que lo podía perder. Porque ir en contra de esa rebeldía, podría dejar una resaca, de las que hacen doler la cabeza. Y en esas charlas con ella misma, donde alentaba posturas y replanteaba reacciones, reconoció su principal miedo. Era el miedo a que lo juzguen, que sufra el rechazo por ser diferente, por ser él mismo. No vivían en una metrópolis, esto era apenas un poco más grande que un pueblo. Un lugar lleno de prejuicios, aunque no se imaginó, que existiese algún otro sitio donde esté a salvo de eso. Donde las miradas pasen con indiferencia y naturalidad. 

Sin dudas quería verlo feliz, porque ante todo era su hijo. No tenía otra alternativa y se dio cuenta que no podía frenar ese sentir. Ese cambio que exigía a gritos salir a la luz. Necesitaba acompañarlo en esa dirección, porque supuso que ahora, la necesitaría más que nunca. Porque si ella; la que lo parió no pudo controlar su primera reacción, mucho menos; iba a poder evitar la reacción de los demás. No sabía bien que hacer, pero de seguro, debía ser algo rápido.

Varios días pasaron y ella intentó hablarle sin captar su atención. Pero llegó el sábado y como cada día, se acercó a la puerta de su habitación intentando doblegar esa resistencia.

—Rami, averigüé un par de tiendas que venden ropa para... chicas adolescentes. Si querés, vamos de una escapada. Podemos ir a pie, total no están muy lejos de casa y de paso charlamos un poco. —La falta de respuestas y la espera interminable la estaban matando—Ya estuve viendo algo de la vidriera, te va a encantar, ¿qué te parece?

Ella permaneció parada, casi inmóvil. Necesitaba recuperar a su hijo, recuperar sus miradas cómplices, sus caricias, que volviera a confiar en ella. Golpeó la puerta con suavidad y temor. Escuchó la voz de su hijo —pasá mamá, está abierto —. Que le dijera mamá, y que al entrar a la habitación, él se levantara y la abrazara, la llevaron a creer que no se había equivocado.

 


jueves, 3 de septiembre de 2020

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no decir mucho, me señala alguna cagada que salió a la luz y debo preparar una buena explicación para seguir usando la compu. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha; la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de Doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos nos alzamos a la mierda, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla. Vamos antes que salga el viejo —le dije, para que mi acto cobarde, no me cargue de tanta culpa.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como un sopapo, previo a los que se vendrían después. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —grito desde la puerta mi mamá y salí de mi pieza con las manos en la espalda, como esperando recibir una tarjeta roja. 

Llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada y creí reconocer su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente con un enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o alguno de los chicos, o que la pelota era ovalada; pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor, llorar con lágrimas de un niño, mientras me mostraba pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas.

Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...