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Pan

 



Es domingo, y la familia de mi esposa viene a comer a casa. Ella siempre me corrige cuando digo “la familia de…”. Enseguida me aclara que tanto mis parientes como los suyos somos una sola familia. Pero la verdad es que no lo siento así. Para mí es su hermano, su cuñada, sus sobrinos, su padre y su madre insoportable con su caniche que disfruta mear mis muebles.

Tampoco digo que nos llevamos mal, sería hipócrita y falaz de mi parte, pero falta un ingrediente que amalgame nuestras personalidades, algo que debería darse de forma natural y no se da. Pero bueh, las cosas son así y no me quejo, mejor dicho, me quejo y me las guardo.

Voy hasta el patio, abro la tapa de fundición del horno de barro y apilo ramas junto con los remanentes de un cajón de pollos. Busco un periódico viejo, y a cada hoja le doy una forma esférica. Mientras ejecuto esta tarea, me repito:

—Mirá, Fabito. Amaso, amaso, amaso, pelotita, pelotita, pelotita, y —hago pose de basquetbolista—, al horno.

Así me enseñaba mi abuela Catalina a preparar los bollos de masa para el pan. Ayer se cumplieron ocho años de su muerte, por eso quiero recrear su receta. Cualquier adjetivo que use para describir las bondades de mi abuela, se quedaría corto. Sorprendía ver cuánta paz puede morar en una persona. Y ese amor por enseñar lo suyo: su arte de pañuelo en la cabeza y delantal floreado. Aun hoy cuando cocino, creo oírla susurrándome los ingredientes con el tono sereno de su voz y esa forma tan particular de expresarse: era como si las palabras no salieran de su boca, sino que caían una suave cadencia. Esa debió ser la razón por la cual nunca la oí maldecir o criticar algo de lo que tuviera que retractarse.

Cuando era chico, los domingos la pasábamos siempre en la casa de la abuela Catalina. Todavía puedo escuchar el burbujeo de su salsa que hervía por horas. Ella me decía que la cocinaba durante cinco días seguidos, pero una vez la vi guiñándole el ojo a mamá después de decírmelo. La mesa del comedor se llenaba de tallarines o ñoquis que reposaban sobre una capa de harina. Y desde el patio, abriéndose paso entre tantos aromas, se imponía el aroma del pan cocinándose en el horno de barro.

Sin dudas, las pastas de Catalina eran las mejores del mundo, y quien opine lo contrario nunca visitó la casa de mi abuela un domingo. Pero el pan… Ayyy el pan… el pan sí que le salía horrible. La mayoría de las veces insulso en todo aspecto, otras, era como un sedimento salino extraído del fondo del océano. Y eso no es todo, además de que muy pocas veces consiguió equilibrar el sabor, cuando estaba muy cerca de conseguirlo, surgía otro contratiempo en esta ecuación gastronómica: la textura. Hemos llegado a comparar sus panes con el telgopor, el caucho, o el yeso que se desgrana al simple tacto. Una vez le salió tan duro, que las gallinas se rebanaban los sesos encontrando la manera de fraccionar con sus picos esa corteza blindada. 

El pan era una cualidad que la mostraba humana.

Nosotros siempre quisimos ayudarla con la receta o con la temperatura del horno. Le regalamos medidores, una balanza eléctrica y hasta una con pesitas, pero ella se resistía a la innovación. Decía que su madre y la madre de su madre se valieron del instinto: un poco de esto, un puñado de aquello, así o más o menos. No traicionaría la herencia de la familia, o de lo contrario estaría traicionando sus raíces.

Cuando llegábamos temprano a lo de la abuela, yo me le adosaba como garrapata. En su casa no había tele a color ni tampoco juguetes. Por eso, rondar en la cocina era de las pocas cosas que me distraían, Además, podía escuchar sus historias y aprender las recetas familiares.

—Vos —me decía y me señalaba con los dedos arrugados y enharinados—, vos vas a heredar esto. Tus tías no saben ni hacer huevos fritos, salieron al abuelo que en paz descanse. Así que prestá atención porque yo las recetas no las paso por escrito. Yo lo aprendí así: mirando y preguntando. Y así vas a tener que aprenderlas vos.

 

Ahora que se consumió el fuego dentro del horno, aparto las brasas y dejo un espacio donde colocar los bollos de masa para que la metamorfosis se lleve a cabo. Total, si salen como le salía el pan a mi abuela, la familia de mi esposa tendrá la dicha de comérselo sin chistar.

Mientras esperamos a las visitas, mi esposa aprovecha a rayar el queso, Francisco y Guillermina juegan a la Play en la habitación, y yo tengo todo listo: el agua de la olla grande que usaré para cocinar los tallarines caseros, y la salsa que burbujea desde las seis de la mañana. El aroma que desprende me indica que no necesito probarla, no hace falta agregarle nada más.

Oigo el timbre, debe ser la familia de… deben ser los invitados. Estoy sentado frente al horno, y la ansiedad me impide abandonar mi puesto.

La puerta del patio se abre y Matías cruza el umbral. Se aproxima con cara de querer preguntarme algo:

—Hola tío, ¿qué estás haciendo? No sabía que funcionaba ese horno.

—Qué haces, Mati. Funciona. No lo uso nunca, pero funciona.

Tomo un repasador —para evitar quemarme—, abro la puerta de fundición y el olor es un buen indicio. Saco el pan, y el color ocre de la corteza es de un deleite visual que asombra.

—Qué buena pinta tiene eso —me dice, mientras inhala profundo.

Agarro uno de los panes y lo divido en dos. Aún humea, la textura es esponjosa por dentro y por fuera crocante. Le convido a Matías que extiende su mano y abre la boca:

—¡Guarda! —le digo, mostrándole la palma—. Está recaliente.

Mati sopla tres veces, y después le da un mordisco.

—Ta’ buenísimo esto, tío.

—A ver… —Me acerco el pan a la boca con lentitud, o con desconfianza. Finalmente, lo pruebo. Se me llena el paladar. El equilibro entre el sabor y textura nada tiene que envidiarle al pan de alguna panadería. —. La verdad es que tenes razón. Ta’ buenísimo.

Nos quedamos enfrentados, masticando y asintiendo.

—Tío, la próxima le digo a papá que compre un salamín así acompañamos el pan. ¿Qué te parece?

—Esa sí es una buena idea. Pero mejor es esta: la próxima traes el salamín y yo te enseño a preparar el pan.

¿Acaso Matí sea el nexo entre la familia de mi esposa y de mi familia?, quién sabe, capaz hasta lo termino llamando sobrino. A veces, relacionarse es mucho más simple de lo que parece, sólo hay que dar el paso. Mi abuela era una especialista en eso de entender por dónde entrarle a las personas. Me hubiese gustado que estuviera acá así probaba mi pan al horno. Y no es para mostrarle que mi pan salió mejor que el suyo, en esto no importan los sabores o texturas, importa compartir:

A veces, es sólo pan.

Crimen organizado



La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recortes de azulejos incrustados al azar y cubierta por un mantel que caía por los lados. Debajo se sostenía con una columna a la que Juanchi se abrazaba sigilosamente, igual a una cría de chimpancé que se aferra a su madre.

Un terremoto en las tripas lo llevó a dudar de su propósito y lo tentó la idea de huir; pero desistió por la fuerza, después de que Anselmo Martínez se presentase con su aperitivo, y un cigarrillo que fue fumando sin el menor apuro. Juanchi se secó el sudor que le picaba en los ojos, y recordó el panorama que lo esperaba en su casa, ese mismo panorama que lo motivó a terminar en esa posición un tanto osada e inusual.

 

La casa de Juanchi era de esas casas que cuando afuera el clima frío escarchaba el rocío, adentro se podía guardar helado en la alacena junto a la pila de platos. En cambio cuando agobiaba el calor veraniego de enero, se podía transpirar de sólo pestañear muy seguido.

Esa misma mañana, su esposa Yolanda tras calentar el agua para el desayuno, notó cómo la llama de la hornalla, lentamentese extinguía sin dejar siquiera un resto para cocinar el almuerzo. Aunque ese no era el principal inconveniente, sino que tampoco había nada para cocinar. 

En cinco tazas de plástico vertió agua caliente y la fue tiñendo con un solo saquito de mate cocido. Se aseguró de que sus pinceladas no denoten un verde más oscuro entre las tazas restantes, porque esto daría pie a una riña mañanera que quería evitar a toda costa. 

Abrió las persianas, y de a poco la claridad fue incomodando los rostros de sus  hijos, hacinados en un colchón de dos plazas tirado sobre el piso de tierra. Después, aprovechó la calidez del sol para colocar sobre un papel de diario la yerba del mate que usaron el día anterior, así podrían reutilizarla.

Juanchi robó el diario del porche de su vecino y se sentó en el patio sobre un desgastado asiento de Falcon apoyado contra un paraíso. Buscó en la sección de clasificados alguna changa intentando salvar el día, pero en un domingo las posibilidades se reducían a menos diez. Adentro se oía el rezongo de sus hijos que aún seguían hambrientos: un mate cocido y una rodaja de pan no eran suficientes para calmar a esas fieras en pleno desarrollo.

El viento del oeste le trajo la primera oleada a madera en combustión impregnándole a Juanchi una idea absurda, aparejada quizá por la desesperación. Una segunda brisa lo acarició con el irresistible aroma a la grasa fundiéndose. Provenía de la casa de Anselmo Martínez —su vecino de atrás del terreno—, que al desgrasar la carne acostumbraba a tirar esa grasa sobre los troncos recién encendidos para avivar el fuego.

Pasó media hora y Juanchi meditaba con la mirada perdida en algún punto lejano. Cuando lo asechó el mediodía, de un salto se levantó y fue hasta la puerta de su casa. Después de abrirla se quedó ahí parado con las piernas abiertas sin soltar el picaporte: el hambre había transformado a sus hijos en feroces hienas que reían y se atacaban entre ellos como si hubieran perdido la razón. Él tomó aire y rugió como un puma:
    —¡A ver si dejan de romper las pelotas y se callan un poco, che! ¿¡Qué es eso de tengo hambre, tengo hambre... si recién terminan de desayunar!?— el silencio sobrevoló al ver la figura de su padre con la camisa semitransparente flameando, a la vez que el sol, a contraluz, le proyectaba un aura. Por último, agregó:

—Si se callan y no hacen más quilombo, voy a intentar conseguirles asado.

Los hijos mostraban sonrisas de oreja a oreja y no se les cruzaba siquiera imaginar de dónde su padre sacaría plata para tal fin. Pero, Yolanda, que lo miró extrañada, frunció los labios mientras movía las manos con los dedos en montoncito, en señal de «¿de dónde carajo va a sacar asado este hombre?».

Sin dar mayores explicaciones, Juanchi dio la orden de poner los platos en la mesa, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del patio. El tapial medía casi dos metros, así que usó como escalera unos cajones de manzana apilados para espiar al vecino. Desde ahí observó un escenario prometedor: el terreno amplio con el césped recién cortado, cuatro o cinco enanos de jardín, el asador contra la pared de enfrente, el fuego recién prendido y tres tiras de costilla de vaca sobre una tabla que lo invitaban a corromper su dignidad. Pensó en robar las tiras de carne crudas pero sin gas no podría cocinarlas, y prender fuego en su asador lo delataría de inmediato. Así que, tras advertir el posible escondite, voleó ambas piernas y esperó paciente bajo la mesa con las mandíbulas abiertas como lo haría una planta carnívora.

 

Anselmo Martínez tiró la colilla del cigarro, tomó el tenedor y se arrimó a la parrilla para girar las costillas del lado de la grasa. Juanchi dejó pasar el tiempo y al oír cerrarse el mosquitero —después de que su vecino entrara a la casa—, tomó un cuchillo ubicado sobre la mesa y realizó una pequeña incisión en la carne: a Yolanda no le gustaba el asado muy jugoso, y anticipándose al conflicto que se desataría cuando se enterara de dónde provenía ese asado, Juanchi procuró dejarlo unos minutos más para conseguir el punto de cocción exacto.

De un zarpazo agarró las tres tiras de la parrilla y corrió hasta el tapial. Ante la imposibilidad de saltarlo no tuvo más remedio que arrastrar uno de los enanos del jardín y a modo de escalón se impulsó sobre él como si montara un caballo en los westerns de Clint Eastwood. Sin darse cuenta de que estaba dejando claras pistas del lugar por donde había escapado el ladrón.

En su casa los platos ya se ubicaban en posición, según él lo había encargado, y los hijos aguardaban la promesa de su padre. Finalmente,  la puerta se abrió y el aroma fue un espíritu que se les embutió en el cuerpo dejándolos boquiabiertos. La mirada de Juanchi reflejaba unos ojos vidriosos y los orificios nasales se le habían dilatado como si aguantara el llanto por la emoción de haber traído comida. Pero no se debía a nada de eso, sino, que aún se podía oír el crepitar de la grasa en las tiras de costilla, y eso sin dudas le estaba ocasionando quemaduras de primer grado.  

Yolanda puso sobre la mesa una ensaladera con lechuga, y le sirvió dos costillas asadas a cada uno. Ante semejante exquisitez, los hijos rasgaban la carne con las manos y gruñían como perros que protegen su comida.

Cuando Juanchi estuvo a punto de sentarse, oyó que afuera golpeaban las palmas. Se levantó y fue hasta la puerta mientras se iba limpiando las manos en el pantalón. Ahí lo esperaba Anselmo Martínez con cara de tener pocos amigos, acompañado por un uniformado.

—¿¡Cómo pudiste!? —dijo Anselmo y lo señaló con el índice—. Ese es el desgraciado que me robó la comida. ¡Arréstelo, Oficial!

El Oficial miró con indiferencia a Juanchi, y después de acomodarse el cinto, le dijo:

—A ver.  Déjenos pasar para que hagamos la inspección —. Juanchi se dio vuelta tras disimular un sonido como de oso. Y, antes de abrirles la puerta les dijo:

—Me van a tener que perdonar por el despiole, pero mis hijos son unos animalitos.

El Oficial y Anselmo entraron al comedor. En la mesa sólo había platos limpios, despojados de cualquier rastro de carne, grasa ni nada. Siguieron revisando minuciosamente cada recoveco de la casa incluído la basura y no hallaron pistas que insinúen siquiera la existencia de una costilla pelada, para esa hora ya era demasiado tarde, las cinco fieras se habían devorado toda la evidencia.


El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud. Mi abuelo se me acercó después de tomarse el café y me dijo:  

—Cuidado cómo tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920.

 

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparente donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino que aparentaba más.   

Durante su juventud la popularidad por vestir elegante, ese corte engominado y bigote a la moda, no le permitía pasar desapercibido entre las damas de la aristocracia. Nunca le escasearon los amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas, le daban título de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seducción. Al caer la noche, los dos partieron a su rancho, perdiéndose entre besos y caricias salvajes.

Cuando a la mañana siguiente Nazareno despertó sumido en la resaca y descubrió en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le clavó en la mollera. Con los modales propios de un cerdo le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche. Rita, entre sollozos, se fue no sin antes jurarle venganza.

Después de ese episodio algo extraño sucedió.

No se sabe bien qué pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el pelo se le tiñó de gris y de a poco lo fue perdiendo. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual, más que un hogar se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés, y sus aires de don Juan quedaron sepultados bajo un desprecio que lo volvió invisible.

 

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se habían olvidado de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de calmantes, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revólver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. En el campo no había rama que no cediera a su peso en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión que lo dejó postrado en su catre. 

 

Un día, golpeó la puerta una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Le explicó que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela, encontró una caja de zapatos con fotos de Nazareno, junto a otros objetos. Esa caja era la razón por la cual Isabella se encontraba ahí, para entregársela personalmente, y de seguro él sabría qué hacer con su contenido.

Nazareno agradeció asintiendo. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó cada objeto. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, alfileres y sustrajo una foto donde aún se lo veía joven y vigoroso. Después, desechó cada objeto dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en la cara. Pero muchos otros aseguran que ese hombre era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese empezar una nueva vida; pero supongo que esta vez, sería incapaz de herirle los sentimientos a otra mujer.

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

Se quitó los lentes. Giró. Y, el reflejo desde la ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros — fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que le apuntaba al pecho. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

 

Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle los años a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

OBJETIVO.

Nombre: desconocido

Edad: 32

Estatura: 1.73

Apodo: Firewall.

Oficio: Ingeniera en sistemas.

Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos.

Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

 

Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.

—El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.

La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo hacía verse vulnerable, humanamente vulnerable; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

No se juega con la comida


Tan sólo Dios y la muerte rompen con una amistad

 

Julián despertó, y le fue imposible volver a conciliar el sueño. El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo que recorría viejas cañerías. Tras dejar su peluche sobre la cama fue hacia el comedor, se paró sobre una silla, y estiró el brazo arriba de la heladera para robarse las últimas rodajas de pan con chicharrón de cerdo: especialidad de su mamá.

Se calzó sus bombachas de gaucho, zapatillas con abrojos, se abrigó, y salió a la galería. Los ganchos de acero ondeaban sobre el alambre del tendedero, y sobre una mesa de madera, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes por la carneada.

Después, miró hacia el patio y recorrió el escenario: la cadena rodeando el tronco, enganchado el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, el balde, y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— echados sobre la hojarasca.

Tras media hora, la peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro lleno de agua; y a un costado entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio rienda suelta a unos amargos. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó este final para la chancha. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.

Su amistad se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contras las ancas de su madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba mientras le acariciaba la franja negra que le cruzaba en la blancura del lomo.

   

—Ay mijo… quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo —. Se lamentó su papá la noche anterior tras arroparlo.

Y, algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros que reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos prendido como una liendre. Así de mansita era.

Julián trepó las ramas de un paraíso hasta llegar a la copa, desde ahí la espiaba. Los peones venían de a pie arreando a la Pancha por el bajo. Una soga le cinchaba el cogote, y tranqueaba con capricho arrastrando su gordura. Y, cada tanto, se detenía a relucir sus mañas; pero con gritos y revoleos de poncho la peonada conseguía que dé unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para… no sabía en verdad para qué. De lo que sí estaba seguro es que al oír ese silbido la estaría guiando a la muerte, entonces prefirió el silencio.

Cuando lograron traerla, una manea se le enroscó entre las patas traseras como una yarará. Los peones se aferraron a la soga, y la izaron a la cuenta de tres. Los gritos de Pancha retumbaron en cada esquina, y la garganta de Julián fue un remolino de dolor.    

Un paisano se arrimó al animal. El trinar de gorriones se amansó y los perros levantaron las orejas presintiendo una desgracia. Parado frente a Pancha, el paisano desenvainó el facón sin voltear la mirada… para no encontrarse con ese par de ojos nuevos, los de su hijo, que con desprecio observaban desde arriba el ritual. Apoyó su rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal’ cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que aprietar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.

 

La Pancha lo miró, no pestañeaba. Quién sabe que sentiría. ¿Se daría cuenta de que aquel hombre que le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablanden: de una estocada certera libró los gritos del animal, y Julián se cubrió la cara queriendo atajar las lágrimas. 

La sangre cayó de a chorros. Barbucho, en un intento trunco por meter su hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde para juntar la sangre:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía.

El verdugo no respondió, y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro, y lo fue fumando con pitadas largas, como si en ese acto se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando lentamente hasta dejarla postrada, con la mirada ceca.

Desde la casa se oyó un grito:

—¡¡¡A cambiarse, Juli que se te hace tarde para ir a la escuela!!!

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga, bajó del árbol, y se fue sin mirar atrás.

La madre le ayudó con el guardapolvo, y mientras lo peinaba buscó quitarle lo apichonado: 

—Andá al cole que tus amigos te van a hacer olvidar lo de Pancha. Mirá, te aseguro que el día va a pasar en un pestañeo, y cuando menos lo pienses vas a estar con nosotros en la estancia. 

Ella prometió esperarlo con una buena taza de mate cocido caliente y rodajas de pan con chicharrón casero: chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no significar mucho, me señala alguna cagada mía que salió a la luz, y debo preparar una buena explicación si quiero seguir usando la compu o el celu por lo que queda del mes. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, Martín, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto a otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha, la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos, nos tomamos el raje, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla —le dije para que mi acto cobarde no me cargue de tanta culpa—. Vamos antes de que salga el viejo.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como una cacheda. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —Y tuve que salir de mi pieza con las manos detrás de la espalda, como esperando recibir la tarjeta roja. 

Recuerdo que llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada, y reconocí su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente, con el enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o al Nutria, o que la pelota era ovalada. Pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor llorar con lágrimas de chico, mientras me mostraba los pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas. Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado, pero no entró. De su bolso sacó un espejo, se acomodó el pelo y se pintó los labios. ¿La reconocería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de entenderla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad de que ocurra ese despertar, y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar. Nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo? Se reprochaba cuando algún pensamiento egoísta le aturdía la mente, esos pensamientos que no se comparten por miedo al qué dirán. 

 

Siete años dedicados a él: visitándolo cada día después del accidente. Peinándolo y recortándole la barba, aseándole la piel marchita, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza al detectar un reflejo, un tenue parpadeo o al menos, un cambio de ritmo en su respiración. Una señal que compensara tanto sacrificio. Pero solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz.

Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer Laura? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había abandonado ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería, y si por esas remotas casualidades despertaba, no volvería a ser la misma persona. Que no debía alimentar falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y al estar tan seguros, ella finalmente cedió. Lo dejó ir.

Del otro lado de la puerta, en aquella habitación del sanatorio, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso permanecía sentada a un costado, entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de una voz oxidada.

Él no sabía por qué no se encontraba en su casa, y la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar su cuerpo lánguido. No conforme con ese fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidad para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro, aunque sus músculos carecían del hábito para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Y Laura? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida: con hijos, perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Le costaba tranquilizarse, la ansiedad le estrujaba las tripas, y la única voz que necesitaba oír era la de Laura.

 

Se consumía la tarde cuando ella abrió la puerta y se asomó, disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero él no lo sabía. La notó rara… distante. Un cambio que a simple vista no lograba precisar. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas, como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y habló por horas: de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, sólo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. ¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla? Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Juan comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada hacia él era diferente, porque ahora le pertenecía a alguien más. La pesadumbre sobre el pecho lo asfixió, aún más cuando entendió que no podía abrazarla ni escapar de aquella habitación.

No la interrumpió. Dejó que le hablara y recreó los días que ella dibujaba con la voz. La oyó cuando le decía que estuvo a su lado y lo cuidó. No cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que Laura le leía sentada junto a la cama de ese sanatorio. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 


Camino al funeral.



A veces la ruta puede ser monótona, y los viajes interminables. Pero a pesar de haber recorrido ochocientos kilómetros en ómnibus, no me urge la necesidad de llegar a mi parada. Lo cierto, es que me cuesta horrores afrontar los motivos de este viaje que tiene como destino la fatalidad. Esas cosas de las que se ocupan los grandes, si es que despedir a los amigos de la infancia, se considere una de ellas.

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana pronostican lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose hasta tomar formas irreconocibles, el murmullo del silencio, y las flores destilando perfumes de cementerio. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 

Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

 

No entiendo a la gente que dice: No voy porque a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más cuando es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida ligadas por siempre a esa persona, cada vez que la memoria los traiga de regreso porque vimos una foto juntos, o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o a personas que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares. Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Sentís que sólo vas a molestar y querés que el tiempo pase rápido. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo, los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía. En esos lugares hasta sus chistes son más graciosos. 

En este viaje no te sirven la comida, tengo una orquesta en las tripas. No digo que se sirvan delicias, pero nos podrían dar un sándwich. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de cómo crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel? “Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Además ¿cómo es capaz de sentarse en ese inodoro todo meado, pegoteado? que desagradable por Dios.

Lo positivo de esta desgracia es que nos volvemos a reencontrar con los muchachos. Toda la barra junta de nuevo menos Jorge, por supuesto, que es el … El primero que nos deja. Ya lo estoy extrañando. Y no por haber sido un buen tipo, de hecho no lo era, pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te alcanza la muerte limpiás el prontuario, volvés a ser bueno. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagináte cuando quede vivo el último de los ocho y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo.

¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!, anda a saber de cuándo es ese veneno. Haaa, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque dejó ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.

 

Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos a destino. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mirá Luisito lo gordo que se puso... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos pinto unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal vinieron a buscarme a la terminal, no me gusta llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Eh, tan apurado van a estar para bajarse. Mirá cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría le urge la prisa porque no tienen la obligación de ir a un velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Mejor voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo, después sacaré la mochila del portaequipaje, total no me corre nadie. Si hay algo que tengo bien claro, es que la muerte siempre nos espera.