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viernes, 7 de mayo de 2021

El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud, mi abuelo se me acercó después de tomar un café y me dijo:  

—Cuidado como tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920:

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien, en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparentada donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino, que aparentaba más.   

Durante la juventud su aspecto había lucido un gran cuidado y nunca le faltaron amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas le daban fama de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia, que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seductor. Al caer la noche partieron juntos a su rancho, perdiéndose entre besos ardientes y caricias. Al despertar a la mañana siguiente y notar en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le incrustó en la panza. Con total desprecio le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche.  

Después de ese episodio algo raro sucedió.

No se sabe bien que pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el cabello se le tornó gris y se le fue cayendo de a poco. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual más que un hogar, se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés por su apariencia poco atractiva, y sus aires de Don Juan quedaron sepultados bajo capas de desprecio.

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir ya tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se olvidaron de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de Aspirinas, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revolver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. No había en el campo ramas que no cedieran a su peso, en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión. 

Un día golpeó a la puerta de Nazareno, una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela encontró una caja de zapatos con fotos de él y otros objetos. Ella le dijo que esa caja era la razón por la cual se encontraba ahí, para entregársela personalmente y de seguro él sabría qué hacer.

Nazareno agradeció asintiendo con la cabeza. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó el contenido. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, varios alfileres y sustrajo las fotos donde aún se lo veía vigoroso. Después, desechó el resto de los objetos dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en su rostro. Pero muchos otros, aseguran que ese joven era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese comenzar de nuevo; pero supongo esta vez, que fue incapaz de herir los sentimientos de otra mujer.

jueves, 15 de octubre de 2020

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

    Se quitó los lentes. Giró. Y el reflejo desde una ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros —, fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que ahora le apuntaba a la sien. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

    

    Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle la experiencia a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.    

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

     OBJETIVO.

     Nombre: desconocido

     Edad: 32

     Estatura: 1.73

     Apodo: Firewall.

     Oficio: Ingeniera en sistemas.

     Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

     Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

    —¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos de mierda.

    Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en realizar escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más, teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

    El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

    

    Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

        No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

    También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

    Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.
    —El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.
    La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

    En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo debilitaba, lo hacía ver vulnerable, casi humano; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

    Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

    El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

    ¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

jueves, 1 de octubre de 2020

No se juega con la comida


Julián se despertó por la angustia de un mal sueño, pero a diferencia de otras veces el abrir los ojos y saberse libre de ese encanto no ahuyentó su malestar. Miró en la habitación de sus padres, pero ya no estaban: debían de haber comenzado la jornada de trabajo. El sol aún se ocultaba, y afuera las paredes murmuraban quejidos cuando el agua hirviendo recorría las viejas cañerías de bronce. Sobre tensos alambres colgaban ganchos de acero, y en el cuarto en donde todos los días se desnataba y se preparaba la manteca, las cuchillas y la chaira aguardaban impacientes sobre una mesa de madera

 Julián se asomó de curioso, nomás. Vestía unas bombachas de corderoy y zapatillas de luces con abrojos. Contempló ese escenario como otras tantas veces: la cadena rodeando el tronco, enganchado en lo alto el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, un balde de plástico y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— recostados bajo el ombú. 

La peonada se acercó para dar una mano. Prendieron fuego, y un caldero de hierro fundido comenzó a entibiarse el agua. A un costado entre las primeras brasas la pava cubierta de hollín dio inicio a los primeros mates. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó que esa chancha tendría las horas contadas. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse. 

La relación entre ellos dos se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía lo que mide un cuis o un ratón. En aquella paridera cubierta con chapas, ella pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba, mientras le acariciaba la franja blanca que le cruzaba el lomo entre la negrura.

—Ay m’hijo... —Se lamentó su padre la noche anterior Quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo. 

Si bien no se elige con quién amistarse era cierto que, en los papeles, esa chancha no era de julián, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros: únicamente reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián cuando la llamaba a la distancia y disfrutaba pasearlo en su lomo por la ensenada de los caballos. Era mansita casi siempre. ¡Salvo cuando tenía cría! Supo ahí el significado de la frase: más mala que una chancha

 

Julián trepó a un paraíso y desde ahí, a lo lejos, logró verla. Los peones la arreaban de a pie, con dos sogas que le cinchaban el cogote. Caminaba pausada, arrastrando con pereza su gordura. Se detenía cada tanto a relucir las mañas, pero entre los gritos y el revoleo de ponchos conseguían que diera unos cuantos pasos más, para volver a detenerse. Julián quería silbarle para... no sabía, en verdad, para qué. Tal vez, para espantarle el temor y se sintiese acompañada. De lo que sí creía estar seguro es que, de silbarle, la estaría guiando a su inevitable final y prefirió callar.

No bien pudieron traerla, una manea se le enroscó en las patas traseras como una yarará. Tras enganchar el aparejo en la manea, entre cuatro peones se aferraron firmes a la soga y tiraron con fuerza para izarla como a una bandera. Los gritos de Pancha se hicieron eco en los silencios de la mañana, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor. No sabía qué hacer, aunque a esa altura ya no se podía hacer nada. 

 Un paisano se acercó con timidez hacia la Pancha. El trinar de gorriones se amainó de golpe y los perros agacharon la cabeza presintiendo que algo malo estaba por suceder. La densa niebla se mezcló con el humo del cigarro. El paisano extrajo el facón de su vaina, pero sin voltear hacia arriba para no verlo: se imaginó como ese par de ojos nuevos estudiaban con desprecio cada uno de sus pasos. Sólo un padre conoce, realmente, el sufrir de un hijo.

El paisano apoyó su rodilla sobre la tierra humedecida por el rocío. Hizo una pausa sin tiempo. Conocía muy bien su labor de verdugo: agarrar el cuchillo por el cabo, cerrar el puño firme y entrarle por el cogote empujando la carne hasta traspasar el corazón. 

La Pancha lo olfateaba y lo miraba sin pestañear. Quién sabe qué sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que una vez le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el facón? Él no permitió que la duda lo ablandase y pensó: “lo mejor es no saberlo”.

Una estocada seca desató el alarido de Pancha. Julián cerró los ojos y se cubrió la cara como intentando atajar las lágrimas que ya corrían por sus mejillas: no quería llorar frente a ellos. La sangre cayó a chorros, y Barbucho en un intento trunco por meter su hocico recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.

El paisano no le respondió y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro y con pitadas largas lo fumó como si en ese acto de soledad se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando, lentamente, hasta quedar postrada con la mirada fría. 

Desde la casa, la madre lo llamó: 

—¡A cambiarse Julián, que se te hace tarde para ir al cole! 

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga y bajó del árbol. Con desgano se puso el guardapolvo y se llevó la mochila a la espalda. Ya sentado en el transporte escolar, apoyó la cabeza contra la ventanilla y se aferró al único consuelo posible de todo aquello. Sabía que, al regresar del colegio, su madre lo esperaría con un buen pan casero con chicharrón, chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

jueves, 10 de septiembre de 2020

La decisión correcta



Era inevitable que los recuerdos de Ramiro, su hijo, le causaran nostalgia mientras permanecía sentada en su cama rodeada de fotos. Siempre recurría a ellas cuando andaba de alas caídas. Cuando la ausencia de su esposo le pesaba más de lo habitual. Tantos años, que no parecían demasiados, pero todos desparramados sobre el acolchado deshojaban innumerables historias. Tantas fotos de él jugando a la pelota con la remera de Racing que le regalo su padre, con el disfraz de hombre araña o el de bombero. Otras con bonetes de cartón soplando velas. Esa con los primos y de golpe esto. Un cambio tan complicado de asimilar, quizás no para la mayoría, pero sí para ella. No era un capricho así nomás, necesitaba tiempo para acostumbrarse y procesarlo. Porque su tiempo era otro; de otras costumbres, de otros credos. Iba en contra de su educación, de su crianza, de un estereotipo grabado en algún lugar donde ella no tenía acceso como para ir, apretar un botón y comprenderlo todo. Reconocía que el pedido tan particular de su hijo, no la tomaba por sorpresa. Había tenido quince años mintiéndose a sí misma, intentando negar una realidad que no se permitía ver. 

Primero se convenció de que él, prefería tener más amigas mujeres, porque con ellas se llevaba mejor. Que le gustaba jugar con su ropa y su maquillaje como el resto de los niños. Que tenía rasgos delicados, dotados de una elegancia singular; y traía a la memoria un profesor en sus años de facultad, con rasgos similares, pero que tenía esposa y eso, le daba cierto alivio. Las evidencias habían sido tantas, y tantas insinuaciones de parte de él, pero solo su confesión fue lo único que terminó de convencerla. Tuvo que escucharlo de sus propios labios, decir lo que sentía y cómo se sentía, aunque desgraciadamente, eso terminó en una discusión de frases sin filtro, con gritos y portazos.

Esa noche, ella quedó atrapada entre las sábanas de tanto dar vueltas, los sueños se interrumpieron con preguntas, ¿Qué dirían en el barrio, o las maestras cuando se enteren en la escuela que su hijo era...? ¿Lo dejarían entrar a la iglesia cuando se sepa?

—¿Que más me podría pasar?, primero la muerte de Jorge que me deja sola y ahora esto, ¿por qué a mí? Si lo crie igual que a Martín y que a Fernando. Y ahí andan los dos con sus familias, con sus hijos, pero este pendejo me sale con esto, ¿a dónde me equivoque, qué hice mal? — se preguntaba en un silencio absoluto.

Cuando recordaba las palabras de Ramiro, debía taparse la boca para retener el llanto. La incomodidad la invadía e incluso por momentos le volvía el enojo. Era evidente que su confusión rozaba el desvarío cuando recreaba la discusión que habían tenido hace apenas un rato:

—¿Cómo que salir a comprar ropa de mujer juntos?, ¿vos me querés matar, hacerme morir de un infarto? ¡Mira!... mira si te escuchara tu padre, no puedo ni imaginarme las cosas que diría.

—¿Por qué no podés ser normal como los demás? —le dijo casi sin pensarlo.

—Yo soy normal mamá. Me gustan los tipos, nada más.

—Por favor, no me digas esas cosas así, la presión... ya me duele la nuca.

—No es para tanto, te pido que me acompañes a comprar ropa, no a ponerme las tetas.

Cada comentario de él le desfiguraba la expresión en su cara. Pero esa negación y el desgano por comprenderlo, solo hizo, que él se enfurezca y se vaya a su cuarto. No sin antes decirle:

—Mira mamá, te guste o no, me siento así. Homosexual, puto, un marica o como quieras llamarme. Y si no te acostumbras a esto, te vas a quedar sin nada.

—¿Sin nada? ¿Qué me querés decir? ¿A dónde vas a ir? ¡Vení!... vení para acá Ramiro—. Pero quedó hablándole al aire, porque él ya no la escuchaba. El volumen de la música atentaba con desplomar las paredes de su cuarto.

La semana pasó desapercibida, envuelta en una cotidianidad sofocante. Ambos evitando cruzarse. Él comía en su habitación, ella sola en la cocina. Pero su enojo duró apenas, lo que duran los enojos de las madres, porque lo desplazaron sus miedos que no le dieron respiro. Sabía que lo podía perder. Porque ir en contra de esa rebeldía, podría dejar una resaca, de las que hacen doler la cabeza. Y en esas charlas con ella misma, donde alentaba posturas y replanteaba reacciones, reconoció su principal miedo. Era el miedo a que lo juzguen, que sufra el rechazo por ser diferente, por ser él mismo. No vivían en una metrópolis, esto era apenas un poco más grande que un pueblo. Un lugar lleno de prejuicios, aunque no se imaginó, que existiese algún otro sitio donde esté a salvo de eso. Donde las miradas pasen con indiferencia y naturalidad. 

Sin dudas quería verlo feliz, porque ante todo era su hijo. No tenía otra alternativa y se dio cuenta que no podía frenar ese sentir. Ese cambio que exigía a gritos salir a la luz. Necesitaba acompañarlo en esa dirección, porque supuso que ahora, la necesitaría más que nunca. Porque si ella; la que lo parió no pudo controlar su primera reacción, mucho menos; iba a poder evitar la reacción de los demás. No sabía bien que hacer, pero de seguro, debía ser algo rápido.

Varios días pasaron y ella intentó hablarle sin captar su atención. Pero llegó el sábado y como cada día, se acercó a la puerta de su habitación intentando doblegar esa resistencia.

—Rami, averigüé un par de tiendas que venden ropa para... chicas adolescentes. Si querés, vamos de una escapada. Podemos ir a pie, total no están muy lejos de casa y de paso charlamos un poco. —La falta de respuestas y la espera interminable la estaban matando—Ya estuve viendo algo de la vidriera, te va a encantar, ¿qué te parece?

Ella permaneció parada, casi inmóvil. Necesitaba recuperar a su hijo, recuperar sus miradas cómplices, sus caricias, que volviera a confiar en ella. Golpeó la puerta con suavidad y temor. Escuchó la voz de su hijo —pasá mamá, está abierto —. Que le dijera mamá, y que al entrar a la habitación, él se levantara y la abrazara, la llevaron a creer que no se había equivocado.

 


jueves, 30 de julio de 2020

Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado. Hizo una pausa antes de entrar. De su bolso sacó un espejo, se pintó los labios y se acomodó el pelo. ¿Cómo la vería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de reconocerla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad que ocurra y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar, ¿Qué se siente en estos casos?, regocijo por él, angustia y temor por ella. Porque nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo, de ese mundo neutro? Su conciencia turbia se invadía por algún pensamiento egoísta, de esos que no se comparten ni con uno mismo. 

Siete años dedicados enteros a él. Visitándolo cada día después del accidente. Peinando y recortando su barba, aseando su cuerpo marchito, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza de algún reflejo, de algún tenue parpadeo o al menos un cambio en su respiración. Algo que compensara tanto sacrificio, pero nada de eso sucedía. Solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz. Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había dejado a ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería. Que no alimentase falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y el estar tan seguros fue su más grande equivocación. 


Del otro lado de la pared, en aquella habitación, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso, permanecía sentada entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de su voz oxidada. Al notarlo se fue con prisa de la habitación. 

Él no comprendía ese realidad desquiciada. Pero la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar sobre la cama ese cuerpo lánguido. No conforme con su fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidades para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro. Aunque sus músculos carecían del hábito diario para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Dónde podría estar Laura si no fuese a su lado? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida compartida. Una con hijos, con perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Ese pensamiento lo inquietaba y la única voz que necesitaba oír, era la de ella. Había perdido la percepción del tiempo, e ignoraba que lo indujo a estar postrado en esa pesadilla. 


Se consumía la tarde cuando ella se asomó disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero la notó rara. Un cambio que a simple vista, no lograba precisar con exactitud. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas. Como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y hablo por horas de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, solo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. «¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla?» Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Solo pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada era otra, distante, le pertenecía a alguien más. Y en su acierto pudo advertir la pesadumbre sobre su pecho, en ese cuerpo incapacitado de brindar un abrazo o escapar corriendo de aquel lugar. No la interrumpió. Dejó que continuara hablando y recreó los últimos días de esa relación. Comprendió que ella estuvo a su lado, no cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que le leía sentada junto a la cama de ese hospital. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 

jueves, 23 de julio de 2020

Una pausa



Usted camina furioso, nadie imagina lo que está a punto de hacer. Su rumbo es conocido, ha visitado tantas veces esa casa que podría describirla en detalle como si fuera suya. Su ánimo colérico se originó tras colocar dos medidas de café molido y agregar agua en su cafetera express, mientras escuchó perplejo aquello que vos le contabas avergonzada entre lágrimas. Ese secreto oscuro e insostenible que te mantenía abstraída desde hace unos meses. Sabiendo que, de aquel episodio desgarrador, se gestaba una vida en tu vientre de niña. Usted se apoyó sobre la mesada con sus puños apretados, bajó la cabeza y cerró con fuerza los párpados, intentando darle un cause al dolor. Su respiración se aligeró, resopló con bronca y el aire se filtró entre sus dientes apretados. Encendió la cafetera y te pidió a vos que cuando el café esté listo, le sirvas un pocillo chico con dos cucharadas de azúcar. Del cajón de los cubiertos usted tomó un cuchillo y se abrió camino con paso enérgico. Queriendo erradicar cuanto antes de su cabeza, esa confesión que le carcome la conciencia, que enciende su odio más primitivo, y que ahora comanda su accionar.

Usted no comprende como su amigo de la infancia, fue capaz de ultrajar esa flor tan delicada, de raíces frágiles. Arrebatándole de una manera perversa los restos de tu niñez. Usted sabe que el daño es irreparable, ni el deseo del olvido, podrá deshacer esas marcas. Como la imperfección en una obra de arte, esa pincelada desacertada capaz de cambiar el rumbo del destino, si es que alguien o una fuerza mayor, se divierte escribiendo de antemano semejante aberración. Usted continúa aturdido, no consigue colocar en la balanza los pormenores de lo que está a punto de acontecer. Mientras, lo piensa a él leyendo en el living de esa casa, plácido, reconfortándose al calor del hogar, sin sospechar siquiera, que vos te atreviste a decir lo que te ordenó callar, ese que iba a ser tu pequeño secreto compartido, porque no volvería a suceder, porque usted se pondría triste y te culparía de arruinar su vida.

En ese andar no registra entorno alguno. No ve casas, ni álamos sin hojas, ni autos estacionados. No percata siquiera los buzones al costado de la acera, ni siente el frío gélido del invierno que avecina. Tampoco lo ve a Mario el cartero, que pasa a su lado con la mano tendida en lo alto en ese saludo no correspondido; y no es por ser mal educado, porque usted es una persona instruida, asistió a las universidades más respetadas, su trabajo es bien remunerado y proviene además de una familia de clase, esas familias correctas. Usted no lo saluda porque no puede, porque es incapaz de contemplar su presencia o la de cualquier otro individuo. Porque ese dolor lo enceguece por completo. El impulso que lo mantiene en movimiento es tan vehemente que no da lugar a la razón, siente que camina por un túnel donde solo se visualiza el otro extremo, el de esa puerta, que se agranda con cada uno de sus pasos.

En ese trayecto la mente le compone formas delante suyo, como esas cuando vos dabas los primeros pasos con tu risa contagiosa, pero rápidamente se diluye a medida que usted sigue avanzando. Luego te presentas nuevamente, esta vez más grande. Caminando con el guardapolvo blanco y tu mochila estampada. Por un momento el fuego se apacigua y la nostalgia lo ablanda, hasta que apareces con tu vestido de quinceañera, ambos bailando el vals y usted se detiene, solo para disfrutarla. Ese recuerdo aparenta ser real, pero esa imagen que lo dista de su cometido, se esfuma como el vapor que emana de la alcantarilla y todo vuelve a ser gris y tormentoso. Es poca la distancia por recorrer, para llegar a donde él supo jugar con vos años atrás, cuando usted lo visitaba cada tanto y se quedaba a comer o a beber un taza de café para acompañar una charla. Donde él te cargaba en brazos, donde te acariciaba tus rizos, donde te miraba con buenos ojos, o así lo creía usted.

La vida los vio crecer, siempre amigos, siempre incondicionales, pero eso a usted no lo frena, no mitiga su sed de venganza. Al contrario, solo alimenta su locura, porque su mente es cómplice de su juicio. Una especie de mal consejera, de voz cizañera que lo alienta con recuerdos de tus palabras sentidas: de aquel forcejeo inútil, de tu llanto precoz, de la mano de él tapando tus súplicas, de esa lengua áspera y olorosa deslizándose por tu mejilla, barriendo la inocencia pulcra de tu piel. De esos besos no correspondidos, de ese acto repulsivo y su bronca se torna incontrolable. Apura su marcha, porque no resiste, porque ese odio lo hará estallar por dentro sino no lo escupe de una buena vez. Porque no pretende otra justicia divina que no sea la suya, la de su propia mano. Hasta que finalmente sus pies tropiezan contra el cordón y en cinco pasos se detiene frente a la puerta.

Golpea tres veces, tres pausados e intensos golpes. Cuando usted observa girar el picaporte, lleva su mano a la espalda donde esconde el cuchillo. Él asoma ese rostro sorprendido, con la sonrisa forzada ante esa visita inesperada, y antes que sospeche su intención, usted coloca su mano libre sobre el hombro de él. Y mirándolo fijo, sin siquiera emitir palabra, clava su primera estocada certera al abdomen. Los ojos del que alguna vez fue su amigo se llenan de desconcierto, abriendo su boca, conteniendo el aire, frunciendo el ceño. Usted saborea el placer que le produce ver ese sufrimiento, es como un narcótico y entonces estalla el éxtasis. Una y otra vez ese cuchillo se clava abriendo heridas letales hasta que el cuerpo cae en el piso del living y usted no satisfecho con ello, se zambulle sobre él, como un ave de rapiña y continúa su festín desenfrenado. Hasta por fin, conseguir el desahogo de toda esa furia contenida, recién cuando siente el pleno vacío. La escena es macabra. Las paredes blancas atestiguan ese salvajismo. Usted se incorpora despacio y da media vuelta. Se quita la sangre de la cara y el cuello, con las mangas de su camisa, y como si nada hubiese ocurrido camina de regreso a casa, calmo, sin culpa ni arrepentimiento. Sus vecinos lo observan paralizados, no se animan siquiera a preguntarle si esa sangre que lo cubre es suya o de alguien más. Nadie imagina lo que está a punto de hacer, solo usted tiene la certeza, que al llegar a su casa, su hija le habrá preparado en su cafetera Express, un café con dos de azúcar.

jueves, 16 de julio de 2020

Viaje camino al funeral.



Que viaje interminable por amor de Dios. La ruta suele ser un andar por demás de monótono. Siento que voy a ninguna parte, caminado dentro de rueda como un hámster. Por suerte pasó lo peor: esperar en la cola para sacar el boleto. Esperar sentado que se digne a venir el ómnibus. Y finalmente, esperar que te carguen las valijas. 

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Es un imán que me atrae. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué la gente hará eso? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana dan lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose de a poco. El murmullo de los silenciosos y las flores con aroma a muerte. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 
Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

No entiendo a la gente que dice: No voy por que a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más, si es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida, ligadas por siempre con esa persona cada vez que la memoria los traiga de regreso, por que apareció una foto juntos o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o gente que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares, Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Es muy difícil ver luz entre tanta oscuridad. Sentís que sólo vas a molestar. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía, con un currículo nocturno importante. Hasta sus chistes son más graciosos en esos lugares. 

En este viaje no te sirven ni la comida, me muero de hambre. No digo que se sirvan delicias, pero un sándwich de miga podrían dar. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de como crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel?... "Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Y aparte, ¿Cómo es capaz de sentarse en ese inodoro? todo meado, pegoteado, que desagradable por Dios. 

Lo positivo es que nos volvemos a reencontrar todos. Toda la barra junta de nuevo, menos Jorge por supuesto, que es el finado, pobre. El primero que nos deja, ya lo estoy extrañando. Y no porque sea un buen tipo, de hecho no lo era. Pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te morís limpias el prontuario, volves a ser bueno de vuelta. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagínate cuando quede el último de los ocho vivo y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo. ¡¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!!, anda a saber de cuando es. Y el jugo de naranja ni te cuento. ¡Haa!, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque había ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.


Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mira Luisito lo gordo que está... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos tengo unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal me vinieron a buscar a la terminal, no me agrada llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Heeh, tan apurado van a estar para bajarse. Mira cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría tiene prisa porque no le toca ir a ningún velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo así saco mi mochila del portaequipaje, total, no me corre nadie. Si hay algo que tengo claro, es que la muerte siempre nos espera.

lunes, 3 de febrero de 2020

El último beso

manos-anciano

Francisco Pereyra, era el nombre de mi abuelo Materno. Vivía en una ciudad a unos cuarenta kilómetros de mi pueblo, en una localidad vecina. De muy vez en cuando solía visitarnos por sorpresa, acontecimiento de total extrañeza para mis padres. Estos eventos que podrían contarse con los dedos de una mano, están aún presentes dado que en esas oportunidades, si bien comíamos lo mismo de siempre, la vajilla que utilizábamos era del regalo de casamiento de mis padres, esa intocable que se encontraba guardada en su caja original, arriba en el placard, lejos de nuestro alcance.

No solo me parecían raras sus visitas esporádicas, sino también su carácter templado. Era un hombre de escasas palabras, tal vez demasiadas pocas. Usaba anteojos con vidrios templados, siempre pantalón de vestir, camisa blanca, chaleco y corbatas de tonos oscuros. De gran estatura, con abundante pelo canoso, sus notables manos huesudas, y el ceño fruncido, como si estuviera todo el tiempo enojado por vaya a saber que cosas. Al menos, esa era la percepción a mi corta edad, cuando comencé a tener recuerdos sólidos de él.

Nuestra relación, si es que existía una, era tan endeble como una hoja seca a fines de otoño. Impulsada en su totalidad por la insistencia inagotable de mi querida madre, que hacía todo lo posible para que fluya entre nosotros un vínculo. Forzado, pero vínculo al fin.

Fui creciendo sin tenerlo muy presente, dado las contadas veces que lo visitábamos. Pero como mamá era, de todos sus hijos, la más persuasiva con él, cuando mi abuelo piso los noventa lo trajo a vivir a mi pueblo a un asilo de ancianos. Así pudo tenerlo cerca por eventuales problemas normales en personas de tan avanzada edad. Sucede que en casa no podíamos cuidarlo porque no sobraba espacio ni para nosotros, al menos él tendría su propia cama, algo a lo que yo aspiraba con ansias, teniendo en cuenta que compartía la mía con mi hermana dos años mayor.

Cada tanto solía visitarlo por mi propia cuenta para salvarlo de la soledad inminente de esos lugares que no son nada afables. Donde las pequeñas aspiraciones de vida van menguando con el correr de los días, transformando sus miradas vacías de esperanza. Él seguía con su diálogo limitado, dotado de una seriedad inmutable y la gracia de un caracol o algún bicho de cualidades similares. Sucede que el punto de fragilidad de nuestra no relación, se originaba porque yo era tan solo un niño tímido, algo introvertido y él, se esmeraba en emitir tan solo monosílabos a mis preguntas superficiales tales como aquellas que podrían surgir de la conversación con un taxista o el almacenero de la otra cuadra. Esas de índole climática, deportiva o de connotación necrológicas. Y en ocasiones donde mi creatividad de reportero carecía de toda imaginación posible, nos sumergíamos en silencios incómodos, en esos minutos interminables donde podía percibirse cada segundo transcurrido de una manera muy meticulosa, ambos sentados afuera en la galería. Repasaba con la mirada los detalles del techo —para ocuparme en algo—, las columnas y los cerámicos grandes, amarillos y rojos del piso de aquella casa antigua devenida a geriátrico, observando la gente pasar por la vereda estrecha y algunos vehículos que transitaban aquella avenida pavimentada. Casi siempre era yo quien iniciaba las charla, el que irrumpía esos silencios sepulcrales. Porque él no estaba acostumbrado al trato con niños, y por su tozudez, supongo que tampoco con los mayores. Quizá el haber criado once hijos destruyó cualquier ápice de paciencia en su ser y esa era la razón del carácter hosco y obstinado. O había pasado tanto tiempo en soledad que le costaba socializar y poco le importaba.

Al poco tiempo su salud desmejoró. Comenzó con algunas enfermedades que no puedo recordar puntualmente, mi mamá en eso era bastante hermética con los detalles. Pero por su ánimo, sabía que era algo serio. Tal es así que, luego de unos meses de idas y venidas, de llamadas telefónicas imprevistas finalmente falleció.

Con doce años no identificaba la razón de mi tristeza, posiblemente estaba ligada más a ver a mi madre llorar a mares, que a la muerte anunciada de mi abuelo Francisco. Luego de velarlo, al momento de cerrar el féretro y minutos antes de su entierro, cuando todos se despedían del difunto, algunos tocando el cajón y persignándose, otros tocaban sus manos, los más allegados le daban un beso en la frente, y a mí no se me ocurre mejor idea que consultarle a mi madre si también debía hacer lo mismo. Dejando expuesta mi inexperiencia en estos acontecimientos. Ella me mira y responde, —dale un beso al abuelo si querés—. Y ese «si querés», despertaba un dilema existencial en mí. ¿Si no lo besaba, algebráicamente implicaba que no lo quería?, por lo que me vi obligado a besarle para cumplir la figura del buen nieto. Apoye ambas manos en el cajón, contemple su rostro, no había cambiado mucho a cuando estaba con vida, con la salvedad que se notaban sus labios pegados y su piel empalidecida. Acerque mi labios lentamente y los uní con su frente. Luego, nunca más en mi vida volví a besar otra persona fallecida. Fue como besar una piedra completamente helada, una sensación horrible para un niño. Miraba a mi madre sin poder comprender su grado de cinismo. Como no advertirme de tal posible trauma, tan solo un susurro —guarda que esta frío—. Después de aquello varias pesadillas con esas imágenes perturbadoras me visitaron por las noches, y no quería transmitírselas a mi madre, por la intensa depresión que transitaba al sufrir la muerte de su padre.

De mi parte aún hoy, ya con cuarenta años, no me animo siquiera a tocar a los muertos en los funerales. Y por más que sé que, algunas vivencias que hemos compartido se han escurrido de mi mente olvidadiza, puedo asegurar que aquello que siempre se mantiene inalterable en mis recuerdos, es que mi abuelo Francisco, tanto vivo como muerto, fue un tipo bastante frío.

viernes, 18 de octubre de 2019

Malas juntas


En la cúspide de los video juegos, de aquellos con estructuras de madera, de botones y palanca que se alimentaban con fichas estriadas, uno muy popular fue Street Fighter. Además de ser un adictivo video de lucha callejera de fines de los 80, fue más tarde, inspiración de una película que dejó mucho que desear. Cosecho malas críticas y tuvo como figuras de elenco a Raúl Juliá y Jean Claude Van Dame, principal culpable que pase mi infancia tirando piñas y patadas por la vida —como todos a esa edad—.

En una de las escenas del film, es capturado un soldado, uno de los buenos. Al borrarle su memoria y luego de inyectarle un líquido extraño —cosas de la ciencia ficción— capaz 
un cóctel de drogas para darle fuerza sobrehumana, por decir algo, se transforma en un animal de color verde, pelo rojizo y pajoso, apodado con el nombre de Blanka. Más allá de lo llamativo de su tono de piel —una especie de increíble Hulk de bajo presupuesto—, para convertir esa criatura en un ser maligno, es sometido durante un tiempo prolongado a la exposición de tormentosas imágenes desbordadas de crueldad, sangre, guerras, bombas atómicas y todo contenido relacionado con la violencia del hombre contra sí mismo.

Este parece ser el punto de intersección donde la ficción se convierte en realidad. Y así como alguna vez salieron las zapatillas que se auto ajustan, las Nike que usaba Marty Macfly en Volver al Futuro II. O autos de Google que se manejan solos, como el taxi de El vengador del Futuro con Arnold Schwarzenegger. Ahora es el tiempo donde, desde las pantallas planas, suelen acentuarse las malas noticias que ocupan una silla en nuestras mesas, en nuestros almuerzos y cenas familiares, en nuestras tardes ociosas, o incluso, en la recepción de algún comercio o sala de espera. Nos sobrexponernos a noticias que comprimen el pecho, que desdibujan las sonrisas, reflejando que las acciones violetas, los maltratos y la intolerancia, están flagelando a una sociedad atrapada y sin salida.

Estos síntomas no solo se proyectan en informativos, también trascienden a programas de chismes, redes sociales, en diarios digitales y papel —por nombrar algunos—. Campañas políticas se nutren de todo tipo de situaciones adversas para sumar adeptos a su partido, tanto de un lado o del otro de supuestas grietas. Basta con ver un noticiero por un par de horas, para darse cuenta que las buenas noticias son drenadas a cuentagotas. Nos levantamos temprano y un asesinato o una violación nos acompañan durante la mañana, tarde y noche. Como un reality y con muy pocos datos de un caso lleno de especulaciones, se rellenan gran cantidad de horas en todos los medios, pretendiendo atravesar la sensibilidad del espectador y captar su atención desde los hilos de la indignación. 

Aclaro que no implica encerrarse en una burbuja aislante de todo problema exterior, no solo sería egoísta e insensible, sino además nos mantendría desinformados de los hechos que nos acontecen. Las fatalidades lamentablemente suceden y debemos continuar ideando un plan para mejorar nuestro entorno, aportando desde el lugar que nos toque estar. No quedarnos anclados, discurriendo que las desgracias nos esperan agazapadas a la vuelta de la esquina. Porque lamentablemente siempre existió la maldad, como dijo Facundo Cabral "Si los malos supieran que buen negocio es ser bueno, serían buenos aunque sea por negocio". 

La vida real no es el reflejo oscuro que intentan exponer nuestros informantes. Como en todo ámbito, algunos tiran de la cuerda hacia adelante, otros necesitan ser guiados y siempre están los que tiran en sentido contrario, por tal motivo es indispensable que los del medio, esos que necesitan señales para seguir empujando, no suelten la cuerda por creer que la causa está perdida. No es necesario ser la encarnación de la madre Teresa de Calcuta o Ghandi, meramente siendo optimistas y aspirando a cuidar su rancho, procurando que ese efecto sea expansivo y contagioso. Y si no nos sale ser optimistas, porque ese día el viento sopla de norte, o no nace ser afables, al menos no ensuciar el camino.

Siempre se creyó que las malas compañías pueden torcer el accionar de las buenas personas, sin percatar que nuestra compañía más habitual es un caja cuadrada, que da noticias sombrías y se jacta de ser dueña de la verdad. 

Ahora que sabemos cómo viene la mano, prestemos atención con quién nos juntamos, de lo contrario solo es cuestión de tiempo, para que la piel se nos tinte verde y el pelo se ponga pajoso y rojizo, y soltemos la cuerda por creer que nada vale la pena, que la sociedad fijó su sentencia, matando a ese niño interior que una vez creyó que la paz era posible, y lo convencieron que dañar a los demás, es la verdadera naturaleza del hombre.

viernes, 12 de julio de 2019

El día que matamos a Germán


Algunos creerán que el destino de cada individuo ya fue escrito al nacer, otros en la suerte, en hilos rojos, en el tarot y todo ese tipo de cosas. A mi entender, cada vez que tomamos una decisión por más efímera que sea, estamos descartando otros posibles futuros, Cada elección que tomamos, tiene un abanico de caminos que constituyen diferentes desenlaces; pero solo visualizamos el que elegimos nosotros.

Esta historia fue hace tanto tiempo pero tengo recuerdos frescos de ese día, y lo que más recuerdo, fue lo de Germán. 

Era sábado por la tarde y nos juntamos en la casa de Huguito, como tantas veces. Éramos cinco o seis chicos de doce años hablando de cosas poco interesantes. Un grupo estaba en la habitación del fondo, donde había una cama de dos plazas, con mesas de luz en ambos lados, en frente un placard  y sobre el costado derecho otro más pequeño. Sobre la izquierda, una puerta doble de madera con postigos permanecía abierta y daba al patio, donde me encontraba con el resto de mis amigos

El moverse en manadas favorece al efecto de "caradura", si hablamos de las normas que un invitado debe cumplir en casas ajenas. Por ejemplo: no tomar agua de la botella, no abrir la heladera sin permiso, ni sacarse los mocos y pegarlos bajo la silla. Pero Lucho ese día desatendió una muy importante, al abrir uno de los cajones de una mesa de luz con intención de buscar vaya a saber qué. 
Detrás de un rosario, un par de libros y una bolsa de caramelos para la tos, se encontraba una franela naranja. La agarra desde el fondo y envuelto descubre un revolver, posiblemente calibre 38. Lo toma de la empuñadura dando por sentado que está descargado, y se pone a jugar apuntando a Germán,  ignorando aquel dicho las armas las carga el diablo. Roza el gatillo con su dedo índice y ejerce un poco de presión, el martillo se levanta y en aquel tambor de hoyos cilíndricos supuestamente vacíos, descansaban incrustados, casquillos de balas, esperando inmolarse contra algo o alguien.

El rugido de un trueno irrumpe en la habitación. El humo y un silencio sepulcral sobrevuelan por unos segundos el ambiente, hasta que el grito rotundo de un - Nooo!! -, sale de la boca de Lucho, que deja caer el arma sobre el piso de madera y se toma la cabeza con las manos desbordando de una locura incontrolable. Nuestras caras de incomprensión, de no saber qué pasó, toman razón, cuando vemos desplomarse a Germán en el suelo. Queda expuesto boca arriba, y por su espalda asoma un río de sangre que inunda parte de la habitación. Diego es el que está más cerca de él, se agacha y lo toma de sus manos. Levanta suavemente su cabeza y coloca un buzo que traía en su espalda. Ve en Germán esos ojos llorosos de miedo a la muerte que se acerca. Y aunque realiza intentos inútiles por aferrarse a la vidaexhala sus últimas bocanadas de aliento hasta permanecer inmóvil. Los gritos y corridas nos asaltan. Más de uno queda perplejo, sentado en el piso, tomándose las rodillas flexionadas, mientras que los más avispados piden a gritos ayuda para que llamen a alguien que nos pueda socorrer.

La mamá de Huguito viene corriendo hasta la habitación y ante semejante escenario, comienza a gritar y vociferar un insulto tras otro, preguntando ¿Qué pasó? ¿Qué hicieron?, pero ante nuestra falta de reacción, va con desesperación hasta el living y rápidamente, toma el teléfono, llama entre llantos al hospital para que manden una ambulancia. 

La espera es espantosa, somos tan jóvenes y tan inexpertos con la muerte, que no sabemos ni que sentir. Miedo, tristeza, sorpresa, todo es un total desconsuelo. El olor al hierro de la sangre es nauseabundo y parece impregnarse en nuestra ropa y hasta es posible saborearlo entre los dientes.

Transcurridos unos minutos, que parecen horas, llegan los paramédicos e intentan reanimarlo pero es demasiado tarde para él y para todos nosotros. La policía se hace presente y es muy difícil esbozar palabras. Consternados por tal desgracia, se suma la imagen perturbadora, de ver como se llevan a Lucho esposado en completo estado de shock. Una vez sentado en la parte trasera del patrullero nos mira, despidiéndose de aquellos niños inocentes que no volverán a serlo nunca más.

A medida que pasan los minutos todo empeora, el ambiente es denso, los curiosos se instalan fuera de la casa y solo queremos que sea un mal sueño pero no lo es. Las imágenes de lo sucedido me invaden a cada momento, estoy aturdido y no puedo parar de pensar como se pudo haber evitado aquello. Como le explicamos a la madre de Germán que solo estábamos jugando, que fue un accidente, que ahora no podrá hablar con su hijo nunca más, que no podrá acariciarlo, que deberá continuar su camino sin él. De solo pensarlo me tiemblan las manos y un sudor helado me recorre la espalda.

Vuelvo a mi casa hecho un despojo. Luego de contarle a mis viejos, que quedan consternados ante semejante desgracia, voy a mi cuarto, abrazo la almohada y rompo en un llanto desconsolado. Ese día, posiblemente fue el más largo de mi vida y dejó una marca imborrable que cambió para siempre nuestros caminos. Dejamos de ser jóvenes, de reírnos por cualquier cosa, de juntarnos para hacer travesuras, de ver la vida tan positiva. Nuestra "barra", ese grupo de amigos incondicionales se disolvió luego de aquel episodio tan desgraciado. Como si quisiéramos escapar del pasado o de las personas que nos lo recordaban. Intentando reconstruir nuevos caminos lo más alejado posible de aquel quiebre en nuestras vidas. 

Seguramente ese hubiese sido uno de los posibles futuros. O quizá la bala no salía disparada, o Germán solo recibía una herida y se recuperaba en el hospital. Pero por suerte o por azar, el futuro que nos tocó, fue en el que Lucho pudo darse cuenta a tiempo, de que el tambor estaba repleto de balas y lentamente quito su dedo del gatillo, sintiendo el alivio, y a su vez el estupor de solo pensar, a todo lo que nos habría tocado enfrentarnos. 

La verdad es que nunca tomamos conciencia en ese momento, de lo que pudo haber pasado. Como sucede con todas nuestras acciones, no podemos simular y diseñar todo ese abanico de posibilidad, solo las dejamos ir sin darle mucha importancia. 

Algunas veces cuando logramos reunirnos todos, un poco más viejos, un poco más gordos, con hijos y esposas. En esas charlas extensas de sobremesa donde recordamos sistemáticamente las mismas anécdotas, en esos viajes al pasado. Lucho suele contarnos aquella donde casi lo matamos a Germán, y por dentro un sentimiento nostálgico me impide sonreír, porque sé que, en otro futuro paralelo al mío, me encuentro sentado frente a una mesa comiendo solo, rodeado de sillas vacías y deseando que mi mejor amigo se dé cuenta a tiempo, que esa arma que empuña en su mano está por arruinarnos la vida.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...