Es
domingo, y la familia de mi esposa viene a comer a casa. Ella siempre me
corrige cuando digo “la familia de…”. Enseguida me aclara que tanto mis
parientes como los suyos somos una sola familia. Pero la verdad es que no lo
siento así. Para mí es su hermano, su cuñada, sus
sobrinos, su padre y su madre
insoportable con su caniche que disfruta mear mis muebles.
Tampoco
digo que nos llevamos mal, sería hipócrita y falaz de mi parte, pero falta un
ingrediente que amalgame nuestras personalidades, algo que debería darse de
forma natural y no se da. Pero bueh, las cosas son así y no me quejo, mejor
dicho, me quejo y me las guardo.
Voy
hasta el patio, abro la tapa de fundición del horno de barro y apilo ramas
junto con los remanentes de un cajón de pollos. Busco un periódico viejo, y a cada
hoja le doy una forma esférica. Mientras ejecuto esta tarea, me repito:
—Mirá,
Fabito. Amaso, amaso, amaso, pelotita, pelotita, pelotita, y —hago pose de
basquetbolista—, al horno.
Así
me enseñaba mi abuela Catalina a preparar los bollos de masa para el pan. Ayer
se cumplieron ocho años de su muerte, por eso quiero recrear su receta.
Cualquier adjetivo que use para describir las bondades de mi abuela, se
quedaría corto. Sorprendía ver cuánta paz puede morar en una persona. Y ese
amor por enseñar lo suyo: su arte de pañuelo en la cabeza y delantal floreado.
Aun hoy cuando cocino, creo oírla susurrándome los ingredientes con el tono
sereno de su voz y esa forma tan particular de expresarse: era como si las
palabras no salieran de su boca, sino que caían una suave cadencia. Esa debió
ser la razón por la cual nunca la oí maldecir o criticar algo de lo que tuviera
que retractarse.
Cuando
era chico, los domingos la pasábamos siempre en la casa de la abuela Catalina. Todavía
puedo escuchar el burbujeo de su salsa que hervía por horas. Ella me decía que
la cocinaba durante cinco días seguidos, pero una vez la vi guiñándole el ojo a
mamá después de decírmelo. La mesa del comedor se llenaba de tallarines o
ñoquis que reposaban sobre una capa de harina. Y desde el patio, abriéndose
paso entre tantos aromas, se imponía el aroma del pan cocinándose en el horno
de barro.
Sin
dudas, las pastas de Catalina eran las mejores del mundo, y quien opine lo
contrario nunca visitó la casa de mi abuela un domingo. Pero el pan… Ayyy el
pan… el pan sí que le salía horrible. La mayoría de las veces insulso en todo
aspecto, otras, era como un sedimento salino extraído del fondo del océano. Y
eso no es todo, además de que muy pocas veces consiguió equilibrar el sabor,
cuando estaba muy cerca de conseguirlo, surgía otro contratiempo en esta
ecuación gastronómica: la textura. Hemos llegado a comparar sus panes con el
telgopor, el caucho, o el yeso que se desgrana al simple tacto. Una vez le
salió tan duro, que las gallinas se rebanaban los sesos encontrando la manera
de fraccionar con sus picos esa corteza blindada.
El
pan era una cualidad que la mostraba humana.
Nosotros
siempre quisimos ayudarla con la receta o con la temperatura del horno. Le
regalamos medidores, una balanza eléctrica y hasta una con pesitas, pero ella
se resistía a la innovación. Decía que su madre y la madre de su madre se
valieron del instinto: un poco de esto, un puñado de aquello, así o más o
menos. No traicionaría la herencia de la familia, o de lo contrario estaría
traicionando sus raíces.
Cuando
llegábamos temprano a lo de la abuela, yo me le adosaba como garrapata. En su
casa no había tele a color ni tampoco juguetes. Por eso, rondar en la cocina
era de las pocas cosas que me distraían, Además, podía escuchar sus historias y
aprender las recetas familiares.
—Vos
—me decía y me señalaba con los dedos arrugados y enharinados—, vos vas a
heredar esto. Tus tías no saben ni hacer huevos fritos, salieron al abuelo que
en paz descanse. Así que prestá atención porque yo las recetas no las paso por
escrito. Yo lo aprendí así: mirando y preguntando. Y así vas a tener que
aprenderlas vos.
Ahora
que se consumió el fuego dentro del horno, aparto las brasas y dejo un espacio
donde colocar los bollos de masa para que la metamorfosis se lleve a cabo.
Total, si salen como le salía el pan a mi abuela, la familia de mi esposa
tendrá la dicha de comérselo sin chistar.
Mientras
esperamos a las visitas, mi esposa aprovecha a rayar el queso, Francisco y
Guillermina juegan a la Play en la habitación, y yo tengo todo listo: el agua
de la olla grande que usaré para cocinar los tallarines caseros, y la salsa que
burbujea desde las seis de la mañana. El aroma que desprende me indica que no
necesito probarla, no hace falta agregarle nada más.
Oigo
el timbre, debe ser la familia de… deben ser los invitados. Estoy sentado
frente al horno, y la ansiedad me impide abandonar mi puesto.
La
puerta del patio se abre y Matías cruza el umbral. Se aproxima con cara de
querer preguntarme algo:
—Hola
tío, ¿qué estás haciendo? No sabía que funcionaba ese horno.
—Qué
haces, Mati. Funciona. No lo uso nunca, pero funciona.
Tomo
un repasador —para evitar quemarme—, abro la puerta de fundición y el olor es
un buen indicio. Saco el pan, y el color ocre de la corteza es de un deleite
visual que asombra.
—Qué
buena pinta tiene eso —me dice, mientras inhala profundo.
Agarro
uno de los panes y lo divido en dos. Aún humea, la textura es esponjosa por
dentro y por fuera crocante. Le convido a Matías que extiende su mano y abre la
boca:
—¡Guarda!
—le digo, mostrándole la palma—. Está recaliente.
Mati
sopla tres veces, y después le da un mordisco.
—Ta’
buenísimo esto, tío.
—A
ver… —Me acerco el pan a la boca con lentitud, o con desconfianza. Finalmente,
lo pruebo. Se me llena el paladar. El equilibro entre el sabor y textura nada
tiene que envidiarle al pan de alguna panadería. —. La verdad es que tenes
razón. Ta’ buenísimo.
Nos
quedamos enfrentados, masticando y asintiendo.
—Tío,
la próxima le digo a papá que compre un salamín así acompañamos el pan. ¿Qué te
parece?
—Esa
sí es una buena idea. Pero mejor es esta: la próxima traes el salamín y yo te
enseño a preparar el pan.
¿Acaso
Matí sea el nexo entre la familia de mi esposa y de mi familia?, quién sabe,
capaz hasta lo termino llamando sobrino. A veces, relacionarse es mucho más
simple de lo que parece, sólo hay que dar el paso. Mi abuela era una
especialista en eso de entender por dónde entrarle a las personas. Me hubiese
gustado que estuviera acá así probaba mi pan al horno. Y no es para mostrarle
que mi pan salió mejor que el suyo, en esto no importan los sabores o texturas,
importa compartir:
A veces, es sólo pan.