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miércoles, 7 de abril de 2021

Kriptonita



Complexión física impenetrable como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía kriptonita que lo detuviera. Me arriesgo a decir, que era invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso tomar el picaporte, pero del otro lado Rosalía, su esposa, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y la presencia de ella lo sorprendió, pero aún más, lo sorprendió el tono de sus palabras:

—¡Pero decime vos, sinvergüenza! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... Nonono, yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que tanto te gusta. Vinieron Martín y Sofía a cenar, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su abrigo en el perchero y acomodaba sobre la silla su capa y las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —Retruco Rosalía acompañando con ademanes de sus brazos— Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, si no se descarrila un tren o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema fue que un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados y tuve que socorrerlos. Imagináte todo el tráfico bloqueado, amor. 

—Y encima me decís amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido. 

 

El amor los había sorprendido tres años atrás. El avión de negocios Piper Chieftan PA-31-350 con rumbo a Colonia Caroya albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales y su secretaria Rosalía Llorens que, tras una larga noche con amigas, dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores al toparse de frente con una bandada de patos sirirí.

El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que ante el desconcierto buscó abrochar su cinturón de seguridad. Pero, su gesto se detuvo al notar que ambos pilotos atravesaron con prisa el pasillo y, tras abrir la puerta trasera, se arrojaron del avión con los únicos paracaídas a bordo.

El viento entró con la fuerza de un tornado y desató el caos. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que al día de hoy, no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y lucecitas de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos—, se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio. El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él solo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados más íntimos notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto volador. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía. El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Él volaba hacia Córdoba Capital, por un reconocimiento que se daría cita en el estadio de Instituto. La condecoración se suscitaba tras haber ayudado a la barra brava de ese club, cuando el colectivo que los trasladaba a Villa Rumipal pinchó una goma y no tenían rueda auxiliar. El evento, sin demasiada repercusión se haría efectivo en el entretiempo entre el equipo local y Tristán Suárez, que por ese entonces peleaba por no descender. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”: El Inspector, que olía a quinientos metros si un auto tenía la VTV vencida; El Negro Anaconda que tenía “grandes” poderes; y Piojito, cuyo único poder consistía en sacar los chinchulines y la tripa gorda a punto.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que sólo encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de Julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad intentando, sin suerte, conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer lo asediaban en su mente una y otra vez. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol en la pileta, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo casi con certeza, quién era la culpable de sus debilidades.

viernes, 6 de noviembre de 2020

El hombre que caminó en la luna.


Imaginen la experiencia de observar a través de una ventanilla, el hábitat que alberga millones de habitantes encogerse de a poco hasta quedar del tamaño de una pelota de fútbol. Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a un cohete espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque si el viaje fuese por un medio seguro, quizás una línea de subte o de colectivo, harían colas por sacar un pasaje si el destino fuese la luna. Y tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar, inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado, donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, color, aroma y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea a cuestas que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia. Aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes, que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos estacionados a corta distancia, de manera tal que, desde una esquina a la otra se pudiese caminar por sobre los vehículos sin tocar el suelo.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allí iba, saltando obstáculos con el sonido de fondo de la chapa quejándose; rompiendo lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que se haga presente la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque no vio que, a un costado en la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba su dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, su mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo, ni reflejos, para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño. Una vez que aterrizó lo tomaron de un puñado de mechones y las trompadas sobre su cara eran meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la salvedad, que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos, mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase Recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que, con duro trabajo, solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.


domingo, 25 de octubre de 2020

El Machoman



Dos Dacimento Rumao era el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la más exigente jamás conocida.

Como contraparte de esta historia se hallaba Celestino Almirón, sentado detrás de su escritorio y leyendo el diario La Gambeta. Al llegar a la sección de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao con el cuerpo fibroso. Celestino, se asombró al ver que ese hombre tendría casi su misma edad cuando tomaron la foto en la que ganó esa competencia. Fue inevitable bajar su mirada y enfocarse en las migas desgranadas del hojaldre de un cañoncito con dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza. Después retomó la lectura en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida diez años atrás. En esa nota además remarcaba los ciento veinticuatro competidores que, con cincuenta años, fracasaron en el intento por destronarlo; dato que sin duda acrecentaba su leyenda.

Celestino volvió a posar su mirada sobre esa foto, se recordó en su juventud demostrando sus dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de oficinista. Cerró el diario y continuó con su trabajo, pero durante toda esa mañana una sensación inusitada se le adhirió como un abrojo: esa necesidad de tener algo que hacer, aunque no sabía bien qué.

Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño y se sentó en el inodoro para macerar pensamientos. Se vio al espejo, detectó entradas en su frente, el pelo canoso, patas de gallo y se descubrió la papada: fue verse en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante era esa nota en el diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo lograría su objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.

Disponía de dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.

En los primeros nueve meses pudieron verse resultados tangibles. Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio tonificó esos músculos flácidos, acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol 5 con sus amigos. Cada día, le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y por una cuestión de infraestructura, lo más complicado, era nadar; pero se las ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton, y con sus amigos.

El día del Machomán al fin llegó. Celestino, con el número 248 escrito en un brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros tantos competidores. El disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público, los acompañó en los primeros metros hasta llegar al borde del lago Pinto, de cuatro kilómetros de ancho. Celestino arrancó inspirado con su estilo crol, sincronizando brazadas y tomando aire por uno de sus lados. Casi llegando a la mitad se lo notó fatigado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado estilo “perrito” lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo también, la gracia.

Al llegar a tierra firme se calzó, tomó su bicicleta y se largó a pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del Brazuca, al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda suelta al trote. 

Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin darse cuenta de que, por culpa de la humedad de sus calzas y un poco de arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una extrañeza muy pocas veces vista —podía pasar un perro caminando entre la apertura de sus piernas. 

Faltando menos de dos mil metros, y ante la imposibilidad de continuar con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la carrera. No le quedó más alternativa, que llevar sus brazos por detrás, e introducir con delicadeza sus manos por dentro de la calza, y ayudarse con las yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando las aguas del mar rojo. Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo observó atónito. Algunas madres, tapaban los ojos a sus hijos, y hasta pudo advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente, Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo en ese mismo instante, que no se encontraba ahí para rescribir la historia, ni para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Amor verdadero



El primer domingo en que nosotros dos salimos a pedalear en bicicleta, mis tripas orquestaron quejidos avisándome que debía localizar con prisa un baño. Ella era bioquímica y trabajaba en una clínica privada sobre la avenida Cisneros; mientras que yo, me proyectaba como un donador compulsivo de plaquetas. Cada quince días pedía un turno con la misma excusa: entregar mi sangre para estar cerca de ella y saborear el aroma de su perfume, sentir su cabellera larga y rojiza acariciar, sin intención, mi brazo, o disfrutar de la suavidad de sus manos cuando me ajustaba con violencia la goma de suero.

No recuerdo si fue la sexta o la séptima vez que me clavó la aguja, cuando inventé una languidez por el ayuno y le propuse tomar un café en el bar de enfrente. Ella, con la seriedad con que me trataba siempre, no me permitió acabar la frase:

—No, gracias —, me dijo sin mirarme, y abandonó la sala.

Nunca me consideré un tipo muy agraciado. Digamos que según los cánones de la belleza masculina me mantengo en la media. Pero si hay algo que me sobra, es constancia. Así que, en las siguientes visitas, me enfoqué en temas cotidianos de manera tal, que ella se viera en la obligación de responderme. Aunque fuera por educación.

—¿Qué locura el tránsito no? Imposible encontrar dos metros donde estacionar. Toda la manzana ocupada. ¿Siempre es así por acá?

—Todos los días son así. Los trescientos sesenta y cinco. Por eso prefiero venirme en bicicleta. Hago un poco de ejercicio y evito estos problemas.

Aquella vez todo siguió como si nada. Y con un rechazo en mi prontuario debía buscar señales más claras, si es que quería jugar mis últimas fichas.

 

Un día mientras esperaba sentado en la sala, la vi conversando y al notar mi presencia, se recogió el cabello detrás de su oreja y contorneó una sonrisa tímida. 

Veintidós veces me había clavado una jeringa en los brazos y nunca me había mostrado ese gesto. Si bien, nuestras charlas se habían enriquecido con cada pinchazo, y de vez en cuando se le escapaba alguna carcajada, esta vez parecía andar con la guardia baja: ya me había contado de sus mascotas, que vivía en un monoambiente y que odiaba a su vecina del tercero C. Yo no quise interrumpirla. Sólo esperaba el momento correcto para sacar provecho de la situación. 

Al terminar con la extracción de sangre junté coraje y le dije:

—Si te queda bien este domingo, te espero en la plaza y salimos a dar una vuelta en bicicleta. Dicen que va a estar soleado —. Y, me quedé esperando la respuesta.

Ella me miró como si procesara una decisión importante, se sacó los guantes y antes de abandonar la sala giró y me dijo:

—¿A las 17:30 en la plaza San Martín te queda? —y asentí con la cabeza.

Llegué a casa y llamé a mamá para contarle. No es que sea de esos hijos calzonudos, pero era la única persona que conocía mis intenciones luego de descubrir innumerable cantidad de marcas de “picadura de mosquitos”, que no se creyó ni medio.

—¿No te estarás drogando vos? Mirate el brazo. Te acordás cómo terminó tu amigo, el peladito ese... ¿Nacho, Pancho?

—Cacho, mamá. No te asustes, no es nada de eso —. Y, no me quedó más remedio que contarle toda la historia, para borrarle la mirada de horror con la que me veía.

Realmente yo sentía en el pecho esa torpeza que se confunde con amor, y necesité compartirlo con alguien, aunque ese alguien fuese mi propia madre. Mis amigos no sabían de esto. Los conocía y conocía sus reacciones ante estas situaciones cursis. Me los imaginé diciéndome “Te gusta complicarte la vida a vos”, “por suerte no es cardióloga, sino, donas el bobo” o frases de ese tipo. No iban a comprender que estaba enamorado de alguien que conocía mis niveles de colesterol, mis triglicéridos y mi ácido úrico.

 

Es probable que el día del paseo, me traicionaran los nervios o la ansiedad. Cada tanto ella me hablaba de algún tema, y yo veía el movimiento de sus labios, pero no lograba entenderla. En cada pedaleada, en ese esfuerzo cauteloso por girar la corona de mi bicicleta; sólo estaba acelerando un proceso que me arremetía con puntadas de cuchillos en mi estómago. 

Ya llevábamos unas quince cuadras, cuando el sudor bañó mi frente. La piel, al igual que mis labios, perdían ese usual tono saludable, pero no podía desaprovechar la ocasión que conseguí con tanto trabajo. De golpe no podía más, era imposible retener.

—Te parece si caminamos un poco — le dije sin estar seguro de eso.

Ella me miró extrañada, y por suerte no se opuso a mi pedido.

Giramos en la esquina y se nos interpuso un bar. Afuera se ubicaban varias mesas con sombrillas que se cerraban ante la puesta de sol. Y con la excusa del café pendiente, fuimos a pesar de no visualizar una mesa libre en la vereda. Al llegar, ella encadenó su bicicleta y yo arrojé la mía contra una planta. Me dije qué la parió, no llego. Y, sin dar tanta explicación, atiné a decirle:

—Pedí dos cafés que ya vengo enseguidita —. Y la dejé ahí... parada.

Casi corriendo ingresé al local. Continué derecho hasta chocar con la pared del fondo y me metí en un pasillo. Vi el cartel con el tipo dibujado en la puerta y recé para que esté disponible. Tenía una sola oportunidad. Cerré los ojos, tomé el picaporte con fuerza y la puerta se abrió.

De a poco fui recobrando los signos vitales, pero mi piel seguía pálida. Salí airoso, pensando "Por Dios, que no entre nadie al baño". Lo segundo que pensé fue: “¿Me seguirá esperando después de que la dejé sola?” Qué clase de enamorado sale corriendo así en una primera cita sin tomarse el tiempo al menos, de explicarle qué le sucede. Por ultimo pensé: ¿Cómo hago para explicárselo sin caer en lo vulgar?

Sin esperanzas la busqué entre la gente que permanecía de pie, pero no logré encontrarla. La preocupación me ganó y con ello el inevitable vacío. Busqué mi bicicleta con la intención de emprender mi retirada a casa, y casi sin querer observé en una de las mesas, unos ojos claros que se cruzaron con los míos y como cada vez que me separaba de ella, sentí cómo la sangre me volvía al cuerpo.


martes, 4 de agosto de 2020

El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, y aunque sea una frase un tanto trillada, cómo imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo, tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble, como lo es el fuego... No cabe ninguna duda que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o algún animal prehistórico para asarlo al calor de las llamas y festejar semejante proeza con su gente.

Tomándolo sólo desde una perspectiva conceptual y un tanto fría —como podría ser la culinaria—, diría que no demanda un análisis exhaustivo. Por lo que, claramente podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón y se mezclaría en algún cajón, junto a las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto diría, que es un eslabón indispensable para que todos los ingredientes permanezcan en completa armonía. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para que les digo a qué hora venir si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen justo a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben ser primos o compartan algún parentesco por los sentimientos que ambos despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas, esas que se expresan para lograr una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque obligan de cierta manera, a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis meticuloso, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse a ciegas, sino, literalmente cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja los primeros bollos de diario o pequeñas ramas, y disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por el resto de sus días. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En que asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero no hace falta que el viento sople en la espalda o las tostadas caigan con la mermelada hacia arriba, también se amolda para esos días cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Nos ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con los afectos y con uno mismo. Por eso, cuando tus amigos o familiares te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí sobre tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, hoy yo pongo la casa, vengan todos a comer acá.

 

Marcelo Villafañe


lunes, 22 de junio de 2020

La fuerza interior...




Pepe salió esa mañana de sábado a lo del mecánico. Hace una semana que fallaba el encendido de su camioneta en esos primeros fríos de invierno y tras un cambio de batería, tomó la ruta con dirección a la estancia Los Cuervos, donde lo esperaba una reunión culinaria entre amigos. 
Llegó cuando el rocío comenzaba a bajar y el fogón pavoneaba sus llamas. El mate giraba en sentido de las agujas del reloj, mientras cincuenta centímetros de salamín en rodajas, esperaban en una tabla junto al queso; todo ello, acompañado de pan con chicharrón.

Al mate, lo desplazó el vino tinto y la cerveza. Se continuó la picada, incorporando unos maníes, aceitunas verdes y unos porotos en aceite. El Alemán, era el cocinero oficial de aquél día. No le simpatizaba cocinar a la brasas, era más del gas, porque así acostumbraban sus ancestros. Tampoco era la primera vez que se preparaba esa bagna cauda con quince cabezas de ajos y un kilo y medio de anchoas para ocho comensales. Era una piña de Tyson al hígado y todos tenían pleno conocimiento de ello. La invitación llegó dos semanas antes, por si alguno quería pedir un turno al doctor Rossettini, que era el único doctor disponible en todo el pueblo. Dado que podría tornarse un menú peligroso si los agarraba con las defensas bajas.

A las diez treinta, un pan casero recién horneado, se dio cita con una mortadela frita revuelta con huevos y pedacitos de panceta ahumada. Parecía la forma más propicia para acortar la espera. A esa altura, se hacía cuesta arriba mantener la postura de los noventa grados copiados por la forma de la silla. Más bien, eran unos ciento veinte, por la compresión que sufrían el resto de los órganos, mientras el estómago ganaba espacio con cada bocado. Pepe sentía como las estrías le surcaban la piel y no tuvo más remedio que correr dos agujeros, el cinto de su pantalón. 

Tras una pausa prudente, se prepararon milanesas, ravioles; se cortó repollo y gran variedad de verduras hervidas, quizá lo único saludable en todo el menú de ese día. Al finalizar, esa preparación se transformó en una crema espesa, de color canela, por el negligente uso de anchoas y en su punto máximo de ebullición, el hedor que emanaba de esa olla Essen, ahuyentaba los parásitos a cien metros a la redonda. Podría concluirse, que era la Nagasaki de las bagna caudas.

Las camisas abiertas dejaban ver esos pupos deformados, de tal manera, que podía calzar una moneda de cinco pesos argentinos sin ningún tipo de obstrucción. Finalizado el banquete, luego de una sobremesa extendida y palpitando la entrada del sol, de a uno, se fueron retirando. Pepe tras saludar, subió a su camioneta, colocó su cinturón de seguridad, dio arranque y el motor encendió sin problemas. Así que, con buen ánimo, encaró esos caminos de tierra y guadal. 

A pesar del frío, el sol de las cinco de la tarde entibiaba el vidrio de su ventanilla. Quiso encender el aire acondicionado para contrarrestar los síntomas de la modorra, pero no respondía, estaba mudo. Para males, el remolineo de los intestinos que parecían agitarse como una manguera de bomberos fuera de control, alentaban las contracciones sobre su colon, similares a las de pre-parto y le obligaban a localizar un baño de manera urgente.

En una maniobra repentina por esquivar un pozo enorme, el torso de Pepe se ladea hacia un costado y el cinturón que se traba, ejerce presión sobre la boca del estómago, dando rienda suelta a unas treinta libras de flatulencias, que salieron en un resoplido estruendoso. Automáticamente se empañaron los vidrios de tal forma, que fue necesario frenar la marcha por la escasa visibilidad y en ese instante el motor se paró.

Similar a los efectos de una granada —transcurridos diez segundos—, el aire se envició de tal forma, que el brillo del tablero comenzó a opacarse, y se pudo apreciar como la base cromada del espejo retrovisor, se iba herrumbrando por el solo contacto con los gases ácidos expulsados de su sonoro esfínter. Rápidamente Pepe, al recordar la falla en el aire, intentó bajar los vidrios automáticos desde las teclas ubicadas en su apoyabrazo, pero éstas no respondían, al igual que las puertas, que permanecían trabadas por una falla en el sistema de apertura. Se adueñaron de él, pensamientos perturbadores hacia la madre de su mecánico. Era como si el destino le jugara una broma pesada, mientras su instinto de supervivencia hacía lo imposible por contener la respiración.

La desesperación entró en juego, tras varios intentos fallidos por querer bajar los vidrios empañados con sus propias manos. Dando una imagen externa, similar al de una película erótica. Se encontraba en una encrucijada porque, en cada intento por ganar la libertad, ese esfuerzo sobrehumano, también liberaba gases resumideros, que solo empeoraban más el panorama. Su cara, de un tono mezcla de rojizo tirando a morado, daba indicios del final de su resistencia. Luego de cinco extenuantes minutos y antes que sus ojos se terminen por salir de los orificios oculares; esos cachetes inflados soltaron el poco aire que le permitía subsistir en esa atmósfera de flatulencias.

Arcadas de asco y lagrimones, salían de sus ojos ante semejante podredumbre. En un último suspiro por aferrarse a la vida, lanzó un codazo, pero los vidrios con laminado de policarbonato solo hicieron que su codo se fisure. Mientras que de a poco, se desvanecía por el aire pestilente que inundaba sus pulmones. En un acto de lucidez, metió su mano bajo el asiento y sacó el matafuego. Apoyado de espaldas sobre su puerta, acerco aquel objeto contra su pecho, como tomando carrera, y lo lanzo con todas sus fuerzas sobre la ventanilla opuesta. Con tanta mala suerte, que dio de refilón en el marco metálico y una chispa insignificante, produjo una reacción explosiva, ante todo ese gas metano concentrado en la cabina, que hizo que la camioneta volara por los aires tres metros y dé varios giros hasta caer nuevamente sobre su chasis, dejando una estela de fuego y humo, que algunos pudieron divisar desde varios kilómetros. 

De Pepe no quedó ni el polvo, ante semejante reacción petarda, solo se pudo recuperar la hebilla fundida de su cinto. Por lo que, en su velorio, cada uno llevó un objeto para recordarlo. La mayoría dejó una foto, varias cartas, algún comprobante pagaré. Lo más raro, fue un muñeco Topo Gigio, que seguramente rememoraba sus prominentes orejas que sobresalían de su rostro, quizás por algún inconveniente cuando el doctor lo extrajo del útero de su madre.

Pasaron cinco años de aquella desgracia. De cuando Pepe padeció la crueldad, de su yo interior. En su conmemoración, mañana sus siete amigos se vuelven a juntar como aquella vez. En este intenso frío de Julio, llegarán temprano para aprovechar el día. Recordarán anécdotas de su viejo amigo y cuando el cielo se ponga rojizo, partirán de la estancia Los Cuervos, cada uno en su vehículo, pero seguramente, con los vidrios bajos.




miércoles, 3 de junio de 2020

Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero son, de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería, mis dos salidas semanales—. Soy una especie de Neil Armstrong pero de joggins, buzo y zapatillas de correr, excepto por la gravedad lunar que difícilmente me haga levitar con los estragos que causaron las harinas en este encierro. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme o tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote suave. Puedo sentir la brisa contra mi cara, y mis pulmones se oxigenan y las hormonas se agitan como abejas en un panal: una mezcla de emoción y alegría. 

Correr, no califica en el podio de actividades que más me agradan, y menos hacerlo solo. Pero después de tantos días de encierro —por ser la única opción a mi alcance—, es la gloria. Cuatrocientos metros de trote y se empiezan a sentir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper... o tal vez aflojar. Pero el orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide detener el paso y sostengo que cuando la maquinaria entre en ritmo los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en zona rural, evitando otros transeúntes dado que estoy en falta porque no se permite trotar, por ahora solo caminar. Paso por una plaza en las afueras y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos -solo falta que se pongan a lamer las cadenas de las hamacas-, pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, si comparamos, se califica de un grado menor.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —que se ajusta mejor a esta narración —. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un automóvil, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas, mientras, el corazón bombea con fuerza. El auto se acerca pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros. Intuitivamente cada cinco pasos reviso por mi hombro izquierdo la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista, aunque en mi caso sea más parecido a Forrest Gump... y no justamente por la velocidad. Sigo firme y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia, los sensores de temperatura están al rojo vivo y rozo la cinco mil revoluciones pero no tengo manera de meter la tercera, este cacharro de palanca al volante no da más que eso. Escucho bramar el motor y puedo percibir como acorta la distancia que nos separa, pero no lo suficiente para evitar mi cometido y cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que, un juego de luz alta y luz baja del vehículo que me hace señas para que no me cruce enfrente o tal vez para que no me arroje bajo las ruedas. Desacelero el tranco hasta posar bajo la luz con mis manos sobre la nuca para optimizar la ingesta de oxígeno antes que entre en un paro cardiorespiratorio. Él finalmente me sobrepasa ignorando por completo lo sucedido o quizás se desentiende por la humillación de una derrota impensada del hombre sobre la máquina, y luego de unos segundos las pequeñas luces traseras se pierden en la oscuridad que ya cubre todo como un manto.

Viendo que el cuerpo ha sentido los trajines de estar sentado frente a una computadora, decido iniciar el regreso a casa. Aprovecho a estirar un poco, porque siento una contracción de músculos importante y posiblemente se encogieron un talle menos ante semejante esfuerzo. En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, surgen principios de calambres que se presentan sin previo aviso como aguijones de avispa clavados en mis pantorrillas. Detengo la marcha e inicio una caminata a velocidad de andador de geriátrico, para evitar una sobrecarga y quedar duro en pleno retorno. A medida que me alejo de los postes de iluminación me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguir la palma de mis manos. Se me presentan varias incógnitas. ¿Quién me manda a correr de esa forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en ese estado solo puedo conseguir un desgarro o un calambre que desataría peores consecuencias. Me imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio el campo.

Por otro lado pienso: Si me para la policía no traje el DNI, mi barbijo esta en el bolsillo y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos, por lo tanto, no sé que es peor; que me roben o me metan preso por violación de cuarentena. Trato de agudizar mis sentidos cada vez que una luz circula por los alrededores. A este punto ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde por lo que retomo el trote, al menos hasta llegar a una zona un poco más urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente y considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, que un corredor que infringe la ley. Por precaución cambio mi itinerario y elijo el camino largo para finalmente llegar a mi casa después de cincuenta minutos de ejercicio no sé si tan intenso, pero sí con un grado importante de tensión.

Culminada esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir a la calle. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos cuando se siente en los huesos, los primeros fríos del invierno que se aproxima. Solo puedo pensar en una cosa, chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora, todavía puedo gozar de la libertad de comer; el resto... se posterga hasta la primavera.

domingo, 22 de marzo de 2020

El exterminio


El exterminio es inminente e inevitable. Desde hoy una página oscura será labrada en la historia de esta Nación qué, contra toda voluntad debe tomar medidas extremas por el bien común, no sólo de este país sino, de toda la humani...cada vez entiendo menos lo que dice el presidente, los políticos usan palabras sofisticadas y rebuscadas para encubrir los aumentos de precios y la pobreza. Palabras como inflación, riesgo país, lebacs, leliqs, soridadidad... esa sí que una palabra difícil de pronunciar, tengo que ponerme a pensarla para decirla bien... so-li-da-ri-dad, es un verdadero trabalenguas. Pero a todo eso trato de restarle importancia más allá de lo que digan, al final hay que salir a laburar para comer, bueno, al menos así era antes de la epidemia. Mira si me va a preocupar lo que dice un político, más cuando hace cuatrocientos cincuenta y dos días que estamos en cuarentena. Pero cuarentena...cuarentena, ni un perro que me ladre, nada. Mi vieja -Dios la tenga en la gloria- me contó que era parecido a lo que le paso a mi abuelo Rómulo, pero a lo de él le decían la domiciliaria, intuyo que era una peste de sus épocas, como la bubónica o la lepra. Volviendo a mi vieja se nos fue en abril, y digo se nos fue porque cuando anunciaron el toque de queda se escapó de casa, y desde ahí no tenemos ni noticias de su paradero. Ella se tomaba dos litros de vino por día, y con esto de quedarse encerrada, la abstinencia le hacía caminar por las paredes.

Una noche de tormenta, después de un corte de luz, se fugó en la oscuridad sin dejar rastro, ni tampoco alcohol en gel. No creo que haya llegado muy lejos con ciento ocho años, pero no perdemos las esperanza de que algún día aparezca, por lo menos a devolver el alcohol que sale un ojo de la cara. 

Todo, culpa de esta maldita epidemia que, de hecho, nadie sabe cómo se originó, cuál fue el primer caso, ni como se esparció por casa rincón del planeta. Algunos dicen que fueron los Mejicanos del sur de Guanajuato por comer burritos en mal estado —quien se atreve a comer esos pobres animales, tan dóciles y trabajadores, con sus orejitas largas y esas miradas como de Santiagueño a las tres de la tarde—. Otros sostienen que fue un Virus creado por lo Yankis, no me pregunten como puede ser posible eso porque no entiendo mucho de computación, pero cuando se corrió la voz por las dudas nunca más prendí la computadora. No hay antivirus que lo frene, decían los expertos. Después dijeron que no, que la culpa la tenía un mono. Pero te digo la verdad, yo lo vi atajar al mono cuando jugó en Boca y cuando hablaba después de los partidos parecía un tipo de bien, sensato, medía sus palabras sin ofender a nadie, lo creo incapaz de hacer semejante desastre que le atribuyen.  Aparte ¿Cómo los podría contagiar?, salvo cuando se sacaba los guantes. No sé si alguna vez olieron un guante de arquero tras atajar varias horas, tienen un olor a pata que te morís, pero lo digo solo como una expresión no creo que vaya a ser para tanto. Pero si fue el mono seguro no lo hizo con mala intención.

 

En un principio las mujeres y los niños se quedaban aislados en sus casas y los padres salían en busca de alimentos y víveres al supermercado, remontándonos a los orígenes de nuestra especie. Todos creían que, como los hombres suelen ser más prácticos a la hora de comprar, no tienden a detenerse para ver algo que no necesitan. No le hacen sacar todas las remeras del local al que los atiende para terminar comprando la primera que ya les había gustado. Todos pensaron que no se amontonarían en las colas y con esto se evitaría gran parte del contagio. Pero no tuvieron en cuenta lo complicado que puede ser comprar un paquete de arroz por ejemplo. Se apilaban de a veinte o treinta hasta que decidían entre el no se pasa, el doble carolina, el fino largo, el corto, el Integral, el glutinoso y ni hablar de la variedad interminable de marcas que existen. Otro cuello de botella era frente al papel higiénico. Eso si que es un mundo aparte. Rollos de cuatro, seis y hasta ocho unidades; de treinta, ochenta, cien y doscientos metros; simple, dobles, lisos, con poros para rasquetearte mejor el culo y hasta con o sin dibujitos. Eran calculadoras humanas multiplicando con los dedos los metros por las unidades y comparando precio y calidad, realmente se tomó conciencia de lo difícil que puede ser algo tan simple como ir a cagar. Pero donde más se amontonaban como moscas era eligiendo toallitas femeninas, eso sí está codificado solo para mujeres; con alas, sin alas, ultrafinas, paquetes, paquetitos y paquetones, diurnas, nocturnas, un verdadero misterio, parece hecho por los Rusos. Luego cuando todo empeoró y no te dejaban salir ni a la esquina, comenzamos a utilizar mucho los deliverys telefónicos y las compras por internet que te traen todo a tu casa. Por el aspecto que tenían los cadetes, suponíamos que después del reparto diario se volvían directo a la Nasa, a despegar un cohete o algo por el estilo. Unos trajes futuristas como de papel aluminio, todos plateados, con cascos de vidrios espejados, botas blancas, tubos de oxígeno, guantes haciendo juego, una cosa impresionante. Aunque después cuando se iban en sus motos el casco lo llevaban en la mano, algunas costumbres cuestan erradicarlas por más plata invertida que haya. Lo gracioso fue que con el correr de los días, los cadetes se la fueron creyendo, ¡no te miento!, los tipos realmente pensaban que eran astronautas de verdad, se comieron el personaje como locos. Hacían la entrega y te decían frases como "has dado un gran paso", cosas así o cuando se les pinchaba una goma llamaban y decían, "Houston estamos en problemas, manden ayuda de la nave nodriza", como si no supiéramos que la cadetería estaba en el barrio Chacarita frente a la plazoleta. Incluso una vez uno se fue saltando a pasos lentos y pausados como si tuviéramos la misma gravedad de la luna o de Venus, unos payasos bárbaros. Eso sí, se llenaron de guita cuando prohibieron salir de las casas, para mí estaban entongados con el gobierno de turno.

 

Fue muy duro al principio, la gente se aburría todo el día de estar tan al pedo. Uno dice pero...a los sesenta días ya te pudriste de jugar a todo, al chinchón, a la escoba de quince, a la canasta, al ludo, al culo sucio, al yenga, al buracco, al Estanciero o al huevo podrido. Me contaron de un policía que quedo en cuarentena en la casa de su suegra y se pusieron a jugar a la ruleta rusa, pero con una nueve milímetros. Sé de una pareja vecina que se divorcio porque el marido le hizo trampa jugando al culo sucio, ¡te juro que es cierto! así de tensa se ponen las relaciones cuando uno esta en cautiverio. Hasta tuvo que ir la policía y todo. Las mujeres desenrollaban listas casi interminable de arreglos pendientes a sus maridos, esos postergados con un... -Este fin de semana me pongo y lo hago-, pero así y todo llegó un punto que la lista se quedó vacía, algo casi inimaginable.


Después continuó la moda de los cursos en linea, esos por internet. Cursos de diseño gráfico, muchos de cocina y repostería, de corte y confección, de clarividencia, tarot y de reparación hogareña. Pero el de curar el empacho y la ojeadura fue un golazo, un negocio redondo que hasta el día de hoy no para de tener adeptos. Como la curada es a distancia y para salir al hospital o al sanatorio tenes que rellenar mil formularios, el curanderísmo paso a ser lo más estudiado porque incluso se gana muy bien. Vos le das tu nombre, el apellido y las coordenadas por GPS donde te encontrás y te mandan las sanaciones y listo, curado. Eso si, tenes que esperar hasta navidad para que te traspasen los poderes y hay que tener cuidado a quien llamas porque hay mucho chanta dando vuelta que tiene el poder, pero de cagar a la gente. Mi hermana Lidia, me contaba que hizo unos cursos de masajista profesional. Practicaba con dos kilos de bola de lomo y cada tanto cambiaba de corte para simular otros músculos. Algunas veces peceto o cuadrada, otras, una bondiola de cerdo, un matambre de cebú, pero sin dudas el más complicado era el corte tortuguita que es puro pellejo, le quedaban los dedos acalambrados de tanto darle y darle. Porque en su casa los dos hijos no le daban ni pelota para esto y al pobre marido se lo llevó la peste hace tiempo. No se dejaban tocar los mocosos, cosas de adolescentes mañeros, bien que después se comían las milanesas que hacía con esa carne. Eran fuera de serie, una manteca, ¡claro!, le sacaba todos los nudos, ni un nervio le quedaba, todas descontracturadas, podían cortarse con el tenedor.

 

Algunos problemas surgieron cuando el pasto empezó a crecer en forma desmedida. Sucede que, como nadie podía salir a los frentes ni al patio de sus casas, el pueblo se había transformado en una selva amazónica. Eso fue hasta que una pareja de ancianos que iban al sanatorio fue asechada por un par de hienas que salieron de entre la maleza. Y si bien nadie vio lo ocurrido, saltó todo a la luz cuando encontraron a una anaconda -esas víboras grandes y largas- que se había comido a ambas hienas y estaba regurgitando los carnet de la abra social de los pobres viejos. Después de ese acontecimiento nos dejaron cortarlo una vez a la semana, así alejábamos a las alimañas. Era una lucha constante con los antílopes, porque te comían el pasto y después te quedabas sin posibilidad de salir a tomar un poco de aire.  Y nada de hacer trampa, de andar regando desde la ventana el pasto para que crezca más rápido, te multaban con diez mil pesos, un robo. 

Otro problema fueron los velorios, primero se hicieron con el finado y la viuda solamente, un silencio, un aburrimiento, nadie con quién hablar, hasta daba miedo quedarse solos con un muerto a la noche, no vaya a ser que te hable o se levante convertido en zombie, a veces la imaginación te juega una mala pasada, peor estando cansado. Se dieron cuenta que esto era contraproducente, que la gente sufría mucho, no siempre era así porque también había viudas que no lloraban si nadie las veía, había de todo. Por lo que se decidió virtualizar los velorios. Le colocaban una camarita enfocando la cara del finado, y el que quería se conectaba desde su casa a dar el pésame, a contar historias, porque no, un par de chistes como en todo velorio, no faltaba el que se tomaba unas copas de más y decía alguna barbaridad, pero como la viuda era la que administraba el programa lo desconectaba y listo, era mucho más simple. Incluso algunos de estos programas tenían juegos y entretenimientos en red, así daba gusto conectarse a los velorios porque aparte era todo gratis y te enterabas de muchos chimentos y novedades que de otra manera eran imposible conocerlas. 

Y cuento esto para que se den una idea por lo que hemos pasado y por más que digan algo de un exterminio no me van a asustar, es más, a esta altura ya ni sé que dice el presidente en la tele porque le bajé el volumen. Qué puede ser peor que esto, que estar encerrado tantos días. Veo que giró dos llaves y apretó un botón rojo, debe estar llamando al servicio para que le traigan un vaso de agua o algo de comer. Si fuera en Inglaterra te diría que pidió un té, son la cinco de la tarde así que da justo el horario, pero estando acá puede ser cualquier cosa, tenemos hábitos muy surtidos, de mucho inmigrante proveniente de diferentes lugares. Puede estar entre un mate cocido, unos tererés, un café con leche y facturas o una grapa con miel. Lo que noto distinto es que afuera deben estar festejando algo, se escucha un griterío insoportable. Capaz anunciaron que ya se puede salir o debe ser San Fermín, aunque ahora que recuerdo eso es en España, pero como festejamos San Patricio vestidos de irlandeses, no te extrañe que suelten un par de toros en la avenida del centro. Viste que nos gusta adueñarnos de las fiestas extranjeras, la navidad, el año nuevo chino, el día de la marmota, halloween y el último fue el día de la Independencia, pero de Hazajistán. Que tenemos que ver con Hazajistán, no sé, pero mientras haya comida y chupe no prendemos en todas. 

Ahora mismo comenzaron los fuegos artificiales o es lo que parece por lo iluminado del cielo, como si estuviera de día. Qué bárbaro, que espectáculo nunca visto, parece como si algo estuviera surcando el cielo directo hacia acá. Pueda ser que no haga mucho ruido, por los perritos más de todo, hace un montón que está prohibido acá la pirotecnia en el barrio, pero siempre hay un desubicado que da la nota cuando sale campeón algún cuadro de fútbol, o para las fiestas de fin de año. Bueno, ya es muy tarde para mí, son casi las doce de la noche, no quiero mirar más ese resplandor porque tengo miedo de que me haga mal la vista, igual que los eclipses cuando miras con una radiografía vieja. Resulta que ahora no se puede mirar así, te puede quemar la retina o se te ceca el ojo... cosas que se dicen por ahí. Yo mejor me voy a dormir, con tantas luces tengo un dolor de cabeza que en cualquier momento me explota.

viernes, 3 de enero de 2020

La hazaña del Piojo Alvarez


Nadie daba un mango por el Piojo Álbarez. Si ese mismo día me lo preguntan, habría puesto un par de fichas en el Rafa, que era un tipo fornido y le gustaba golpearse a lo loco. O en el Coti, que era rapidísimo y tenía un cañón en el pie derecho. Pero lo del Piojo nos descolocó a todos, algo fuera de serie. 


Era el último partido del campeonato. Nosotros, distantes de los primeros cuatro que clasificaban a cuartos de final y encima nos toca cerrar la zona contra el puntero. Ellos tenían buenos jugadores y un octavo que sobresalía del resto. Hasta te diría que inspiraba un poco de temor. Le decían la Torre. Que si fuera solamente por la altura, no sería tanto el problema, acá el problema era que se trataba de un mastodonte de ciento diez kilos, le salían músculos que ni sabíamos de su existencia. Incluso hasta tenía una barba intimidatoria. Y no los pelitos tristes, como patitas de mosca que nos asomaban a nosotros parecidos una chocolatada sin limpiar. Era barba de verdad, tupida y pareja, ya de hombre hecho y derecho. Sí...!!, en su DNI figuraba categoría 79, igual a la nuestra, pero para mí que lo anotaron más tarde. Sino, no se explicaba semejante desarrollo hormonal, o tal vez cortaba el café a la mañana con Minoxidil, —un producto para el crecimiento del cabello muy popular en aquellos tiempos—. 


Como contrapartida nosotros lo teníamos al Piojo Álvarez. Ya les dije que nadie daba un mango por él. Disculpen si me pongo reiterativo, pero hasta hoy no logro procesar lo sucedido aquel día. Por eso, antes de seguir con esta exposición, le quiero dedicar un par de líneas a semejante ejemplar. Imaginen un pibe de diecisiete años, tez blanca, flaco escuálido, estatura media tirando a baja y sus brazos parecían dos chorros de soda. Lo único a favor, era su sonrisa fácil, y buen carácter. Eso sí, querido por todos. Además de la ausencia de cualidades idóneas para un deporte de contacto como es el rugby, podrían pensar que realizaba un esfuerzo adicional para estar a la altura de las circunstancias, para equilibrar esa ausencia de dones que la naturaleza se encapricho en proveerle cuando fue concebido. Paro la verdad es, que era flor de vago. No sabía lo que era una mancuerna, lejos de pasar por un gimnasio. Además, siempre se las ingeniaba para faltar a los entrenamientos. Que el asma, que estudiar para un examen, que la abuela enferma, que cuidar a la perra porque tuvo cría y no se cuantos vericuetos más ponía de excusa. Sumado a que sus viejos eran de esos padres protectores y lo tenían encerrado en una burbuja de cristal. Bien que, cuando salía con nosotros se agarraba flor de mamurria y se le quitaba lo calzonudo. Pero como con suerte éramos dieciséis jugadores para cada partido, abusaba de esa necesidad deportiva, y se daba el lujo de sobrar la situación, que sino, le quedaba el culo lisito de tanto comer banco.


En el rugby se dice, que la defensa es medida según su eslabón más débil. Con esto ya les voy adelantando por donde atacaban todos. Debíamos marcar la mayor cantidad de puntos antes que se dieran cuenta por donde estaba el queso. Podría decirse, del Piojo, que era un jugador dinámico. Para el lado donde amenazaba el peligro, nos esforzábamos en ubicarlo del lado opuesto. Hasta encontrarse por casualidad con una pelota de esas que quedan bollando, o cuando recibía un pase sin otro destinatario posible más que él, y comenzaba a correr con la gracias de un peludo, medio curcuncho, con pasos cortitos, hasta que se le acercaba uno del equipo contrario y terminaba revoleando la pelota como un ramo de flores en un casamiento, a la manchancha, al que la agarra, la agarra. Ahí quedaba en evidencia aquello que tratábamos de ocultar todo el partido, por donde estaba la tranquera para que cualquiera pueda pasar cuando guste.

A veces pienso, si era mejor jugar con uno menos. Porque estando él, no siempre cubríamos su posición pensando ilusamente que alguna vez iba a sorprendernos derribando a alguien, o se le prendería de los talones o de la camiseta hasta que uno de nosotros le llegue en apoyo. Pero eso nunca ocurría. En cambio, lo pasaban como alambre caído. Quedaba tieso como una estatua con los ojos cerrados, las manos semiextendidas encomendando su alma a Dios o vaya a a saber a quién, para salir lo más entero posible de esa jugada. 

En aquel partido, el primer tiempo se lo aguantamos bastante. Teníamos pocos jugadores pero con mucho corazón. Recién casi llegando al final de los cuarenta, se escapa la Torre cortando por el lado de nuestro apertura. Y sí.., como era de suponer el Ruso, era el cerebro del equipo y algo tackleaba, pero ante semejante mole, le pijoteo el hombro, y se fue cayendo antes del contacto, una cosa rara, pocas veces vista. Para cuando logramos rodearlo entre tres, la Torre miró para el costado, se apoyó en su pierna derecha y lanzó un pase de quince metros en dirección contraria —sí, también era bueno con las manos el muy turro—, el ala de ellos paso como un viento, atrapó la pelota, tomó la marca del Rasta, —que era nuestro Fullback— y descargó en el primer centro que lo acompañaba en apoyo por afuera, marcando el primer try bajo los palos. Por supuesto desde ahí, no fallaron la conversión por demás de accesible.

En el segundo tiempo, la cosa se fue desdibujando. El cansancio de siempre estar defendiendo hizo mella y nos metieron una seguidilla de try casi imposible de remontar. Para males, se nos lesiona el Turco que jugaba de wing. No sé muy bien como fue, porque yo estaba tirado en el piso. Creo que era en un scrum para ellos, donde se levanta con la pelota la Torre, otra vez el mismo, la pesadilla de esa tarde. Yo en posición de ala izquierdo lo salgo a tacklear un poco arriba y justo antes de tomarlo de los hombros, me metió una mano en el esternón, contrayendo todos mis órganos internos y me enterró en el piso de espaldas. Quedé mirando ese cielo despejado de verano, pensando porqué no lo fui a tackear abajo. Después encaró para el ciego —el lado más corto de la cancha— donde se encontraba el Turco, y éste que era chiquito pero aguerrido, le salió a juntar los tobillos, una técnica en él, por demás de pulida, pero la Torre justo efectúa un cambio de paso y le dio con la tibia en el medio de la frente, dejándolo medio mareado, casi nockeado. Pero como si eso fuera poco, el grandote tras ese golpe, continuó con la misma inercia que traía, dio un salto y terminó apoyando su botín derecho número cuarenta y siete sobre la espalda del chiquitito, dejando nula cualquier posibilidad de recuperarse para volver al campo de juego. Pobre Turco, no entendía nada, decía una boludez tras otra —más de lo normal—, el golpe lo había atontado por completo. Así que Cacho —nuestro entrenador —, no le quedó otra, que buscar en el banco de suplentes al único jugador disponible. A esa figura tapada, ¡vah!, escondida diría yo. Imaginen nuestras caras. Quince puntos abajo y encima esto. Nos acordamos de ese partido contra Quemu Quemu, donde fuimos catorce justos. Sucede, que un brote de gripe dejó el tendal ese invierno y perdimos dos soldados claves, a Juan y a Bartolo, que estaban en cama. ¡Que paliza nos comimos ese día!. Como 120 a 3 y nos hicieron precio. Así que, cuando lo vimos al Piojo Álvarez parado en la mitad de la cancha, listo para entrar, con las medias rojas abullonadas sobre los botines, que se caían por el escaso grosor de sus piernas, el casquito de protección negro, la camiseta suelta y ese pantalón resplandeciente de tanta blancura, soltamos al unísono un suspiro de resignación. Fue un acto reflejo en general, los catorce miramos el suelo presagiando que tanto esfuerzo hasta ese momento, iba a ser arrojado a la basura.


Finalmente con el correr de los minutos logramos inmovilizar a ese mastodonte, pero necesitamos tres de nosotros para salirle a marcar antes que tome velocidad. El problema surgió, cuando se empezaron a avivar de los espacios que dejábamos y se nos colaban por esos huecos. Hasta acá, Álvarez, no intervino en absoluto, principalmente porque todas las jugadas de ataque se producían por el centro de la cancha, y él, ocupaba la posición del Turco sobre la punta izquierda, clavado como un mástil. En el minuto treinta y cinco logramos interceptar una pelota que casi termina en try, sino fuera por ese intento de pase del Cabezón, después de un tackle asesino desde atrás que le hizo perder la pelota y comer un poco de pasto. Fue en esa jugada cuando le festejaron en la cara, mientras el Cabezón se sacaba pasto de entre los dientes. Estos tipos tuvieron la desfachatez de gozarnos ese try malogrado en nuestra propia cancha. Con qué necesidad, si ya tenían ganado el partido. Nosotros estábamos que no dábamos más de la calentura. Intentando por todos los medio frenarlo a Juan que quería cagarse a piñas con todos. Era el más calentón del grupo. Para mí le faltaban un par de caramelos en el frasco. Sospechamos que, como era sietemesino, algo no se le había terminado de desarrollar a término. Era como una mecha encendida imposible de apagar. 

Después de eso comenzó un partido mucho más vertiginoso, con objetivos diferentes para ambos equipos. Nosotros queriendo romper el cero del marcador, intentando salvar el honor de los caídos, queriendo evitar que su festejo sea aún más glorioso. Ellos empecinados en no dejarnos marcar ningún punto, en vernos envueltos en la vergüenza perpetua de los vencidos. Ya no les importaba solo ganar, y desde ese mismo instante se comenzó a jugar con una agresividad inmensurable. Cada dos jugadas, siempre alguno quedaba enroscado en el piso con un contrario. Los tackles a destiempo ya eran de una intensión delictiva, por lo que el árbitro del encuentro no tuvo más remedio que castigar con dos amarillas para cada lado, procurando bajar el grado de insanidad de algunos desvariados.   

Faltando tan solo unos minutos para finalizar esa batalla campal, ambos quedamos enfrentados con trece jugadores. Nos correspondía tirar un line en mitad de cancha, Nacho la baja y se la pasa a Bartolo ubicado de medio-scrum, éste amaga un pase con el Ruso y se manda por entre el apertura y el primer centro contrario. Alcanza a correr unos diez metros, y cuando le aparece barriendo el fullback, se la tira al Rafa, que entra en un titubeo preocupante ante la marca insipiente de un contrario. Algo de no creer, el tipo que más le gustaba topetear, se le ocurre por la gracia divina del Señor, tirar un rastrón que le sale cruzado y medio mordido, un mamarracho de rastrón. El Rasta comienza a correr desde atrás y en la jugada donde más lo necesitamos, se tironea el gemelo en su intento exagerado por correr esa pelota importantísima. Ya cuando la guinda realizó unos firuletes y piques extraños casi a punto de salir por el lateral izquierdo. Justo cuando pensamos que se salían con la suya, que no quedaba más que ahogarse en sus festejos desproporcionados, no me pregunten como, pero esa pelota le queda en las manos al Piojo Álvarez, que la toma en veintidós metros contrarias y empieza a correr apuntando a la bandera. Para su mala suerte, la Torre lo empieza a correr desde atrás, en un ángulo sesgado, con el sonido de un tropel y el jadeo tenaz de la ira resoplándole la nuca. Eso, más que un ataque, se había convertido en una carrera por la vida misma. Parecía un episodio de National Geografic en la persecución del leopardo contra el jabalí, quién por lo general termina siendo el almuerzo del felino. Eran ciento diez kilos en velocidad contra cincuenta kilos mojado y algunas piedras en los bolsillos. Llegó un punto, en que no sabíamos si gritarle que corra más rápido o llamar a sus padres para que vengan a reconocer el cuerpo de su hijo. Aunque una vez que el grandote lograse interceptarlo, no iba a quedar mucho para identificar.

Inexplicablemente, cuando estaba casi a punto de llegar a los últimos cinco metros, el Piojo pega una relojeada hacia atrás y amaga a tirar el ramo de novia como era su costumbre. En esa fracción de segundos, no sabemos si alcanzo a ver la cara de desilusión de alguno de nosotros o se cansó de las burlas por su habitual cobardía, y ocurrió lo inimaginable. Clavó el frenó de golpe, como nunca lo había echo antes. La Torre viniendo a toda furia, paso de largo con los ojos totalmente llenos de asombro, sin poder comprender que ese saco de huesos fuera capaz de tal destreza —al igual que todos nosotros—, y una vez que se quitó la marca de encima, enganchó para adentro, finalizando con un vuelo rasante sobre el ingoal contrario, para romper ese cero tan festejado y aclamado por la hinchada, y  todos nosotros corrimos a arrojarnos sobre él, para unirnos con su grito descontrolado, ese festejo entrañable. Y a medida que la montonera de cuerpos se fue disipando, pudimos percatar que sus gritos no eran de alegría sino de dolor después de contemplar su hombro derecho en un notable desnivel con respecto a su hombro izquierdo. 

El resultado final fue 33 a 7 después de la conversión del Ruso y una fractura de clavícula para el Piojo Álvarez, que en vez de salir en andas —como mereció ese día —, salió en la camilla de enfermería derecho al sanatorio, bastante dolorido para acomodar ese hueso y colocar un yeso que le cubriría medio cuerpo, justo en ese abrasador calor de Diciembre. 


Esa, fue la última vez que piso una cancha de Rugby. Imagínense, si no tackleaba cuando estaba ileso, menos lo iba a hacer después de esa quebradura que le propinamos, sus propios compañeros. Quizá fue la mejor excusa para declarar su retiro anticipado y ser recordado por aquella hazaña gloriosa, sepultando casi en el olvido tantos años de malos recuerdos deportivos. Regando las sobremesas de cada asado y acrecentando la leyenda de aquella jugada insólita, donde se incluyeron sombreros, pases y lujos inexistentes con el correr de los años. Cosas que ocurren cuando las historias se trasmiten de boca en boca. Pero más allá que aquel día sin querer, perdimos un jugador de esos que no se ven a menudo. Les aseguro que a la larga, ganamos un asador de hamburguesas que ni se los puedo explicar.

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