Dos Dacimento Rumao era el único hombre que, con cincuenta años, fue
capaz de ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la
más exigente jamás conocida.
Como contraparte de esta historia se hallaba Celestino Almirón, sentado
detrás de su escritorio y leyendo el diario La Gambeta. Al llegar a la sección
de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció
que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao con el cuerpo
fibroso. Celestino, se asombró al ver que ese hombre tendría casi su misma edad
cuando tomaron la foto en la que ganó esa competencia. Fue inevitable bajar su
mirada y enfocarse en las migas desgranadas del hojaldre de un cañoncito con
dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza. Después
retomó la lectura en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida
diez años atrás. En esa nota además remarcaba los ciento veinticuatro
competidores que, con cincuenta años, fracasaron en el intento por destronarlo;
dato que sin duda acrecentaba su leyenda.
Celestino volvió a posar su mirada sobre esa foto, se recordó en su
juventud demostrando sus dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de
oficinista. Cerró el diario y continuó con su trabajo, pero durante toda esa
mañana una sensación inusitada se le adhirió como un abrojo: esa necesidad de
tener algo que hacer, aunque no sabía bien qué.
Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño
y se sentó en el inodoro para macerar pensamientos. Se vio al espejo, detectó entradas
en su frente, el pelo canoso, patas de gallo y se descubrió la papada: fue
verse en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante era esa nota en el
diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se
mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba
las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo lograría su
objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para
destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.
Disponía de dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su
primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue
un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A
todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el
entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie
de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados
dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.
En los primeros nueve meses pudieron verse resultados tangibles.
Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio tonificó esos
músculos flácidos, acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol 5 con
sus amigos. Cada día, le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas
veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y
por una cuestión de infraestructura, lo más complicado, era nadar; pero se las
ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton,
y con sus amigos.
El día del Machomán al fin llegó. Celestino, con el número 248 escrito
en un brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros tantos competidores.
El disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público, los
acompañó en los primeros metros hasta llegar al borde del lago Pinto, de cuatro
kilómetros de ancho. Celestino arrancó inspirado con su estilo crol,
sincronizando brazadas y tomando aire por uno de sus lados. Casi llegando a la
mitad se lo notó fatigado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo
nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía
agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y
de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo
constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la
mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado
estilo “perrito” lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo
también, la gracia.
Al llegar a tierra firme se calzó, tomó su bicicleta y se largó a
pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta
kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso
que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del
Brazuca, al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino
Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda
suelta al trote.
Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin
darse cuenta de que, por culpa de la humedad de sus calzas y un poco de
arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de
concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una
extrañeza muy pocas veces vista —podía pasar un perro caminando entre la
apertura de sus piernas.
Faltando menos de dos mil metros, y ante la imposibilidad de continuar
con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la
carrera. No le quedó más alternativa, que llevar sus brazos por detrás, e
introducir con delicadeza sus manos por dentro de la calza, y ayudarse con las
yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando
las aguas del mar rojo. Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo
observó atónito. Algunas madres, tapaban los ojos a sus hijos, y hasta pudo
advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente,
Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo
en ese mismo instante, que no se encontraba ahí para rescribir la historia, ni
para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para
acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con
cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.