miércoles, 28 de agosto de 2019

Mi segunda lengua (my second language)


Está comprobado estadísticamente que cuatro de cada siete personas, odian el comportamiento irresponsable de la gente que se encuentra detrás de un volante, o en su defecto, de un manubrio. Este dato importantísimo, —de similares características a los que emite la Universidad de Massachusetts—, fue informado este último martes por los alumnos de Ingles pre-intermedio, de una prestigiosa academia de la ciudad de Venado Tuerto, a raíz, de que se solicitara generar un texto sobre las cosas que más odiamos y donde no se permitía escribir sobre suegras o el riesgo país.

Estudiar inglés se asemeja mucho a la vida misma. Algunas veces estas arriba —cuando entendes casi todo — y otras, te ves en la lona cuando el tema es nuevo o el translator del cerebro nos quedo puesto en modo off. Luego de haber cursado tres años, con una pausa entremedio, soy capaz de comprender textos cada vez más extensos, en este lenguaje tan vital para el ámbito laboral y personal. Pero mi talón de Aquiles, es al intentar proferir palabra alguna. Caigo en una imitación burda de una especie de Diego Maradona, pero con el bypass gástrico ubicado en la garganta. Tengo una fluidez de diálogo similar a los dibujitos animados de la pantera rosa; la vieja; esa que yo miraba cuando era chico. La que comenzaba sentada luego que se difuminaba levemente una luz rosa y aparecía fumando un cigarro con boquilla, algo muy poco propicio para estos tiempos que corren, donde seguramente algún movimiento de esos que florecen todo el tiempo, estaría en las puertas de algún canal de televisión protestando para evitar que todos los chicos, salgan fumando al recreo en los jardines de infantes.

Sin embargo no solo he aprendido algo de inglés en estos pocos años, y digo pocos para no parecer tan burro, porque a esta altura capaz debería estar dando clases y de pedo que puedo hilvanar dos palabras seguidas. Mi nivel es tal, que podría contarles la experiencia en carne propia, de como se iniciaron en el habla los primates norteamericanos a lo largo de la evolución humana, y vestido con un taparrabos y un garrote de madera en la mano, no notarían la diferencia, de quién es el que evolucionó.

Como les decía, estas clases son muy enriquecedoras porque solemos contarnos vivencias, problemas y un poco de cultura general expresado en un idioma parecido al inglés. Podría diseñar una fiesta de bodas sin transpirar una gota de sudor, en vista del conocimiento fehaciente que poseo acerca de los pormenores que pueden surgir durante el planeamiento de un evento del tal magnitud.

También sé que, en la intersección de la ruta 188 y la ruta 33, existe un paraíso en la tierra, conocido como Villegas town. Donde se dice que, el Edén, ese lugar místico y celestial donde vacacionaremos algún día cuando dejemos de existir terrenalmente (este dato no aplica a todos), fue ideado a imagen y semejanza de esta ciudad con calles de adoquines y donde no me animo a contradecir tal afirmación, para no caer en ninguna controversia.

Hemos aprendido que una novia celíaca, implica tener dos cocinas en la casa, y que todos lo productos cuestan casi el doble que sus primos con gluten. También que los jóvenes, cuando toman confianza dejan su lado más vulgar al descubierto, y llegan a cualquier horario, se olvidan los útiles, y cuando usan el baño, se toman un tiempo exagerado solo para hacer del "uno". Hah!!, y casi lo olvido, "Estoy embergada" puede ser una frase fuerte para compartir en clases, por más que se explique el embargo de Vicky Xipolitakis.

También aprendí que un buen día, se puede arruinar con solo escuchar el audio de una chica llamada Jessica Fox, que habla como si la estuvieran corriendo los zombies de The Walkind Dead y a la cual hipotéticamente a esta altura, deberíamos entender claramente. O a la pequeña Mary's Meals, que le gusta cocinar y hacer caridades, pero aún tengo mis dudas sobre si ese audio, estaba en Inglés o en algún idioma que aún no fue descubierto.-

Fuimos vendedores y clientes, recepcionistas, mozos y comensales, hemos estado de un lado y del otro de un teléfono, fuimos enfermos y doctores, atendimos una tienda y compramos ropa. También debatimos sobre la velocidad del pinguino, sobre la variación del dolar, los créditos uva, y la problemática existencial que padecemos por el hecho de ser tan Argentinos, que solo nos miramos el ombligo y no nos importa el resto. Que todo aumenta desproporcionalmente, que seguro iremos a parar al carajo y que en Alemania, Holanda, Nueva Zelanda e Inglaterra la gente tiene otra mentalidad y sería el lugar adecuado para ir a vivir, pero como muy lejos, llegamos hasta Capilla del Monte. Mientras nos tomamos una pausa sentados en el pupitre, acompañados del mate intentando resolverlo todo, recobramos de a poco la cordura para retomar nuestra clase de inglés, y evitar que esto se asemeje a un sketch, de polémica en el bar. 

No sé si algún día podre entender o hablar este idioma de una manera más natural. Por lo pronto, me conformo con saber que parrilla se dice "grill", que yo no entiendo se dice "I don't understand", que chancho es "pig", que "actor, chocolate, doctor, horrible, horror, radio y virus" se escriben igual en ambos idiomas, por ende, tengo un 1% de conocimiento adquirido, y que el final de este cuento, se escribe The End.

This narration is dedicated to my English class, my classmates, my teacher Shirley, who is patient with us every day.

viernes, 9 de agosto de 2019

La carta soñada.


Esta carta te la escribo desde un sitio intangible, donde las incongruencias no conocen de límites, donde proyectamos los anhelos y se mezclan con fotografías guardadas en cajones ocultos, allá arriba, sobre el estante donde no llegan los niños. Te escribo más precisamente desde mis sueños. Sí, sé que suena loco pero salió de ese lugar, donde es posible deambular en el basurero de los recuerdos, desde ese laberinto mental que se activa cuando escapamos de la realidad que nos ofrece el mundo exterior y donde rescatamos involuntariamente los residuos de situaciones vividas o añoradas.

Te cuento lo que me acaba de pasar hace un momento nada más, por acá cerca.

Estaba en Arias, mi pueblo natal. Vamos en una moto por un camino de tierra, yo sentado en la parte trasera del asiento, mientras el que maneja no sos vos, sino Mario Pegolini. Sí, el mismo que hacia CQC hace tiempo. No me preguntes que hacia él manejando, pero era parte de todo este ensamble de incoherencias que te paso a comentar. Tenía la misma cara que en una noticia que leí en Internet hace pocos días, así que deduzco, que quedó anclado en algún recoveco de mi conciencia. En el sueño voy hablando con Mario Pergolini y tengo una epifanía, me imagino que vamos a salir campeones del mundo con la selección de fútbol. En realidad no me lo imagino, no es un anhelo, lo viví como si fuese una visión, era algo que certeramente estaba por ocurrir y mi emoción era tal por aquella predicción, que lo sentía en todo el cuerpo —en el del sueño y en el que yacía dormido—. Era como tocar el cielo con las manos, esa sensación de ver un futuro tan prometedor para mí y para millones de Argentinos que tanto anhelamos esa copa. En esa visión también aparecía un Maradona joven pero no como jugador, sino más bien como icono de nuestro fútbol, eran imágenes que pasaban de él como un fotolibro, los jugadores Argentinos aparecían festejando, el cielo cubierto de papeles celestes y blancos, bengalas y una locura desequilibrante en un estadio de algún lugar. 

Mientras tanto yo iba en esa moto a festejar vaya a saber qué, porque aquella visión eran imágenes de algo que supuestamente iba a pasar en el futuro. Pero si en estado sobrio se me ocurren boludeces todo el día, imagínate lo que puedo ser cuando no controlo la sensatez de mis ocurrencias.  No soy dueño de manipular la imaginación en ese territorio desconocido.

Te sigo contando. Venimos por una calle de tierra y estamos llegando al cruce de vías, el que se encuentra pegado al predio del club Belgrano, y acá el sueño toma un giro brusco. Este es el momento en que te cruzo a vos, que venias por la mano contraria, también en el asiento trasero de otra moto que la conducía una mujer de pelo castaño. En este punto se presenta una incógnita porque no sé quién es esa mujer, capaz porque después de tanto escribir ya se esfuman las partes menos importantes de lo que soñamos, o tal vez es un personaje de relleno que aparece para que la moto no se maneje sola, como los extras de las películas que toman un café mientras transcurre la escena del bar. Lo que sí sé, es que no es tu esposa, además lleva lentes de sol al igual que vos y se me hace muy difícil identificarla. Habrá sido alguna mujer que mire de reojo para que la negra no se de cuenta, utilizando lo que en el rugby llamamos vista periférica, y por tal acción quedó en mis recuerdos sin tanto detalle específico. Pero en efecto, como ella iba con vos tampoco me quiero hacer cargo con quién te juntas, y menos en sueños delirantes.

Tenías puesto la misma ropa que cuando me invitaste a tu cumpleaños en el campo, seguramente me quedó grabado de las fotos que estuve viendo hace poco. Cuando te vi le dije a Mario Pergolini, —pará la moto que tengo que saludar a un amigo— me baje, vos también, y nos fundimos en un abrazo que me terminó emocionando. Es más, creo que esa emoción que parecía tan real fue la que más tarde me terminó despertando junto con los gritos de mi hija. Te dije feliz cumpleaños Pirin!! Pero acá el sueño tiene una falla porque vos no cumpliste años, sino tu hermano y como no te vi la noche en que lo festejó, me deben haber quedado esas ganas de saludarte. Te abrace como se abraza a los amigos de toda la vida, esos que no ves por mucho tiempo y en ese choque, un río de vivencias justificó ese abrazo eterno.

Ahora son las cinco de la tarde y vuelvo al mundo de los desvelados, me despierto azorado por esa transición entre ambos planos. Acabo de tener un sueño tan sentido y tan auténtico, que en dos oportunidades pude percibir la felicidad y la nostalgia de una forma tan palpable que me llamó notablemente la atención. Por miedo a olvidarme de ese sueño, tomé el celular, abrí el borrador y me puse a redactarlo rápidamente para abarcar la mayor cantidad de detalles posibles, a sabiendas que su paso es fugaz por la mente y más en la mía que no se molesta en retener este tipo de utopías.

Me desperté con mil preguntas en la garganta. Ganas de saber de tus cosas, de saber cómo estabas, de tu salud, tu familia, pero no hice nada, estaba demasiado ocupado recolectando fragmentos para escribirlos, que al final me dormí en los laureles y no te llamé.

Ahora que el sueño, en su mayoría, quedó acá plasmado en esta carta virtual, me pregunto si te habrá llegado aquel abrazo, o tal vez una brisa pasajera te recordó alguna travesura de nuestra infancia.

Para no hacerla tan larga, y no caer en adulaciones y sentimentalismo, no voy a dejar mensaje final ni moraleja, no me molesté en relacionar un campeonato de fútbol con aquel abrazo, y mucho menos con Mario Pergolini. Al fin de cuentas, quién soy yo para darle racionalidad a las locuras del subconsciente. Es una simple carta de los divagues que se me cruzan cuando no trato de ser normal. Desde el lugar donde las historias no tienen un cause ni coherencia, donde alguna vez solía volar, donde me corren y siento pesadas las piernas, donde ensayamos otra vida con sentimientos que se siente reales, donde suelo pelear con alguien mientras mis puñetazos no lo dañan, donde reproduzco copias de historias que fueron y no volverán, y donde regreso a charlas con gente que ya no está. Ahí, donde solemos invocar personajes de ficción o de carne y hueso, y donde la mente suele avisarnos en modo de sueños, que se extraña a los amigos que andan en motos con chicas desconocidas. Y te despertas feliz por ese abrazo real, aunque manipulado por la imaginación, mientras que en el mundo verdadero la voz de una niña te llama y te despierta gritando, para tomar unos mates.

domingo, 4 de agosto de 2019

Historias fogosas.


Según Wikipedia, la Piromanía, es un trastorno de control de impulsos, relacionado con la provocación de incendios y la atracción por el fuego. También habla que el causar estos incendios genera una sensación de alivio de tensiones, exponiendo un diagnóstico que en cierta forma me identifica en algunos puntos. 

Por alguna razón que ignoro, esa reacción química que produce la combustión me atrae de sobremanera. Quizás por una mezcla de admiración, nostalgia, por el calor amigable o el resplandor y las sombras irregulares que se proyectan. Dan, junto al crujir de la leña que se quema, un combo terapéutico de relajación. 

Es por ello, que quise seleccionar tres pequeñas historias que me ligan, por decirlo así, a este elemento tan fascinante que es el fuego.

Cuando mis viejos trabajaban en el campo, un fin de semana por medio les daban franco, y luego de almorzar y armar el equipaje, partíamos hacia el pueblo a una humilde casa de dos ambientes que alquilábamos. La entrada principal daba a un pequeño comedor/cocina, y este conectaba a una habitación, con una cortina que cumplía la función de puerta. Mi hermana y yo dormíamos en una cama de una plaza en posiciones invertidas y mis viejos en la cama de 1 1/2 plaza.

El tiempo y el crecimiento de ambos, hizo tedioso compartir ese espacio reducido, por lo tanto, nos turnábamos una noche cada uno, para descansar en una reposera que se hacía cama y estaba ubicada en la cocina.

Ese domingo era mi turno en la reposera. En ese sonajero nocturno que te dejaba la espalda como si hubiese llevado upa, un peleador de sumo por todo el barrio. Luego de apagar el televisor, se cruza en mi radar visual, casi sin quererlo, una botella de alcohol de litro. La tomé en mis manos, derrame apenas unos pocos centímetros cúbicos sobre la mesa de melamina. Apagué la luz. Y por un mero experimento científico, le acerqué un fósforo encendido apreciando como rápidamente, se consumían esas llamas desde sus contornos hacia el centro, hasta que en pocos segundos, no quedó ni una mísera gota de nada.

Aplicando una de regla de tres simple, llegué a la conclusión matemática que, si unos pocos centímetros cúbicos daban un espectáculo fascinante en la oscuridad del comedor, imagínense lo que sería equis (x), si se derramaba una cantidad generosa que cubra casi toda la mesa. Por error o por inocencia, no me dispuse a repasar los cálculos con la mente fría, pues mi ansiedad me sobrepasaba como para detenerme a refutar los parámetros del experimento y sus variables. 

Sin más vericuetos, incliné la botella de alcohol hasta lograr un círculo de unos 60 centímetros de diámetro de aquel líquido, que se asemeja a algo tan inofensivo, como lo es el agua. Encendí un fósforo y al contacto con la sustancia inflamable, todo se aclaró de golpe, una llamarada azul de más de medio metro cubrió la mesa. Mi cara de asombro, mis ojos abiertos en su máximo extensión, se maravillaron un par de segundos. Me sentía un neandertal descubriendo el fuego, pero la preocupación me abordó al apreciar que el tiempo en que se consumía el alcohol, era mucho menor al de la prueba inicial. Parámetro que había olvidado ingresar en el cálculo. 

A todo esto, luego de unos 30 segundos, mis viejos se levantaron espantados al ver la claridad que asomaba en la habitación. Tiraron algunos trapos sobre la mesa para ahogar el fuego y dieron fin al experimento. Eso no solo me valió un buen reto, sino la concurrencia a un secundario pupilo. Aparentemente, por alguna razón, no les inspiraba confianza, o es lo que pude leer entre líneas.

Lo más reciente fue hace un par de años cuando finalizado el cumpleaños de mi hija. Tomé las cajas vacías de los regalos y los papeles de los envoltorios, las coloqué en el asador, las rocié con alcohol y encendí una fogata que derretía hasta los ladrillos refractarios. Me mantuve alejado para soportar las llamaradas de tres metros de alto, acompañadas de un suave rugido que daban un espectáculo alucinante. Ese día descubrí que el machimbre de madera de la galería, sobresalía varios centímetros dentro de la chimenea del asador, y a raíz de aquel pequeño desperfecto arquitectónico, se prendió fuego el techo de casa. Culminados varios intentos inútiles por apagar el foco incendiario, el humo comenzó a asomarse de entre las chapas de toda la galería y no me quedó más alternativa que llamar a los bomberos. 

En cuestión de minutos revolucioné todo el barrio. Los bomberos, canal 12, los vecinos y cada uno que pasaba se detenía afuera de casa para ver qué sucedía. Por suerte no tenía que dar muchas explicaciones porque Martina, mi hija mayor - en ese momento de 7 años - estaba tan emocionada, que se lo hacía saber a todos los que osaban averiguar qué había pasado allí.  Cómo, cuándo y quién era el culpable de todo eso... su papá. 

Parada afuera en la vereda, era como una especie de enviada especial con conocimiento en relaciones públicas, fascinada por aquella movilización del cuerpo de bomberos, camarógrafo, reportero y muchedumbre. Era como estar en una película y parecía ser la que más lo disfrutaba. Por suerte fue solo un susto y se pudo contener el fuego. Apenas un metro cuadrado de machimbre quemado y un par de chapas desclavadas para poder rociar el agua a presión.

Por último, dejo esta tercera historia sin respetar la cronología de los hechos, pero me pareció un buen cierre a este tema. 

Cuando cumpli 22 años, hice un festejo a lo grande. Vinieron mis amigos de siempre, los de la facultad y dos amigas de Venado Tuerto. Una trabajaba conmigo en un instituto de computación y la otra era su mejor amiga. A la mesa del comedor de casa lo continuaba un tablón con caballetes lleno de amigos, que luego de tomar y comer en abundancia, terminamos en un bar donde seguimos bebiendo. En una pausa de la noche, aparece una torta y una bandeja con copas flameadas. Cuando se consume el fuego del alcohol, tomamos esas copitas fondo blanco, y algo se desconectó en mi cerebro. La noche fue como pocas,  un agradable descontrol. Pero al otro día no me acordaba de muchas cosas. Entre ellas, que me había encarado a mi amiga y compañera de trabajo, que encima se quedaban a dormir en casa. Podría haber quedado todo ahí, hubiece bastado una disculpa y hacíamos las pases, o ella se hacía la desentendida, total no me acordaba de nada. Pero en realidad cuando se le pasó el enojo, seguimos adelante con aquella relación, fruto del fuego, y no justamente de la pasión, sino del alcohol. Y luego de 17 años criamos dos hijos hermosos y construimos una vida juntos. 

Después de muchos años he podido controlar algunas cosas, mis miedos, mis ansias, el cigarrillo, pero el fuego no es una de ellas. Sé que cada vez que esos dos elementos se juntan, dejan en evidencia lo peligroso que puedo ser contra mi propia seguridad. Y lo peligroso que puede ser jugar con alcohol y un par de fósforos. Una vez, casi sin quererlo, quemo la mesa del comedor, y en otra oportunidad casi quemo mi propia casa. Pero la tercera vez, lo que se quemó no lo pude reponer jamás, porque en esa oportunidad los daños no fueron materiales, sino mucho peor, esa vez, quemé mi contrato de soltería, y no quedó ni las cenizas.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...