viernes, 7 de mayo de 2021

El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud, mi abuelo se me acercó después de tomar un café y me dijo:  

—Cuidado como tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920:

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien, en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparentada donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino, que aparentaba más.   

Durante la juventud su aspecto había lucido un gran cuidado y nunca le faltaron amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas le daban fama de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia, que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seductor. Al caer la noche partieron juntos a su rancho, perdiéndose entre besos ardientes y caricias. Al despertar a la mañana siguiente y notar en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le incrustó en la panza. Con total desprecio le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche.  

Después de ese episodio algo raro sucedió.

No se sabe bien que pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el cabello se le tornó gris y se le fue cayendo de a poco. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual más que un hogar, se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés por su apariencia poco atractiva, y sus aires de Don Juan quedaron sepultados bajo capas de desprecio.

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir ya tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se olvidaron de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de Aspirinas, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revolver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. No había en el campo ramas que no cedieran a su peso, en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión. 

Un día golpeó a la puerta de Nazareno, una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela encontró una caja de zapatos con fotos de él y otros objetos. Ella le dijo que esa caja era la razón por la cual se encontraba ahí, para entregársela personalmente y de seguro él sabría qué hacer.

Nazareno agradeció asintiendo con la cabeza. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó el contenido. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, varios alfileres y sustrajo las fotos donde aún se lo veía vigoroso. Después, desechó el resto de los objetos dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en su rostro. Pero muchos otros, aseguran que ese joven era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese comenzar de nuevo; pero supongo esta vez, que fue incapaz de herir los sentimientos de otra mujer.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...