viernes, 26 de julio de 2019

Soñar, no cuesta nada.


Greta, es una hermosa mujer de unos jóvenes cuarenta años recién cumplidos. De cutis rosado y pelo color castaño oscuro, o rojizo, o rubio y hasta alguna vez azul. En efecto, una numerosa paleta de colores y una variedad de estilos rimbombantes. Sus ojos son verdes, su sonrisa imponente (amplia), y su sentido del humor espontáneo y recurrente. Su oficio no es actriz, humorista, ni payasa de burbujas, nada de eso. Ella es cajera de un supermercado. 

Un lunes por la tarde, alrededor de las 15:00 y como cada día, termina su jornada laboral, toma su tarjeta de control de ingresos, marca la salida y emprende su retorno a casa. Mientras camina, se escuchan solo sus pasos y el crujir de las hojas secas del invierno que se aproxima. Con su mirada puesta en el camino, va organizando en su mente el cronograma de tareas que restan ejecutar en lo que queda del día. Pagar algún servicio, llevar a particular de inglés a su hijo menor de 7 años, hacer la lista de los faltantes de la casa, y revisar si tiene un paquete de galletitas dulces en la alacena para no caer con las manos vacías cuando vaya a tomar mates de su amiga Berta.

Se detiene en la esquina de una avenida, mira en ambas direcciones y cruza. Posa su pie derecho sobre el cordón de la vereda y un papel se adhiere a la suela de su zapatilla. Realiza varios intentos desatinados por despojarse de aquel objeto, arrojando pequeñas patadas al vacío, pero no le queda más remedio que buscar una columna donde apoyar su brazo derecho. Dobla su rodilla haciendo un cuatro - como cuando nos emborrachamos -  y con su mano libre despega aquél papel molesto, que no es, ni más ni menos que, cien pesos argentinos. 

Lo revisa intentando buscar algún desperfecto, trata de comprobar su veracidad. Mira si Evita esta peinada para el costado o hacia atrás. Lo toma con ambas manos y lo mueve a contraluz para que ver la marca de agua y el reflejo de los hilos de seguridad. Todo parece estar en su lugar. Examina a su alrededor buscando algún propietario que proclame el billete encontrado, o peor aún, registra que nadie la haya visto e intente adueñarse de su botín. Lo guarda rápidamente en el bolsillo trasero del pantalón y continúa caminado con el ánimo ensalzado de sentir que la suerte está de su lado, de entrever aquel guiño del destino, y convencida de eso, cambia su itinerario regular y procura interceptar alguna agencia de Quiniela cercana a su barrio. Al fin y al cabo esos cien pesos no le pertenecían y debía aprovechar ese envión de los afortunados, que se corta como cualquier racha.

Llega a la agencia con una ansiedad voraz, deseosa de sucumbir al azar, pero se da cuenta que no tiene idea qué número jugar. No posee el conocimiento de los jugadores viciados, de los que persiguen los números en patentes de autos nuevos, en sueños donde los muertos hablan o donde las fechas de cumpleaños abren una oportunidad de éxito o fracaso. No se conoce persona alguna, que juegue un número porque sí, por el solo hecho de hacerlo. Es casi una regla, que todas las jugadas se efectúen con una fundamentación comprobada y verosímil. 

Le pide al quinielero que le provea de esos almanaques que contienen el significado de los sueños. Empieza a leerlos y asociarlos con algún suceso reciente. Todos los números parecen hablarle, el 00 los Huevos, y el 68 los Sobrinos. Ahí tenía un combo, porque siendo la mayor de tres hermanas, levantaba una piedra y salía un pequeño que seguro los rompía. Sumo la edad de sus hijos y le daba 18, pero en los sueños era la Sangre, y le parecía aterrador. En un instante pensó en el 32 el Dinero, o el 62 la Zapatilla, pero su elección final tomó forma al recordar que el billete, seguramente pertenecía a alguien más, y se decidió por el 79, el Ladrón. 

Al día siguiente, ya en el trabajo y como es habitual, toma su descanso de las 10:00, y  revisando el celular, encuentra 3 mensajes y 2 llamadas perdidas de Berta que estaba al tanto de los acontecimientos ocurridos, luego de haber tomado mates juntas la tarde anterior. 

En uno de ellos decía - Greta, acabo de pasar por una agencia y agarraste a cabeza las dos cifras, que suerteee!!! - En el segundo mensaje escribió - che, tema aparte. Viste la foto que subió Marina al face?, parece que se vistió con el telón del teatro Colón. Dios mío, no tiene amigas esa chica que le avisen que parecía una calesita? - porque nunca es un mal momento para un chusmerío de barrio. 
Mientras que en el tercer mensaje finalizaba con un - respondeme los mensajes nena, felicitaciones!!! - 

Imagínense la alegría de Greta después de leer la noticia, esos $100 pesos se habían transformado en $7000. No podía dejar de especular en que se gastaría ese premio. Las botas de montar que tango deseaba, unas deudas que la perseguían hace un tiempo o mejor aún, la play station para su hijo de 11 años que tanto anhelaba. Sin dudarlo llamó a una madre del colegio que vendía una usada, averiguó el precio y le pidió que por favor se la reserve así la retiraba por la tarde. Acto seguido, le aviso a sus hijos de la gran noticia. 

Era tal su alegría, que cada vez que le cobraba en la caja a algún cliente, lo despedía con un beso y un abrazo, desbordaba de una amabilidad empalagosa, - vuelvan pronto, no se cortensaludos a la familia de mi parte -.

Salió de su trabajo y se tomó un remis para llegar rápido a la agencia, bajó con el comprobante en la mano, su pecho explotaba de alegría, abre airosa la puerta del local y le dice al quinielero con una sonrisa que le llegaba casi a las orejas vengo a cobrar este premio - moviendo el comprobante como si fuera un árbitro de fútbol sacando tarjeta amarilla. El señor toma el papel y lo verifica varias veces, sonríe y le dice, - usted jugó la vespertina y este número salió ganador en la matutina -. La música de la orquesta del Titanic comenzó a sonar de fondo, esa en la parte que se hunde barco. La pobre Greta no lo podía creer, no sabía que hacer con la sonrisa que tenía dibujada en la cara, intentaba responderle pero de su boca solo salía un balbuceo incoherente, quizá producto de un pequeño ACV, en consecuencia a semejante noticia. Entró a mirar al suelo como los perros para ver donde podía caerse desmayada, pero estaba húmedo, recién lo habían baldeado y no pretendía mojarse. Su desilusión fue tan grande, casi insoportable, a tal punto que quería abrazar a aquel hombre desconocido y romper en llanto con gritos y espasmos incluidos, al ver truncados sus sueños. O en su defecto comenzar a destruir la agencia a patadas para liberar su tristeza. 

Por suerte, nada de eso sucedió, pudo contenerse. Saludo con la voz quebrada, dio media vuelta y continuó su trayecto a pie, para sufrir en silencio. Mientras caminaba, no podía evitar pensar porque no se gastó los cien pesos en un chocolate, en unas facturas con dulce de leche, en un esmalte de uñas o incluso los podría haber puesto en la trompita de esos elefantes de porcelana que supuestamente atraen la suerte. Cualquier elección, le hubiera evitado sentir la devastación, que arrasó con su deseo de llevar ese juego a casa. Tema que la tenía a mal traer, porque volvía con las manos vacías, no llevaba siquiera un mazo de cartas para jugar al chinchón. Aunque después de darles la noticia a sus hijos, su única alternativa sería la de jugar un solitario, palpitando que la crucificarían en el altar de las promesas incumplidas. 

Finalmente llega a su casa y antes de atinar siquiera a tocar el picaporte, los pequeños ansiosos de ver la nueva adquisición familiar, abren la puerta y descubren que su madre no trae nada consigo. Un torbellino de preguntas recaen sobre la mujer, que no encuentra palabras para explicar lo sucedido. Intenta contarles la historia, pero no soporta desmantelar la ilusión de ambos. Fue entonces, cuando Greta les dice que no pudo ir en busca de la Play porque una compañera se ausentó y tuvo que hacer horas extras, pero seguro en la semana, la tendrían en casa.  

Entrada la noche y luego de la cena, se preparan para descansar tras un día plagado de actividades. Ella va a la habitación, los arropa, les da un beso y se retira al comedor solitaria. Se sienta en la silla mirando un punto fijo hacia la nada misma, permaneciendo casi inmóvil. Se le ocurre que podría vender algo del hogar para obtener alguna ganancia, pero no le sobraba nada, son tiempos difíciles. Intentar vender pizzas parecía buena idea, pero no tenía tiempo, salvo que las vendiera a escondidas a los clientes en el supermercado, objetando que las de la góndola estaban vencidas, pero era un poco descabellado. Alguna inversión monetaria le llevaría meses para dar frutos y necesitaba resolverlo antes del viernes. 

De todas formas sacó su monedero, comenzó a contar los billetes y las monedas. Rasgó el fondo con las uñas, pero apenas contó doscientos cincuenta y dos pesos. En ese momento no supo que hacer, se sintió acorralada, solo estaba segura de una sola cosa. Mañana, al pasar por la pizarra de alguna agencia, escrito con tiza blanca y posicionado en la primer fila, estaría el número 17, La Desgracia.

viernes, 12 de julio de 2019

El día que matamos a Germán


Algunos creerán que el destino de cada individuo ya fue escrito al nacer, otros en la suerte, en hilos rojos, en el tarot y todo ese tipo de cosas. A mi entender, cada vez que tomamos una decisión por más efímera que sea, estamos descartando otros posibles futuros, Cada elección que tomamos, tiene un abanico de caminos que constituyen diferentes desenlaces; pero solo visualizamos el que elegimos nosotros.

Esta historia fue hace tanto tiempo pero tengo recuerdos frescos de ese día, y lo que más recuerdo, fue lo de Germán. 

Era sábado por la tarde y nos juntamos en la casa de Huguito, como tantas veces. Éramos cinco o seis chicos de doce años hablando de cosas poco interesantes. Un grupo estaba en la habitación del fondo, donde había una cama de dos plazas, con mesas de luz en ambos lados, en frente un placard  y sobre el costado derecho otro más pequeño. Sobre la izquierda, una puerta doble de madera con postigos permanecía abierta y daba al patio, donde me encontraba con el resto de mis amigos

El moverse en manadas favorece al efecto de "caradura", si hablamos de las normas que un invitado debe cumplir en casas ajenas. Por ejemplo: no tomar agua de la botella, no abrir la heladera sin permiso, ni sacarse los mocos y pegarlos bajo la silla. Pero Lucho ese día desatendió una muy importante, al abrir uno de los cajones de una mesa de luz con intención de buscar vaya a saber qué. 
Detrás de un rosario, un par de libros y una bolsa de caramelos para la tos, se encontraba una franela naranja. La agarra desde el fondo y envuelto descubre un revolver, posiblemente calibre 38. Lo toma de la empuñadura dando por sentado que está descargado, y se pone a jugar apuntando a Germán,  ignorando aquel dicho las armas las carga el diablo. Roza el gatillo con su dedo índice y ejerce un poco de presión, el martillo se levanta y en aquel tambor de hoyos cilíndricos supuestamente vacíos, descansaban incrustados, casquillos de balas, esperando inmolarse contra algo o alguien.

El rugido de un trueno irrumpe en la habitación. El humo y un silencio sepulcral sobrevuelan por unos segundos el ambiente, hasta que el grito rotundo de un - Nooo!! -, sale de la boca de Lucho, que deja caer el arma sobre el piso de madera y se toma la cabeza con las manos desbordando de una locura incontrolable. Nuestras caras de incomprensión, de no saber qué pasó, toman razón, cuando vemos desplomarse a Germán en el suelo. Queda expuesto boca arriba, y por su espalda asoma un río de sangre que inunda parte de la habitación. Diego es el que está más cerca de él, se agacha y lo toma de sus manos. Levanta suavemente su cabeza y coloca un buzo que traía en su espalda. Ve en Germán esos ojos llorosos de miedo a la muerte que se acerca. Y aunque realiza intentos inútiles por aferrarse a la vidaexhala sus últimas bocanadas de aliento hasta permanecer inmóvil. Los gritos y corridas nos asaltan. Más de uno queda perplejo, sentado en el piso, tomándose las rodillas flexionadas, mientras que los más avispados piden a gritos ayuda para que llamen a alguien que nos pueda socorrer.

La mamá de Huguito viene corriendo hasta la habitación y ante semejante escenario, comienza a gritar y vociferar un insulto tras otro, preguntando ¿Qué pasó? ¿Qué hicieron?, pero ante nuestra falta de reacción, va con desesperación hasta el living y rápidamente, toma el teléfono, llama entre llantos al hospital para que manden una ambulancia. 

La espera es espantosa, somos tan jóvenes y tan inexpertos con la muerte, que no sabemos ni que sentir. Miedo, tristeza, sorpresa, todo es un total desconsuelo. El olor al hierro de la sangre es nauseabundo y parece impregnarse en nuestra ropa y hasta es posible saborearlo entre los dientes.

Transcurridos unos minutos, que parecen horas, llegan los paramédicos e intentan reanimarlo pero es demasiado tarde para él y para todos nosotros. La policía se hace presente y es muy difícil esbozar palabras. Consternados por tal desgracia, se suma la imagen perturbadora, de ver como se llevan a Lucho esposado en completo estado de shock. Una vez sentado en la parte trasera del patrullero nos mira, despidiéndose de aquellos niños inocentes que no volverán a serlo nunca más.

A medida que pasan los minutos todo empeora, el ambiente es denso, los curiosos se instalan fuera de la casa y solo queremos que sea un mal sueño pero no lo es. Las imágenes de lo sucedido me invaden a cada momento, estoy aturdido y no puedo parar de pensar como se pudo haber evitado aquello. Como le explicamos a la madre de Germán que solo estábamos jugando, que fue un accidente, que ahora no podrá hablar con su hijo nunca más, que no podrá acariciarlo, que deberá continuar su camino sin él. De solo pensarlo me tiemblan las manos y un sudor helado me recorre la espalda.

Vuelvo a mi casa hecho un despojo. Luego de contarle a mis viejos, que quedan consternados ante semejante desgracia, voy a mi cuarto, abrazo la almohada y rompo en un llanto desconsolado. Ese día, posiblemente fue el más largo de mi vida y dejó una marca imborrable que cambió para siempre nuestros caminos. Dejamos de ser jóvenes, de reírnos por cualquier cosa, de juntarnos para hacer travesuras, de ver la vida tan positiva. Nuestra "barra", ese grupo de amigos incondicionales se disolvió luego de aquel episodio tan desgraciado. Como si quisiéramos escapar del pasado o de las personas que nos lo recordaban. Intentando reconstruir nuevos caminos lo más alejado posible de aquel quiebre en nuestras vidas. 

Seguramente ese hubiese sido uno de los posibles futuros. O quizá la bala no salía disparada, o Germán solo recibía una herida y se recuperaba en el hospital. Pero por suerte o por azar, el futuro que nos tocó, fue en el que Lucho pudo darse cuenta a tiempo, de que el tambor estaba repleto de balas y lentamente quito su dedo del gatillo, sintiendo el alivio, y a su vez el estupor de solo pensar, a todo lo que nos habría tocado enfrentarnos. 

La verdad es que nunca tomamos conciencia en ese momento, de lo que pudo haber pasado. Como sucede con todas nuestras acciones, no podemos simular y diseñar todo ese abanico de posibilidad, solo las dejamos ir sin darle mucha importancia. 

Algunas veces cuando logramos reunirnos todos, un poco más viejos, un poco más gordos, con hijos y esposas. En esas charlas extensas de sobremesa donde recordamos sistemáticamente las mismas anécdotas, en esos viajes al pasado. Lucho suele contarnos aquella donde casi lo matamos a Germán, y por dentro un sentimiento nostálgico me impide sonreír, porque sé que, en otro futuro paralelo al mío, me encuentro sentado frente a una mesa comiendo solo, rodeado de sillas vacías y deseando que mi mejor amigo se dé cuenta a tiempo, que esa arma que empuña en su mano está por arruinarnos la vida.

sábado, 6 de julio de 2019

Cuando se apaga la luz


Como en la mayoría de los días laborables, llegué a casa, después de recoger a mis hijos en lo de mi suegra. Preparo la mamadera y nos vamos con Mateo, el más pequeño que tiene tres años, a dormir una plácida siesta juntos en la cama grande. 

Cuando termina su colación nos acurrucamos para contrarrestar lo frío de aquellas sabanas heladas. Nos miramos y él me susurra en su lenguaje codificado —mamá me dite buena notes—. Por lo que se me ocurre invocar una frase, que solía decir mi madre cuando me disponía a dormir después de rezar, —que sueñes con los angelitos— le digo. En ese instante veo en su rostro una exclamación de incertidumbre y ante semejante exclamación no se me ocurre mejor idea, que intentar explicarle que los ángeles nos cuidan por las noches cuando dormimos. Y su cara de incertidumbre paso a un concreto rostro de terror. Pude descifrar, que al no comprender el aspecto que tienen los ángeles, se imaginó que en uno de los lados de su cama, un hombre o un espectro, estaría parado con cara de monstruo, esperando a que se durmiera para arrebatarle el aliento o vaya a saber para qué. Y en ese instante, tomé consciencia del error involuntario que había cometido.

Cuando le comento a su madre tal episodio, me alega que días atrás, cuando cayó la noche, volvió aterrorizado a contarle que había un "mostioen la habitación de papá. Por lo que tuvo que acompañarlo y encender la luz para mostrarle que solo eran los disfraces apilados de mi hija y un gorro con flecos sobre el perchero, que daba un aspecto siniestro para esa mente fácilmente engañable y perturbada por semejante aparición . 

Otro comportamiento que se ha vuelto reincidente, es aparecer en nuestro cuarto durante las noches, acusando tener miedo y reclamando un lugar en nuestra cama, aprovechándose de nuestra pereza y la debilidad de no soportar verlo sufrir. Primero se para en la puerta de la habitación, como un leopardo visualizando algunas cebras, estudia el panorama, junta fuerzas para ir agazapado entre las sombras de la noche que lo atemorizan, pero sabe que a sus espaldas los espera un abismo de sueños retorcidos y ve en esa oscuridad hostil, la única luz de esperanza.

Recordé en ese instante, que eso ya lo viví muchos años atrás en carne propia. Cuando caía la noche todo parecía estar bien hasta la hora de apagar la luz. La claridad de la luna ingresaba por la ventana dejando un escenario aterrador, cubriendo todo de formas fantasmales que eran proyectadas por la ropa sobre las sillas, y la sombra que formaban las ramas de los arboles frente a la habitación. Pero lo que más hacía volar la imaginación, era la puerta entreabierta del placard. Solía abrumarme pensando que en cualquier momento, una silueta con ojos negros color azabache, emergerían de esa oscuridad siniestra, para helarme la sangre y paralizarme el corazón. 

Prendía la luz para hacer un chequeo completo de la habitación, revisaba debajo de la cama, acomodaba la ropa sobre la silla y cerraba la puerta del placard. Volvía a mi cama y luego de apagar la luz, me tapaba hasta la cabeza, procurando dormir abrazado junto a un oso bastante desmejorado que me acompaño por aquellos tiempos. 

Si todo eso no funcionaba - como en el 80% de la veces -  le pedía a mi hermana si podía dejar la luz encendida y si ella accedía, muy sigilosamente cerraba la puerta que que daba a la habitación de mis padres, ponía un trapo sobre el velador para apaciguar la intensidad del resplandor y de esa forma lograba conseguir la seguridad necesaria para conciliar el sueño. Siempre y cuando, no me invadía alguna pesadilla, de las qué al despertar, sentís el alivio y la felicidad, de que toda esa realidad espantosa desaparece con el solo hecho de abrir los ojos.

A los seis o siete años cuando me operaron de amígdalas, mi madre me dijo la noche anterior a la cirugía, que no tendría más miedo y que las pesadillas cesarían para siempre. Sin cuestionar mucho aquella revelación, deje flotando esa idea sin tomarla muy en serio. Lo ilógico de todo esto fue que misteriosamente sucedió así. Como si me hubiesen cambiado el rostro, similar a un agente secreto, ahora poseía otra identidad y lo fantástico de eso es que los monstruos que me asechaban durante las noches, no me podían reconocer. Con tal desorientación, tuvieron que permanecer ocultos en el exilio de las sombras, y no regresaron jamás.

El problema ahora, era lograr entender porque Mateo había heredado los mismos temores. Aquellos que yo solía tener de niño. 

No fue, sino hasta cruzarme con un viejo amigo de mi infancia, que mientras hablamos enérgicamente, desempolvando aventuras juntos, le muestro desde el celular una foto de mi familia y me dice -negro, es igual a vos cuando eras pibe- y ahí supe donde radicaba el problema. Sabía que no era su culpa, ni que todo aquello era producto de su imaginación. Sino que, por el mundo de los espectros nocturnos, se ha corrido la bolilla, de que el niño miedoso que había desaparecido hace muchos años atrás, estaba de vuelta, con un aspecto muy similar, pero en un nuevo vecindario. Y un manto de culpa me abordo por completo, porque en el fondo sabía, por más que me pese, que no venían por él. 

Por eso desde hoy, una luz tenue se mantiene encendida en el pasillo que da a las habitaciones de casa, por simple precaución. Sé que Mateo podrá dormir seguro, porque en efecto los monstruos no existen, al menos, no debajo de la cama y el placard, porque ahí, acabo de fijarme yo.


Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...