jueves, 30 de julio de 2020

Volver a ninguna parte



Laura llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado. Hizo una pausa antes de entrar. De su bolso sacó un espejo, se pintó los labios y se acomodó el pelo. ¿Cómo la vería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de reconocerla? La noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad que ocurra y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar, ¿Qué se siente en estos casos?, regocijo por él, angustia y temor por ella. Porque nunca imaginó que esto sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo, de ese mundo neutro? Su conciencia turbia se invadía por algún pensamiento egoísta, de esos que no se comparten ni con uno mismo. 

Siete años dedicados enteros a él. Visitándolo cada día después del accidente. Peinando y recortando su barba, aseando su cuerpo marchito, ejercitando esos brazos y piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza de algún reflejo, de algún tenue parpadeo o al menos un cambio en su respiración. Algo que compensara tanto sacrificio, pero nada de eso sucedía. Solo se sucedían los días, uno encima de otro, casi calcados con el mismo lápiz. Era de esperarse que tarde o temprano el amor se confunda con compasión. ¿Qué más podría hacer? Sí había dejado la piel por cuidarlo. Incluso se había dejado a ella misma: despeinada, ojerosa, desalineada, vistiendo los mismos trapos. Los médicos que le remarcaban que él no volvería. Que no alimentase falsas ilusiones, que solo era un cuerpo, un envase, ¡rehaga su vida, esto no tiene vuelta atrás! y el estar tan seguros fue su más grande equivocación. 


Del otro lado de la pared, en aquella habitación, Juan sufría las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso, permanecía sentada entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo de su voz oxidada. Al notarlo se fue con prisa de la habitación. 

Él no comprendía ese realidad desquiciada. Pero la preocupación se coló por los huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar sobre la cama ese cuerpo lánguido. No conforme con su fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidades para asegurarse de que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro. Aunque sus músculos carecían del hábito diario para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba. 

¿Dónde podría estar Laura si no fuese a su lado? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco cuadras, donde juntos bocetaron una vida compartida. Una con hijos, con perros y portarretratos familiares con gente sonriendo.

Ese pensamiento lo inquietaba y la única voz que necesitaba oír, era la de ella. Había perdido la percepción del tiempo, e ignoraba que lo indujo a estar postrado en esa pesadilla. 


Se consumía la tarde cuando ella se asomó disimulando cierta incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años ausente no son tantos, pero la notó rara. Un cambio que a simple vista, no lograba precisar con exactitud. Supuso, que sería un efecto adverso por tanta medicación y le restó importancia.

De inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido. Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas. Como si cada palabra la eximiera de contar su secreto, y hablo por horas de los amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le presentaba en la mente. Mientras él, solo la admiraba, era un niño ansiando ese juguete inalcanzable. 

Pero entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó. Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades. «¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla?» Juan ya más lúcido, más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años, ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Solo pasó media hora cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que lastimosamente confirmaba su teoría. 

Comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada era otra, distante, le pertenecía a alguien más. Y en su acierto pudo advertir la pesadumbre sobre su pecho, en ese cuerpo incapacitado de brindar un abrazo o escapar corriendo de aquel lugar. No la interrumpió. Dejó que continuara hablando y recreó los últimos días de esa relación. Comprendió que ella estuvo a su lado, no cabían reproches pues, eran sus palabras, las de ella, las que llegaban como sueños a ese mundo que lo tenía prisionero. Al igual que los versos de García Márquez que le leía sentada junto a la cama de ese hospital. 

Por un instante dejó fantasear con lo que hubiese pasado si se despertaba tiempo atrás, ¿Qué podría hacer ahora si las cartas ya estaban echadas? Y entonces se permitió conocerla de nuevo. Pudo volver a enamorarse de esa versión más sabia, de esa seguridad que antes se rodeaba de miedos e incertidumbres; de las arrugas que se formaban con su sonrisa. Y tras comprender que su mundo comenzaría cuando logre dar su primer paso a través de la puerta de esa habitación... pero sin Laura, sin sus besos. Se dio cuenta de que su despertar milagroso fue en el tiempo equivocado. 

Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás. 

jueves, 23 de julio de 2020

Una pausa



Usted camina furioso, nadie imagina lo que está a punto de hacer. Su rumbo es conocido, ha visitado tantas veces esa casa que podría describirla en detalle como si fuera suya. Su ánimo colérico se originó tras colocar dos medidas de café molido y agregar agua en su cafetera express, mientras escuchó perplejo aquello que vos le contabas avergonzada entre lágrimas. Ese secreto oscuro e insostenible que te mantenía abstraída desde hace unos meses. Sabiendo que, de aquel episodio desgarrador, se gestaba una vida en tu vientre de niña. Usted se apoyó sobre la mesada con sus puños apretados, bajó la cabeza y cerró con fuerza los párpados, intentando darle un cause al dolor. Su respiración se aligeró, resopló con bronca y el aire se filtró entre sus dientes apretados. Encendió la cafetera y te pidió a vos que cuando el café esté listo, le sirvas un pocillo chico con dos cucharadas de azúcar. Del cajón de los cubiertos usted tomó un cuchillo y se abrió camino con paso enérgico. Queriendo erradicar cuanto antes de su cabeza, esa confesión que le carcome la conciencia, que enciende su odio más primitivo, y que ahora comanda su accionar.

Usted no comprende como su amigo de la infancia, fue capaz de ultrajar esa flor tan delicada, de raíces frágiles. Arrebatándole de una manera perversa los restos de tu niñez. Usted sabe que el daño es irreparable, ni el deseo del olvido, podrá deshacer esas marcas. Como la imperfección en una obra de arte, esa pincelada desacertada capaz de cambiar el rumbo del destino, si es que alguien o una fuerza mayor, se divierte escribiendo de antemano semejante aberración. Usted continúa aturdido, no consigue colocar en la balanza los pormenores de lo que está a punto de acontecer. Mientras, lo piensa a él leyendo en el living de esa casa, plácido, reconfortándose al calor del hogar, sin sospechar siquiera, que vos te atreviste a decir lo que te ordenó callar, ese que iba a ser tu pequeño secreto compartido, porque no volvería a suceder, porque usted se pondría triste y te culparía de arruinar su vida.

En ese andar no registra entorno alguno. No ve casas, ni álamos sin hojas, ni autos estacionados. No percata siquiera los buzones al costado de la acera, ni siente el frío gélido del invierno que avecina. Tampoco lo ve a Mario el cartero, que pasa a su lado con la mano tendida en lo alto en ese saludo no correspondido; y no es por ser mal educado, porque usted es una persona instruida, asistió a las universidades más respetadas, su trabajo es bien remunerado y proviene además de una familia de clase, esas familias correctas. Usted no lo saluda porque no puede, porque es incapaz de contemplar su presencia o la de cualquier otro individuo. Porque ese dolor lo enceguece por completo. El impulso que lo mantiene en movimiento es tan vehemente que no da lugar a la razón, siente que camina por un túnel donde solo se visualiza el otro extremo, el de esa puerta, que se agranda con cada uno de sus pasos.

En ese trayecto la mente le compone formas delante suyo, como esas cuando vos dabas los primeros pasos con tu risa contagiosa, pero rápidamente se diluye a medida que usted sigue avanzando. Luego te presentas nuevamente, esta vez más grande. Caminando con el guardapolvo blanco y tu mochila estampada. Por un momento el fuego se apacigua y la nostalgia lo ablanda, hasta que apareces con tu vestido de quinceañera, ambos bailando el vals y usted se detiene, solo para disfrutarla. Ese recuerdo aparenta ser real, pero esa imagen que lo dista de su cometido, se esfuma como el vapor que emana de la alcantarilla y todo vuelve a ser gris y tormentoso. Es poca la distancia por recorrer, para llegar a donde él supo jugar con vos años atrás, cuando usted lo visitaba cada tanto y se quedaba a comer o a beber un taza de café para acompañar una charla. Donde él te cargaba en brazos, donde te acariciaba tus rizos, donde te miraba con buenos ojos, o así lo creía usted.

La vida los vio crecer, siempre amigos, siempre incondicionales, pero eso a usted no lo frena, no mitiga su sed de venganza. Al contrario, solo alimenta su locura, porque su mente es cómplice de su juicio. Una especie de mal consejera, de voz cizañera que lo alienta con recuerdos de tus palabras sentidas: de aquel forcejeo inútil, de tu llanto precoz, de la mano de él tapando tus súplicas, de esa lengua áspera y olorosa deslizándose por tu mejilla, barriendo la inocencia pulcra de tu piel. De esos besos no correspondidos, de ese acto repulsivo y su bronca se torna incontrolable. Apura su marcha, porque no resiste, porque ese odio lo hará estallar por dentro sino no lo escupe de una buena vez. Porque no pretende otra justicia divina que no sea la suya, la de su propia mano. Hasta que finalmente sus pies tropiezan contra el cordón y en cinco pasos se detiene frente a la puerta.

Golpea tres veces, tres pausados e intensos golpes. Cuando usted observa girar el picaporte, lleva su mano a la espalda donde esconde el cuchillo. Él asoma ese rostro sorprendido, con la sonrisa forzada ante esa visita inesperada, y antes que sospeche su intención, usted coloca su mano libre sobre el hombro de él. Y mirándolo fijo, sin siquiera emitir palabra, clava su primera estocada certera al abdomen. Los ojos del que alguna vez fue su amigo se llenan de desconcierto, abriendo su boca, conteniendo el aire, frunciendo el ceño. Usted saborea el placer que le produce ver ese sufrimiento, es como un narcótico y entonces estalla el éxtasis. Una y otra vez ese cuchillo se clava abriendo heridas letales hasta que el cuerpo cae en el piso del living y usted no satisfecho con ello, se zambulle sobre él, como un ave de rapiña y continúa su festín desenfrenado. Hasta por fin, conseguir el desahogo de toda esa furia contenida, recién cuando siente el pleno vacío. La escena es macabra. Las paredes blancas atestiguan ese salvajismo. Usted se incorpora despacio y da media vuelta. Se quita la sangre de la cara y el cuello, con las mangas de su camisa, y como si nada hubiese ocurrido camina de regreso a casa, calmo, sin culpa ni arrepentimiento. Sus vecinos lo observan paralizados, no se animan siquiera a preguntarle si esa sangre que lo cubre es suya o de alguien más. Nadie imagina lo que está a punto de hacer, solo usted tiene la certeza, que al llegar a su casa, su hija le habrá preparado en su cafetera Express, un café con dos de azúcar.

jueves, 16 de julio de 2020

Viaje camino al funeral.



Que viaje interminable por amor de Dios. La ruta suele ser un andar por demás de monótono. Siento que voy a ninguna parte, caminado dentro de rueda como un hámster. Por suerte pasó lo peor: esperar en la cola para sacar el boleto. Esperar sentado que se digne a venir el ómnibus. Y finalmente, esperar que te carguen las valijas. 

Escuchá como ronca aquel de atrás. Qué suerte, y yo sin pegar un ojo, menos si el gordo éste de adelante me reclina todo el asiento sobre las piernas. La desventaja de ser alto. 

Afuera, la oscuridad se traga todo a su paso. Ni el resplandor de la luna atraviesa tanta negrura. Justo hoy que ando con la tristeza atravesada en la garganta. Debería dejar de escuchar everybody hurts tantas veces, aunque ahora me parece inevitable. Es un imán que me atrae. Al final soy yo el que me sumerjo en este estado. ¿Por qué la gente hará eso? ¿Por qué nos ponemos a escuchar música triste cuando estamos tristes? Será por la misma razón que escuchamos música alegre cuando estamos alegres... con este poder de conclusión capaz descubra la cura de alguna enfermedad. 

Encima mañana dan lluvia. Va a ser un día de mierda para estar en un velorio. Ya me imagino el repiqueteo de las gotas pegando sobre algún ventanal. La viuda y los hijos llorando. Las velas derritiéndose de a poco. El murmullo de los silenciosos y las flores con aroma a muerte. Cada tanto las charlas te transportan a otros lugares, con otra gente y aunque suene insensible, te olvidas un poco de que hay un cajón y un cuerpo sin vida. Hasta que alguien pasa con un ramo, o con una corona de flores y volvés a la realidad. 
Ahora que recuerdo, en casa teníamos calas que florecían cada primavera. Si habremos bromeado con la muerte, pero quedaban tan lindas en el patio; resaltaban en el césped recién cortado. Aunque si relaciono objetos con la muerte, las flores de plástico se llevan las de ganar. Hay que tener mal gusto para decorar con esas flores tu propia casa. Ese jarrón de la tía Inés lleno de margaritas con pétalos de tela blancos y los tallos de plástico. A veces me daba escalofríos verlas ahí, lucían igual que una lápida. 

No entiendo a la gente que dice: No voy por que a mí no me gusta los velorios, ¿y a quién le gusta? a quién le agrada ver la gente morirse. Más, si es alguien cercano a uno. Son piezas de nuestra vida, ligadas por siempre con esa persona cada vez que la memoria los traiga de regreso, por que apareció una foto juntos o es la fecha de su cumpleaños. ¿A quién le puede gustar recordar lo frágil que somos? Traer incluso a ese velorio nuestros propios muertos, o gente que queremos y sabemos que eventualmente morirán. 

Odio estos lugares, Ni pensar cuando mueren los hijos. Cuando se rompe el orden natural de la vida. ¿Qué podes hacer ahí?, nada, no hay consuelo para esas cosas. No hay palabras que suavicen tanto dolor. Es muy difícil ver luz entre tanta oscuridad. Sentís que sólo vas a molestar. 

Aunque debo reconocer que cuando alguien se muere de viejo los velorios son más llevaderos. Ahí es diferente, estamos más relajados. Sabemos que pasó porque estaba dentro de las posibilidades. Ni hablar si hay un familiar que sabe contar anécdotas, que tiene picardía, con un currículo nocturno importante. Hasta sus chistes son más graciosos en esos lugares. 

En este viaje no te sirven ni la comida, me muero de hambre. No digo que se sirvan delicias, pero un sándwich de miga podrían dar. Lo que me gusta de las cocinas en los velorios, es que son una isla aparte, un Ibiza de la muerte. Ahí se come, se toma, se ríe, se habla de la vida, de como crecen los hijos, por donde andan, del trabajo. Es donde se ponen al día los parientes que no se ven hace mucho. Un lugar donde el muerto pierde protagonismo.

¿Qué dice ese cartel?... "Rosario ciento veinte kilómetros". Al menos no estoy tan lejos. Faaah... ese viejo salió del baño y dejó una baranda terrible. ¿No sabe la gente que no se puede cagar en los colectivos? Y aparte, ¿Cómo es capaz de sentarse en ese inodoro? todo meado, pegoteado, que desagradable por Dios. 

Lo positivo es que nos volvemos a reencontrar todos. Toda la barra junta de nuevo, menos Jorge por supuesto, que es el finado, pobre. El primero que nos deja, ya lo estoy extrañando. Y no porque sea un buen tipo, de hecho no lo era. Pero lo queríamos igual. Esas relaciones que se tejen de pibes y duran por siempre. Cagador y sinvergüenza a más no poder, pero cuando te morís limpias el prontuario, volves a ser bueno de vuelta. Era tan bueno..., rara vez se encuentra un muerto malo. Salvo que haya sido flor de hijo de puta, como el loco Viruta que mató a su mujer y la tenía en el frezeer descuartizada. A ese lo terminaron matando en la cárcel de Caceros y así mismo decían, pobre Viruta... Que pobre ni ocho cuartos, era una porquería de persona y murió sufriendo como un perro, como debía ser. La gente a veces es demasiado sensible y olvida rápido. Esa es la ventaja de ser rencoroso.

Y después del velorio, sigue el asado. Que ganas de hacer promesas pelotudas cuando somos jóvenes. Imagínate cuando quede el último de los ocho vivo y tenga que prender fuego y rodearse de sillas vacías. Me imagino toda esa soledad amontonada y lo desolador que va a ser. Aunque pensándolo bien, no me molestaría tanto ser el último en prender el fuego, hay que verle el lado positivo. ¡¡No señor, por qué la necesidad de tomar ese café!!, anda a saber de cuando es. Y el jugo de naranja ni te cuento. ¡Haa!, pero si es el mismo que fue al baño. Ahora entiendo porque había ese olor, no filtra lo que come este tipo, le mete cualquier cosa al estómago. Voy a cerrar los ojos a ver si descanso un poco, la noche va a ser larga.


Siempre me pasa lo mismo, cuando me estoy por dormir, llegamos. Se pasó volando este último tramo. Allá están los muchachos. Mira Luisito lo gordo que está... y allá David, pelado, pura frente. Yo al menos tengo unas canas, pero a estos dos le paso el trapo. Menos mal me vinieron a buscar a la terminal, no me agrada llegar solo al velorio. Prefiero llamar a alguien para no recibir la atención de los parientes cuando abrís la puerta que siempre hace ruido. O capaz es el ruido normal de todas las puertas, pero ante tanta mudez te envuelve una oleada de tristeza y ese puñado de miradas se te clavan como lanzas. En esos casos la compañía suele ser un punto importante para restar incomodidad a la situación. 

Heeh, tan apurado van a estar para bajarse. Mira cómo se empujan, es desubicada la gente. Cinco minutos más, cinco menos, que le hacen. Se nota que la mayoría tiene prisa porque no le toca ir a ningún velorio. Qué bronca me dan estas cosas. Voy a esperar acá sentado hasta que se libere el pasillo así saco mi mochila del portaequipaje, total, no me corre nadie. Si hay algo que tengo claro, es que la muerte siempre nos espera.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...