jueves, 24 de febrero de 2022

Crimen organizado



La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recortes de azulejos incrustados al azar y cubierta por un mantel que caía por los lados. Por debajo se sostenía con una columna a la que Juanchi, sigilosamente se aferraba igual que una cría de chimpancé se aferra a su madre.

Un terremoto en las tripas lo llevó a dudar de su propósito y lo tentó la idea de huir; pero desistió por la fuerza después de que Anselmo Martínez se presentase con su aperitivo, y un cigarrillo que fue fumando sin el menor apuro. Juanchi se secó el sudor que le picaba en los ojos, y recordó el panorama que lo esperaba en su casa, ese mismo panorama que lo motivó a terminar en esa posición un tanto osada e inusual:

 

La casa de Juanchi era de esas casas ambientadas: cuando afuera el clima frío escarchaba el rocío, adentro se podía guardar helado en la alacena junto a la pila de platos; y cuando agobiaba el calor veraniego de enero, se podía transpirar de sólo pestañear muy seguido.

Esa misma mañana, su esposa Yolanda tras calentar el agua para el desayuno, notó cómo la llama de la hornalla se extinguía lentamente sin dejar siquiera, un resto para cocinar el almuerzo. Aunque ese no era el principal inconveniente, sino, que tampoco había nada para almorzar. 

En cinco tazas de plástico vertió agua caliente y la fue tiñendo con un solo saquito de mate cocido. Se aseguró de que sus pinceladas no denoten un verde más oscuro entre las tazas restantes, porque esto daría pie a una riña mañanera que quería evitar a toda costa. 

Abrió las persianas, y de a poco la claridad fue incomodando los rostros de sus cinco hijos hacinados en un colchón de dos plazas, tirado sobre el piso de tierra. Después, aprovechó la calidez del sol para colocar sobre un papel de diario la yerba del mate que usaron el día anterior, así podrían reutilizarla.

Juanchi robó el diario del porche de su vecino y se sentó en el patio sobre un desgastado asiento de Falcon apoyado contra un paraíso. Buscó en la sección de clasificados alguna changa intentando salvar el día, pero en un domingo las posibilidades se reducían a menos diez. Adentro se oía el rezongo de sus hijos que aún seguían hambrientos: un mate cocido y una rodaja de pan no eran suficientes para calmar a esas fieras en pleno desarrollo.

El viento del oeste le trajo la primera oleada a madera en combustión impregnándole a Juanchi una idea absurda, aparejada quizá por la desesperación. Una segunda brisa lo acarició con el irresistible aroma a la grasa fundiéndose. Provenía de la casa de Anselmo Martínez —su vecino de atrás del terreno—, que al desgrasar la carne acostumbraba a tirar esa grasa sobre los troncos recién encendidos para avivar el fuego.

Pasó media hora y Juanchi meditaba con la mirada perdida en algún punto lejano. Cuando lo asechó el mediodía, de un salto se levantó y fue hasta la puerta de su casa. Después de abrirla se quedó ahí parado con las piernas abiertas sin soltar el picaporte: el hambre había transformado a sus hijos en feroces hienas que reían y se atacaban entre ellos como si hubieran perdido la razón. Él tomó aire y rugió como un puma:
    —¡A ver si dejan de romper las pelotas y se callan un poco, che! ¿¡Qué es eso de tengo hambre, tengo hambre... si recién terminan de desayunar!?— el silencio sobrevoló al ver la figura de su padre con la camisa semitransparente flameando, a la vez que el sol, a contraluz, le proyectaba un aura. Por último, agregó:

—Si se callan y no hacen más quilombo, voy a intentar conseguirles asado.

Los hijos mostraban sonrisas de oreja a oreja y no se les cruzaba siquiera imaginar de dónde su padre sacaría plata para tal fin. Pero, Yolanda, que lo miró extrañada, frunció los labios mientras movía las manos con los dedos en montoncito, en señal de «¿de dónde carajo va a sacar asado este hombre?».

Sin dar mayores explicaciones, Juanchi dio la orden de poner los platos en la mesa, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del patio. El tapial medía casi dos metros, así que usó como escalera unos cajones de manzana apilados para espiar al vecino. Desde ahí observó un escenario prometedor: el terreno amplio con el césped recién cortado, cuatro o cinco enanos de jardín, el asador contra la pared de enfrente, el fuego recién prendido y tres tiras de costilla de vaca sobre una tabla que lo invitaban a corromper su dignidad. Pensó en robar las tiras de carne crudas pero sin gas no podría cocinarlas, y prender fuego en su asador lo delataría de inmediato. Así que, tras advertir el posible escondite, voleó ambas piernas y esperó paciente bajo la mesa con las mandíbulas abiertas como lo haría una planta carnívora.

 

Anselmo Martínez tiró la colilla del cigarro, tomó el tenedor y se arrimó a la parrilla para girar las costillas del lado de la grasa. Juanchi dejó pasar el tiempo y al oír cerrarse el mosquitero —después de que su vecino entrara a la casa—, tomó un cuchillo ubicado sobre la mesa y realizó una pequeña incisión en la carne: a Yolanda no le gustaba el asado muy jugoso, y anticipándose al conflicto que se desataría cuando se enterara de dónde provenía ese asado, Juanchi procuró dejarlo unos minutos más para conseguir el punto de cocción exacto.

De un zarpazo agarró las tres tiras de la parrilla y corrió hasta el tapial. Ante la imposibilidad de saltarlo no tuvo más remedio que arrastrar uno de los enanos del jardín y a modo de escalón se impulsó sobre él como si montara un caballo en los westerns de Clint Eastwood. Sin darse cuenta de que estaba dejando claras pistas del lugar por donde había escapado el ladrón.

En su casa los platos ya se ubicaban en posición según lo había encargado, y los hijos aguardaban la promesa de su padre. Finalmente, se abrió la puerta y el aroma era un espíritu que se les embutió en el cuerpo dejándolos boquiabiertos. La mirada de Juanchi reflejaba unos ojos vidriosos y los orificios nasales se le habían dilatado como si aguantara las ganas de llorar por la emoción de haber traído comida. Pero no se debía a nada de eso, sino, que aún se podía oír el crepitar de la grasa en las tiras de costilla, y eso sin dudas le estaba ocasionando quemaduras de primer grado.  

Yolanda puso sobre la mesa una ensaladera con lechuga, y le sirvió dos costillas asadas a cada uno. Ante semejante exquisitez, los hijos rasgaban la carne con las manos y gruñían como perros que protegen su comida.

Cuando Juanchi estuvo a punto de sentarse, oyó que afuera golpeaban las palmas. Se levantó y fue hasta la puerta mientras se iba limpiando las manos en el pantalón. Ahí lo esperaba Anselmo Martínez con cara de tener pocos amigos, acompañado por un uniformado.

—¿¡Cómo pudiste!? —dijo Anselmo y lo señaló con el índice—. Ese es el desgraciado que me robó la comida. ¡Arréstelo, Oficial!

El Oficial miró con indiferencia a Juanchi, y después de acomodarse el cinto, le dijo:

—A ver.  Me va a tener que dejar pasar para que hagamos la inspección —. Juanchi se dio vuelta tras disimular un sonido como de oso. Y, antes de abrirles la puerta les dijo:

—Me van a tener que perdonar por el despiole, pero mis hijos son unos animalitos.

El Oficial y Anselmo entraron al comedor. En la mesa sólo había platos limpios, sin rastros de carne ni grasa ni huesos ni nada. Siguieron revisando minuciosamente cada recoveco de la casa incluído la basura y no hallaron ninguna pista que insinúe siquiera la existencia de un huevo duro. Para esa hora ya era demasiado tarde. Las cinco fieras habían devorado toda la evidencia.


viernes, 7 de mayo de 2021

El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud, mi abuelo se me acercó después de tomar un café y me dijo:  

—Cuidado como tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920:

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien, en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparentada donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino, que aparentaba más.   

Durante la juventud su aspecto había lucido un gran cuidado y nunca le faltaron amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas le daban fama de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia, que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seductor. Al caer la noche partieron juntos a su rancho, perdiéndose entre besos ardientes y caricias. Al despertar a la mañana siguiente y notar en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le incrustó en la panza. Con total desprecio le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche.  

Después de ese episodio algo raro sucedió.

No se sabe bien que pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el cabello se le tornó gris y se le fue cayendo de a poco. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual más que un hogar, se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés por su apariencia poco atractiva, y sus aires de Don Juan quedaron sepultados bajo capas de desprecio.

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir ya tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se olvidaron de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de Aspirinas, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revolver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. No había en el campo ramas que no cedieran a su peso, en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión. 

Un día golpeó a la puerta de Nazareno, una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela encontró una caja de zapatos con fotos de él y otros objetos. Ella le dijo que esa caja era la razón por la cual se encontraba ahí, para entregársela personalmente y de seguro él sabría qué hacer.

Nazareno agradeció asintiendo con la cabeza. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó el contenido. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, varios alfileres y sustrajo las fotos donde aún se lo veía vigoroso. Después, desechó el resto de los objetos dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en su rostro. Pero muchos otros, aseguran que ese joven era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese comenzar de nuevo; pero supongo esta vez, que fue incapaz de herir los sentimientos de otra mujer.

miércoles, 7 de abril de 2021

Kriptonita



Complexión física impenetrable como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía kriptonita que lo detuviera. Me arriesgo a decir, que era invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso tomar el picaporte, pero del otro lado Rosalía, su esposa, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y la presencia de ella lo sorprendió, pero aún más, lo sorprendió el tono de sus palabras:

—¡Pero decime vos, sinvergüenza! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... Nonono, yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que tanto te gusta. Vinieron Martín y Sofía a cenar, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su abrigo en el perchero y acomodaba sobre la silla su capa y las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —Retruco Rosalía acompañando con ademanes de sus brazos— Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, si no se descarrila un tren o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema fue que un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados y tuve que socorrerlos. Imagináte todo el tráfico bloqueado, amor. 

—Y encima me decís amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido. 

 

El amor los había sorprendido tres años atrás. El avión de negocios Piper Chieftan PA-31-350 con rumbo a Colonia Caroya albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales y su secretaria Rosalía Llorens que, tras una larga noche con amigas, dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores al toparse de frente con una bandada de patos sirirí.

El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que ante el desconcierto buscó abrochar su cinturón de seguridad. Pero, su gesto se detuvo al notar que ambos pilotos atravesaron con prisa el pasillo y, tras abrir la puerta trasera, se arrojaron del avión con los únicos paracaídas a bordo.

El viento entró con la fuerza de un tornado y desató el caos. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que al día de hoy, no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y lucecitas de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos—, se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio. El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él solo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados más íntimos notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto volador. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía. El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Él volaba hacia Córdoba Capital, por un reconocimiento que se daría cita en el estadio de Instituto. La condecoración se suscitaba tras haber ayudado a la barra brava de ese club, cuando el colectivo que los trasladaba a Villa Rumipal pinchó una goma y no tenían rueda auxiliar. El evento, sin demasiada repercusión se haría efectivo en el entretiempo entre el equipo local y Tristán Suárez, que por ese entonces peleaba por no descender. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”: El Inspector, que olía a quinientos metros si un auto tenía la VTV vencida; El Negro Anaconda que tenía “grandes” poderes; y Piojito, cuyo único poder consistía en sacar los chinchulines y la tripa gorda a punto.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que sólo encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de Julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad intentando, sin suerte, conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer lo asediaban en su mente una y otra vez. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol en la pileta, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo casi con certeza, quién era la culpable de sus debilidades.

viernes, 6 de noviembre de 2020

El hombre que caminó en la luna.


Imaginen la experiencia de observar a través de una ventanilla, el hábitat que alberga millones de habitantes encogerse de a poco hasta quedar del tamaño de una pelota de fútbol. Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a un cohete espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque si el viaje fuese por un medio seguro, quizás una línea de subte o de colectivo, harían colas por sacar un pasaje si el destino fuese la luna. Y tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar, inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado, donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, color, aroma y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea a cuestas que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia. Aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes, que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos estacionados a corta distancia, de manera tal que, desde una esquina a la otra se pudiese caminar por sobre los vehículos sin tocar el suelo.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allí iba, saltando obstáculos con el sonido de fondo de la chapa quejándose; rompiendo lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que se haga presente la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque no vio que, a un costado en la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba su dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, su mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo, ni reflejos, para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño. Una vez que aterrizó lo tomaron de un puñado de mechones y las trompadas sobre su cara eran meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la salvedad, que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos, mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase Recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que, con duro trabajo, solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.


domingo, 25 de octubre de 2020

El Machoman



Dos Dacimento Rumao era el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la más exigente jamás conocida.

Como contraparte de esta historia se hallaba Celestino Almirón, sentado detrás de su escritorio y leyendo el diario La Gambeta. Al llegar a la sección de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao con el cuerpo fibroso. Celestino, se asombró al ver que ese hombre tendría casi su misma edad cuando tomaron la foto en la que ganó esa competencia. Fue inevitable bajar su mirada y enfocarse en las migas desgranadas del hojaldre de un cañoncito con dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza. Después retomó la lectura en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida diez años atrás. En esa nota además remarcaba los ciento veinticuatro competidores que, con cincuenta años, fracasaron en el intento por destronarlo; dato que sin duda acrecentaba su leyenda.

Celestino volvió a posar su mirada sobre esa foto, se recordó en su juventud demostrando sus dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de oficinista. Cerró el diario y continuó con su trabajo, pero durante toda esa mañana una sensación inusitada se le adhirió como un abrojo: esa necesidad de tener algo que hacer, aunque no sabía bien qué.

Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño y se sentó en el inodoro para macerar pensamientos. Se vio al espejo, detectó entradas en su frente, el pelo canoso, patas de gallo y se descubrió la papada: fue verse en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante era esa nota en el diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo lograría su objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.

Disponía de dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.

En los primeros nueve meses pudieron verse resultados tangibles. Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio tonificó esos músculos flácidos, acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol 5 con sus amigos. Cada día, le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y por una cuestión de infraestructura, lo más complicado, era nadar; pero se las ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton, y con sus amigos.

El día del Machomán al fin llegó. Celestino, con el número 248 escrito en un brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros tantos competidores. El disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público, los acompañó en los primeros metros hasta llegar al borde del lago Pinto, de cuatro kilómetros de ancho. Celestino arrancó inspirado con su estilo crol, sincronizando brazadas y tomando aire por uno de sus lados. Casi llegando a la mitad se lo notó fatigado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado estilo “perrito” lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo también, la gracia.

Al llegar a tierra firme se calzó, tomó su bicicleta y se largó a pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del Brazuca, al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda suelta al trote. 

Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin darse cuenta de que, por culpa de la humedad de sus calzas y un poco de arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una extrañeza muy pocas veces vista —podía pasar un perro caminando entre la apertura de sus piernas. 

Faltando menos de dos mil metros, y ante la imposibilidad de continuar con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la carrera. No le quedó más alternativa, que llevar sus brazos por detrás, e introducir con delicadeza sus manos por dentro de la calza, y ayudarse con las yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando las aguas del mar rojo. Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo observó atónito. Algunas madres, tapaban los ojos a sus hijos, y hasta pudo advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente, Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo en ese mismo instante, que no se encontraba ahí para rescribir la historia, ni para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.

jueves, 15 de octubre de 2020

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

    Se quitó los lentes. Giró. Y el reflejo desde una ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros —, fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que ahora le apuntaba a la sien. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

    

    Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle la experiencia a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.    

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

     OBJETIVO.

     Nombre: desconocido

     Edad: 32

     Estatura: 1.73

     Apodo: Firewall.

     Oficio: Ingeniera en sistemas.

     Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

     Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

    —¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos de mierda.

    Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en realizar escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más, teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

    El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

    

    Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

        No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

    También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

    Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.
    —El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.
    La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

    En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo debilitaba, lo hacía ver vulnerable, casi humano; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

    Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

    El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

    ¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

jueves, 8 de octubre de 2020

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía entre las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles enfrente de su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su cuarto. Él suponía que la luz ahuyentaba esa oscuridad y confiaba en que esa era la única manera de mantenerse a salvo.

Esa noche su madre antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú. Aunque sabía con certeza cuál sería su elección: Milanesas con papa fritas, y queso cheddar fundido.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá que era más permisivo para con sus caprichos, y juntó las manos a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué pasa cuando te llenas mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y para complacerlos asintió con la cabeza, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse el encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias pero, al final, cedieron.

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? es el perchero con el gorro y tu campera.

—¿Y el ruido ese de afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho y se volvió a acostar. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres para entregarse al roce de los cuerpos. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del placard se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado, abrió los ojos en la oscuridad conteniendo la respiración e intentando reconocer alguna silueta entre las penumbras. No demoró en llamar a gritos a sus padres, pero no le respondieron. El sonido de su voz parecía quedar atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto tomó las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor la lámpara no se prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía darle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba entre las sombras de su cuarto.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la incertidumbre. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que sus sábanas, de a poco, se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo, primero descubriendo su cabeza, los hombros y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se las tragó la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas cerró los ojos rogando que sea un sueño.

Una sombra como la brea, devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un solo movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar a la pieza. Al verla, Martín saltó de la cama y se perdió entre su camisón. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él explicó de los hechos. Después lo abrazo y calzó la cabeza de Martín contra su pecho murmurando al aire, preocupada: Te dije que no te sirvieras de nuevo, te dije...


jueves, 1 de octubre de 2020

No se juega con la comida


Julián se despertó por la angustia de un mal sueño, pero a diferencia de otras veces el abrir los ojos y saberse libre de ese encanto no ahuyentó su malestar. Miró en la habitación de sus padres, pero ya no estaban: debían de haber comenzado la jornada de trabajo. El sol aún se ocultaba, y afuera las paredes murmuraban quejidos cuando el agua hirviendo recorría las viejas cañerías de bronce. Sobre tensos alambres colgaban ganchos de acero, y en el cuarto en donde todos los días se desnataba y se preparaba la manteca, las cuchillas y la chaira aguardaban impacientes sobre una mesa de madera

 Julián se asomó de curioso, nomás. Vestía unas bombachas de corderoy y zapatillas de luces con abrojos. Contempló ese escenario como otras tantas veces: la cadena rodeando el tronco, enganchado en lo alto el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, un balde de plástico y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— recostados bajo el ombú. 

La peonada se acercó para dar una mano. Prendieron fuego, y un caldero de hierro fundido comenzó a entibiarse el agua. A un costado entre las primeras brasas la pava cubierta de hollín dio inicio a los primeros mates. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó que esa chancha tendría las horas contadas. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse. 

La relación entre ellos dos se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía lo que mide un cuis o un ratón. En aquella paridera cubierta con chapas, ella pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba, mientras le acariciaba la franja blanca que le cruzaba el lomo entre la negrura.

—Ay m’hijo... —Se lamentó su padre la noche anterior Quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo. 

Si bien no se elige con quién amistarse era cierto que, en los papeles, esa chancha no era de julián, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros: únicamente reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián cuando la llamaba a la distancia y disfrutaba pasearlo en su lomo por la ensenada de los caballos. Era mansita casi siempre. ¡Salvo cuando tenía cría! Supo ahí el significado de la frase: más mala que una chancha

 

Julián trepó a un paraíso y desde ahí, a lo lejos, logró verla. Los peones la arreaban de a pie, con dos sogas que le cinchaban el cogote. Caminaba pausada, arrastrando con pereza su gordura. Se detenía cada tanto a relucir las mañas, pero entre los gritos y el revoleo de ponchos conseguían que diera unos cuantos pasos más, para volver a detenerse. Julián quería silbarle para... no sabía, en verdad, para qué. Tal vez, para espantarle el temor y se sintiese acompañada. De lo que sí creía estar seguro es que, de silbarle, la estaría guiando a su inevitable final y prefirió callar.

No bien pudieron traerla, una manea se le enroscó en las patas traseras como una yarará. Tras enganchar el aparejo en la manea, entre cuatro peones se aferraron firmes a la soga y tiraron con fuerza para izarla como a una bandera. Los gritos de Pancha se hicieron eco en los silencios de la mañana, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor. No sabía qué hacer, aunque a esa altura ya no se podía hacer nada. 

 Un paisano se acercó con timidez hacia la Pancha. El trinar de gorriones se amainó de golpe y los perros agacharon la cabeza presintiendo que algo malo estaba por suceder. La densa niebla se mezcló con el humo del cigarro. El paisano extrajo el facón de su vaina, pero sin voltear hacia arriba para no verlo: se imaginó como ese par de ojos nuevos estudiaban con desprecio cada uno de sus pasos. Sólo un padre conoce, realmente, el sufrir de un hijo.

El paisano apoyó su rodilla sobre la tierra humedecida por el rocío. Hizo una pausa sin tiempo. Conocía muy bien su labor de verdugo: agarrar el cuchillo por el cabo, cerrar el puño firme y entrarle por el cogote empujando la carne hasta traspasar el corazón. 

La Pancha lo olfateaba y lo miraba sin pestañear. Quién sabe qué sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que una vez le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el facón? Él no permitió que la duda lo ablandase y pensó: “lo mejor es no saberlo”.

Una estocada seca desató el alarido de Pancha. Julián cerró los ojos y se cubrió la cara como intentando atajar las lágrimas que ya corrían por sus mejillas: no quería llorar frente a ellos. La sangre cayó a chorros, y Barbucho en un intento trunco por meter su hocico recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.

El paisano no le respondió y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro y con pitadas largas lo fumó como si en ese acto de soledad se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando, lentamente, hasta quedar postrada con la mirada fría. 

Desde la casa, la madre lo llamó: 

—¡A cambiarse Julián, que se te hace tarde para ir al cole! 

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga y bajó del árbol. Con desgano se puso el guardapolvo y se llevó la mochila a la espalda. Ya sentado en el transporte escolar, apoyó la cabeza contra la ventanilla y se aferró al único consuelo posible de todo aquello. Sabía que, al regresar del colegio, su madre lo esperaría con un buen pan casero con chicharrón, chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...