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martes, 4 de agosto de 2020

El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, y aunque sea una frase un tanto trillada, cómo imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo, tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble, como lo es el fuego... No cabe ninguna duda que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o algún animal prehistórico para asarlo al calor de las llamas y festejar semejante proeza con su gente.

Tomándolo sólo desde una perspectiva conceptual y un tanto fría —como podría ser la culinaria—, diría que no demanda un análisis exhaustivo. Por lo que, claramente podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón y se mezclaría en algún cajón, junto a las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto diría, que es un eslabón indispensable para que todos los ingredientes permanezcan en completa armonía. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para que les digo a qué hora venir si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen justo a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben ser primos o compartan algún parentesco por los sentimientos que ambos despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas, esas que se expresan para lograr una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque obligan de cierta manera, a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis meticuloso, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse a ciegas, sino, literalmente cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja los primeros bollos de diario o pequeñas ramas, y disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por el resto de sus días. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En que asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero no hace falta que el viento sople en la espalda o las tostadas caigan con la mermelada hacia arriba, también se amolda para esos días cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Nos ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con los afectos y con uno mismo. Por eso, cuando tus amigos o familiares te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí sobre tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, hoy yo pongo la casa, vengan todos a comer acá.

 

Marcelo Villafañe


lunes, 22 de junio de 2020

La fuerza interior...




Pepe salió esa mañana de sábado a lo del mecánico. Hace una semana que fallaba el encendido de su camioneta en esos primeros fríos de invierno y tras un cambio de batería, tomó la ruta con dirección a la estancia Los Cuervos, donde lo esperaba una reunión culinaria entre amigos. 
Llegó cuando el rocío comenzaba a bajar y el fogón pavoneaba sus llamas. El mate giraba en sentido de las agujas del reloj, mientras cincuenta centímetros de salamín en rodajas, esperaban en una tabla junto al queso; todo ello, acompañado de pan con chicharrón.

Al mate, lo desplazó el vino tinto y la cerveza. Se continuó la picada, incorporando unos maníes, aceitunas verdes y unos porotos en aceite. El Alemán, era el cocinero oficial de aquél día. No le simpatizaba cocinar a la brasas, era más del gas, porque así acostumbraban sus ancestros. Tampoco era la primera vez que se preparaba esa bagna cauda con quince cabezas de ajos y un kilo y medio de anchoas para ocho comensales. Era una piña de Tyson al hígado y todos tenían pleno conocimiento de ello. La invitación llegó dos semanas antes, por si alguno quería pedir un turno al doctor Rossettini, que era el único doctor disponible en todo el pueblo. Dado que podría tornarse un menú peligroso si los agarraba con las defensas bajas.

A las diez treinta, un pan casero recién horneado, se dio cita con una mortadela frita revuelta con huevos y pedacitos de panceta ahumada. Parecía la forma más propicia para acortar la espera. A esa altura, se hacía cuesta arriba mantener la postura de los noventa grados copiados por la forma de la silla. Más bien, eran unos ciento veinte, por la compresión que sufrían el resto de los órganos, mientras el estómago ganaba espacio con cada bocado. Pepe sentía como las estrías le surcaban la piel y no tuvo más remedio que correr dos agujeros, el cinto de su pantalón. 

Tras una pausa prudente, se prepararon milanesas, ravioles; se cortó repollo y gran variedad de verduras hervidas, quizá lo único saludable en todo el menú de ese día. Al finalizar, esa preparación se transformó en una crema espesa, de color canela, por el negligente uso de anchoas y en su punto máximo de ebullición, el hedor que emanaba de esa olla Essen, ahuyentaba los parásitos a cien metros a la redonda. Podría concluirse, que era la Nagasaki de las bagna caudas.

Las camisas abiertas dejaban ver esos pupos deformados, de tal manera, que podía calzar una moneda de cinco pesos argentinos sin ningún tipo de obstrucción. Finalizado el banquete, luego de una sobremesa extendida y palpitando la entrada del sol, de a uno, se fueron retirando. Pepe tras saludar, subió a su camioneta, colocó su cinturón de seguridad, dio arranque y el motor encendió sin problemas. Así que, con buen ánimo, encaró esos caminos de tierra y guadal. 

A pesar del frío, el sol de las cinco de la tarde entibiaba el vidrio de su ventanilla. Quiso encender el aire acondicionado para contrarrestar los síntomas de la modorra, pero no respondía, estaba mudo. Para males, el remolineo de los intestinos que parecían agitarse como una manguera de bomberos fuera de control, alentaban las contracciones sobre su colon, similares a las de pre-parto y le obligaban a localizar un baño de manera urgente.

En una maniobra repentina por esquivar un pozo enorme, el torso de Pepe se ladea hacia un costado y el cinturón que se traba, ejerce presión sobre la boca del estómago, dando rienda suelta a unas treinta libras de flatulencias, que salieron en un resoplido estruendoso. Automáticamente se empañaron los vidrios de tal forma, que fue necesario frenar la marcha por la escasa visibilidad y en ese instante el motor se paró.

Similar a los efectos de una granada —transcurridos diez segundos—, el aire se envició de tal forma, que el brillo del tablero comenzó a opacarse, y se pudo apreciar como la base cromada del espejo retrovisor, se iba herrumbrando por el solo contacto con los gases ácidos expulsados de su sonoro esfínter. Rápidamente Pepe, al recordar la falla en el aire, intentó bajar los vidrios automáticos desde las teclas ubicadas en su apoyabrazo, pero éstas no respondían, al igual que las puertas, que permanecían trabadas por una falla en el sistema de apertura. Se adueñaron de él, pensamientos perturbadores hacia la madre de su mecánico. Era como si el destino le jugara una broma pesada, mientras su instinto de supervivencia hacía lo imposible por contener la respiración.

La desesperación entró en juego, tras varios intentos fallidos por querer bajar los vidrios empañados con sus propias manos. Dando una imagen externa, similar al de una película erótica. Se encontraba en una encrucijada porque, en cada intento por ganar la libertad, ese esfuerzo sobrehumano, también liberaba gases resumideros, que solo empeoraban más el panorama. Su cara, de un tono mezcla de rojizo tirando a morado, daba indicios del final de su resistencia. Luego de cinco extenuantes minutos y antes que sus ojos se terminen por salir de los orificios oculares; esos cachetes inflados soltaron el poco aire que le permitía subsistir en esa atmósfera de flatulencias.

Arcadas de asco y lagrimones, salían de sus ojos ante semejante podredumbre. En un último suspiro por aferrarse a la vida, lanzó un codazo, pero los vidrios con laminado de policarbonato solo hicieron que su codo se fisure. Mientras que de a poco, se desvanecía por el aire pestilente que inundaba sus pulmones. En un acto de lucidez, metió su mano bajo el asiento y sacó el matafuego. Apoyado de espaldas sobre su puerta, acerco aquel objeto contra su pecho, como tomando carrera, y lo lanzo con todas sus fuerzas sobre la ventanilla opuesta. Con tanta mala suerte, que dio de refilón en el marco metálico y una chispa insignificante, produjo una reacción explosiva, ante todo ese gas metano concentrado en la cabina, que hizo que la camioneta volara por los aires tres metros y dé varios giros hasta caer nuevamente sobre su chasis, dejando una estela de fuego y humo, que algunos pudieron divisar desde varios kilómetros. 

De Pepe no quedó ni el polvo, ante semejante reacción petarda, solo se pudo recuperar la hebilla fundida de su cinto. Por lo que, en su velorio, cada uno llevó un objeto para recordarlo. La mayoría dejó una foto, varias cartas, algún comprobante pagaré. Lo más raro, fue un muñeco Topo Gigio, que seguramente rememoraba sus prominentes orejas que sobresalían de su rostro, quizás por algún inconveniente cuando el doctor lo extrajo del útero de su madre.

Pasaron cinco años de aquella desgracia. De cuando Pepe padeció la crueldad, de su yo interior. En su conmemoración, mañana sus siete amigos se vuelven a juntar como aquella vez. En este intenso frío de Julio, llegarán temprano para aprovechar el día. Recordarán anécdotas de su viejo amigo y cuando el cielo se ponga rojizo, partirán de la estancia Los Cuervos, cada uno en su vehículo, pero seguramente, con los vidrios bajos.




Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...