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jueves, 8 de octubre de 2020

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía entre las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles enfrente de su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su cuarto. Él suponía que la luz ahuyentaba esa oscuridad y confiaba en que esa era la única manera de mantenerse a salvo.

Esa noche su madre antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú. Aunque sabía con certeza cuál sería su elección: Milanesas con papa fritas, y queso cheddar fundido.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá que era más permisivo para con sus caprichos, y juntó las manos a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué pasa cuando te llenas mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y para complacerlos asintió con la cabeza, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse el encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias pero, al final, cedieron.

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? es el perchero con el gorro y tu campera.

—¿Y el ruido ese de afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho y se volvió a acostar. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres para entregarse al roce de los cuerpos. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del placard se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado, abrió los ojos en la oscuridad conteniendo la respiración e intentando reconocer alguna silueta entre las penumbras. No demoró en llamar a gritos a sus padres, pero no le respondieron. El sonido de su voz parecía quedar atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto tomó las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor la lámpara no se prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía darle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba entre las sombras de su cuarto.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la incertidumbre. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que sus sábanas, de a poco, se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo, primero descubriendo su cabeza, los hombros y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se las tragó la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas cerró los ojos rogando que sea un sueño.

Una sombra como la brea, devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un solo movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar a la pieza. Al verla, Martín saltó de la cama y se perdió entre su camisón. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él explicó de los hechos. Después lo abrazo y calzó la cabeza de Martín contra su pecho murmurando al aire, preocupada: Te dije que no te sirvieras de nuevo, te dije...


lunes, 10 de agosto de 2020

La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera heredada de su abuelo, que Úrsula usaba a menudo y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras veces observaba su jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se subía a su falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba esa impresión un tanto siniestra, de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaron desde veredas opuestas, y cuando se dio cuenta que su compañía en verdad le quitaba el peso de la amargura, una vez a la semana iba al edificio a tomar el té.

Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida.

Llegó ese día ella golpeó a su puerta, pero Saúl ni se había bañado. Y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino, porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


jueves, 23 de julio de 2020

Una pausa



Usted camina furioso, nadie imagina lo que está a punto de hacer. Su rumbo es conocido, ha visitado tantas veces esa casa que podría describirla en detalle como si fuera suya. Su ánimo colérico se originó tras colocar dos medidas de café molido y agregar agua en su cafetera express, mientras escuchó perplejo aquello que vos le contabas avergonzada entre lágrimas. Ese secreto oscuro e insostenible que te mantenía abstraída desde hace unos meses. Sabiendo que, de aquel episodio desgarrador, se gestaba una vida en tu vientre de niña. Usted se apoyó sobre la mesada con sus puños apretados, bajó la cabeza y cerró con fuerza los párpados, intentando darle un cause al dolor. Su respiración se aligeró, resopló con bronca y el aire se filtró entre sus dientes apretados. Encendió la cafetera y te pidió a vos que cuando el café esté listo, le sirvas un pocillo chico con dos cucharadas de azúcar. Del cajón de los cubiertos usted tomó un cuchillo y se abrió camino con paso enérgico. Queriendo erradicar cuanto antes de su cabeza, esa confesión que le carcome la conciencia, que enciende su odio más primitivo, y que ahora comanda su accionar.

Usted no comprende como su amigo de la infancia, fue capaz de ultrajar esa flor tan delicada, de raíces frágiles. Arrebatándole de una manera perversa los restos de tu niñez. Usted sabe que el daño es irreparable, ni el deseo del olvido, podrá deshacer esas marcas. Como la imperfección en una obra de arte, esa pincelada desacertada capaz de cambiar el rumbo del destino, si es que alguien o una fuerza mayor, se divierte escribiendo de antemano semejante aberración. Usted continúa aturdido, no consigue colocar en la balanza los pormenores de lo que está a punto de acontecer. Mientras, lo piensa a él leyendo en el living de esa casa, plácido, reconfortándose al calor del hogar, sin sospechar siquiera, que vos te atreviste a decir lo que te ordenó callar, ese que iba a ser tu pequeño secreto compartido, porque no volvería a suceder, porque usted se pondría triste y te culparía de arruinar su vida.

En ese andar no registra entorno alguno. No ve casas, ni álamos sin hojas, ni autos estacionados. No percata siquiera los buzones al costado de la acera, ni siente el frío gélido del invierno que avecina. Tampoco lo ve a Mario el cartero, que pasa a su lado con la mano tendida en lo alto en ese saludo no correspondido; y no es por ser mal educado, porque usted es una persona instruida, asistió a las universidades más respetadas, su trabajo es bien remunerado y proviene además de una familia de clase, esas familias correctas. Usted no lo saluda porque no puede, porque es incapaz de contemplar su presencia o la de cualquier otro individuo. Porque ese dolor lo enceguece por completo. El impulso que lo mantiene en movimiento es tan vehemente que no da lugar a la razón, siente que camina por un túnel donde solo se visualiza el otro extremo, el de esa puerta, que se agranda con cada uno de sus pasos.

En ese trayecto la mente le compone formas delante suyo, como esas cuando vos dabas los primeros pasos con tu risa contagiosa, pero rápidamente se diluye a medida que usted sigue avanzando. Luego te presentas nuevamente, esta vez más grande. Caminando con el guardapolvo blanco y tu mochila estampada. Por un momento el fuego se apacigua y la nostalgia lo ablanda, hasta que apareces con tu vestido de quinceañera, ambos bailando el vals y usted se detiene, solo para disfrutarla. Ese recuerdo aparenta ser real, pero esa imagen que lo dista de su cometido, se esfuma como el vapor que emana de la alcantarilla y todo vuelve a ser gris y tormentoso. Es poca la distancia por recorrer, para llegar a donde él supo jugar con vos años atrás, cuando usted lo visitaba cada tanto y se quedaba a comer o a beber un taza de café para acompañar una charla. Donde él te cargaba en brazos, donde te acariciaba tus rizos, donde te miraba con buenos ojos, o así lo creía usted.

La vida los vio crecer, siempre amigos, siempre incondicionales, pero eso a usted no lo frena, no mitiga su sed de venganza. Al contrario, solo alimenta su locura, porque su mente es cómplice de su juicio. Una especie de mal consejera, de voz cizañera que lo alienta con recuerdos de tus palabras sentidas: de aquel forcejeo inútil, de tu llanto precoz, de la mano de él tapando tus súplicas, de esa lengua áspera y olorosa deslizándose por tu mejilla, barriendo la inocencia pulcra de tu piel. De esos besos no correspondidos, de ese acto repulsivo y su bronca se torna incontrolable. Apura su marcha, porque no resiste, porque ese odio lo hará estallar por dentro sino no lo escupe de una buena vez. Porque no pretende otra justicia divina que no sea la suya, la de su propia mano. Hasta que finalmente sus pies tropiezan contra el cordón y en cinco pasos se detiene frente a la puerta.

Golpea tres veces, tres pausados e intensos golpes. Cuando usted observa girar el picaporte, lleva su mano a la espalda donde esconde el cuchillo. Él asoma ese rostro sorprendido, con la sonrisa forzada ante esa visita inesperada, y antes que sospeche su intención, usted coloca su mano libre sobre el hombro de él. Y mirándolo fijo, sin siquiera emitir palabra, clava su primera estocada certera al abdomen. Los ojos del que alguna vez fue su amigo se llenan de desconcierto, abriendo su boca, conteniendo el aire, frunciendo el ceño. Usted saborea el placer que le produce ver ese sufrimiento, es como un narcótico y entonces estalla el éxtasis. Una y otra vez ese cuchillo se clava abriendo heridas letales hasta que el cuerpo cae en el piso del living y usted no satisfecho con ello, se zambulle sobre él, como un ave de rapiña y continúa su festín desenfrenado. Hasta por fin, conseguir el desahogo de toda esa furia contenida, recién cuando siente el pleno vacío. La escena es macabra. Las paredes blancas atestiguan ese salvajismo. Usted se incorpora despacio y da media vuelta. Se quita la sangre de la cara y el cuello, con las mangas de su camisa, y como si nada hubiese ocurrido camina de regreso a casa, calmo, sin culpa ni arrepentimiento. Sus vecinos lo observan paralizados, no se animan siquiera a preguntarle si esa sangre que lo cubre es suya o de alguien más. Nadie imagina lo que está a punto de hacer, solo usted tiene la certeza, que al llegar a su casa, su hija le habrá preparado en su cafetera Express, un café con dos de azúcar.

jueves, 25 de junio de 2020

Conciencia limpia.


Siempre pensé que lo psicólogos son para los locos y las mentes retorcidas, pero acá me encuentro recostado en un sofá, esperando intranquilo desnudar mis pensamientos como una radiografía a contraluz, y temiendo se reflejen, mis secretos más íntimos.

—¿Cuénteme, que lo trae por aquí Ismael? —dijo el psicólogo Ruiz, mientras bajaba levemente su cabeza y me miraba por sobre los lentes. Tal vez esperando deducir el porqué de mi presencia.

—Tengo sueños horribles Doctor —. Le dije frunciendo el ceño—. Cuando consigo dormirme, me irrumpen en las noches y me es imposible descansar .

—¿Y de que se trata ese sueño que lo tiene a mal traer? —me preguntó, luego de tomar nota en su cuadernillo.

—En el sueño soy un niño, Doctor. Podría tener entre cinco o siete años, no más que eso. 

—No se detenga, siga, siga —Replicó con un movimiento circular de su mano derecha.

—Como le mencioné antes, mi cuerpo es pequeño, mis ojos recorren lo que pareciera ser el comedor de una casa, a una altura de poco más de un metro. Y cuando pienso, esa voz interna, también es la de un niño. Camino descalzo, la luz de la calle se insinúa a través de una ventana y riega claridad mostrándome la ubicación de algunos muebles, pero necesito de la ayuda de mis manos para desplazarme. Ubico el interruptor en la pared, pero al presionarlo no funciona. Escucho mis propios latidos y algo me dice que tengo que salir urgente de allí, que no es seguro.

A la distancia oigo débiles ronquidos. Camino con cautela para no delatarme. Llego al principio de un pasillo y voy tanteando las paredes hasta que el ronquido se torna insoportable. La puerta permanece entreabierta y me asomo en la negrura de lo que parece una habitación. Se presenta ante mí una figura extraña y tapo mi boca con ambas manos, para contener el grito, pues, es solo un perchero viejo del que cuelga un sombrero y un sobretodo. Me toma unos segundos recobrar el aliento. Sobre la cama se distingue una silueta de gran tamaño. No me detengo. Continúo por ese pasillo hasta toparme con sillones abullonados, en lo que parece ser un living. Con mis manos rozo sin querer una lámpara de pie, y  la enciendo. La luz me apuntala la salida. Corro hacia la puerta y quito las cuatro trabas, pero, además está cerrada con llave. Y por más que mi ansiedad se desvive por encontrarlas, no las ubico por ningún lado. Solo imagino un lugar posible donde puedan estar...aquel sobretodo en el perchero de la habitación.

Sé que es arriesgado, pero no veo otra salida. Vuelvo sobre mis pasos. La incandescencia de aquella lámpara se filtra por el pasillo y me facilita la visibilidad. De golpe, los ronquidos se detienen y con ellos, mis pasos. Transcurren cinco segundos o cinco horas, no lo sé, parece eterno. El miedo me paraliza y cuando creo que todo está perdido, el ronquido se reinicia.  Continúo en puntas de pie hasta llegar
 a la habitación. Respiro hondo. Junto valor y doy unos pasos hasta llegar al perchero. Cada tanto algún quejido surge de ese montículo de sábanas, de ese monstruo que duerme boca arriba. Yo introduzco mis manos en los bolsillos del sobretodo, imaginando que ante el mínimo error que cometa, él notará mi presencia. Finalmente, del bolsillo derecho extraigo un manojo de llaves que sostengo con suma delicadeza, para evitar que el choque entre ellas no lo despierte, pero mis manos resbalosas, impregnadas de horror, las dejan caer y una voz borrascosa irrumpe:
      
—¡¡Quién anda ahí!!

Tomo la llave y salgo corriendo. El ruido de mis talones retumba en el pasillo y llego a la puerta de salida con poco más que ocho llaves por probar. Mi pulso tiembla y debo guiar el movimiento con mis dos manos, mientras oigo sus pasos provenientes de esa habitación.

—¿¡A dónde crees que vas!?— dice una voz proveniente del pasillo.

Volteo y una sombra enorme se acerca caminando. En un acto desesperado, sostengo la única chance de esperanza que me queda y al intentar girar esa llave, da dos vueltas y la puerta se abre. Pongo uno de mis pies afuera, pero el soplido de su respiración ya se encuentra en mi nuca y siento desvanecer, tras un golpe en la cabeza, pierdo la conciencia. 

Cuando consigo abrir los ojos estoy atado de pies y manos, adentro de una bañera con la boca tapada y me duele el cuello. Escucho el acero mellarse y rompo en un llanto sin sonido imaginando lo peor. Intento zafarme pero mi brazos son demasiado débiles. Oigo como se aproxima y de un sopapo corre la cortina. Me dice: 

—¡No debiste intentar escapar, mira ahora lo que me obligas hacer! —, y se arrodilla a mi lado. 

Con una mano presiona mi pecho, mientras que la otra se iza en lo alto, empuñando una cuchilla. Yo cierro los ojos y mis gritos no escapan de ese baño. Paro cuando los vuelvo a abrir, una cortina roja nos separa. Quiero respirar, pero me ahogo en mi propia sangre y ahí es cuando me despierto empapado en sudor, con los ojos humedecidos y me tranquiliza pensar que sólo fue un mal sueño.      
—Es así casi todas las noches Doctor —Le digo afligido.     
El péndulo de un reloj se hace dueño de la sala, mientras el grafito se gasta contra la hoja. El analista termina sus anotaciones y comenta:
— ¿Algo más que recuerdes? 
— No doctor, eso es más o menos lo que recuerdo.
— Perfecto, creo que por ser la primer sesión, hemos logrado un paso importante— venga la 
próxima semana, y seguiremos analizando su problema —me dijo, acompañándome hasta la salida del consultorio.
Ya más aliviado, sin esa carga perturbadora, liberé mi angustia y al compartirla, ya no era solo mía. Seguí caminando, una sensación de ser observado me hizo acelerar la marcha, aunque en la calle solo se oían mis pasos. Llegué a casa. Antes de abrir, me aseguré de que nadie esté mirándome. Una vez adentro me sentí a salvo. Guardé las llaves en mi bolsillo derecho, me quite el sobretodo y tras colgarlo sobre el perchero de mi habitación, me recosté en la cama y me sentí aliviado, estaba seguro que esta noche podría roncar en paz.

sábado, 6 de julio de 2019

Cuando se apaga la luz


Como en la mayoría de los días laborables, llegué a casa, después de recoger a mis hijos en lo de mi suegra. Preparo la mamadera y nos vamos con Mateo, el más pequeño que tiene tres años, a dormir una plácida siesta juntos en la cama grande. 

Cuando termina su colación nos acurrucamos para contrarrestar lo frío de aquellas sabanas heladas. Nos miramos y él me susurra en su lenguaje codificado —mamá me dite buena notes—. Por lo que se me ocurre invocar una frase, que solía decir mi madre cuando me disponía a dormir después de rezar, —que sueñes con los angelitos— le digo. En ese instante veo en su rostro una exclamación de incertidumbre y ante semejante exclamación no se me ocurre mejor idea, que intentar explicarle que los ángeles nos cuidan por las noches cuando dormimos. Y su cara de incertidumbre paso a un concreto rostro de terror. Pude descifrar, que al no comprender el aspecto que tienen los ángeles, se imaginó que en uno de los lados de su cama, un hombre o un espectro, estaría parado con cara de monstruo, esperando a que se durmiera para arrebatarle el aliento o vaya a saber para qué. Y en ese instante, tomé consciencia del error involuntario que había cometido.

Cuando le comento a su madre tal episodio, me alega que días atrás, cuando cayó la noche, volvió aterrorizado a contarle que había un "mostioen la habitación de papá. Por lo que tuvo que acompañarlo y encender la luz para mostrarle que solo eran los disfraces apilados de mi hija y un gorro con flecos sobre el perchero, que daba un aspecto siniestro para esa mente fácilmente engañable y perturbada por semejante aparición . 

Otro comportamiento que se ha vuelto reincidente, es aparecer en nuestro cuarto durante las noches, acusando tener miedo y reclamando un lugar en nuestra cama, aprovechándose de nuestra pereza y la debilidad de no soportar verlo sufrir. Primero se para en la puerta de la habitación, como un leopardo visualizando algunas cebras, estudia el panorama, junta fuerzas para ir agazapado entre las sombras de la noche que lo atemorizan, pero sabe que a sus espaldas los espera un abismo de sueños retorcidos y ve en esa oscuridad hostil, la única luz de esperanza.

Recordé en ese instante, que eso ya lo viví muchos años atrás en carne propia. Cuando caía la noche todo parecía estar bien hasta la hora de apagar la luz. La claridad de la luna ingresaba por la ventana dejando un escenario aterrador, cubriendo todo de formas fantasmales que eran proyectadas por la ropa sobre las sillas, y la sombra que formaban las ramas de los arboles frente a la habitación. Pero lo que más hacía volar la imaginación, era la puerta entreabierta del placard. Solía abrumarme pensando que en cualquier momento, una silueta con ojos negros color azabache, emergerían de esa oscuridad siniestra, para helarme la sangre y paralizarme el corazón. 

Prendía la luz para hacer un chequeo completo de la habitación, revisaba debajo de la cama, acomodaba la ropa sobre la silla y cerraba la puerta del placard. Volvía a mi cama y luego de apagar la luz, me tapaba hasta la cabeza, procurando dormir abrazado junto a un oso bastante desmejorado que me acompaño por aquellos tiempos. 

Si todo eso no funcionaba - como en el 80% de la veces -  le pedía a mi hermana si podía dejar la luz encendida y si ella accedía, muy sigilosamente cerraba la puerta que que daba a la habitación de mis padres, ponía un trapo sobre el velador para apaciguar la intensidad del resplandor y de esa forma lograba conseguir la seguridad necesaria para conciliar el sueño. Siempre y cuando, no me invadía alguna pesadilla, de las qué al despertar, sentís el alivio y la felicidad, de que toda esa realidad espantosa desaparece con el solo hecho de abrir los ojos.

A los seis o siete años cuando me operaron de amígdalas, mi madre me dijo la noche anterior a la cirugía, que no tendría más miedo y que las pesadillas cesarían para siempre. Sin cuestionar mucho aquella revelación, deje flotando esa idea sin tomarla muy en serio. Lo ilógico de todo esto fue que misteriosamente sucedió así. Como si me hubiesen cambiado el rostro, similar a un agente secreto, ahora poseía otra identidad y lo fantástico de eso es que los monstruos que me asechaban durante las noches, no me podían reconocer. Con tal desorientación, tuvieron que permanecer ocultos en el exilio de las sombras, y no regresaron jamás.

El problema ahora, era lograr entender porque Mateo había heredado los mismos temores. Aquellos que yo solía tener de niño. 

No fue, sino hasta cruzarme con un viejo amigo de mi infancia, que mientras hablamos enérgicamente, desempolvando aventuras juntos, le muestro desde el celular una foto de mi familia y me dice -negro, es igual a vos cuando eras pibe- y ahí supe donde radicaba el problema. Sabía que no era su culpa, ni que todo aquello era producto de su imaginación. Sino que, por el mundo de los espectros nocturnos, se ha corrido la bolilla, de que el niño miedoso que había desaparecido hace muchos años atrás, estaba de vuelta, con un aspecto muy similar, pero en un nuevo vecindario. Y un manto de culpa me abordo por completo, porque en el fondo sabía, por más que me pese, que no venían por él. 

Por eso desde hoy, una luz tenue se mantiene encendida en el pasillo que da a las habitaciones de casa, por simple precaución. Sé que Mateo podrá dormir seguro, porque en efecto los monstruos no existen, al menos, no debajo de la cama y el placard, porque ahí, acabo de fijarme yo.


Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...