Martín sospechaba que algo se escondía detrás de las esqueléticas sombras
que proyectaban los árboles frente a su casa. Aquellas mismas sombras que
coloreaban con susurros las paredes de su habitación. Él confiaba que la luz
ahuyentaba esas figuras fantasmales, y lo mantenía a salvo.
Esa noche su mamá antes de preparar la cena, y considerando que se
acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú aunque sabía con
certeza cuál sería la elección: milanesas y papas fritas con cheddar.
Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de
sus padres no tardó en llegar:
—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de
nuevo te va a hacer mal la pancita.
No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá —que era más
permisivo para con sus caprichos— y juntó las palmas a modo de rezo.
—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué te pasa
cuando te llenás mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.
Martín evadió la advertencia y asintió únicamente para complacerlos,
pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas
en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.
Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente
al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban
del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni
media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su
estómago, se haga sentir.
La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín
intentaron resistirse al encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella
empleaba para narrarle historias, pero al final cedieron.
Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de
esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa.
—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!
—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? El monstruo es el perchero con el gorro
y tu campera colgada.
—¿Y el ruido que oí afuera?
—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le
avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de
trabajar.
No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un
oso de peluche contra el pecho, y volvió a acostarse. Ella aguardó sentada en
un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase
nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la
puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados
del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.
Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto
a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño
profundo.
Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del ropero se abrió. El
quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado ante
tanta oscuridad, contuvo la respiración, al mismo tiempo que intentaba
reconocer alguna silueta. No tardó en llamar a sus papás, pero no le respondieron.
El retumbo de sus gritos quedaba atrapado en una densa masa de humedad, y un
pestilente olor a azufre brotó de la nada.
En un movimiento conjunto agarró las sábanas para cubrirse y contrajo
sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus
brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con
insistencia el interruptor, la lámpara no prendió. Su aliento provocaba
bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que
le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las
sombras del patio». Las respuestas que solía repetirle su mamá eran el alimento
que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo
o alguien merodeaba por los rincones de la habitación.
Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar
la agonía de lo que estaba por venir. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó
cuando notó que las sábanas, de a poco se tensaban. Sintió el lento deslizar de
la tela a través de su cuerpo: primero descubriéndole la cabeza, continuando
por los hombros, y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con
fuerza, se perdieron en la oscuridad.
Abrazado a sus rodillas, cerró los ojos rogando que sea una pesadilla
como tantas otras.
Una sombra como la brea devoraba los destellos de luna que ingresaban a
través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto,
recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su
mesa de luz y en un brusco movimiento la encendió. Con su brazo extendido a
modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro
similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron
retrayendo hasta desaparecer.
Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que
sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las
paredes hasta llegar al cuarto. Al verla, Martín saltó de la cama y la abrazó, perdiéndose
entre el camisón de seda. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él le
explicó de los hechos. Después, le devolvió el abrazo y se calzó la cabeza de Martín
contra su pecho, mientras murmuraba al aire: Te dije que no te
sirvieras de nuevo, Martín, te dije...