martes, 17 de diciembre de 2019

Amor de juventud


Si de amores se escribiera la vida, como cuentas que van formando un collar, podríamos -por dar ejemplos-, acentuar aquellos primeros amores que registramos cuando niños. Ese, que nace del amor incondicional a la mujer que nos dio a luz,  esa teta que serena el sufrimiento de sentirnos indefensos ante un mundo desconocido y hostil, que nos alimenta, que nos mantiene cerca de ese tamborileo sincronizado que nos acompañó por meses en su vientre. Luego aparecen otros amores, a mi entender, menos relevantes. Como aquella primera mascota, el muñeco que nos ayudó a conciliar el sueño por las noches, algún juguete preferido y por supuesto, el chupete del que tanto costó despegarse. Ya más grandes, se anexa ese primer amor de juventud, esa chica que nos gustaba en primer grado, a la que por timidez, no fuimos capaces de decirle nada. Y cómo no mencionar a los primeros amigos que nos regaló la vida. Podría continuar con un río de amores pero me estaría alejando del punto al cual quiero llegar, al meollo de esta cuestión.

La verdad, es que hay un amor que se diferencia por sobre el resto. Este amor del cual les hablo, en gran porcentaje, se debe a una herencia recibida o inculcada por alguien más. Puede ser un familiar directo, el papá o la mamá, un tío, un primo de la misma edad o algún padrino. Raras veces suele escaparse de ese entorno, pero seguramente habrá escasas excepciones que refuten tal teoría. 

Surgió de verlo a él o ella mirar apasionadamente el televisor, escuchando la radio o de un celular; con una camiseta puesta o tendida sobre un mueble. En un estado de ansiedad y nerviosismo constante, Insultando y maldiciendo, alentando y festejando, en cada una de las ocasiones, con el mismo fervor. En esa montaña rusa de sensaciones, que puede librarse durante dos tiempos de cuarenta y cinco minutos, en el momento preciso en que aquella pelota redonda de cuero sintético ubicada sobre un punto de cal, cruzó el círculo central para dar comienzo a tal espectáculo. Pero el éxtasis, el pico más alto de frenesí se desata cuanto la voz que acompaña el accionar de los jugadores, comienza a acelerar su ritmo, eleva el tono, y un grito eufórico y prolongado, se entremezcla con el de la multitud presente, que delira cuando la pelota infla la red de aquel arco de caños blancos. 


Sospecho que a esta altura del relato, y después de tanta verborrea, se imaginaran de qué les hablo. Hay cosas que no necesitan demasiada presentación y menos ésta, que es de conocimiento popular y uno de los principales temas de conversación de cada lunes

Ese deporte donde sus protagonistas alcanzan la inmortalidad. Donde pueden ser ídolos o simples y llanos perros. Ellos, que sin quererlo, llevan la carga de nuestras frustraciones deportivas, que tienen que soportar criticas inadmisibles de aquellos, que no nacimos con el don de los dioses o los príncipes, de las pulgas o los magos. Quizás los más llamativo de esto es que, siendo once contra once, cualquier resultado es posible. Siempre existirá algún David contra un Goliat, y esas victorias que se dan cada tanto, que contradicen las estadísticas, suelen enaltecer la admiración, de la estrategia por sobre la habilidad. 

Rara vez un evento exponga tanto los sentimientos de una persona, como cuando se mira al equipo del cuál somos hincha. El fanatismo cala hondo y llega a cometer locuras inimaginables. Pero ¿Cuándo fue, que cruzamos la barrera de lo racional para convertirlo en casi una enfermedad?, en un sentimiento neurótico capaz de alterar el trato con nuestros semejantes, de cancelar eventos para evitar gastadas, de renunciar a trabajos por asistir a partidos importantes y vaya a saber cuantas locuras más pueda desencadenar una pasión de estas cualidades. No todo tiene una respuesta lógica.

Si bien uno de mis deportes predilectos siempre ha sido, y es el rugby, hay un fenómeno que se da en un sentido unidireccional. Y es que, indefectiblemente sin importan el deporte que se practique, todos somos simpatizantes de algún club de fútbol. Siendo que esta regla a la inversa, no se cumple. Quizás no todos, con el mismo grado de vehemencia, pero incluso aquellos que no lo disfrutan con tanto entusiasmo, también se declinan por algún equipo. Quizá por el simple hecho de evitar polémicas absurdas del resto de los mortales que no son capaces de comprender semejante controversia. No he tratado con alguien que diga, —no soy hincha de ningún club—, en general suelen decir —soy hincha de fulano, pero, ni miro los partidos—, procurando que esta frase, los libre de todo cuestionamiento o que los haga parecer bichos raros.

Al principio tenemos esa necesidad de ser hinchas de un club sin saber lo que carajo signifique realmente. Esto suele notarse, cuando un extraño nos consulta —¿De qué cuadro sos vos? —, ahí es cuando la persona que logró pasarlo a su bando, esboza una sonrisa orgullosa, el pecho se le infla al escuchar la voz del niño nombrar su club. Porque no alcanza con sufrir uno por ese deporte, necesitamos que los más pequeños también lo hagan, que participen de esa locura colectiva que los acompañará hasta sus últimos días. Pero desde aquella primera vez, nace una relación que debe alimentarse cada fin de semana, porque es un vínculo muy débil en sus inicios. Siempre está la posibilidad latente que otro pariente se quiera adueñar de la frase —See, yo te hice hinche de... —. 

Y ese trabajo de hormiga de pronto un día da sus frutos. Como si el andar de esa bicicleta no necesitara más de esas rueditas a cada lado. Es ese momento en el cual, tras la derrota de su equipo, un nudo se clava en su garganta. Síntomas de una laringitis aguda se hacen presentes cuando el árbitro da el pitazo final y los suyos permanecen abajo en el marcador. Es ahí cuando la primera lágrima sella ese pacto de por vida con el club de sus amores, ese amor incondicional que será incorruptible, que nunca será insultado ni agraviado, a excepción de los jugadores, técnicos y los directivos que no correrán la misma suerte.

Mi romance con el fútbol comenzó cuando tenía cuatro o cinco años. No sé cómo surgió exactamente, pero me viene una imagen de un pantalón corto con los colores de Boca, que inclinaron la balanza para que ese equipo, sea mi primer elección. Total, si tenía el pantalón, porque no ser de ese club. Más tarde, por ese afán inconsciente de verse reflejado en los padres y tras un clásico que Boca pierde contra River, sumado a una pelota de regalo número tres con gajos alargados blancos y rojos, el existimo y mi ausente fanatismo me llevó a cambiarme de vereda al mejor estilo Ruggeri, haciéndome hincha de River Plate. Así nomás, sin sentir ningún tipo de pudor, sin que se me mueva un pelo ante semejante traición, me cambié al bando de los inescrupulosos y deshonestos. 


Pero mi bautismo como hincha fue varios años después, en 1991 con doce años, mi interés por contemplar el fútbol se fue acrecentando. Una noche, en casa de unos amigos de mi viejo, nos invitaron a comer un asado y disfrutar un superclásico, por la primer ronda de Copa Libertadores. River iba ganando ampliamente por 3-1 al finalizar el primer tiempo, con dos goles de Borelli y uno de Zapata. Pero en los segundos 45', Boca lo termina empatando, y como si eso no fuera poco al minuto 87, Cabañas, en un mano a mano se lleva la marca de Angel Comizzo, descarga el balón hacia atrás en Latorre, que le pega de derecha, se desvía en Higuaín y termina en el fondo del arco, pasando a ganar 4-3 sin más tiempo para revertir tal cataclismo. Dejando un pide destrozado, desconociendo hasta ese momento, que era posible salir tan mal herido de un simple encuentro futbolístico con una angustia que no estaba acostumbrado a experimentar. Lo miraba a mi viejo, preguntando si había otro partido para quitar tal frustración, pero habíamos quedado afuera de aquella Copa. Fue con ese partido, que me consagre como hincha, un diploma demasiado cruel de digerir. Aguantando el llanto y secándome rápidamente una lagrima que desbordó por tanto sufrimiento almacenado. Ese día, fui bautizado para siempre, porque nos hacemos hincha en las buenas cuando el equipo transita una racha ganadora, apegado a la gloria que deja la victoria. Pero realmente nos consagramos en las malas, en esa derrota inesperada, cuando a pesar de todo, y sin importar cuanto dolor se padezca, no habrá razón que amaine el amor por los colores de ese romance de juventud, que puede ser amargo como la hiel, pero siempre, después de cada silbatazo, nos suele dar la revancha.

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...