Imaginen la experiencia de
observar a través de una ventanilla, el hábitat que alberga millones de
habitantes encogerse de a poco hasta quedar del tamaño de una pelota de fútbol.
Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a un cohete espacial, que
ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque si el viaje fuese
por un medio seguro, quizás una línea de subte o de colectivo, harían colas por
sacar un pasaje si el destino fuese la luna. Y tras descender sobre ese
satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos
torpes; en ese lugar, inspiración de innumerables novelas y letras de
canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y
dichos populares.
Pero este relato no trata sólo de
detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa
intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste
en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el
suyo:
La noche se alumbraba con una
luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando
de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier
momento.
Era sábado, y Federico salió con
sus amigos después de compartir un asado, donde la calidad del vino no fue
sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, color, aroma y forma. Más
bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves
ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.
Allá iban, era seis o más, y
entre ellos Federico con una idea a cuestas que le quemaba las entrañas,
esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No
era una idea propia. Aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su
espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado
por otras tribus de adolescentes, que acostumbraban a realizar estos viajes
impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra
digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una
de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los
atrevidos.
Esta caminata consistía en
localizar una hilera de autos estacionados a corta distancia, de manera tal que,
desde una esquina a la otra se pudiese caminar por sobre los vehículos sin
tocar el suelo.
Intuía que esa idea de seguro
contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de
copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado,
el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allí iba, saltando obstáculos
con el sonido de fondo de la chapa quejándose; rompiendo lunetas y parabrisas,
mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía
siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él
desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina
opuesta.
La adrenalina que le despertaba
ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto
depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus
brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban
en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que se haga presente
la policía.
Inició desde Saavedra, por calle
Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque no vio que, a un
costado en la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba su dueño
besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el
techo de su auto, su mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de
Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo, ni reflejos,
para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje
al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño. Una vez que
aterrizó lo tomaron de un puñado de mechones y las trompadas sobre su cara eran
meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la salvedad, que en las
películas intentan esquivarlos.
Sus amigos, mucho no hicieron,
el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al
menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que
hacía gala a la frase Recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que
la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los
golpes.
Es posible que muchos no
recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas
para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones
puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de
aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que, con duro trabajo, solventaba
los gastos de aquella fantástica excursión.