Una más de la familia

 



El celular suena por segunda vez, y Norah lo atiende. Es Marina, una amiga que vive en el barrio lindero al suyo.

—Hola, Norah —le dice, y se la oye preocupada—. Estoy en Los Pinos, y acabo de encontrar a tu perra. —Hace una pausa—. Está… está muerta. La atropellaron.

—¿¡Muerta!?, ¿¡Nuestra Vasca, muerta!?, ¿¡Vos, estás segura!?

—Creo que sí. Y si no es… se le parece muchísimo.

—No puede ser —dice Norah —, imposible. Nunca se va tan lejos, a lo sumo se cruza al club. Capaz es otra perra.

—Recién le tomé una foto y acabo de mandártela por WhatsApp. Vení con Sergio y fíjense si es ella o no.

—Sergio se fue a trabajar al campo. Vos no te preocupés, veré cómo me las arreglo.

—La vas a encontrar rápido —le dice Marina—: tomás la ruta hacia la rotonda, doblás a la derecha en la calle de tierra que sigue después del hotel, y seguís una cuadra y media. Está tirada a un costado del camino. Lo siento mucho, Norah. Pero para mí es ella.

Norah se enfoca en la imagen del celular. La perra muerta se parece demasiado a la Vasca: el lomo marrón que se difumina en tonos más claros, y termina en la panza y las patas de un pardo amarillento. El tamaño del cuerpo es el mismo, y hasta las canas le han teñido el hocico de blanco.

Decide buscarla en el cuarto de las herramientas y en el lavadero. Va hasta la calle gritando su nombre. Revisa en rincones y recovecos, aun donde a la perra le sería imposible caber. Por último, se fija en el patio, pero no la encuentra.

No quiere asumir que Marina podría llegar a tener razón, pero a medida que transcurre el tiempo, la duda es un tábano zumbándole en la oreja. Así que no le queda más remedio que ir hasta Los Pinos, y comprobarlo ella misma.

¿Y si llega a ser la Vasca cómo hago para cargarla en la caja de la camioneta yo sola?, se pregunta. Entonces, entra en la casa y va hacia la habitación de Marcos —el menor de sus hijos que está jugando a la Play Station con la tele a todo volumen—, y sin darle demasiadas explicaciones, le pide que la acompañe.

—¿A dónde vamos, má? —le pregunta Marcos después de cerrar la puerta de la Ford.

—Me dijo Marina que hay una perra lastimada, cerca de la ruta.

—¿Y por qué Marina te llama a vos? ¿Cuándo te recibiste de veterinaria?

—Yo tampoco sé porque me llamó a mí. —Norah se encoje de hombros—. No le pregunté. Igual, como se trata de una perra, quizá tiene una familia que la busca y está preocupada por encontrarla. Nunca está de más ayudar.

Ella no quiere mirarlo a los ojos. No se anima a decirle la verdad. Porque la verdad, aunque ella no la acepta, puede sonar desgarradora para un chico de nueve años.

A medida que se acercan al punto que les indicó Marina, a Norah le empiezan a transpirar las manos, y la incertidumbre es una víbora agitándole las tripas. Recuerda a Marquitos dando los primeros pasos, usando a la Vasca como bastón y llamándola “Vaca, Vaca”, y la Vasca, como de costumbre, respondiendo con ese vaivén acelerado de la cola y ladrando. Norah se reprocha el tener que llevarlo de acompañante posiblemente para cargar a su mascota muerta, aunque peor sería abandonarla a la intemperie, y que los caranchos y otros bichos se la sirvan de alimento.

Como si eso no fuera poco, también recuerda que la Vasca fue un regalo de su papá cuando se mudaron, y que en seis días se cumple el primer año de su muerte. Entonces Norah traga saliva y aguanta para no derrumbarse, y aunque confirme que no se trata de su perra, sabe que la angustia no se le quitará en semanas.

Adelante ven un bulto bajo la hilera de pinos. La perra parece dormida. Frenan, y Marcos se baja de prisa para acercarse y le dice:

—Esa es…¿¡Vasca, Vasca!? —Estira el brazo, pero no se anima a tocarla. Asustado, mira a su mamá— No se mueve, má.

Norah se acuclilla junto a la perra. Le acaricia el pelo, y siente la fría rigidez del cuerpo, confirmando lo que tanto se negaba a creer.

Marcos abraza a su mamá, y contemplan a la Vasca, mientras el viento orquesta el seseo de los pinares.

—Pobre Vasca, má. ¿Quién la habrá atropellado?

—Quién sabe, hijo. Ya no importa, ahora tenemos que llevarla a casa.

Norah se para y toma a la perra de las manos y también le sujeta la cabeza, mientras que Marcos la agarra de la cola y de las patas, y entre los dos la cargan en la caja de la Ford.

El regreso es silencioso, ni radio ni música ni nada qué decir. Norah empuña el volante con una sola mano, y con la otra, acaricia el pelo rubio de Marcos que va recostado en el asiento, apoyándole la cabeza sobre las piernas.

Al llegar a la casa, acarrean el cadáver hasta el patio, y lentamente la recuestan en el césped.

—Avisále a tu hermana, que está en hockey. Decile que venga urgente. Y también mandale un audio a papá, así está al tanto de… —Norah señala con la barbilla a la perra.

—Okey, má. Voy adentro, dejé el celu en mi habitación.

Norah entra al cuarto de las herramientas y agarra la pala de punta para cavar un pozo dónde darle sepultura. Ubica un claro en el fondo del terreno, cerca del duraznero.

—Sé que no te gustaba mucho estar acá, Vasquita, por la poca sombra; pero al menos estás en casa. —Clava con fuerza la pala, y apenas consigue hundirla entre la tierra reseca y las raíces—. ¡Dios… por qué tiene que ser todo tan difícil! —Y las lágrimas ceden ante la bronca, y sigue cavando y llorando y cavando y llorando, como si usara sus propias lágrimas para ablandar la tierra.

 

Habiendo terminado de cavar el pozo, mira a la perra muerta y le dice:

—¡Vasca, Vasca, Vasquita! —Espera que se despierte y mueva la cola y le ladre, pero no es un día próspero para que ocurran milagros. Resignada, la agarra de las patas y la arrastra hacia el pozo, y antes de tirarla dentro del rectángulo de tierra, Marcos viene corriendo desde la casa y le grita:

—¡¡¡Mamááá!!! ¡No vas a creer esto! Me avisó Julia que la Vasca está el en club. Que hace un rato la vieron al costado de la cancha de hockey. ¡Está viva!

—¿¡Me estás jodiendo!? —Norah se barre las lágrimas con el revés del antebrazo—. Si es una broma, es de muy mal gusto.

—No, má. Es posta. Me juró que es ella, nuestra Vasca.

Si la Vasca está en el club ¿de quién es esta falsa Vasca?, se pregunta Norah. Pero ninguna de sus teorías termina convenciéndola. Mientras tanto, Marcos sigue estático, mirándola como si esperara recibir una orden que no llega.

—Ehhh… Bueno, andá. —Con el brazo extendido apunta hacia el club—, andá de una corrida, Marcos. Y traéla, por favor.

Mira a su hijo alejarse a toda marcha. Finalmente, se sienta a un costado del pozo frente la perra que yace muerta, y empieza a hablarle:

—¿Cómo es posible que haya dos perras tan idénticas? ¿Qué hago con vos ahora? —Piensa un rato. Después, asiente convencida—. Nada, yo no voy a hacer nada. Cuando venga Sergio del campo le digo que te cargue en la camioneta y que te desaparezca por ahí. Estoy cansada. Esa pala de mierda me sacó ampollas y tengo un estrés que no me lo quita ni cien días en Punta del Este.

 

Marcos regresa de hockey, y viene escoltado por la perra que camina con gran parsimonia. Norah mira la montaña de tierra y se ríe al recordarse llorando. Se imagina narrándole a su esposo el confuso episodio y se dice: va a pensar que estoy loca. Dios mío.

Se arrodilla y abre los brazos para recibir a la Vasca, esperando a que el animal mueva la cola y ladre al grito de ¡Vasca, Vasca! Pero la perra solamente huele el césped, la mira, y sin devolverle ningún gesto continúa caminando hacia la escasa sombra del duraznero, gira en círculos y se echa.

Norah lo mira a Marcos, que parece no entender la reacción de la perra, y antes de que él pregunte algo, le dice:

—Aseguráte de que esté bien trabada la puerta que da a la calle. Por unos días vamos a dejarla encerrada en el patio.

—Má, es nuestra Vasca ¿no?

—Por supuesto, hijo. La tenemos de vuelta. Como si nunca se hubiese ido.