domingo, 8 de septiembre de 2019

Sana, sana, colita de rana...



Hace una semana que me tiene a maltraer la tos y el catarro. Los síntomas no dan indicios de querer disiparse. Tengo un retroceso mental de tanto tomar Aliviatos en jarabe, solo resta que la ingesta sea a través de una cuchara como solía darme mi vieja. Antes no era común el uso de medidores de plástico y ahora rebalsan en el cajón de los cubiertos. Solo había dos medidas, cuchara sopera o cuchara chiquita, todo a base de cálculos estimativos. Aclaro que el jarabe automedicado no me hace ni la tos.

Trato de eludir al doctor, pero me quedan pocas alternativas, intuyo una visita inminente. No es que tenga miedo a los médicos ni a las jeringas —casi nada—, ni a las enfermedades o a los tratamientos, lo mío es una reacción alérgica a la espera y a la ansiedad que genera el notar como pasa cada segundo tan lentamente, como el goteo de una canilla mal cerrada. Debe ser por eso, que a los enfermos les dicen pacientes, —ya veo porqué— es de lo único que hay que armarse para ir a estos Centros de Salud. Me da tremenda apatía desperdiciar mi tiempo sentado en una silla de la sala de espera de alguna guardia, pudiendo estar durmiendo, que es otra manera de desperdiciar el tiempo pero al menos sin ansiedad.

Busco el carnet de la Obra social y subo al auto. Mientas manejo retomo el tema de las inyecciones, y el recuerdo de unas papas fritas al disco hechas con grasa de vaca —que comí frías—, pueden ser el nexo de mi negación a los descartables. En esa oportunidad fueron cuatro o cinco pinchazos en las nalgas, la sensación de sentir como se clava lastimosamente esa microlanza, primero cortando la piel, luego abriéndose entre la carne y las fibras musculares, y drenar ese líquido espeso, aceitoso, de la manera más lenta y cruel posible, dando lugar a los gritos y llantos desgarradores de tan solo un niño. Capaz debería tratarlo con mi psicólogo, o tal vez, primero debería visitar uno. 

Me registro en la recepción y me dirijo a los asientos que nunca son suficientes por el poco espacio que se contradice con la cantidad de personas que aguardan ser atendidas. Me fijo en el monitor y mi nombre figura en segundo lugar, después de un tal Nicolas, que al parecer se trajo media familia. ¿Los planetas se habrán alineado?, pero no quiero festejar antes de tiempo, de imprevistos la vida está llena. Solo espero que me atienda alguien y lo remarco como alguien y no como doctor, porque con tal de irme rápido, que sea enfermero, curandero, el Pai Umbanda, un chaman o el doctor amor me da lo mismo... Bueno, mejor este último no. Quiero reservar ese momento para cuando me toque hacerme el exámen de próstata.

Transcurrieron quince minutos. Acaba de pasar una enfermera vestida de celeste llevando sábanas limpias, un señor en silla de ruedas es empujado por su hijo. Frente a mí, un muchacho con una férula en la pierna derecha está sentado junto a su madre y lo llaman para hacerse una resonancia magnética. Su mirada es desafiante y altanera, de las que  sostienen siempre la guardia alta, pero no tengo ganas de una pelea de ojos (llámese al desafío visual), en otros tiempos podría ser, ahora prefiero seguir escribiendo desde mi celular, lo considero más productivo. Tras unos minutos de haber entrado en el resonador, el técnico en radiodiagnóstico llama a su madre para que ingrese, y llego a una simple conclusión con una frase de mi viejo, —los cojudos se terminan con la pólvora— y también adentro de un resonador. Aclaro que para gente claustrofóbica suele llamarse a un familiar para tranquilizarlos o incluso llegan a sedarlos.

Mientras, sigo escribiendo para mantener mi mente distraída y ocupada, veo salir a Nicolas que se reúne con sus familiares, pero la doctora no me nombra, por el contrario, ella cierra la puerta. ¿Tendré la suerte que siendo las cuatro y veinte de la tarde surja una emergencia de algún paciente que trajo la ambulancia?, ¿o le toque hacer la ronda diaria y me deje esperando una hora? —Como deseo que sea viernes a las catorce horas para quedar libre de ataduras laborales — pienso para no desvariar.

Levanto la cabeza y lo veo pasar a Petu, un amigo. Él me ve y pregunta si estoy bien, le respondo —sí, un poco apestado nada más— y le hago señas con la cabeza, acompañado de un movimiento de cejas emulando un —¿y vos?—, estamos en un sanatorio y no sé la causa de su visita, tengo el presentimiento que algún día me encontraré con alguien conocido y su respuesta será —tengo un cáncer terminal, me quedan dos días de vida y sos el primero al que se lo cuento—, por eso me da miedo preguntar —¿cómo andas?— en esos lugares, no vaya a ser que su respuesta me deje tartamudeando sin saber que sonido reproducir y termine escribiendo sobre la vez que pregunte algo que no debía haber preguntado. Aclaro que Petu se encontraba bien.

En el monitor muestra el tiempo de espera, van treinta minutos y la doctora brilla por su ausencia. ¿Que estará haciendo esta dulce mujer en el consultorio si no entró nadie?, bah, quizá lo haya pensado con un lenguaje más vulgar y en un tono más despectivo. En ese instante se me cruzan películas de Porcel y Olmedo, inconscientemente invento títulos como, Los doctores las vuelven locas, Los maestros del bisturí, Los enfermeros le sacan lustre, y puedo seguir por horas con ese juego de palabras para posibles películas ficticias, que en aquella época hubiesen sido un éxito. Creo estar entrando en la etapa del desequilibrio mental, que se ubica previa al enojo y seguido de la espuma en la boca y el simulacro de convulsiones.

Y acá sigo dándole al dedo gordo para no pensar que llevo esperando cuarenta minutos, —y la reput.... — creo que me acaban de llamar!! Sí, dijo mi nombre!! Bloqueo el celu y después retomo esto.

Tras quince minutos me liberaron. Voy a seguir viviendo. El diagnóstico es una bronquitis aguda, parece un nombre peligroso aguda, sabe a complicación, pero no lo es o al menos no me voy con esa impresión. Me dio un corticoide para tomar por cinco días y unas nebulizaciones. También me ofreció un inyectable pero no acepte por lo antes mencionado, porque no tengo nada contra las vacunas y las extracciones de sangre, pero ponerme boca abajo, con mis partes expuestas, sin saber cuando viene el pinchazo...; —prefiero dejarlo para las emergencias— no quiero volver a casa manejando de costado en el asiento del auto. Aparentemente se terminaron los caramelos y siempre te ofrecen un inyectable. Mi dilema es que, como lo venden ellos, no sé si lo hacen con fines curativos o para sacarte plata de algún lado. Cada uno tiene sus rollos y locuras, debe ser porque viví en la época donde supuestamente andaba una trafic blanca, que secuestraba chicos y le quitaba los órganos. Son marcas invisibles que quedan de esas leyendas urbanas poco creíbles, como el viejo de la bolsa, el cuco o el chupa cabras. Cada vez me autoconvenzo que realmente debería visitar un psicólogo.

Dejo durmiendo esta narración en modo borrador por cinco días, no me puse a pensar como darle la estocada final a este toro moribundo, he tenido otros pormenores. Pero el destino es sabio y quiere regalarme un final diferente a este escrito, otra vez estoy en la guardia porque no paró la bendita tos, los medicamentos tienen el mismo efecto que un palito de la selva. Acaba de pasar el técnico de mantenimiento con un fluorescente que no funciona más, seguro me recetan un inyectable para la reposición del mismo, no creo que  zafe del pinchazo.

Hoy no hay nadie que me mire con desdén, solo dos ancianas que son hermanas, no porque me lo hayan comentado, sino porque el parecido es inequívoco, son dos gotas de agua. Diferentes peinado, misma nariz respingada, misma boca con labios finos y pintados de rojo y esas miradas clonadas. Es una generación que se bañaban y perfumaban para ir al doctor, bien vestidas, con ropa íntima que se compraba exclusivamente para la ocación. Yo parezco salido de un taller después de un cambio de aceite. Olvidé peinarme, no me afeite, pero al menos, me puse desodorante y me lavé los dientes, algo es algo.

Seguro hoy llueve granizo, en el monitor estoy posicionado cuarto, pero hay dos médicos en la guardia y me llaman rápido. Me revisa otra vez la misma doctora. Esta vez le llevo una placa de tórax que me hice unos minutos antes para estar tranquilo y para que sea más certero el diagnóstico. Parece que sigo con bronquitis, no mutó en nada raro. Le cuento de mis ahogos y el cansancio de estar tosiendo sin parar y logro mi objetivo... me receta antibióticos y algo para aflojar todo ese contenido viscoso de mi garganta. Y como era de esperar me ofrece un inyectable,  —otra vez se quedaron sin caramelos— pienso. ¿Habrá avanzado tanto la medicina que el tratamiento lo determinan sus pacientes?, o capaz en estos tiempos de cambio, donde sobrevuela un titubeo por no herir susceptibilidades,  nos lleve a la muerte tan solo por ser amables  —señor!! se muere de un paro cardíaco, ¿quiere un par de descargas en su pecho? ¿o prefiere una pastilla de menta?—. Sigo sin entender porque es opcional, prefiero que la recete y comprarla en la farmacia de la esquina.

Pasaron cinco días del párrafo anterior a éste. Terminé los antibióticos y adivinen donde estoy... sentado frente a una puerta blanca, con el nombre de alguien impreso y un número seis en el centro. —Si esperas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo — por ende, opte por cambiar de Profesional, esta vez saque un turno con mi médico clínico que hace unos dos años que no veo, sospecho que se acordará de mí. Mientras espero, me pongo a releer lo escrito para ver que puedo extirpar de esta narración para que la cirugía no sea tan extensa. Llegará el punto en que los lectores —si es que existe alguno que se animó a leer hasta acá— desearán mi muerte con tal de terminar este cuento corto devenido en una novela que no encuentra un final, donde no viven felices para siempre, donde la ciega sigue ciega y donde Luis Fernando no dejó a su primer novia porque ella sigue en silla de ruedas, pero sabemos que esta enamorado de la sirvienta. Y sí, me terminé yendo por las ramas, pero no lo borro porque me causó risa.

Salgo del doctor y mis deseos de jugar mañana el último partido de local del campeonato, retroceden siete casilleros. Si no hago reposo lo que sigue es la neumonía y esa palabra sí, que suena alarmante. Maldita mi suerte, me quedo sin partido y además lo inevitable, me recetó un inyectable —mi criptonita—, antibióticos más fuertes, que son pastillas del tamaño de una nuez, ya le estoy dando la bienvenida a la acidez, estos medicamentos te agujerean el estómago.
 

No voy a esperar una semana más para cerrar esta historia, mi impaciencia me puede,  daré por sentado que voy a mejorar si me cuido y hago el reposo necesario, de lo contrario tendré tiempo para escribir si termino internado. No me despacharé contra los médicos de las guardias, sería cruel y desigual librar un juicio sin antes permitirme empatizar. Reconocer la cantidad de horas que trabajan, algunos, doble turno. La desproporción de médicos con respecto a la cantidad de enfermos, tan desigual. La cantidad de vidas que se salvan y muchas otros condimentos que no deseo sazonar sobre este texto. Puedo pecar de impaciente, o tal vez de prejuicioso, pero cuando se trace la triste linea de mi final y se reste el tiempo disfrutado menos el tiempo que permanecemos inertes, si el saldo da negativo, sé que no habrá un reintegro en días, ni disculpas por las demoras ocasionadas, no me pagarán horas extras ni vacaciones, esos minutos habrán sumado horas, días y semanas que habré desperdiciado sentado en alguna sala de espera, intentando acelerar el reloj, inmerso en un bloc de notas deseando escapar de ese presente incómodo. Es por eso que al menos prefiero, que se ofrezcan caramelos y no pinchazos en el culo.

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