Julián se despertó por la angustia de un mal sueño, pero a diferencia de otras veces el abrir los ojos y saberse libre de ese encanto no ahuyentó su malestar. Miró en la habitación de sus padres, pero ya no estaban: debían de haber comenzado la jornada de trabajo. El sol aún se ocultaba, y afuera las paredes murmuraban quejidos cuando el agua hirviendo recorría las viejas cañerías de bronce. Sobre tensos alambres colgaban ganchos de acero, y en el cuarto en donde todos los días se desnataba y se preparaba la manteca, las cuchillas y la chaira aguardaban impacientes sobre una mesa de madera.
Julián se asomó de curioso, nomás. Vestía unas bombachas de corderoy y zapatillas de luces con abrojos. Contempló ese escenario como otras tantas veces: la cadena rodeando el tronco, enganchado en lo alto el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, un balde de plástico y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— recostados bajo el ombú.
La peonada se acercó para dar una mano. Prendieron
fuego, y un caldero de hierro fundido comenzó a entibiarse el agua. A un
costado entre las primeras brasas la pava cubierta de hollín dio inicio a los
primeros mates. Otros, guitarra en mano, prefirieron
milonguear al calor de la ginebra.
Julián nunca imaginó que esa chancha tendría las
horas contadas. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal
lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.
La relación entre ellos dos se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía lo que mide un cuis o un ratón. En aquella paridera cubierta con chapas, ella pasó la noche apretada contra las ancas de la madre. Después de eso le
costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar.
El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los
demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba,
mientras le acariciaba la franja blanca que le cruzaba el lomo entre la negrura.
—Ay m’hijo... —Se lamentó su padre la noche anterior— Quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo.
Si bien no se elige con quién amistarse era cierto
que, en los papeles, esa chancha no era de julián, sino del patrón. Aunque era
innegable que la Pancha era como los perros: únicamente reconocen a un solo
dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián cuando la llamaba a la
distancia y disfrutaba pasearlo en su lomo por la ensenada de los caballos. Era
mansita casi siempre. ¡Salvo cuando tenía cría! Supo ahí el significado de la
frase: más mala que una chancha.
Julián trepó a un paraíso y
desde ahí, a lo lejos, logró verla. Los peones la
arreaban de a pie, con dos sogas que le cinchaban el cogote. Caminaba pausada,
arrastrando con pereza su gordura. Se detenía cada tanto a relucir las mañas,
pero entre los gritos y el revoleo de ponchos conseguían que diera unos cuantos
pasos más, para volver a detenerse. Julián quería silbarle para... no sabía, en
verdad, para qué. Tal vez, para espantarle el temor y se sintiese acompañada.
De lo que sí creía estar seguro es que, de silbarle, la estaría guiando a su
inevitable final y prefirió callar.
No bien pudieron traerla, una manea se le enroscó
en las patas traseras como una yarará. Tras enganchar el aparejo en la manea, entre
cuatro peones se aferraron firmes a la soga y tiraron con fuerza para izarla
como a una bandera. Los gritos de Pancha se hicieron eco en los silencios
de la mañana, y la garganta de Julián fue un remolino amargo de dolor. No sabía
qué hacer, aunque a esa altura ya no se podía hacer nada.
Un paisano se acercó con timidez hacia la Pancha. El trinar de gorriones se amainó de golpe y los perros agacharon la cabeza presintiendo que algo malo estaba por suceder. La densa niebla se mezcló con el humo del cigarro. El paisano extrajo el facón de su vaina, pero sin voltear hacia arriba para no verlo: se imaginó como ese par de ojos nuevos estudiaban con desprecio cada uno de sus pasos. Sólo un padre conoce, realmente, el sufrir de un hijo.
El paisano apoyó su rodilla sobre la tierra humedecida
por el rocío. Hizo una pausa sin tiempo. Conocía muy bien su labor de verdugo: agarrar el cuchillo por el cabo, cerrar el puño firme y entrarle
por el cogote empujando la carne hasta traspasar el corazón.
La Pancha lo olfateaba y lo miraba sin pestañear. Quién sabe qué
sentiría. ¿Se daría cuenta de que el hombre que una vez le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el facón? Él no permitió que la duda lo ablandase y pensó: “lo
mejor es no saberlo”.
Una estocada seca desató el
alarido de Pancha. Julián cerró los ojos y se cubrió la cara como intentando
atajar las lágrimas que ya corrían por sus mejillas: no quería llorar frente a ellos. La sangre cayó a chorros, y Barbucho en un intento trunco por meter su
hocico recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó
a colocar el balde:
—¡Vamos a tener buena morcilla negra!
—gritó, mientras revolvía con su mano la sangre espesa.
El paisano no le respondió y se
apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó
un negro y con pitadas largas lo fumó como si en ese acto de soledad se fuese
a limpiar su conciencia.
Tras los últimos
espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron
recostando, lentamente, hasta quedar postrada con la mirada fría.
Desde la casa, la madre lo llamó:
—¡A cambiarse Julián, que se te hace tarde para ir al cole!
Julián se barrió las
lágrimas con el revés de su manga y bajó del árbol. Con desgano se puso el
guardapolvo y se llevó la mochila a la espalda. Ya sentado en el
transporte escolar, apoyó la cabeza contra la ventanilla y se aferró al
único consuelo posible de todo aquello. Sabía que, al regresar del colegio, su
madre lo esperaría con un buen pan casero con chicharrón, chicharrón de
cerdo calientito, recién hecho.
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