jueves, 8 de octubre de 2020

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía entre las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles enfrente de su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su cuarto. Él suponía que la luz ahuyentaba esa oscuridad y confiaba en que esa era la única manera de mantenerse a salvo.

Esa noche su madre antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú. Aunque sabía con certeza cuál sería su elección: Milanesas con papa fritas, y queso cheddar fundido.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá que era más permisivo para con sus caprichos, y juntó las manos a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué pasa cuando te llenas mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y para complacerlos asintió con la cabeza, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse el encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias pero, al final, cedieron.

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? es el perchero con el gorro y tu campera.

—¿Y el ruido ese de afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho y se volvió a acostar. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres para entregarse al roce de los cuerpos. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del placard se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado, abrió los ojos en la oscuridad conteniendo la respiración e intentando reconocer alguna silueta entre las penumbras. No demoró en llamar a gritos a sus padres, pero no le respondieron. El sonido de su voz parecía quedar atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto tomó las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor la lámpara no se prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía darle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba entre las sombras de su cuarto.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la incertidumbre. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que sus sábanas, de a poco, se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo, primero descubriendo su cabeza, los hombros y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se las tragó la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas cerró los ojos rogando que sea un sueño.

Una sombra como la brea, devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un solo movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar a la pieza. Al verla, Martín saltó de la cama y se perdió entre su camisón. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él explicó de los hechos. Después lo abrazo y calzó la cabeza de Martín contra su pecho murmurando al aire, preocupada: Te dije que no te sirvieras de nuevo, te dije...


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