No bien
entré en el Haus Bar, la vi entre la multitud. Y supe que esa mujer desconocida
era para mí, que me había estado destinada desde siempre.
Ocupaba
una banqueta junto a la barra. Pelo largo y ennegrecido, cintura pequeña,
piernas perfectas que contrastaban con un short diminuto. Me acerqué a pedir
una Quilmes, y me senté a su lado: increíble que esa banqueta estuviera vacía.
Ella ni me registró. Es decir, yo iba por buen camino.
Hablaba
por el celular, y sus efusivos gestos denotaban enojo. Una frase suya robó mi
atención:
―Si encuentro algún perejil que sepa asar para
mañana ―dijo masajeándose la sien―, te juro por Dios que me caso.
No lo
pensé demasiado: cuando cortó, le di dos palmaditas en el hombro. Giró hacia mí
resoplándose el flequillo. Jamás me había sucedido: esos ojos, esa nariz y
aquellos labios prometedores hicieron que le formulara la pregunta más pelotuda
de todo el pelotudo universo universal:
—¿Perdón,
te sentís bien?
Y me miró
como quien mira un bicho pegado en el vidrio. Asintió, y volvió a enfocarse en
la pantalla del celular.
—No
quiero parecer cargoso, pero… Casualmente oí que necesitabas un asador.
—Ajá. Qué
bueno que te guste escuchar conversaciones ajenas.
Debo
admitir que esperaba cierta resistencia de su parte. También sabía que yo podía
dar pelea: no era la primera vez que arrancaba abajo en las tarjetas, y
terminaba ganando por nocaut.
—Como te
decía ―le dije―, yo laburo en una empresa de catering. Me especializo en la
parrilla. Lo básico, ¿viste? Chorizos, morcillas, pollos, lechones, corderos,
costillares completos.
Esperé a
ver si mi currículum debilitaba su guardia. Y lo confirmé al advertir una pizca
de gentileza en su trato. Esta vez se fijó en mí, pero con asombro.
—¿Catering,
vos? ―dijo, asintiendo con la cabeza―. Mirá qué casualidad.
—No es
nada permanente, vos viste. Pero me sirve para bancar el estudio, y para los
puchos.
—Y en la
parrilla la tenés clara.
—¿Clara?
Día por medio cocinamos para unas cuarenta personas. Y una vez me tocó un
casamiento: trescientas cincuenta personas.
—No lo
puedo creer. —La sonrisa le sesgó los ojos, y se atrevió a clavarme el índice
en el pecho—. Vos ―más fuerte el dedito―, vos me tenés que salvar.
Me contó
que su abuela Josefa luchaba contra el Alzheimer.
Y yo qué
pito toco, estuve por decirle, pero me contuve. Y habrá visto mi confusión,
porque enseguida aclaró:
―Aprovechando
los restos de lucidez que le quedan a la pobre, papi quiso reunir a la familia.
Un almuerzo tranquilo con los más íntimos.
―Bien por
papi ―dije, interesado en aquel rasgo de inocencia que, contrastando con su
sensualidad, resultaba una combinación muy
excitante.
―Papi se
accidentó, pobre. Y encima el asador que contrató lo dejó plantado, hace apenas
media hora que me enteré. ―Y entonces me desafió a que demostrara mis
habilidades de parrillero, y en su casa―. A que no te animás ―dijo, entornando
los párpados.
Acepté de
inmediato, y sin imponer condiciones: ya se me ocurriría algún pago en
especias.
Con el
pacto cerrado, de a poco fui torciendo nuestra charla: a otros paisajes, a
otros tiempos, a otras versiones de nosotros mismos. Adorné con valores
sobresalientes algunos de mis logros y anécdotas, y así estuvimos… no sé
cuánto. Sólo recuerdo haber mirado a un costado, y ver sillas apiladas, una
moza barriendo y el barman cabeceándome hacia la salida y señalando un reloj de
pared.
Cuando
llegó el taxi de ella, nos despedimos con un beso en la mejilla que,
inconsciente o no, abarcó la comisura de mis labios.
—Si
mañana sale todo bien, te doy lo que falta de ese beso —me dijo a través de la
ventanilla de un Corsa que se alejó, al igual que mi capacidad de medir
consecuencias.
No bien
llegué a casa, me preparé un litro de café más negro que la brea, abrí la compu
y me sumergí en YouTube. Iba a ser una noche muy larga.
Por más
que mis ojos se esforzaban en prestarle atención a la pantalla, mi cabeza tenía
otros planes: se empecinaba en repasar mi hazaña con Milagros. Y caí en la
cuenta de que olvidé preguntar el número de comensales, y ella tampoco me
confirió esa información. Ni otra muchísimo más importante: el
oficio aterrorizante de su papá. Varias horas más tarde, cuando golpeé a
la puerta del 1425 de la calle Güemes, un hombre de voz ronca me dijo:
—Qué tal.
Subcomisario Roberto Cacciocavallo. Qué necesita.
La
palabra subcomisario resonó en un
eco por las paredes de mi cráneo. Entretanto, el lóbulo frontal, encaprichado
en arrojar datos básicos como mi nombre y apellido, me gritaba que salir
corriendo era la mejor opción. Mi Dios, un subcomisario. A qué situación
extrema debería someterse una persona para que su psiquis lo empuje a ser
policía. Todavía me duelen los cachiporrazos de la última vez que pisé un
estadio, la puta que la parió a la yuta.
—Heee...
Buen día, agent... Buen día, señor subcomisario. Ciro Dulcich, a sus órdenes.
Yo vengo a... Soy amigo de su hija, el cocinero.
—¿Mi
hija, un cocinero?
Traté de
sonreír. Había empezado para el culo, para el más reverendo culo. Y el tipo
seguía plantado en el umbral.
―Digo,
que soy el cocinero. El asador, ¿sabe?
—Te
estaba jodiendo, flaco. —Claramente forzó un gesto de simpatía—. Si te
estábamos esperando y todo. Pasá, sentite como en tu casa. ¿Leña o carbón?
—Lo que
usted tenga por mí está bien —le dije, entrando en un living más parecido a un
hangar, las paredes colmadas de diplomas con el gallo de la poli, y cuadros con
condecoraciones variopintas. ¿Dónde se escondía Milagros, para sacar de mi
vista esas armas (armas blancas y de fuego) que atestan cada rincón? Porque lo
que pudiera ocurrírsele a algún pacifista como la peor de sus pesadillas,
colgaba de esas paredes. Hasta había una maza rompecráneos, auténtica al
parecer—. Despreocúpese, don Caccio..., que la comida está en buenas manos.
Recién
ahí le advierto una venda en el brazo, y me asalta un escalofrío. Imagino un
tiroteo, la bala atravesándole la carne, y me esfuerzo por enfocarme en otra
cosa antes de que se me baje la presión y caiga redondo en el parquet.
Miro por
sobre su hombro, y descubro esa sonrisa que fluctúa entre la inocencia y la
perversidad: Milagros se acerca a darme la bienvenida.
—Ella es
Irene, mi mami. —Y señala a una mujer de unos cincuenta años, muy bien
llevados, que me saluda amablemente. Con un gesto, Milagros me invita a conocer
el patio.
Ahí me
presume de su jardín: hortensias, gran variedad de petunias, unas fresias
dentro de macetas de barro. Más al fondo, una cerca cubierta por enredaderas
con flores púrpuras contornea la pileta. Milagros me traduce aquello a términos
botánicos.
―Bignonia binata ―dice, poniéndome
trompita.
Y en sus
labios de vampira sensual, que para decir esas palabras tomaron la forma de un
corazón, la expresión es la más sugestiva que yo jamás haya escuchado. Y sé que
esta tramposa lo sabe.
Del lado
opuesto al jardín, veo el quincho: una estructura de postes de quebracho y
techo de tejas. En el centro, una mesa de pinotea, y sobre la única pared de
ladrillos, a media altura, aguarda esa boca lúgubre de aspecto sombrío: el
asador.
Me
adentro en aquella estructura, y estudio el panorama. Antes de que Milagros
vaya a recibir a los primeros invitados, le pido la clave de wifi.
―Yo me
entiendo ―le digo, ante su mirada interrogativa, y, sobre la mesa dejo el celu.
Desde
esta ubicación, y a través de los ventanales que dan a la galería, logro ver a
Roberto: ocupa la cabecera de la mesa del comedor, de espaldas a mí. Sostiene
un vaso de Cinzano, por el color, mientras Irene pone los manteles. Yo mejor ni
me acerco. El miedo a un interrogatorio que delate mis intenciones
sexuales me impide bajar la guardia. Más aún, si tomo en cuenta que el sub debe
andar calzado.
Sobre el
cemento alisado del quincho se apilan tres bolsas de leña. Abro la primera, y
encastro tronquitos en una especie de mangrullo... que enseguida se me viene en
banda. Y vuelta a intentarlo. No veo ningún bidón con kerosén, gasoil o alcohol
de quemar. Sólo un diario viejo, una burla del destino que dice en la primera
plana: arreglátelas como puedas.
En el interior de esa torre arrojo la primera hoja del diario, y le acerco el
encendedor: al igual que un truco de magia, la hoja se consume en un pestañeo,
pero el fuego no aparece.
Desde el
comedor, el subcomisario me dice, en tono inquisitorial:
—Querés
que te ayude, nene.
—No,
Roberto, gracias —le respondo, tras fallar miserablemente en mi cuarta
tentativa—. En el trabajo lo prendo así. Ya va a agarrar, ¿sabe?
―Ah.
La
parentela sigue llegando con ensaladas, botellas de vino, gaseosas. Hay quienes
traen torta helada para el postre. Mientras, un humo denso se adueña del patio,
y de lejos Roberto grita:
—¿Estás
ahuyentando a los mosquitos, nene?
Encima de
milico, chistoso.
—Está un
poco húmeda la leña, vio. Pero estoy acostumbrado a estos imprevistos. —Y con
la última hoja de diario abanico los palitos a medio prender.
Mi
incomodidad ante las miradas recién desaparece al florearse una llama, y
aprovecho ese intervalo para ir hasta la cocina a sazonar la carne.
La mesada
es un mostrador de carnicería cubierta por diferentes tipos de cortes.
—Tenemos
veintidós kilos de carne de vaca —me dice Irene—, y seis kilos de chorizos.
Para cincuenta personas debería alcanzar, ¿no?
—¿Cincuenta
personas? ―Hago un cálculo rápido―. Seh… Sería... Casi seguro que sí.
Irrumpen
tíos y primos de Milagros, que andá a saber cómo carajo se llamaban. Los
saludo, y vuelvo a buscar protección en la barricada humeante: la parrilla.
Ante
aquella cantidad de carne y chorizos, arrojo al fuego una camionada de leña.
Las llamas ganan altura, a tal punto de que podríamos aprovechar y cremar a
doña Josefa: acaba de llegar y, por lo visto, no tiene buen color.
—Dónde se
ha visto un asador con la boca seca —me dice Milagros trayéndome un vaso con un
líquido ambarino, una rodaja de limón ensartada en el borde y dos hielos.
Sus
mejillas se encienden cuando agarro el vaso y delicadamente le rozo los dedos.
Al parecer, detrás de aquella mujer fatal aún quedan restos de la niña tímida
que alguna vez fue. Esa reacción me demuestra que nuestro beso está más cerca
de lo que imagino, y su encanto me pierde en un estado de irritable felicidad.
Tanto, que un grito desde atrás me paraliza:
―¡Cómo marcha eso!
Es el
padre, y me lo ha gritado con tonada de sargento de batallón, y es tal el
sobresalto que el vaso de la poronga que me haya servido Milagros vuela a la
mierda y da de lleno en mi celular, como un helicóptero hidrante.
Inmediatamente lo invierto, pero sé que es en vano: el celu ha quedado más
empapado que John Wayne en El hombre
quieto.
No quiero
parecer desesperado, pero por dentro lo estoy. No hay tiempo para lamentos. Me
incorporo erguido, mirada al frente, simulando que no ha pasado nada grave.
El timbre
no para de sonar, y Milagros se va a recibir a más parientes. Son conejos estos
tanos, pienso.
A
Cacciocavallo poco le importa el celular, y hasta advierto el gozo en el brillo
de su mirada. Sin que yo le pregunte, inicia un monólogo sobre su carrera
policial, y subraya el enorme sacrificio que le ha significado llegar donde
llegó. De mi parte, el enorme sacrificio consiste en que mi cara no revele que
todo aquel verso me importa tres carajos. Después remarca valores:
responsabilidad, sinceridad, valentía y que no le gustaría que su hija termine
con cualquier hippie roñoso que ande girando por ahí.
—Y vos
—me dice sin darle vueltas al asunto—, vos qué pensás hacer con tu vida ¿Vas a
vivir de la parrillita?
Podría
decirle que me inscribí en la Universidad de Bellas Artes, aunque prefiero
preservar esa información como estrictamente confidencial. Me enfoco en la
inexpresividad del subcomisario Cacciocavallo y le digo:
—Usted no
me lo va a creer, Roberto. Pero le juro por mi abuelo Ignacio, Dios lo tenga en
la santa gloria, que mi sueño desde pequeño fue portar un uniforme de la
Policía.
Entre la
seriedad que enmarca su semblante, se asoma un torpe rasgo de confundida
aprobación. Y eso que debería aliviarme, al menos por ahora, apenas es una
palmadita en la espalda. Sucede que aún debo resolver otro pormenor mucho más
inmediato y delicado: ¿en los videos de Youtube, los chorizos se ponían antes,
o después que ese montonazo de kilos de carne?