Como
de costumbre yo marqué mi ingreso, y subí hasta al primer piso. Crucé el pasillo
por entre los puestos de Finanzas hasta llegar a mi escritorio ubicado al fondo,
pegado a la sala de servidores. No alcancé ni a sentarme, que el teléfono ya daba
alaridos como un perro que extraña a su dueño. Nadie en la empresa podía acceder
a los sistemas, ni mandar o recibir correos, ni boludear en Google.
Llamé
a Telecom, y tras gestionar un reclamo, quedamos a la espera de que ellos lo
solucionen. Al parecer se habían cortado unos cables de la fibra óptica que nos
provee Internet.
Tuvo que pasar una hora para que cesaran los llamados.
Supongo que el rumor del corte de cables se esparció en el boca a boca, o quizás
desistieron cuando se les machacó el dedo de tanto marcar mi número. ¿Qué pretendían?,
que salga a la ruta con un alicate y una cinta aisladora entre dientes a reparar
los destrozos.
Quizás
por las secuelas de la tormenta ese día se ausentaron varios empleados, incluido
Barto. Pero, a diferencia del resto, él se lo tomó a cuenta de vacaciones por
un viaje a Trelew que venía programando desde hace tiempo. Por eso me sorprendió
esa llamada que, por la voz y ese proceder correcto al hablar, casi seguro que se
trataba de Barto.
—Buen…
días on el área Téc…ica — alcancé a oír.
—¿Sos
vos Barto?, ¿de dónde me llamas? —y me alejé un poco el tubo— Desde la turbina
de un avión.
—S...rías
tan ama…sirme…cambiar el f…ra de oficina.
—¿¡Qué!?
No-se-en-tien-de-na-da. ¿El fuera de oficina, dijiste? — Y algo semejante a una
afirmación se oyó muy a lo lejos.
Me
extrañó que Barto olvide colocar el fuera de oficina. Nunca olvidaba nada. Al
menos que necesitase cambiar el mensaje por alguna razón que escapaba a mi
entendimiento y que, por fallas en la comunicación, yo no pretendía desentrañar.
Lo
otro que también me extrañó, fue que no lo mandé a la mismísima mierda. Mirá
por la pavada que me llama este extraterrestre, pensé. Podría alguien en vacaciones
y ante semejante desastre, perder tiempo en un simple texto automático que advierte
la ausencia laboral. Si ni la radio podía escucharse con claridad esa mañana, a
quién le iba a importar.
Quién
sabe por dónde andaba para que sus palabras se entrecorten, y se confundan con la
fritura de la línea. Lo imaginé hablándome con la ventanilla baja del auto. O si
manejó durante la noche, ya tendría que haber tomado la ruta 3 con destino a la
Patagonia; siempre que viajé por esos caminos la señal del móvil va y viene.
—No
te van a decir nada por no colocar el fuera de oficina un día como hoy —le
dije—. Disfrutá el fin de semana vos que podes.
Cualquiera
en sus zapatos se hubiese complacido con mi respuesta, pero la lógica de Barto
empleaba un algoritmo diferente al resto de los mortales. Él, debía controlar cada
minúsculo detalle. Según mi diagnóstico infundado en un documental de Discovery
Chanel que analizaba el tema, debía sufrir un trastorno obsesivo compulsivo. Y
dejar un cabo suelto desencadenaría un brote psicótico, un asesinato en serie, o
vaya uno a saber qué consecuencias implicaría romper el equilibrio de estas operaciones
secuenciales.
No
por exagerado a Barto lo apodábamos T-800. Desde ya que por la contextura
física no podría compararse con el Terminator de Schwarzenegger, sino
más bien al icónico C-3PO de La guerra de las galaxias; pero su comportamiento
meticuloso y sistemático —a niveles insufribles— nos hacía dudar de su
humanidad.
Desde
su escritorio emanaba pulcritud y brisa marina, o algún otro de esos perfumes
de ambiente. No había un papel fuera de lugar, cada elemento de trabajo debía colocarse
en una única posición, ni medio milímetro fuera de escuadra. Se sentaba en su
silla a noventa grados, con los hombros y el cuello rectos, como si una cruz por
dentro le uniera las extremidades.
Mi
relación con él podría definirse: sin sobresaltos. Las visitas a su escritorio recaían
estrictamente por temas laborales: falta de tóner, mal funcionamiento del mouse
o el teclado. Cada tanto, comentábamos un gusto compartido —sólo si yo sacaba
el tema—: las películas. A él le fascinaban las de zombis y espíritus. Yo, la
verdad soy bastante cagón para los muertos, prefiero las de ciencia ficción o
los westerns; pero con ello evitaba caer en silencios incómodos cuando le
resolvía algún problema.
Entre
los pasillos de la empresa, Barto siempre encabezaba algún chimento. Si bien, todos
conocíamos su modus operandi, un defecto solapaba su disciplinado accionar: se
pasaba de alcahuete.
Al
menos una o dos veces en el mes ligaba la desaprobación —más de uno ha querido cagarlo
a piñas— de alguno de sus compañeros que, víctimas o incompetentes, no ejecutaban
tareas en tiempo y forma, y en consecuencia, lo retrasaban. Ese trastorno por alcanzar
la perfección no daba pie a los errores. No entendía de contratiempos, ni de otras
prioridades que no sean las suyas. Tampoco lo ibas a oír mentir, criticar o
hablar con doble sentido. No estaba programado con ese fin. Por eso, lo de
T-800 le calzaba a la perfección.
Más
allá de sus reacciones y de la lógica exacta, sabíamos que él no disfrutaba de
exponer la inoperancia de los demás. Pero necesitaba manejarse con reglas inquebrantables
que, por cierto, ya todos conocíamos. Diría que la frase que empleaba mi abuelo
tranquilamente se aplicaba a su condición: el que avisa no traiciona. Aunque,
para definir a Barto, quizás la frase de mi padre se aplicaba más adecuadamente
a este caso: ¿este pibe es arrancado verde o caído del catre?
—¿Tan
correcto va a ser este hijo de mil? Pensé.
A
pesar de mi mala predisposición, no tuve más remedio que ayudarlo. Pero en un
esfuerzo por resolver los acertijos que libraban cada una de sus frases, me vi
obligado a ponerle punto final a este bien llamado, teléfono descompuesto.
Además, si yo lo padecía tanto de este lado del teléfono, debería suceder lo
mismo en el otro extremo:
—La
verdad es que te escucho pésimo Barto—. Y antes de cortarle le dije—. Despreocupate,
ya mismo te mando un instructivo con los pasos para colocar el fuera de oficina.
Está más que explicado.
No tenía la menor intención de reparar en sus
obsesiones, ni explicarle que Internet estaba caído y por lo tanto no
funcionaban los correos. Pero el trabajo es el trabajo y de todas formas le remití
lo prometido, aunque quedase trabado en mi bandeja de salida; pendiente de
enviarse.
No
pasaron ni cinco minutos, cuando volvió a sonar el teléfono.
Otra
vez el rompehuevos de Barto, pensé; pero no era él. Esta vez la secretaria de
Rubén Astudillo —el gerente general—, nos pedía que subamos al segundo piso
para una breve reunión.
Justo
hoy nos reúnen, hoy que no anda ni la máquina de café. Sólo espero que no sea por
lo del sistema, ya demasiado enquilombada viene la mañana como para nuevas sorpresas.
Cuando
los treinta y pico de empleados nos acopiamos en el salón de reuniones, un sinfín
de miradas se entrecruzó queriendo desnudar gestos, o el sudor delator de alguien
que nos anticipara de qué venía la mano. Llegué a la conclusión de que la
incertidumbre era general, o la disimulaban muy bien. Quién no disimulaba la
cara de velorio era la secretaria de Astudillo. ¿Acaso debían informar la reducción
de personal?, ¿quitarnos las horas extras?, ¿Descubrieron el chat interno donde
los cuereábamos a los gerentes? Algo inusual debía de suceder, y no se trataba
ni de un bono, ni mucho menos, de un aumento de sueldo.
—Ya
están todos señor Astudillo —dijo la secretaria.
Tras
un carraspeo del gerente, los murmullos se apagaron. Inició su discurso tras
acomodarse sutilmente la corbata, y por primera vez en cinco años, le noté la
voz temblorosa:
—Buenos
días a todos —efectuó una pausa y respiró hondo—. Siempre decimos que nuestra
empresa funciona gracias al buen desempeño y la dedicación de cada uno de los
integrantes de la familia de Celtex Srl. Pero hoy la desgracia nos ha quitado a
un miembro de esta familia. Con gran tristeza nos vemos obligados a informarles
que anoche durante el temporal, nuestro compañero de Finanzas, Bartolomeo
Sinotti, falleció en un accidente ocurrido cerca del cruce entre la ruta 33 y
la 188.
—¿Un
accidente de tránsito? —preguntó, Marita la recepcionista que se sacaba chispas
con el guardia a ver quién traía las primicias.
El
gerente negó con la cabeza y dijo:
—Un
cartel publicitario de leche Sancor, se cayó sobre su vehículo mientras, según
creen los bomberos, se refugiaba del granizo.
Observé
a mi alrededor y todo se traducía en caras de conmoción, mientras el gerente
continuó gesticulando y moviendo sus labios, pero mi atención ya viajaba por otra
frecuencia donde aquel fuera de oficina resonaba como una murga. Me sentí un
bebe intentando encastrar la pieza triangular en la ranura del círculo.
—Disculpe,
señor Astudillo— dije, y me gané la curiosidad de los presentes— ¿Está seguro de
que falleció anoche?
—Si,
si, efectivamente me acaban de informar que su cuerpo está en la morgue desde las
cuatro de la madrugada—. A lo que asentí con resignación y me recluí en mi
silencio.
No
me pareció el momento adecuado para discutir tal afirmación. ¿Qué les iba a
decir?, que estuve hablando con el finado hace cuarenta minutos. Mínimo, me
mirarían como a un esquizofrénico. Y tampoco pretendía contradecir al gerente
general frente a todos sus lacayos. Por eso, preferí mezquinar esa información.
Concluida
la reunión y atravesado por esa disyuntiva, llegué a mi escritorio y me desplomé
contra la silla.
¿Habrá
sido Barto el que llamó? Quizás la voz sonaba idéntica y supuse que era él,
pero también con semejante interferencia pudo ser cualquiera.
Por
más vueltas que le daba al asunto, toda hipótesis se disolvía ante la
incertidumbre. Imposibilitado de encontrarle la punta del ovillo a esta
historia, desistí, atribuyendo esa llamada a un malentendido de mi parte. Qué
otra cosa podría ser si no.
El
teléfono volvió a sonar y me substrajo de aquel interrogatorio. Ahora, un
técnico de Telecom pedía chequear el servicio que al parecer se había
restablecido. Abrí el programa de los correos y me figuraba: conectado. Frente a mis ojos desaparecieron varios
mensajes que estaban pendientes de salir, entre ellos el instructivo para Barto
que ante el aturdimiento olvidé eliminar.
Cuando le informé al técnico del correcto
funcionamiento, me dispuse a hacer los mismo con los empleados que, ansiosos,
esperaban que se restablezca el servicio.
A
los pocos segundos el campanazo por los parlantes de mi computadora me notificaba
la llegada de un nuevo correo. Vi el nombre del remitente y por miedo a
equivocarme, lo leí al menos cinco veces más:
De: Simonetti Bartolomeo
Asunto:
Fuera de oficina
Paralizado,
apenas podía abrir los ojos tratando de encontrar una explicación que encajara con aquel mensaje.
Con sumo cuidado, gire mi torso, el cuello y los brazos como si me hubiesen embalsamado de la cintura para arriba, rogando no descubrir nada sobrenatural a mis espaldas. Me rondaba la impresión de ser estudiado por algo o alguien, y de encontrarme en mi habitación, seguro hubiese revisado bajo la cama.
Tomé
el mouse y con desconfianza lo arrastré hasta ubicar el puntero sobre aquel
nombre. La intriga por husmear el contenido de ese correo me susurraba al oído que
lo leyera. Recordé nuestras charlas de espíritus despechados, y muertos renaciendo
de sus tumbas, y quizás fue esa la razón por la que mi cobardía supo gritar más
fuerte, y preferí borrarlo. Temí que sus últimas palabras terminasen con alguna
frase inquietante de las que no te dejan conciliar el sueño por las noches. O peor
aún, aquella que siempre usaba el T-800: Volveré.