El dicho



Los dichos, mayormente, nacen en pequeños pueblos. Surgen por anécdotas pintorescas que encierran una frase entre comillas y dejan a la vista un mensaje o una moraleja. Aunque, muchas veces el mensaje no es tan atractivo como sí lo es la historia que se esconde detrás. Esa, que sin dudas le dio origen. 

Atrás quedaba noviembre y se acercaban las fiestas de fin de año. Aquella noche el viento agitaba con entusiasmo la copa de los árboles, y espesos nubarrones amenazaban con chubascos y teñían todo de negro. Alejado del pueblo, de las luces y de los ojos de las gentes, aguardaba estacionado sobre una orilla, un Volkswagen Gacel modelo 83 con algunos manchones de pintura original sobre la chapa. No era casualidad que aquel auto esté orillado en ese camino de guadal, con el motor y las luces apagadas, a escasos metros del campo del gringo Samporanetti —un criador de lechones de la zona— que por esas horas dormía sin cuidado.

Cruzando el lote de alfalfa a pie, venía el Mudo Rivoira y Eulogio Wilfredo Sánchez, conocido como el negro Tetera. Los dos, traían lechones de entre doce y quince kilos cada uno, perfectamente maneados de pies y manos. Con sus brazos en forma de cuna parecían dos parturientas hamacando los cuerpecitos para que no rompan en llanto. Llegando al alambrado que delimitaba el lote, comenzaron a chistarle al Luifa Escudero, que hacía de vigía y permanecía apoyado sobre el capot del Gacel atento a cualquier movimiento sospechoso que los pudiera delatar.

Chis..chis..sss. —Y con voz susurrada Tetera le dijo—: ¡Luifa!¡Luifa!, ¿dónde mierda estás?

—Ya voy Tetera, ya voy...que queré, si no se ve un carajo acá.

—¡Dale boludo, ayudá a cruzar estos bichos que pesan más que la mierda!

Luifa saltó la cuneta y con gran destreza agarró primero el lechón que cargaba el Mudo; hombre que no emitía palabras sino tenía nada importante para decir. Ya con el primer lechón en el baúl del auto, Luifa volvió en busca del que cargaba Tetera en sus brazos cansados, casi dormidos, pues lo que tenía de experiencia también lo padecía en desgaste físico. A sus cincuenta y seis años, y varios de ellos saltando tapiales, cargando televisores o heladeras sin haber elongado previamente un músculo, durmiendo incontables noches en esos lugares oscuros y húmedos; hacían que la profesión le esté pasando factura.

El reloj acusó las tres de la mañana cuando el cielo se despejó un instante, y una luna austera se asomó apenas dejando un manto de claridad por entre los pastizales. Fue ahí que, casi sin querer, Tetera observó una figura peluda e inmóvil, recostada a pocos pasos del alambrado, quizá dormitando.

—¡Mirá, Mudo, mirá! Otro lechón. Dale, dale... fijáte.

—Creo que con dos está bien —dijo el Mudo, con tono tranquilo y expresándose por primera vez desde que habían llegado.

—¿¡Qué!?, ¿Cómo que con dos está bien?, ¿te agarró un ataque de moral justo ahora? Dale, dejáte de joder y agarrá ese bicho de una buena vez. —el Mudo lo miró sin gestos precisos, y esto a su compañero lo irritó aún más— Mejor dejáme a mí. Me hincha soberanamente las pelotas cuando hacen las cosas sin gana... Mirá si con dos va a estar bien. Lo que tengo que escuchar a esta altura de la vida. 

Tetera discretamente se acercó al bulto, y tras mirar al Mudo asintió con la cabeza. Efectivamente se trataba de un lechón un poco más grande, quizás un cachorro de unos cuarenta kilos que dormía en aquella noche fresca de verano.

Luifa sacó del auto otra soga para amarrar al animal y se la alcanzó a Tetera que, de más está decir, resultaba difícil ubicarlo en la oscuridad por la tez de su piel:

—Tirátele encima nomá... pegále el salto — susurró el Luifa mientras apuntaba con la barbilla y las cejas arqueadas en dirección al bulto.

Tetera siguió costeando el alambrado, mientras el Mudo lo seguía a una distancia prudente. El viento creaba un sonajero ante el franeleo de la alfalfa, que le favorecía para que el lechón no advierta el peligro. Cuando se acercó a tan solo un metro, Tetera flexionó sus rodillas, desplazó el culo hacia atrás para equilibrar el peso de la panza, y contrajo los brazos. Con sus ciento doce kilos y su metro sesenta se arrojó, con aires de puma embravecido, sobre el animal, y con fuerza lo atrapó de la panza sin saber lo que ocurriría:

Una explosión, quizá un disparo desde algún punto cercano irrumpió la noche. Luifa y el Mudo se arrojaron al piso ante el desconcierto, y la incertidumbre los tenía presos. 

Transcurridos unos segundos, la tensión se disipó cuando la cruda verdad salió a la luz: el lechón no estaba dormido. Ya llevaba días de muerto, y ese estruendo no resultó ser un disparo, sino el estómago inflamado del animal que reventó por la presión ejercida. El contenido fétido de la osamenta se regó sobre Tetera, que no paraba de hacer arcadas ante el hedor repugnante impregnado en su ropa, en su pelo y en la piel.

Fue después del estruendo, cuando el Mudo sin saber que esa frase que le rondaba en los sesos trascendería de generación en generación, que lo miró apacible a Tetera y negando con la cabeza le dio nacimiento al dicho pueblerino: Con dos estaba bien…dijo el Mudo.