miércoles, 3 de junio de 2020

Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero son, de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería, mis dos salidas semanales—. Soy una especie de Neil Armstrong pero de joggins, buzo y zapatillas de correr, excepto por la gravedad lunar que difícilmente me haga levitar con los estragos que causaron las harinas en este encierro. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme o tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote suave. Puedo sentir la brisa contra mi cara, y mis pulmones se oxigenan y las hormonas se agitan como abejas en un panal: una mezcla de emoción y alegría. 

Correr, no califica en el podio de actividades que más me agradan, y menos hacerlo solo. Pero después de tantos días de encierro —por ser la única opción a mi alcance—, es la gloria. Cuatrocientos metros de trote y se empiezan a sentir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper... o tal vez aflojar. Pero el orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide detener el paso y sostengo que cuando la maquinaria entre en ritmo los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en zona rural, evitando otros transeúntes dado que estoy en falta porque no se permite trotar, por ahora solo caminar. Paso por una plaza en las afueras y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos -solo falta que se pongan a lamer las cadenas de las hamacas-, pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, si comparamos, se califica de un grado menor.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —que se ajusta mejor a esta narración —. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un automóvil, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas, mientras, el corazón bombea con fuerza. El auto se acerca pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros. Intuitivamente cada cinco pasos reviso por mi hombro izquierdo la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista, aunque en mi caso sea más parecido a Forrest Gump... y no justamente por la velocidad. Sigo firme y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia, los sensores de temperatura están al rojo vivo y rozo la cinco mil revoluciones pero no tengo manera de meter la tercera, este cacharro de palanca al volante no da más que eso. Escucho bramar el motor y puedo percibir como acorta la distancia que nos separa, pero no lo suficiente para evitar mi cometido y cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que, un juego de luz alta y luz baja del vehículo que me hace señas para que no me cruce enfrente o tal vez para que no me arroje bajo las ruedas. Desacelero el tranco hasta posar bajo la luz con mis manos sobre la nuca para optimizar la ingesta de oxígeno antes que entre en un paro cardiorespiratorio. Él finalmente me sobrepasa ignorando por completo lo sucedido o quizás se desentiende por la humillación de una derrota impensada del hombre sobre la máquina, y luego de unos segundos las pequeñas luces traseras se pierden en la oscuridad que ya cubre todo como un manto.

Viendo que el cuerpo ha sentido los trajines de estar sentado frente a una computadora, decido iniciar el regreso a casa. Aprovecho a estirar un poco, porque siento una contracción de músculos importante y posiblemente se encogieron un talle menos ante semejante esfuerzo. En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, surgen principios de calambres que se presentan sin previo aviso como aguijones de avispa clavados en mis pantorrillas. Detengo la marcha e inicio una caminata a velocidad de andador de geriátrico, para evitar una sobrecarga y quedar duro en pleno retorno. A medida que me alejo de los postes de iluminación me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguir la palma de mis manos. Se me presentan varias incógnitas. ¿Quién me manda a correr de esa forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en ese estado solo puedo conseguir un desgarro o un calambre que desataría peores consecuencias. Me imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio el campo.

Por otro lado pienso: Si me para la policía no traje el DNI, mi barbijo esta en el bolsillo y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos, por lo tanto, no sé que es peor; que me roben o me metan preso por violación de cuarentena. Trato de agudizar mis sentidos cada vez que una luz circula por los alrededores. A este punto ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde por lo que retomo el trote, al menos hasta llegar a una zona un poco más urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente y considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, que un corredor que infringe la ley. Por precaución cambio mi itinerario y elijo el camino largo para finalmente llegar a mi casa después de cincuenta minutos de ejercicio no sé si tan intenso, pero sí con un grado importante de tensión.

Culminada esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir a la calle. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos cuando se siente en los huesos, los primeros fríos del invierno que se aproxima. Solo puedo pensar en una cosa, chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora, todavía puedo gozar de la libertad de comer; el resto... se posterga hasta la primavera.

2 comentarios:

  1. Muy bueno negrito... Te imaginé en cada escena

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  2. Casi el mismo pensamiento debe ser porque tenemos la misma edad y fuimos junto a la escuela jaja

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