Salida transitoria




Hace varios meses que se impuso la cuarentena, y finalmente hoy logro dar los primeros pasos que considero de plena libertad —desde ya, excluyo visitar la verdulería o la carnicería: mis dos salidas semanales—. Soy Neil Armstrong de joggins, buzo y zapatillas de correr. Un poco de música resulta ser la compañía perfecta para la ocasión. Tras caminar un par de cuadras, me descubro solitario, con la compañía indeseable de algunos perros que se desviven por ladrarme y tarasconearme los talones. Acelero la marcha que se convierte en un trote lento. La brisa me acaricia la cara, mis pulmones se oxigenan y me colma una mezcla de emoción y alegría. 

Correr no se ubica en el podio de actividades que más me agradan, y menos practicarlo solo. Pero después de tantos días de encierro —y ser ésta la única opción a mi alcance—, es lo más parecido a la gloria. Cuatrocientos metros de trote y ya empiezo a sufrir los síntomas de la cuarentena. Los músculos desacostumbrados y unos cuantos kilos de más dan avisos de que algo se podría romper o aflojar. Pero este orgullo de quién siempre practicó deportes, me impide rendirme tan fácil. Cuando la maquinaria entre en ritmo seguramente los dolores irán menguando.

Trazo el curso hacia una calle de tierra en los límites de la ciudad, adentrándome en la zona rural. Así evitaré otros transeúntes, dado que estoy en falta porque no está permitido salir a correr. Paso frente a una plaza, y dos madres disfrutan de la tarde tomando mates a charla tendida, mientras sus hijos corretean entre los juegos, sólo les falta lamer las cadenas de las hamacas. Pero quién soy yo para juzgar su accionar, aunque deja a la vista que mi infracción, comparada con la de ellas, se califica de un menor grado.

Son las siete de la tarde y el otoño ya comienza a bajar las persianas de un día propicio para un par de cervezas al aire libre. Las lechuzas posadas sobre los postes miran detenidamente mi andar, o quizás... miran mi detenido andar —se ajusta mejor a esta narración—. La luna es apenas un hilo delgado que cuelga a lo lejos y de a poco va tomando intensidad, mientras los matices rojizos del ocaso se van esfumando entre los tonos grises del anochecer.

Llevo dos kilómetros de trote a velocidad crucero. A unos doscientos metros diviso dos postes de luz que indican el acceso a un campo. Volteo atrás, y lejos se asoman los faros de un auto, y acelero la marcha para llegar a esos postes antes que me sobrepase el vehículo. Es una carrera improvisada para competir contra alguien y de alguna manera sobreponerme al cansancio y a las ganas de rendirme. Inclino el cuerpo hacia adelante ayudado por el impulso de mis brazos y voy aumentando la distancia de las zancadas. El corazón bombea con fuerza, el auto se acerca, pero aún llevo la delantera y mi objetivo está a pocos metros.

Cada cinco pasos reviso por encima de mi hombro la distancia de aquella luz, cuál si fuera una película de terror donde asechan al protagonista. Sigo firme, y el sonido del motor se intensifica. A mis movimientos de brazos coordinados, se le suman los del cuello, la cabeza y una contorsión facial imposible de describir ante semejante exigencia. Mis sensores de temperatura están al rojo vivo y debo de rozar las cinco mil revoluciones, pero no tengo manera de enganchar la tercera, las harinas de la pandemia no fueron un buen combustible.

Escucho el bramido del motor e intuyo la distancia que nos separa. Y, dejando el alma en cada paso consigo mi cometido, cruzo la meta imaginaria junto al destello de los flashes, que no es más ni menos que el juego de luces que me hace un Fiat 600.

Desacelero y camino hasta posarme bajo la luz. Pongo las manos sobre la nuca para facilitar la ingesta de oxígeno, antes de entrar en un paro cardiorrespiratorio. Después de unos segundos, las pequeñas luces traseras de mi competidor se pierden en la oscuridad que ya lo cubre todo.

Viendo que este cuerpo padece las consecuencias de estar sentado frente a una computadora, decido regresar a casa. Antes, aprovecho a estirar un poco: la contracción de los músculos de la pierna es general, y posiblemente se hayan encogido un talle menos.

En mi intento irracional por iniciar el trote de regreso, me atacan calambres como aguijones de avispa clavados en cada gemelo. Opto por caminar a velocidad de andador de geriátrico. A medida que me alejo de los postes de iluminación, me adentro en una densa oscuridad que apenas permite distinguirme las palmas. Se me presentan varias preguntas. ¿Quién me manda a correr de esta forma?, ¿Qué pasaría si se me aparecen los dueños de lo ajeno y me intentan asaltar a punta de pistola?, lo primero que descarto es salir corriendo, en este estado solo puedo desgarrarme o acalambrarme aún más. Imagino los titulares de las noticias de mañana, "hombre de uno cuarenta años sale a caminar y le roban el celular. Personal del SER se hizo presente porque la víctima no podía desplazarse por su mal estado físico". Sería imposible salvar mi dignidad tras semejante espectáculo lamentable, preferiría que me vacíen el cargador y me entierre como abono en el medio del campo.

Por otro lado, pienso que si me descubre la policía no traje el DNI ni el barbijo, y además estoy bastante alejado de los 500 metros permitidos. Por lo tanto, no sé qué es peor: que me roben o me metan preso por violación de cuarentena.

Agudizo los sentidos cada vez que una luz circula en los alrededores. Ya me agarró una paranoia tal, que imagino a policías y ladrones merodeando como tiburones en un naufragio.

La caminata dio sus frutos, el medidor de temperatura está en verde y retomo el trote, al menos, hasta llegar a una zona urbanizada. A lo lejos distingo una luz azul intermitente. Considerando mi atuendo de color negro, mi tez morocha y la barba de unos cuantos días, estoy más cerca de ser confundido con un preso que viola su libertad condicional, a un corredor que infringe la ley de cuarentena. Por precaución, cambio mi itinerario y elijo el camino largo que finalmente me lleva a mi casa, después de cincuenta minutos de ejercicio intenso, y de un grado importante de tensión.

Concluida esta experiencia, me convenzo de que podría soportar otros setenta días sin salir. Después de todo, la libertad no es algo que se consigue de un día para otro sin derramar siquiera una gota de sangre. Menos, cuando se siente en los huesos los primeros fríos del invierno que se aproxima. Sólo puedo pensar en una cosa: chocolate caliente con jesuitas rellenas de jamón y queso... al menos por ahora puedo gozar de la libertad de comer, el ejercicio, se posterga hasta la primavera.