Qué sentir, cuando no sentimos.



Hoy me desperté con miedo a la muerte. Cada tanto me atraviesa esta sensación. En realidad, no sé si es miedo a morir, o es el miedo a extrañar a los seres queridos cuando ya me haya muerto... como si tuviera la facultad de extrañarlos una vez que sea carne fétida y huesos en una caja de madera. Estos pensamientos se agudizan, quizás, por el grado de ocio que experimento al estar de vacaciones en La Falda. Son días donde inconscientemente calculo los años que tengo y cuánto resta para llegar a los ochenta. Sé que es una boludez pensar que con cuarenta estaría a mitad de carrera, cuando en realidad no se sabe dónde se encuentra la llegada, o qué imprevisto puede sacarnos del camino. Pero después del desayuno, cuando me camuflo entre las personas del Hotel, estas ideas se desvanecen y vuelvo a ser más normal.

—¿¡Quién se suma hoy a la excursión a Villa Giardino!? —dice el guía elevando el tono desde la recepción del hotel Sindical—. No olviden anotarse. Los que no andan en auto no se preocupen, nos repartimos entre los autos que van. 

El sol se esconde detrás de nubarrones tormentosos, pero hasta ahora no se siente ese olor a tierra mojada. Suele ser impredecible este clima serrano que desde hace tres días no logro descifrar. Lo que si descifro después de ponerme el abrigo es que hoy no habrá pileta, y la excursión parece ser un buen programa.

—Nosotros llevamos a Maia, y completamos el lugar libre en mi auto —, le aviso tras anotarnos en la lista. Maia es de Buenos Aires, vino con su familia en colectivo hasta la Falda y se hizo amiga de mi hija.

Son las tres de la tarde y salimos en manada. Nosotros vamos en última posición, es la ventaja de andar sin apuro y sin obligaciones que cumplir. Nos incorporamos a la ruta que pasa cerca del hotel. El tránsito es un hervidero. Carteles de Parrillas, artesanos, y ventas de salamín y alfajores, le dan vida a estos caminos que atraviesan pequeños pueblos. A tal punto, que es complejo dilucidar cuando finaliza uno y comienza el otro. Lomas y bajos e incontables curvas, impiden sobrepasar a los de enfrente, y la cola de autos parece la peregrinación de alguna virgen. Detrás mío, un Ford Falcon conducido por un señor mayor parece inquieto, puedo notar su entusiasmo por querer aventajarme.

—Mmm, este viejo tiene pinta de peligroso —le digo a mi esposa, mientras lo observo por el espejo retrovisor.

Va sin acompañante, y su atuendo es más de lugareño que de vacacionero: gorra de viejo, pañuelo al cuello, lentes de aumento y camisa. Además, ese Falcon venido a menos, no soportaría un viaje de varios kilómetros, tiene que ser de por acá.

Continuamos a paso tranquilo respetando nuestro carril. A lo lejos diviso una estación de servicio. Es la referencia que nos indicó el guía para luego doblar a la izquierda y continuar un tramo más.

Vuelvo a mirar para atrás y ahí sigue el viejo, inquieto, no soporta esa velocidad, viene zigzagueando, asomando la cabeza por su ventanilla, pero con tanto auto de frente, no le queda otra que esperar detrás mío y eso me pone alerta. Llegando al cruce no hay semáforos, ni señalizaciones, ni nada que indique que es un cruce. Sólo un arco que anuncia el próximo peaje. El guía que comanda la procesión, baja de la ruta y todos los seguimos por la banquina de tierra que se ensancha notablemente, y las huellas señalan el cruce habitual de este tramo en sentido transversal a la ruta. Aprovecho que disminuimos la marcha y dejo que el viejo se adelante, aunque sólo logra avanzar una posición. Es una regla que mantengo con los que están apurados y me dan mala espina.

La ruta es un hormiguero y vienen autos de ambas manos. Cada tanto se hacen pequeñas pausas y le permiten cruzar a los nuestros, hasta que quedamos el viejo y yo, que mantengo la distancia, por mera precaución.

El Falcon se mece por la ansiedad de su pie celoso sobre el acelerador. Media rueda delantera en la tierra y la otra mitad sobre el asfalto. No viene nadie por la derecha y se manda, pero lento, algo achanchado. Mientras me adelanto para esperar mi turno, de reojo y por la izquierda, un colectivo de línea viene en velocidad. Sólo puedo mirar esa película en primera fila que transcurre en tan solo un parpadeo, pero los detalles se registran firmes, quizás por el chillido de los neumáticos bloqueados, que dejan marcas negras del caucho. El zumbido de una bocina pasa delante mío a solo un metro, y se funde con la chapa retorciéndose, en un golpe seco contra la puerta del Falcon y lo arrastra como una pieza de ajedrez sobre el carril opuesto. Es como una danza entre los dos, que termina en la banquina contraria, unos diez metros más allá.

El tránsito se detiene. Miro a mi esposa que respira agitada y con los ojos llorosos, presa del pánico. Atrás, mi hija y su amiga se miran asombradas, sin hablar. El personal de la estación de servicio socorre al viejo, o lo que queda de él, pues no alcanzamos a ver mucho desde nuestra ubicación. Por un lado, no quiero dejar a las chicas y a mi esposa solas en el auto, por el otro, intento convencerme de que debería bajarme a ayudar al viejo, pero me inclino por cruzar la ruta y seguir camino a la excursión: desconfío de mi coraje cuando la muerte se halla merodeando tan cerca.