jueves, 24 de febrero de 2022

Crimen organizado



La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recortes de azulejos incrustados al azar y cubierta por un mantel que caía por los lados. Por debajo se sostenía con una columna a la que Juanchi, sigilosamente se aferraba igual que una cría de chimpancé se aferra a su madre.

Un terremoto en las tripas lo llevó a dudar de su propósito y lo tentó la idea de huir; pero desistió por la fuerza después de que Anselmo Martínez se presentase con su aperitivo, y un cigarrillo que fue fumando sin el menor apuro. Juanchi se secó el sudor que le picaba en los ojos, y recordó el panorama que lo esperaba en su casa, ese mismo panorama que lo motivó a terminar en esa posición un tanto osada e inusual:

 

La casa de Juanchi era de esas casas ambientadas: cuando afuera el clima frío escarchaba el rocío, adentro se podía guardar helado en la alacena junto a la pila de platos; y cuando agobiaba el calor veraniego de enero, se podía transpirar de sólo pestañear muy seguido.

Esa misma mañana, su esposa Yolanda tras calentar el agua para el desayuno, notó cómo la llama de la hornalla se extinguía lentamente sin dejar siquiera, un resto para cocinar el almuerzo. Aunque ese no era el principal inconveniente, sino, que tampoco había nada para almorzar. 

En cinco tazas de plástico vertió agua caliente y la fue tiñendo con un solo saquito de mate cocido. Se aseguró de que sus pinceladas no denoten un verde más oscuro entre las tazas restantes, porque esto daría pie a una riña mañanera que quería evitar a toda costa. 

Abrió las persianas, y de a poco la claridad fue incomodando los rostros de sus cinco hijos hacinados en un colchón de dos plazas, tirado sobre el piso de tierra. Después, aprovechó la calidez del sol para colocar sobre un papel de diario la yerba del mate que usaron el día anterior, así podrían reutilizarla.

Juanchi robó el diario del porche de su vecino y se sentó en el patio sobre un desgastado asiento de Falcon apoyado contra un paraíso. Buscó en la sección de clasificados alguna changa intentando salvar el día, pero en un domingo las posibilidades se reducían a menos diez. Adentro se oía el rezongo de sus hijos que aún seguían hambrientos: un mate cocido y una rodaja de pan no eran suficientes para calmar a esas fieras en pleno desarrollo.

El viento del oeste le trajo la primera oleada a madera en combustión impregnándole a Juanchi una idea absurda, aparejada quizá por la desesperación. Una segunda brisa lo acarició con el irresistible aroma a la grasa fundiéndose. Provenía de la casa de Anselmo Martínez —su vecino de atrás del terreno—, que al desgrasar la carne acostumbraba a tirar esa grasa sobre los troncos recién encendidos para avivar el fuego.

Pasó media hora y Juanchi meditaba con la mirada perdida en algún punto lejano. Cuando lo asechó el mediodía, de un salto se levantó y fue hasta la puerta de su casa. Después de abrirla se quedó ahí parado con las piernas abiertas sin soltar el picaporte: el hambre había transformado a sus hijos en feroces hienas que reían y se atacaban entre ellos como si hubieran perdido la razón. Él tomó aire y rugió como un puma:
    —¡A ver si dejan de romper las pelotas y se callan un poco, che! ¿¡Qué es eso de tengo hambre, tengo hambre... si recién terminan de desayunar!?— el silencio sobrevoló al ver la figura de su padre con la camisa semitransparente flameando, a la vez que el sol, a contraluz, le proyectaba un aura. Por último, agregó:

—Si se callan y no hacen más quilombo, voy a intentar conseguirles asado.

Los hijos mostraban sonrisas de oreja a oreja y no se les cruzaba siquiera imaginar de dónde su padre sacaría plata para tal fin. Pero, Yolanda, que lo miró extrañada, frunció los labios mientras movía las manos con los dedos en montoncito, en señal de «¿de dónde carajo va a sacar asado este hombre?».

Sin dar mayores explicaciones, Juanchi dio la orden de poner los platos en la mesa, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del patio. El tapial medía casi dos metros, así que usó como escalera unos cajones de manzana apilados para espiar al vecino. Desde ahí observó un escenario prometedor: el terreno amplio con el césped recién cortado, cuatro o cinco enanos de jardín, el asador contra la pared de enfrente, el fuego recién prendido y tres tiras de costilla de vaca sobre una tabla que lo invitaban a corromper su dignidad. Pensó en robar las tiras de carne crudas pero sin gas no podría cocinarlas, y prender fuego en su asador lo delataría de inmediato. Así que, tras advertir el posible escondite, voleó ambas piernas y esperó paciente bajo la mesa con las mandíbulas abiertas como lo haría una planta carnívora.

 

Anselmo Martínez tiró la colilla del cigarro, tomó el tenedor y se arrimó a la parrilla para girar las costillas del lado de la grasa. Juanchi dejó pasar el tiempo y al oír cerrarse el mosquitero —después de que su vecino entrara a la casa—, tomó un cuchillo ubicado sobre la mesa y realizó una pequeña incisión en la carne: a Yolanda no le gustaba el asado muy jugoso, y anticipándose al conflicto que se desataría cuando se enterara de dónde provenía ese asado, Juanchi procuró dejarlo unos minutos más para conseguir el punto de cocción exacto.

De un zarpazo agarró las tres tiras de la parrilla y corrió hasta el tapial. Ante la imposibilidad de saltarlo no tuvo más remedio que arrastrar uno de los enanos del jardín y a modo de escalón se impulsó sobre él como si montara un caballo en los westerns de Clint Eastwood. Sin darse cuenta de que estaba dejando claras pistas del lugar por donde había escapado el ladrón.

En su casa los platos ya se ubicaban en posición según lo había encargado, y los hijos aguardaban la promesa de su padre. Finalmente, se abrió la puerta y el aroma era un espíritu que se les embutió en el cuerpo dejándolos boquiabiertos. La mirada de Juanchi reflejaba unos ojos vidriosos y los orificios nasales se le habían dilatado como si aguantara las ganas de llorar por la emoción de haber traído comida. Pero no se debía a nada de eso, sino, que aún se podía oír el crepitar de la grasa en las tiras de costilla, y eso sin dudas le estaba ocasionando quemaduras de primer grado.  

Yolanda puso sobre la mesa una ensaladera con lechuga, y le sirvió dos costillas asadas a cada uno. Ante semejante exquisitez, los hijos rasgaban la carne con las manos y gruñían como perros que protegen su comida.

Cuando Juanchi estuvo a punto de sentarse, oyó que afuera golpeaban las palmas. Se levantó y fue hasta la puerta mientras se iba limpiando las manos en el pantalón. Ahí lo esperaba Anselmo Martínez con cara de tener pocos amigos, acompañado por un uniformado.

—¿¡Cómo pudiste!? —dijo Anselmo y lo señaló con el índice—. Ese es el desgraciado que me robó la comida. ¡Arréstelo, Oficial!

El Oficial miró con indiferencia a Juanchi, y después de acomodarse el cinto, le dijo:

—A ver.  Me va a tener que dejar pasar para que hagamos la inspección —. Juanchi se dio vuelta tras disimular un sonido como de oso. Y, antes de abrirles la puerta les dijo:

—Me van a tener que perdonar por el despiole, pero mis hijos son unos animalitos.

El Oficial y Anselmo entraron al comedor. En la mesa sólo había platos limpios, sin rastros de carne ni grasa ni huesos ni nada. Siguieron revisando minuciosamente cada recoveco de la casa incluído la basura y no hallaron ninguna pista que insinúe siquiera la existencia de un huevo duro. Para esa hora ya era demasiado tarde. Las cinco fieras habían devorado toda la evidencia.


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