Ana había asistido con sus padres al funeral de doña Rosa. Mientras
ellos conversaban, les ofrecía a los familiares y amigos de la difunta, rodajas
del bizcochuelo de limón que llevó en un táper. En un rincón de la sala, apartado
del resto y sentado en el banco se encontraba Pehuel, uno de los hijos de doña Rosa.
Cuando le llegó el turno del bizcochuelo lo miró desconfiado, y mostrando su
palma rechazó el ofrecimiento.
Junto
a Víctor y Leticia —los padres de Ana— se había sumado Ruli, un viejo conocido
de la familia que recién llegaba de trabajar del campo.
—Es
una cosa increíble —dijo Leticia—. Llegar a ochenta y tres años, y morirse de
esa forma. Pobre, Rosa. ¿Qué hubiese dicho don Ernesto si aún viviera?
—Lo
increíble —dijo Víctor juntando los dedos en montoncito—, es que a una persona
se le ocurra esconder droga en la alacena del vecino. ¡Eso es lo increíble!
—¿Droga?
—preguntó Ruli —Yo pensé que con ochenta y pico se… ¿No murió de viejita la
doña?
Siempre
el mismo colgado, Ruli —le dijo, Leticia—. Si acá estornudás, y te grita ¡Salud!
el que vive en la otra punta. Lo sabe todo el pueblo.
—Ya
sé, Leticia, ya sé. Es que en el campo los chismes se espantan cuando ven la
tranquera, no cruzan el guardaganado. ¿Me entiende?
Víctor
le hizo un gesto a Leticia que significaba: Dale, no seas así. Contále al
hombre.
—¡Bueh!
—Ella arqueó las cejas y resopló—. Lo conté tantas veces, una más…
Ruli
cruzó los brazos y los apoyó sobre la panza. Después se encorvó hacia donde
estaba Leticia para que ella no alce tanto la voz, y aguardó paciente su
explicación:
—Resulta
que María, la hija de doña Rosa, le organizó la fiesta a su querido Pancho, y
le preparó una torta de tres pisos. Hermosa torta: cubierta de crema,
frutillas, y arriba en dorado el número sesenta. La joda era en lo de Omar, el
primo de Pancho, que le prestó el chalet en Los Sauces: un caserón que te caés
de culo. Éramos casi cincuenta: vinieron sus tíos de Rúnciman, la hermana que se
hizo monjita, los parientes que viven acá en Santa Teresa, sus vecinos —o sea,
nosotros—, más unos amigos del trabajo.
Pehuel
desde su rincón miraba de reojo hacia las distintas rondas, quizás intuyendo lo
que se comentaba. Y, tras apoyar sus manos sobre las rodillas, bajó la vista y
se enfocó en el porcelanato beige.
—¿Una
porción de bizcochuelo de limón? —interrumpió, Ana, que aún paseaba con el
táper lleno.
—Te
agradezco, hijita —le respondió, Leticia—. Te dije que no te gastes en cocinar.
En este lugar no hay ánimos para andar comiendo torta.
—Pero
esto no es una torta, es un bizcochuelo de cítricos a base de harina de trigo
sarraceno.
—Es
lo mismo, hija. Tiene forma de torta, huele a torta, y seguro que el sabor
también se parece al de una torta.
Ana
agarró del táper una porción, y después dejó el resto sobre una silla. Sumarse
a la ronda prometía ser más interesante, a seguir ofreciendo un bizcochuelo que
nadie se antojaba.
Leticia
imitó la posición de un entrenador a punto de dar la charla del entretiempo, y
continuó:
—Pancho
se mandó un fiestón. Te diría quizá, demasiado refinado para nosotros. Hubieses
visto a Pehuel comiendo sushi, ¡vah! hasta que le avisaron que eran huevos de
pescado, y se fue corriendo al baño a vomitar. Viste que le brota ese
salpullido en el cogote cuando come pescado, debe ser alérgico. Pero te digo la
verdad, para mí es todo de la cabeza. Le hace falta unas sesiones con un buen
psicólogo y se le pasan todas esas ñañas con la comida.
María fue acercándose
hasta el ataúd, inclinó la cabeza y observaba a su madre mientras se secaba las
lágrimas. El murmullo devenido en charla de bar anunciaba de tanto en tanto el
nombre de su hermano Pehuel, que aún seguía abstraído en el rincón de la sala.
—En
el centro de la mesa —Leticia hizo un gesto circular con las manos— había un
copón con ponche. ¿Te imaginás nosotros tomando ponche? Con tan poca cultura para
el trago. La verdad, un lujo. También contrató un servicio de mozos, y una
pista de baile para no arruinar el césped. De la decoración se encargó María: armó
los adornos florales, consiguió fardos para que nos sentáramos en el patio, y colgó
esas luces de kermés que ahora están tan de moda. Hasta había una banda en vivo
cantando los clásicos de cuando éramos jóvenes.
—Mirálo
al Pancho y a la María—dijo asombrado, Ruli—, no los hacía revoleando manteca
al techo.
—Un acontecimiento
de esa magnitud da para festejos —dijo Ana, masticando su bizcochuelo de limón—.
Además, la expectativa de vida de los hombres no supera los setenta y cinco. En
cualquier momento le puede llegar la hora de…
—… ¡Ana! —gruñó
entre dientes, Víctor—. No empieces con tus estadísticas y esas cosas. Estamos
en un velorio, comportáte por favor.
—No se
moleste Víctor —le dijo, Ruli—. Las muchachitas de ahora son más dispiertas. Y
pensar que a tu edad —la señaló a Ana con el índice—, yo apenas sabía escribir
mi nombre.
—Pero ya
cumplí los trece, Ruli.
—Sí, como
yo en aquellos tiempos. La escuelita de campo nunca fue lo mío.
La
respuesta de Ruli enmudeció la ronda, y eso le dio pie a Leticia para que siga narrando
lo sucedido en el cumpleaños:
—Hasta ahí fue
la noche perfecta. De a ratos emotiva cuando Pancho
agradeció a los invitados, principalmente a su familia, y a Omar por prestarle el
chalet. Otras veces disfrutamos a puro baile y ni te digo cuando nos dieron el cotillón.
Pero después cortaron la torta, y la cosa se puso rara.
—¿Rara?
—Sí, Ruli. Rara,
rara. ¡Muy rara! Me acuerdo y no puedo seguir, no puedo. ¡Mi Dios, pobre Rosa!
Ana le
alcanzó unos pañuelos descartables que sacó del bolsillo trasero de sus jeans,
y fue hasta la cocina a traerle un vaso con agua fresca. Leticia agitaba su mano
ventilándose la cara, y cuando por fin consiguió calmarse, siguió con el relato:
—Anoche, muchos
no se animaron a comer canapés ni sushi —Víctor se señaló a sí mismo con el pulgar—,
ni tampoco langostinos. Porque además de no tener cultura para el trago,
tampoco tenemos cultura para el morfi. Pasada la media hora, cuando la mayoría había
comido al menos una o dos porciones de torta (Víctor y yo preferimos más lo
salado), empezaron a comportarse como, como…
—…
Como homínidos con deseos de copular —le dijo Ana a Ruli, quien la miró descolocado.
—Claro
—dijo Leticia—, eso mismo. Eran como monos. Monos calientes. Se escuchaban golpes
y aullidos. Pero con el historial que tiene la familia de María, en lo primero
que pensé fue en el ponche.
Un
grito desgarrador atravesó la sala velatoria, y se robó la atención de todos. Era
María que se arrojó encima de doña Rosa, lamentándose su muerte. Pancho intentó
con esfuerzo desprenderla del ataúd, y rodeándola con los brazos desde atrás le
daba tirones secos como si le practicara una maniobra de Heimlich. Cuando finalmente
pudo apartarla, la acompañó hacia la vereda para cambiar de aires.
De
a poco, el murmullo volvió a zumbar en la sala, y Leticia siguió narrando los
hechos:
—Nos
dimos cuenta de que algo andaba mal después de que Pehuel, revoleando su
corbata y al grito de ¡¡¡Espartaaa!!!,
pasó a cococho de Pancho que “galopaba” descamisado por la pista. Esas escenas se
fueron contagiando como piojos, un verdadero descontrol. Uno de los amigos de
Pancho robó el micrófono y empezó a desafinar; al principio fue gracioso, pero a
la segunda canción deseábamos que se le desgarre la garganta. El sobrino de
María que corre en karting… ¿Cómo es que se llama?…
—…el
Fito —respondió, Ruli.
—Ese
mismo. Le quitó la botella de champán al mozo, y después de agitarla como si
estuviera en el podio, roció con champán a los que estábamos bailando. Imagináte
yo, que me había puesto el único vestido que tengo para salir; quería matarlo al
infeliz.
—Má,
no olvides lo del caniche. —Ana no pudo ocultar la expresión de asco.
—¡Síii!
¡Ni el caniche del primo de Pancho se salvó!
—Usté
me está embromando, Leticia. Eso me cuesta creerlo.
—Es
cierto —dijo Ana, mostrándole la pierna—, el perro presentaba síntomas psicóticos
graves, acompañados de abstinencia y agitación constante. —Ruli frunció el ceño
y miró a Leticia, tal vez esperando la traducción.
—Ese
perro degenerado se le prendió a la pierna de Ana. —Leticia acompañó con un vaivén
de su pelvis—. Le pistoneaba con unas ganas terribles.
—¿Cómo
pasó eso? ¿El cuzco también se le había empinado al ponche?
—Anoche
no lo sabíamos, Ruli, pero el problema no era el ponche. Lo que desató esta
locura fue el allanamiento policial en la casa del Mugre, un “amiguito” del
hijo de María que anda en cosas turbias. Y este tal Mugre no tuvo mejor idea
que esconder esa porquería justo en la casa de Pancho, adentro de la alacena
donde Mari guarda los ingredientes de repostería. He aquí que, en lugar de una
simple torta de cumpleaños, ella fabricó una torre de masa y droga que podría resucitar
hasta los muertos.
—Con
razón la María anda moqueando tanto. —Ruli estiró el cuello en dirección a la
difunta, y tras observarla en el ataúd se persignó tres veces—. ¿Y al final, doña
Rosa cómo murió?
—Ahora
es cuando ella entra en escena, —dijo Leticia— que a sus ochenta y tres años la
vi correr con el pelo revoltoso, mirando al cielo con los brazos en alto y pidiendo
que… —De la emoción se tapó la boca.
—¿Qué
pedía doña Rosa? —preguntó Ruli— No me deje con la espina clavada.
—Decía
algo parecido a: Quieeero coj...
me da vergüenza repetirlo. Y aún más en su velorio.
—Dele,
Leticia. Usté puede.
—Bueno,
en realidad… lo que alcanzamos a entenderle fue Quieeedo
codeeeddd, porque ella había perdido la dentadura postiza, y se le
dificultaba pronunciar, sobre todo, las erres. —Leticia detuvo el monólogo para
beber agua—. Como te decía, Rosa cruzó entre los familiares a los gritos, pechó
la puerta que da al comedor mientras continuaba con su pedido carnal, y
finalmente se desplomó sobre una mesa ratona de madera que se hizo astillas. Cada
uno estaba en la suya, así que me tocó llamar a la ambulancia. Para cuando
llegaron los de emergencias, ya era tarde: el corazón de Rosita no soportó
tanto frenesí.
—Esto
parece cuento —dijo Ruli—. Cuánta desgracia junta.
—Ya
lo creo. —Leticia sacó otro pañuelo del paquete y se sopló la nariz—. A pesar
de que la banda dejó de tocar, nos costó que los invitados se calmen. Pero al
que más nos costó calmar fue a Pehuel. Enloquecido estaba. La madre muerta en
el piso, y él seguía saltando, gritando guarangadas, traspirado de pies a
cabeza. Se le fue la mano cuando agarró a la monjita hermana de Pancho, y la
zamarreaba diciendo que estaba poseída. Hasta intentó levantarle el hábito para
ver si usaba calzones. Lo cuento y me da vergüenza ajena. Y vos me dirás, Ruli:
Pobre Pehuel, no estaba con todas las luces, no disponía del control de su
cuerpo por culpa de la droga.
—Claro
—afirmó Ruli—, las drogas sí que son cosa seria.
—Es
que no fue por eso. —Leticia hizo una pausa, después de que Ana le hiciera
señas para que baje la voz—. Me enteré hace un rato de que Pehuel, además de la
alergia al pescado, la intolerancia a la lactosa, y un problema de estreñimiento,
también es celíaco.
—¿¡Celíaco!?
—dijo, Ruli y se restregó la frente— ¡A la fresca! Eso quiere decir que… que… ¿Qué
quiere decir eso?
—Cuanta
ignorancia, Ruli —le dijo, Ana mientras lo palmeaba—. Cuanta ignorancia.
—Eso
quiere decir —dijo Leticia— que Pehuel no había probado la torta. Porque algo tienen
las harinas que le hace un agujero en los intestinos. ¿Cómo se llamaba eso,
Ana?
—Gluten,
Má. Es un conjunto de proteínas contenidas en el trigo, la cebada y el centeno.
El sistema inmuni…
—…está
bien, hijita, está bien. Ya entendimos.
—A
ver si ando bien encaminado —dijo Ruli, y se rascó la frente— ¿La locura de Pehuel
no fue por la droga?
—Bien,
por fin te estás despabilando —respondió Leticia—. Se ve que anoche, al notar el
comportamiento alocado del resto de los invitados, un cortocircuito en los
sesos le liberó el monstruo interior, y no lo podía frenar nadie.
—A
eso se le llama histeria colectiva —dijo Ana, y se calló antes de que Víctor la
mire con ojos de tiburón.
Todos
en la ronda disimularon la mirada hacia Pehuel, que seguía inmóvil sin siquiera
pestañar.
—Y
ahora vos lo ves ahí —retomó Leticia y lo señaló con el mentón— sentado en la
punta del banco, de hombros caídos, las manos sobre las piernas, la camisa
prendida hasta el último botón, y pensarás...ésta tarada exagera como siempre. Pero
te juro, fue tal cual te lo cuento. Menos mal que acá está Víctor, y no me deja
mentir —el marido asintió con la cabeza—. Pero eso no es todo. Antes de que vinieras
le preguntamos a Pehuel cómo descubrió que era celíaco. Y, él nos dijo que hace
tiempo había ido al hospital con don Ernesto y doña Rosa para hacerse unos análisis
que confirmen esta enfermedad. Enfermedad que no sólo terminó confirmando, sino
que además terminó compartiendo con uno de ellos.
—¡No
me diga!, ¿Así que Don Ernesto también tenía ese problema con las harinas?
—Nosotros
llegamos a esa misma conclusión, Ruli, pero no. Pehuel nos dijo que los únicos
celíacos en su familia eran él y doña Rosa. ¿Vos podes creer? doña Rosa, nos
dijo.