La verdad acerca de Papá Noel



Mientras esperaba a que mamá venga a buscarme a la salida del cole, les pregunté a Tino y a Javito —los más burros del aula— qué regalos le habían pedido a Papá Noel. En realidad, les mentí. No me importaba saber lo que ellos pidieron, sólo buscaba la forma de iniciar la charla para hacerles otra pregunta mucho más importante: ¿Alguna navidad se quedaron sin regalos por sacarse malas notas? Porque a mí me había ido para el traste en Lengua y en Matemática.

—¡Ammm! —Levantaron las cejas y se mordían el labio a dúo—. ¿Todavía creés esos cuentitos para bebés, Lucas?

—¡Claro que creo! —les respondí—. ¿Qué tiene de malo? Va a pasar por las casas a las doce de la noche. Yo ya dejé todo preparado. ¿Ustedes no?

Mientras se hablaban en secreto, cada tanto me miraban y se reían tapándose la boca. Las orejas me quemaban y yo estaba recaliente, pero ellos eran dos contra uno, y para las piñas no soy muy bueno.

—¿Todavía no lo sabés, tonto? —dijo Javito y se me acercó al oído—: Papá Noel son los padres.

—¡Pero no, Javito! ¿De dónde sacaste esa pavada? Papá Noel existe de verdad. Si creen en él y se portaron bien les trae los regalitos que le escribieron en la carta navideña.

—Ya vas a tercero —me dijo Tino, acompañando cada palabra con un movimiento de manos—. ¿Y el cuco? ¿También crees en el cuco? —y se rieron a carcajadas como dos estúpidos.

—Búrlense todo lo que quieran total, yo sí creo. Papá Noel me va a traer una pelota de fútbol, igual a esa que Messi lleva debajo del brazo en la propaganda de Gatorade. Y a ustedes… ¡A ustedes caca frita les va a traer!, ¡caca envuelta en papel de regalo!

Por suerte vino a buscarme mamá, o íbamos a terminar mal. Con estos dos tontos no se puede hablar de nada ¡Mirá si van a ser los papás! Qué salames que son.

 

Por la tarde fuimos al Carrefour. Mamá tomó un changuito y se perdió entre las góndolas. Yo me fui a ver los juguetes —ya tenía que pensar en qué iba a pedirle a los reyes magos—, y papá creo que partió a la sección de vinos y licores. Sentía ese cosquilleo en las tripas, típico de la navidad: esa mezcla de ganas de ir al baño y ganas por reunirme con mi familia, jugar con los primos de Arias, y lo más mejor del universo universal: abrir los regalos.

Al llegar a casa, papá apagó el motor del auto y oímos en el patio ladrar a Lázaro con una furia que parecía un T-rex, mejor dicho, un caniche-rex. Pensamos que podría ser por el gato del vecino, o por algún ratón que vino desde el aserradero que está a una cuadra de casa: cada tanto veíamos a los ratatuiles hacer equilibrio por el tapial.

—¡Chito, Lázaro!, ¡Chito!, ¡Caminelacucha! —le gritó mamá, con el mismo tono que usa cuando yo entro a casa con las zapatillas embarradas.

Lázaro seguía ladrando, y también arañaba la puerta. Ahí mis papás sospecharon que algo raro pasaba.

Les ayudé con las bolsas del super, y caminamos hacia la casa hasta que papá nos hizo señas con la mano y con voz de Batman me dijo:

—Quedáte ahí con mamá, Lucas. Voy a revisar adentro.

Apenas abrió la puerta se oyó en el living una especie de trueno. Desde la chimenea del hogar una nube negra fue avanzando, lentamente, como en esas películas donde la niebla de los pantanos se aparece de noche, y por miedo termino durmiendo con mamá.

Nos miramos asombrados, sin decir una sola palabra. Cuando se aclaró la niebla, se asomaron desde el hogar dos botas negras que pataleaban en el aire. 

Papá fue el único que entró. Se arrodilló para revisar la chimenea, también fue a las habitaciones y al resto de la casa. Al regresar de la inspección habló con mamá: 

—¿Pero vos podés creer? —le dijo, y negó con la cabeza—, hay un tipo encajado. Es un ... 

—¿Quién es ese señor, pá?, ¿qué hace en la chimenea de nuestra casa?  

—No lo sé, Luquita. La única certeza que tengo es que vino a visitarnos cuando nosotros no estábamos y, por lo visto, se quedó encajado.

—¿Puedo ir a ver?

—¿¡A ver qué!? —me dijo—. Vos te quedas ahí paradito, y de ahí no te movés. Escuchaste bien, ¿no? —asentí—. Ahora esperá que tengo que hacer unos llamados y resolver unos temitas con tu mamá. —Se pusieron a hablar con muchos gestos, y en un tono tan bajo que sólo Lázaro los podría oír.

Una voz en mi cabeza —la misma voz que siempre me metía en problemas— me repetía que entre y averigüe por mi cuenta quién era ese señor. No lo pude evitar. Empecé a dar pequeños pasos: pan, queso, pan, queso, pan… y así me fui alejando de papá y así me fui acercando a la puerta. Entré en el living, y la chimenea me quedaba a tres pasos de astronauta.

Ya sospechaba quién podría ser ese señor.

Me acerqué a observar sus botas: tenían hebillas plateadas. Asomé la cabeza dentro del hueco del hogar, y toqué su pantalón rojo, suave —como si acariciara a Lázaro—. Podía oír mi corazón retumbarme en el pecho: era lo mismo que sentía al abrir los regalos. A un solo personaje se le ocurriría meterse por las chimeneas, abrigado como para ir a la Antártida, y con cuarenta grados a la sombra —así dice mi papá cada vez que hace mucho calor—. ¿Quién otro podría ser?

Tenía mil preguntas para hacerle, y, a pesar de la vergüenza, igual me animé:

—Hola, ¿Papá Noel? ¿De verdad es usted?

—¡Queeé! —respondió una voz cansada, como si le faltara el aire—. Ah, se, se. Andá a avisarle a tus viejos que me saquen de acá, pibe. ¡Jo, jo, jo!

Me imagino la cara que habré puesto después de confirmar lo que ya sospechaba: Papá Noel existía, siempre existió, y lo más loco es que estaba en mi casa. Ya mismo me los quería cruzar a Tino y Javito para que se mueran de la envidia.

Eso sí, me extrañó que venga a esta hora: eran las 19:40 y yo ni siquiera me había bañado.

—Papá Noel ¿Está bien que le diga Papá Noel, o prefiere Santa Claus, o San Nicolás?

—Decime como quieras, pibe. En casa me llaman Roña. Estoy acostumbrado a los sobrenombres.

¿Roña?, no era la respuesta que esperaba, imaginé otro nombre más cariñoso: Nico, Klaus, Gordi o Santi. Pero, bueh, como dice mamá “cada familia es un mundo”.

—Papá Noel, ¿Por qué pasó antes por mi casa? Falta un toco para las doce.

Lo escuché toser y quejarse a la vez, después me respondió:

—La crisi, pibe, la crisi. La crisi nos llegó a todos, vistes. Con semejante tornillo en el invierno pasado tuvimos que comernos un par de renos. Por eso salgo antes a la repartija, para que no se me revienten de cansancio los bichos esos.

Al oírlo no pude evitar entristecerme y pensé en una sola cosa: ojalá no se hayan comido a Rodolfo. De entre todos los renos era el más conocido, y al único que le sabía el nombre. No dije nada, por respeto al reno. Algo parecido me había sucedido en el campo de mi abuelo Ernesto: me encariñé con Luther, un corderito negro que quería como a una mascota. Dos meses después de festejar el cumpleaños de mi abuelo, y hartos de que yo pregunte en dónde estaba Luther, dónde estaba Luther, dónde estaba Luther; me dijeron que aquel mediodía lo que habíamos comido no había sido pollo.

—¿El trineo y los renos son invisibles? —le pregunté para tener mucha info así le tapaba la boca a Tino y Javito. Sabía que ellos iban a matarme a preguntas.

—Y claro, pibe. Con la cantidad de cuscos que hay en el barrio, sería imposible andar esquivando los tarascones. Imagináte si entro al Chacarita con el bagre que hay ahí y ven a los renos servidos en bandeja, ni las pezuñas les quedan.

Me costaba entender alguna de sus palabras, ¿que tenían que ver los cuscos con un bagre? Estaba claro que Papá Noel hablaba extraño. Para mí, usaba el idioma del Polo Norte.

—¿Y cómo fue que se quedó encajado? Con tantos años repartiendo regalos ya es un experto. Además, ya me visitó otras veces y la chimenea es la misma.

—Como te gusta darle al pico a vos. ¿No tenes otra cosa mejor que hacer? Por qué no vas a contar los autos a la calle.

Me detuve a pensar: antes de ir al Carrefour ya había tendido la cama, ordenado la ropa, le había dado de comer a Lázaro, y tras repasar la lista, le dije:

—No, no tengo otra cosa mejor que hacer. Ya hice todo —. Y me senté en la alfombra como quién espera a que le cuenten un cuento. No sé si él estaría pensando una respuesta o estaba cansado por esa posición que le apretaba los huesos, porque no me hablaba. —¿Sigue ahí, Papá Noel?

—A dónde querés que vaya: al país de nadie más.

—Nunca jamás —lo corregí—, El país de Nunca Jamás. Ahí viven Peter Pan y Wendy, que son dos personajes de fantasía. No como usted que es de verdad.

—Por lo menos con vos no me aburro —me dijo—. ¿Sabés por qué me quedé encajado? Por culpa de la Yoli. La Yoli tiene la culpa de cocinar para el rechupete, pibe. Yo me pongo grueso, y las chimeneas se achican. 

—¿Quién es la Yoli?

—La Yoli, sería… mamá Noel, ¿entendé? Y no sabes los guisos de arroz con pollo y la polenta con salsa que nos cocina. Eso, más el barsucho que está a dos casas de la mía, son mi perdición.

—Pobre, YoIi. Debe terminar cansadísima después de darle de comer a usted y a todos los elfos.

—Naaah, de qué elfo me hablá: tenemos doce mocosos. No te das una idea de lo que lastran.

—¿Tiene hijos? —Las pelis siempre lo cambian todo—. Así que ellos serían los ayudantes de Santa.

—Y, me salieron bastante vagos, pero esos sabandijas siempre dan una mano. Lo de ellos son chucherías: carteras, celulares, billeteras, de vez en cuando alguna bomba centrífuga y otras menudencias.

Pensé en decirle que ni en mil años se me ocurriría pedir para navidad una bomba centrífuga, pero me aguanté las ganas. ¿Qué clase de juegos se podría jugar con eso? 

Nuestra charla se interrumpió cuando oímos las sirenas. Pensé que podría ser por un accidente grave, o un gran incendio a pocas cuadras. Pero cuando el ruido me aturdió, y a eso le siguieron luces azules y rojas que entraban por las ventanas iluminando las paredes, pude descartar lo del accidente. En un abrir y cerrar de ojos estaba la policía, la ambulancia y los bomberos; todos entrando a nuestra casa.

De entre tantos extraños reconocí una voz que gritaba mi nombre: era la voz de papá, y cuando pude verlo se lo veía medio enojado.

—¡No te dije que te quedés afuera! —Y del cuello le brotó un bordó intenso que le cubrió la cara— Al final, ¡hablo yo, o pasa el tren!

—Es que hay algo que no sabés, pá. Este —le señalé la chimenea, y bajé la voz—, este es el verdadero Papá Noel, el que trae los regalos. ¿Cómo me lo iba a perder?

Papá me miró y parecía que me diría mil cosas, pero al final respiró hondo y me despeinó con su mano gigante. Supongo que habrá visto mi cara de no lo vuelvo a hacer más, porque me salvé de una penitencia de varias semanas.  

Cada uno que entraba a casa, abría grande los ojos cuando miraba hacia la chimenea. Porque la gente grande ya no creé que exista Papá Noel; pero ahora no les quedaba otra que creér.  

Intentaron destrabarlo tironeándolo desde abajo, también le arrojaron una soga desde el techo; pero estaba recontra encajado. Entonces, tuvieron que entrar en acción los bomberos, y a puro martillazo tumbaron parte de la chimenea.

Cuando al fin lograron sacarlo, lo vi y parecía esos animales recién nacidos que se muestran en los documentales de Youtube: las piernas se le aflojaban y el traje manchado de hollín estaba hecho sopa de tanto transpirar. No era de esos Papá Noel que encontrás en la vereda de los negocios, con trajes brillantes, barbas falsas y panzas rellenas de gomaespuma; este era gordito y el traje le quedaba bien. Tenía poco pelo, aunque no tan canoso como en las películas, y su barba no era de algodón de azúcar —un invento de los yankis diría el abuelo Ernesto—, se parecía más a una virulana desprolija de las que usa mamá para lavar las ollas cuando se le pegan los fideos.

Me llevé otra sorpresa mayor cuando sacaron a Papá Noel, y de la chimenea cayó una bolsa roja llena de regalos sin embalar. Según mi papá, algunos de esos regalos eran para él.

Se habrá portado bien, me dije.

—La notebook y la Nikon son mías —le dijo papá a uno de los polis—, el collar de perlas y los dos anillos son de mi esposa. Lo demás no pertenece a esta casa.

¡Que suertuda!, mamá también había ligado regalos, pero a mí, a mí no me había traído nada: y todo porque me fue mal en Lengua y Matemática.

No tuve tiempo a despedirme de Papá Noel, mamá me subió al auto y me llevó rajando a lo del abuelo Ernesto. Papá no vino con nosotros, se quedó hablando con un policía sobre lo que pasó en casa esa tarde.

 

Después de dos días volvimos, y un albañil ya había tapado el boquete de la chimenea.

Miré hacia el árbol de navidad y en el piso no había regalos. Entonces, mis papás entraron a su habitación y regresaron con el paquete envuelto que, por la forma redonda, supe que se trataba de la pelota de Messi que había pedido en la carta. Desde ese día tuve que darles la razón a Tino y a Javito: quiénes dejan los regalos en el arbolito son nuestros padres. Y, aunque para mí no sea fácil aceptarlo, prefiero que esos dos tontos crean que tienen razón a decirles que, por culpa de mi papá, encerraron en la cárcel a la única persona capaz de repartirle regalos a todos los niños del mundo, en esta triste y accidentada navidad.