Suele pasar que a muy temprana edad, en algunos niños se manifiesten habilidades que lo destaquen. Ya sea para el deporte, para las matemáticas, para el ajedrez, para el canto.
En mi caso puedo decir que nací con el don de la vergüenza. Prendido a las piernas de mi madre cuando chico, solía esconderme ante la aparición de algún extraño, o si me hablaban no respondía, y otras actitudes de tal similitud. Ya más grandecito comencé a tener otros tabúes. Hablar por el teléfono fijo podía ser una actividad simple para cualquiera, pero no para mí... levantaba el tubo con la voz temblorosa, pensando que la persona ubicada en el otro extremo de ese cable podía ver lo idiota que era expresándome a través de ese aparato. Siempre me olvidaba preguntar quién llamaba. No sé si les ha pasado, que las personas se presenten y luego de hablar cierto tiempo prudente, el nombre se escurre de la mente. Créanlo o no, a mí me daba vergüenza preguntárselo otra vez. O mi otro temor era que me dejaran un mensaje extenso para retrasmitirlo a alguien, y no lo recordara. De hecho, creo que eso me sigue ocurriendo.
Ni hablar de ir a la despensa. Mi vieja solía mandarme a tres
cuadras de casa a comprar algún ingrediente para la comida del
mediodía.
—comprarme crema de leche, que no tengo para la salsa—me
pedía Olguita.
Primero rezongaba un poco para ver si zafaba, o el truco
de los dolores de rodillas, pero siempre de mala gana terminaba haciendo lo que
me pedían. Cuando entraba al almacén permanecía impoluto en un rincón
aguardando que me llamen. El almacenero fijaba su mirada en mí y me pregunta
que iba a llevar.
—Deme un pote de crema leche —esperando que la transacción
se efectúe con éxito y poder salir por donde vine. Pero pocas ves sucedía eso
—Bueno, ¿Sancor, La Serenísima o Nestlé? —y que quieren que les diga, para mí que a esa
edad no tenía el cerebro madurado totalmente, como si la toma de decisiones
estuviera bloqueado para esos casos. Capaz era necesario pasar algún nivel para
que se habilitara esa destreza, cual si fuere un video juego, no lo sé.
—Espere
don Roberto que voy hasta mi casa y le pregunto a mi mamá. —Tras caminar tres
cuadras de regreso, preguntarle a mi vieja que me decía:
—Trae cualquiera, cualquiera
Y otras tres de vuelta, pensaba: por qué hay tantas marcas de crema de leche. Y puteaba por lo bajo al que se le ocurrió la libre competencia, debería haber
una y listo.
Algo similar ocurría cuando había tres medidas distintas de algo, o
no había cebolla común pero había morada, y la típica del fiambre, ¿cual
querés, el económico o el Paladini?, en fin, todo ese tipo de dilemas
existenciales era con los que lidiaba en aquellos tiempos.
El miedo radicaba en dos cosas: primero en que, no me alcance la
plata que me daba mi vieja, (que nunca era tan mano suelta), parece que tenía
la lista de precio impresa en su mente porque por lo general no me sobraba mucho, sabiendo que las monedas
no tenían retorno. Pero cuando se quedaba corta y tenía que pedir
que me lo fíe… se lo decía muy bajito para que el resto de los clientes no escuche, a tal punto que creo que era perceptible solo por los perros, que pueden
oír frecuencias mucho menores a las nuestras.
Y lo otro, era tener que volver con el producto equivocado en la mano. El hecho de regresar y ver la cara de don Roberto como insinuando “que hace de vuelta éste por acá”. Tener que acercarme al mostrador y entregárselo, con voz de pito decirle
Y lo otro, era tener que volver con el producto equivocado en la mano. El hecho de regresar y ver la cara de don Roberto como insinuando “que hace de vuelta éste por acá”. Tener que acercarme al mostrador y entregárselo, con voz de pito decirle
—Me manda mi mamá porque que éste no es el
que necesita, es aquel —señalando con el dedo índice. Les puedo asegurar que me
sentía tan pelotudo, un estado menopáusico de calores me recorría por la
espalda y la nuca, para terminar incinerando mis orejas.
Ni hablar si me daban mal el vuelto, me tenía que comer la cagada a pedos de mi vieja, pero era mejor eso a tener que regresar, porque a veces era mucha la diferencia. Les juro que en esas tres cuadras prefería que se aparezca el diablo, para venderle mi alma e irme directo al mismísimo infierno con tal de evitar ese momento tan embarazoso que me iba a tocar vivir.
Ni hablar si me daban mal el vuelto, me tenía que comer la cagada a pedos de mi vieja, pero era mejor eso a tener que regresar, porque a veces era mucha la diferencia. Les juro que en esas tres cuadras prefería que se aparezca el diablo, para venderle mi alma e irme directo al mismísimo infierno con tal de evitar ese momento tan embarazoso que me iba a tocar vivir.
Pero por suerte en el colegio, más precisamente en la escuela primaria,
fui transformándome en un especialista en eludir centenares de actos,
imagínense si hablar con el almacenero me daba vergüenza como creen que me
sentiría exponiéndome frente a toda una escuela con centenares de ojos apuntándome,
esperando que me equivoque o salga al escenario olvidando ponerme los
pantalones. Era algo que requería de toda mi astucia y talento, tan solo me
falló un par de veces. Una en tercer grado cuando me toco recitar un verso de
memoria para un 12 de octubre, comenzaba algo así como: ”Puerto de palos tres
carabelas...”, solo tenía que sentarme en el piso junto a Marquitos, sin necesidad de tener que vestirme de soldado, de indio o de nada que
se le parezca. La señorita nos acercaba el micrófono cerca de la boca y cada
uno hacía su gracia. Otra vez recuerdo haber tenido que cantar la canción del
mundial Italia 90 en su idioma nativo. Yo, que ni siquiera podía hablar por
teléfono en español, pero por suerte, era junto a todos mis compañeros de curso,
acompañados con la cinta original del tema, me ubiqué atrás de todo
experimentando mis dotes de maestro del playback, sin que nadie se diera cuenta,
movía solo los labios sin emitir sonido.
Creo que estos síntomas me acompañaron hasta empezar la secundaria
que fue cuando se despertó la rebeldía y no paraba de hacer macana tras macana
sin importar hacer el ridículo. Porque al fin y al cabo, la edad el pavo fue
una coraza que durmió muchos de mis miedos y mis vergüenzas.
Con el paso del tiempo he logrado controlarlo, a tal punto que
contar esto a quienes me conocen de grande, los haría pensar que estoy
difamando a mi niñez. Pero a veces, aquel chico vergonzoso suele dar indicios como
si nunca se hubiese ido. Solo que esta vez no la tengo a mi vieja obligándome
a volver al almacén, pero sí a mi señora, poniendo a prueba mi paciencia
cuando me rehúso a hacer algo, suele decirme —¿qué? ¿Te da vergüenza? —y vuelvo a
sentir ese calor en las orejas, pensando que todavía hay personas, que a pesar
del tiempo y por más que quiera ocultarlo, se siguen dando cuenta que sigo siendo
un pelotudo.
Q grande... un gigante del barrio...
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