martes, 16 de abril de 2019

Nace un artista


Hace un par de años descubrí un sitio en Internet para revelar fotos a un precio exorbitantemente económico. Como prueba inicial mandamos a imprimir cien, para apreciar la calidad y asegurarnos que llegaran a destino. 

Por ese entonces, recordé que en segundo grado de primaria, nos pidieron de un día para otro, que llevásemos una foto actualizada de nosotros mismos o en caso que no tuviéramos, la nota decía que podíamos dibujar un autorretrato. En esos días odiaba dibujar o pintar. Aparte era consciente que carecía de dicha habilidad, y algo que en la actualidad parece tan sencillo, como tomar una foto con el celular, enviarla a un centro de fotografías para que sea revelada en pocos minutos o incluso imprimirla en casa; en aquellos tiempos era un poco mas complejo. Debíamos tomar la foto, y había que terminar el rollo a como de lugar, porque salía un dinero considerable como para andar desperdiciando fotos en blanco, luego debíamos llevarlo a revelar y con suerte en un par de día podría estar lista. Todo esto por supuesto, si éramos tan agraciados de tener una cámara fotográfica, sino, solo dependíamos de fotógrafos que se contrataban para eventos familiares, actos de la escuela o para algún carnet o dni. En mi caso la última foto la habíamos tomado en un cumpleaños de mi abuelo bastante tiempo atrás y recuerdo estar de espaldas, en brazos de mi vieja, dormido.

Totalmente negado y amargado por esa situación, no quería ni pisar la escuela. El clima en casa comenzó a ponerse tenso, hasta que mi viejo entraba en acción y paradójicamente, desaparecía mi negación y me calmaba sin chistar o alguna objeción fuera de lugar, pondría en juego la continuidad de mis piezas dentales en su lugar habitual. 

De todos modos, más allá que lo intentara, no iba poder dibujar mi propio retrato mirándome al espejo, tampoco utilizando una foto porque la última era de mil años atrás.

Cuando se fueron calmando las aguas, mi viejo tomó la iniciativa y como si fuera Piccaso o Salvador Dalí, me tomó del brazo, me sentó en una silla que tenía en mi habitación, apuntó la lámpara portátil hacia mi rostro, de mi cartuchera agarró un lápiz Faber Castel, apoyó 
sobre sus piernas el cuaderno Gloria que yo usaba en clases, y comenzó a retratarme con una concentración como pocas veces puede apreciar en él. De ver sus manos realizar trazos, observarme unos segundos y luego bajar la mirada nuevamente para seguir plasmando una línea tras otra, con la delicadeza sutil y armoniosa que suelen experimentar los dibujantes, hizo que mi sensación de amargura fuera evaporándose. Porque confiaba en las capacidades de aquel hombre, era muy seguro de sí mismo. En ocasiones recto como lo había sido su padre con él, e infundía un profundo respeto. Transcurrida media hora, quizá un poco más,  termina de hacer unos retoques, borra en un extremo, repasa con el lápiz aquí y allá, mira el cuaderno, posa su mirada en alguna parte de mi rostro, vuelve a realizar esta acción reiteradas veces cerciorándose de que todo este en su lugar, y aprecie en su cara el reflejo de la satisfacción hecha persona. Se fija en mí con los ojos iluminados y como habrá hecho Leonado Da Vinci con Lisa Gherardini, en aquella pintura conocida como "La Mona Lisa", extiende sus brazos con el cuaderno en la mano y lo gira mostrándome su creación. En ese momento no pude esbozar expresión alguna, estaba perplejo ante semejante espectáculo. No sabía como describir lo que veían mis ojos, era una mezcla entre el petizo orejudo, (aquel famoso asesino), y el boxeador Mike Tyson. No sabía si reír o llorar. Yo, que había depositado toda mi esperanza en ese hombre que me salvaría de la vergüenza del curso, había hecho un retrato, que más bien, parecía un identikit de alguien sacado de la Comisaria Primera. Solo faltaba el cartel que diga, "Se busca vivo o muerto". No recuerdo como reaccioné después de contemplar aquello. Quizás porque la negación me abordaba de tal forma, que posiblemente produjo un cortocircuito en los recónditos rincones de mi memoria. Pero independiente si me largué a llorar o le agradecí por el esfuerzo y tiempo dedicado, es difícil que mi cara haya podido ocultar esos sentimientos de amargura y desilusión.

Al día siguiente sin más remedio, tuve que asistir a clases. No hubo escusa posible que me evitara pasar por esa situación embarazosa, ni el dolor de panza, ni posibles síntomas de una depresión postraumática, ni esas nubes cargada que amenazaban un posible diluvio. Una vez en el curso, todos allí mostraban sus fotos y yo haciéndome el desentendido, miraba sus cuadernos apreciando esas fotografías y terminaba poniendo una escusa creativa para no exponer el mío. Hasta que en una de esas, me lo cruzo a Marquitos, quién también poseía su retrato plasmado con similares técnicas artísticas. Me muestra el suyo; yo hago lo mismo con el mío, y nos empezamos reír por varios minutos de esas dos abominables creaciones. Por suerte ese día pude salvar mi honor gracias a la complicidad y las risas de un amigo, aunque esas páginas quedaron selladas para siempre luego de cumplir con aquella consigna solicitada. Nunca más esos trazos lograron ver la luz y sucumbieron en la oscuridad eterna de mi mochila. Y de los despertares de aquel dibujante no se supo mucho más, en silencio, volvió a las sombras donde lo conocí y de donde no debió haber salido jamás.

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