miércoles, 26 de junio de 2019

Dos perfectos desconocios


No sabemos quién invento el saludo, pero se conoce que lo utilizaban los guerreros primitivos estrechando sus manos desnudas, para demostrar que estaban desarmados y en señal de afecto y cordialidad. Adecuado ya a estos tiempos, fueron mutando en los diferentes puntos del planeta con abrazos, besos, gestos y reverencias. 

En mi vivencia particular, el de los pueblerinos que se van de la madriguera que los vio nacer, cuando suelo cruzarme en tierra neutral con gente de mi pueblo, de los que sabes que viven en el mismo sitio que vos pero no tenes diálogo alguno, ocurre una situación peculiar. Una química nace casi misteriosamente, y como un imán me obliga a saludar, a levantar mi mano, o al menos asentir con la cabeza. Porque seremos dos desconocidos en nuestro pueblo, pero en la espesura de la ciudad donde todo es acelerado y el saludo es un gesto mezquino, uno encuentra un fragmento de su pueblo hecha persona, como si a través de él, se trazara un puente a los recuerdos, a una forma distinta de ver la vida, a la posibilidad de estar abiertos a los demás con la guardia baja, no porque prolifere la bondad, sino porque nos conocemos todos y sabemos de quien no nos tenemos que fiar.

Un pedazo de tu pueblo está pasando a tu lado y por más que disimula no haberte visto, ya te vio, y no puede evitar volver a hacerlo. Y si por casualidad llega a andar acompañado, tiene un socio con quién revalidar la información de identificación y antecedentes. Me parece que ese es el hijo de... que los padres viven en... y está casado con una de apellido... que estaba de novio con otro ..., y ahora viven acá. Porque no sé como hacen, pero en los pueblos no te conocen, pero saben todo tu árbol genealógico, con todos los ex-amores, donde vivís, donde vivías y hasta el champú que usabas. 

Solo falta romper el hielo con un 'hola' para notar la satisfacción correspondida de ver alguien conocido, al menos de vista, en ese mar de personas que nos hacen sentir tan lejos de los nuestros. Esa necesidad de pertenencia es más fuerte y es una sensación que no hace mal, que no lastima. Dos personas depositando afecto sobre la otra, deja solo cosas buenas. Es como un pacto que sale de la cuna y solo aplica fuera de las fronteras del poblado. Va anexado al acta de nacimiento, y sería algo parecido a - quien suscribe este documento, se compromete a saludar a los habitantes de este pueblo, siempre y cuando se encuentren fuera de las inmediaciones del pueblo natal, dando nulidad a este contrato cuando volvamos a desconocernos en nuestro lugar de origen, firma- y listo.

Eso solía enfadarme un poco. Que te saluden en un lugar y en el otro no, pero con el tiempo ya me fui acostumbrando a estos encuentros. Ahora cuando veo de reojo a un viejo desconocido, le evito ese momento de duda, que le hace pensar si lo voy a saludar o no, ese titubeo incómodo. Ahora que soy un experto en la materia, el de más antigüedad de los dos, tomo la iniciativa y le asiento con la cabeza para romper esa barrera de incertidumbre y lo saludo tímidamente con la mano, avisándole que no está solo, que ya somos dos.

Incluso el saludo de dos personas que se conocen es muy distinto al de las grandes ciudades. Es algo más prolongado, de sobresaltos que difícilmente pasan desapercibidos. Principalmente cuando se encuentran en veredas opuestas. Comienza un dialogo a los gritos cada uno en su lado, mucha exclamación corporal, risas desmedidas, acompañado de un exagerada articulación facial. En cambio si el encuentro es sobre la misma acera, es todo lo antes mencionado, más un leve arqueo de cintura así atrás como tomando carrera para envestir al otro en esos abrazos que hacen estruendo al unirse, previo a ese ensamble un -como andaaaa, que haceee?-.

Sé de la historia de un amigo que se fue a vivir a Río Cuarto, y trascurridos varios meses, y esa imposibilidad de interacción con sus semejantes, nos cuenta que mientras transitaba por la calle un día de esos, sentía una especie de aflicción, como una sensación de vacío, y nos contó, que en ese instante pudo descifrar exactamente su malestar, - No sabes las ganas de saludar que tenía -, nos dijo. Por supuesto que esto lo recordamos con mucha gracia. Pero lo llamativo es, como un acto de educación deja de ser solo una norma de convivencia, y se convierte en una costumbre, como tomar mate o fumar después de comer.
 
Por eso cuando andes por la calle y te sientas parte de esa ciudad que te acobijó, si ves a alguien de tu pueblo natal, por más que sea un extraño, solo míralo al menos por compromiso, e invítalo a ser ese puente que los une a ambos con su tierra, con la que conoció la parte más pura e inocente de vos. Como suelen decir por ahí, el saludo, no se le niega a nadie.-

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