Durante
la mayor parte de mi infancia viví en una estancia junto a mi familia.
Ahí mis papás trabajaban en el mantenimiento de un extenso parque y en los
quehaceres domésticos de un chalé. De tanto en tanto, solía visitarnos un
vagabundo al que nosotros llamábamos "el croto Pablo". Realizaba
algunas changas para ganarse la comida, y dormía junto a un galponcito con
techo de chapas, donde los puesteros dejaban las monturas de sus caballos. Ahí
sobre el piso de tierra tendía sus cueros y sus mantas e improvisaba una cama
donde amodorrarse.
Tenía
un andar tranquilo, pausado, la voz gruesa y calma, era culto, provisto de gran sabiduría; siempre acompañado de algún libro, e incluso leía y escribía en
alemán. Según cartas que pudimos ojear alguna vez, tenía una letra inmaculada,
un trazo elegante y prolijo, propio de un hombre estudioso. Desconocíamos su
historia, su pasado, qué lo llevó a vivir de esa manera, a mendigar y a vestir
harapos.
Yo
era un niño normal, que como todos a esa edad quería juguetes
caros o ropa que no me podían comprar. Tenía los libros que no aspiraba
leer y hasta recuerdo no querer usar una bicicleta que mi viejo me compró en un
remate, por estar pintada de un delicado verde manzana.
Y, ante todo, pensaba que el significado de la pobreza se reflejaba en las
ropas de aquel vagabundo.
Creo
que él lo sabía mejor que nadie que implicaba la riqueza. Bastaba verlo armar
sus cigarros con una paz incorruptible. Sostenía el papel con su mano
derecha y con la otra volcaba el tabaco, después mojaba un extremo con la
lengua y amacijaba con los dedos hasta sellarlo complacido de algo, que para
muchos no ocuparía una parte relevante del día.
Él
creía tenerlo todo, sus mantas, su bolsa con algunos trastos, su gorra, sus
zapatillas viejas, una campera empolvada, su experiencia acumulada, sus
anécdotas, los paisajes disfrutados, los libros leídos, los atardeceres, el
frío padecido que le motivaba a contemplar una taza de café, de una forma que
nosotros no podríamos hacerlo. Desmontándose como un engranaje de la máquina
que nos absorbe y nos hace creer que necesitamos tener más de lo que podemos
cargar.
El
croto Pablo disfrutaba de la soledad, valoraba su tiempo decidiendo por sí
mismo, carecía de ideales colectivos, libre de cuentas en rojo, de
vencimientos indeseables, de asistencias y reuniones de trabajo, de hacer colas
para trámites, de falta de tiempo, de jefes prepotentes, de palmaditas en la
espalda. Que más podría anhelar en la vida alguien despojado de ataduras.
Algunos
podrán objetar de su mala alimentación. No es fácil soportar el frío y el calor
que repercutió en el deterioro de su ser, acortando los días de su paso
terrenal. Pero, ¿quién dijo que la nuestra, es la mejor forma de vivir la
vida?, no se trata de rellenarla con contenido y actividades, eso no implica
vivirla, sólo nos mantiene distraídos siendo un fragmento de esa gran
maquinaria. Por eso es posible que sus huellas hayan menguado en cantidad de
días, pero no en la intensidad de haber disfrutado ese regalo divino, de
valorar cada pequeño momento, de detenerse a observar la creación que deja un
nuevo día. Incluso mejor que aquel que no hace nada subjetivo, por miedo a
perder su estatus o al qué dirán.
Del "croto Pablo" únicamente quedan anécdotas y añoranzas. No recuerdo cuando fue el momento exacto de su muerte, ni el motivo, pero quiero imaginar que se fue en paz, satisfecho de haber aprovechado cada día como si fuese el último.
El tiempo me ayudó a dejar dejar ser aquel chico inconformista. Intento seguir mis sueños, y suelo hacer el ejercicio diario de detenerme a contemplar las cosas simples que le dan sabor a la vida. Pero cada tanto, sé que esa máquina se enciende y me absorbe. Ni bien tomo conciencia, intento desmontarme como un engranaje y retomo el camino.
Aquellos
que somos padres solemos escudarnos en las mismas excusas, procuramos abarrotar
bienes materiales para dejarle a los hijos un futuro. En ese afán de
darles lo que nos faltó cuando niños, no sólo nos olvidamos de vivir,
sino que olvidamos que esas carencias de nuestra niñez, nos hacen ser las
personas que somos hoy. Carencia que nos permiten valorar nuestras pequeñas
riquezas. Después de todo, ya les hemos regalado a nuestros hijos lo más
importante que se pueden desear: la oportunidad de vivir y ser los vagabundos
de sus propias vidas.