jueves, 6 de junio de 2019

El pobre y el vagabundo


Durante la mayor parte de mi infancia viví en una estancia junto a mi familia. Allí mis padres trabajaban en el mantenimiento de un extenso parque y en los quehaceres domésticos de un imponente chalé. De tanto en tanto, solía visitarnos un vagabundo al que nosotros llamábamos "el croto Pablo". Realizaba algunas changas para ganarse la comida y dormía junto a un galponcito con techo de chapas, donde los puesteros dejaban las monturas de sus caballos. Ahí sobre el piso de tierra tendía sus cueros y sus mantas e improvisaba una cama donde amodorrarse.

Tenía un andar tranquilo, casi pausado, una voz gruesa y calma, era culto, provisto de sabiduría; siempre acompañado de algún libro, e incluso leía y escribía en alemán. Según cartas que pudimos ojear alguna vez, tenía una letra inmaculada, un trazo elegante y prolijo, propio de un hombre estudioso. Desconocíamos su historia, su pasado, qué lo llevo a vivir de esa manera, a mendigar y a vestir harapos. 


Yo era un niño si se puede decir normal, que como todos a esa edad quería juguetes caros o la ropa que no me podían comprar, o al menos no del talle exacto, sino dos talles más grande como acostumbraba mi madre. Tenía los libros que no aspiraba leer y hasta recuerdo no querer usar una bicicleta que mi viejo me compró en un remate, por el solo hecho de estar pintada de un delicado verde manzana. Pero ante todo, solía pensar que aquel vagabundo reflejaba el significado de la pobreza. Pero no se es pobre por lo que no tiene, sino por aquello que piensa que no tiene. No debemos ser conformistas, pero hay que saber valorar lo que nos sobra, de lo contrario seremos pobres toda la vida. Y creo que él lo sabía mejor que nadie; bastaba verlo armar sus cigarros con una paz incorruptible. Sostenía el papel con su mano derecha y con la otra colocaba el tabaco delicadamente, luego mojaba un extremo con la lengua y amacijaba con los dedos hasta sellarlo, complaciente de aquel ritual, de algo que para muchos no sería una parte relevante para recordar del día, pero para quienes poseen solo lo necesario, incluso las cosas simples se disfrutan distinto.

Él creía tenerlo todo, sus mantas, su bolsa con algunos trastos, su gorra, sus zapatillas viejas, una campera empolvada, su experiencia acumulada, sus anécdotas, los paisajes disfrutados, los libros leídos, los atardeceres, el frío padecido que le motivaba a contemplar una taza de café, de una forma que nosotros no podríamos hacerlo. Desmontándose como un engranaje de esa máquina que nos absorbe y nos hace creer que necesitamos tener más de lo que podemos cargar. La misma que nos impulsa a pensar en que debemos ser lo que demanda la sociedad y roba nuestros sueños para cumplir los de alguien más. 


El croto, que vivía a su ritmo, disfrutaba su soledad, valoraba sus tiempos, decidiendo por sí mismo, carecía de ideales colectivos, libre de cuentas en rojo, de vencimientos indeseables, de asistencias y reuniones de trabajo, de hacer colas para trámites, de falta de tiempo, de jefes prepotentes, de palmaditas en la espalda. Que más podría anhelar en la vida alguien despojado de ataduras. 

Algunos podrán objetar de su mala alimentación, el frío, el calor desmedido que repercutía en el deterioro de su ser, quizás hasta acortando los días de su paso terrenal. Pero, ¿quién dijo que la nuestra, es la mejor forma de vivir la vida?, no se trata de rellenarla con contenido y actividades, eso no implica vivirla, solo nos mantiene distraídos siendo un fragmento de esa gran maquinaria. Por eso es posible que sus huellas hayan menguado en cantidad de días, pero no en la intensidad de haber disfrutado ese regalo divino, de valorar cada pequeño momento, de detenerse a observar la creación que deja un nuevo día. Incluso mejor que aquel que no hace nada subjetivo, por miedo a perder su estatus o al qué dirán. 


Del "croto Pablo" solo quedan anécdotas y añoranzas. No recuerdo cuando fue el momento exacto de su deceso, ni el motivo del mismo, pero quiero imaginar que se fue en paz, satisfecho de haber aprovechado cada día como el último y entender la vida de una manera distinta a la nuestra, pero no por ello, menos fascinante. 

Yo deje de ser aquel chico pobre de valores, aprendí a ignorar lo que no tengo, por el simple hecho que no lo siento necesario, y aún debo seguir aprendiendo. Intento seguir mis sueños, y suelo hacer el ejercicio diario de detenerme a contemplar las cosas simples que le dan sabor a mi vida. Pero cada tanto, sé que esa máquina se enciende y me absorbe. Ni bien tomo conciencia intento desmontarme como un engranaje y vuelvo al camino tratando de disfrutar lo que soy y lo que tengo, serenando mi falsa necesidad de codiciar más de lo que puedo cargar para no sentirme pobre de nuevo. 

Aquellos que somos padres solemos escudarnos en las mismas excusas, procuramos abarrotar bienes materiales para dejarle a los hijos un futuro. En ese afán de darles lo
 que nos faltó cuando niños, no solo nos olvidamos de vivir, sino que olvidamos que las ausencias de nuestra niñez, nos hacen ser las personas que somos hoy. Las que permiten valorar nuestras pequeñas riquezas. Sin percatar que ya les hemos regalado lo más importante que alguien puede venerar, la oportunidad de vivir y ser los vagabundos de sus propias vidas.

1 comentario:

Crimen organizado

La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recort...