El día que matamos a Germán


Algunos creerán que el destino de cada individuo ya fue escrito al nacer, otros en la suerte, en hilos rojos, en el tarot y todo ese tipo de creencias. A mi entender, cada vez que tomamos una decisión, por más efímera que sea, estamos descartando otros posibles futuros. Cada acción o elección que tomamos tiene un abanico de caminos que constituyen diferentes desenlaces, pero solo visualizamos el que nosotros elegimos.

Esta historia fue hace tanto tiempo que tengo recuerdos vagos de algunos pasajes de ese día. Lo que sí recuerdo claramente, fue lo de Germán, y uno de sus posibles futuros:

Era sábado por la tarde y como tantas otras veces nos juntamos en la casa de Huguito. Éramos cinco chicos de doce años hablando de temas poco interesantes. Un grupo estaba en la habitación ubicada al fondo, ahí había una cama grande con mesas de luz en los lados, en frente un placard y sobre el costado derecho otro más chico. Sobre la izquierda, una puerta doble de madera con postigos permanecía abierta, y tenía salida al patio, donde me encontraba con el resto de los muchachos.

El moverse en manadas favorece al efecto de inhibición colectiva, con respecto a las normas que deben cumplirse al ser invitado a casas ajenas. Normas tales como no tomar agua de la botella, no abrir la heladera sin permiso, ni sacarse los mocos y pegarlos bajo la silla. Pero Lucho ese día desatendió una muy importante al abrir uno de los cajones de una mesa de luz, con intenciones de buscar vaya a saber qué. Detrás de un rosario, un par de libros y una bolsa de caramelos para la tos, encontró una franela naranja. La sustrajo desde el fondo, y cuidadosamente envuelto, descubrió un revolver calibre 38. Lo empuñó y se puso a jugar apuntando a Germán, suponiendo que estaba descargado. Rozó el gatillo con el dedo y ejerció un poco de presión. El martillo se levantó levemente y en aquel tambor de hoyos cilíndricos que deberían estar vacíos, se incrustaban casquillos de balas, esperando inmolarse contra algo o alguien.

El rugido de un trueno irrumpió en la habitación. El humo y un silencio sepulcral lo preceden. Hasta que un ¡¡¡Nooo!!! sale de la boca de Lucho, que deja caer el arma sobre el piso de madera. Se toma la cabeza, y la mirada de desesperación se adueña de él y de todos. Todavía no entendemos qué pasó, pero nos damos cuenta cuando vemos a Germán desplomarse en el suelo, boca arriba, y bajo su espalda asoma un charco de sangre que inunda parte de la habitación. Diego es el que está más cerca de él: se agacha para levantarle la cabeza y colocarle un buzo, mi buzo. Germán tiene los ojos llorosos de miedo a morir. Y, aunque realiza intentos inútiles por aferrarse a la vida, exhala sus últimas bocanadas de aliento hasta quedar inmóvil.

No reaccionamos, más de uno se sienta en el piso, agarrándose de las rodillas, mientras que Carlitos, más avispado, grita pidiendo ayuda.

La mamá de Huguito viene corriendo hasta la habitación y descubre el escenario. Empieza a insultarnos, nos pregunta: ¿Qué pasó? ¿Qué hicieron? Pero, ante nuestra falta de reacción va corriendo hasta el living, agarra el teléfono, y entre llantos, llama al hospital para que manden una ambulancia.

La espera es espantosa. Somos tan jóvenes, tan inexpertos con la muerte, que no sabemos ni que sentir: miedo, tristeza, sorpresa, todo es un total desconsuelo. El olor al hierro de la sangre es nauseabundo y se impregna en nuestra ropa y hasta puedo saborearlo entre los dientes.

Transcurre el tiempo, no sé cuánto, es imposible medirlo. Llegan los paramédicos y tratan de reanimarlo, pero es demasiado tarde para Germán, para lucho y para todos.

La policía se hace presente, y es muy difícil explicar lo sucedido: se nos dificulta completar frases. Y, como si no fuera suficiente tormento, se suma la imagen perturbadora de ver cómo se llevan a Lucho, esposado. Lo sientan en la parte trasera del patrullero y nos mira, despidiéndose de aquellos niños inocentes que no volverán a serlo nunca más.

Después, todo empeora. Se acercan los curiosos de siempre que se instalan afuera de la casa. Las imágenes de lo sucedido me invaden, estoy aturdido y no puedo dejar de pensar cómo se pudo haber evitado. Cómo le explicamos a la madre de Germán que sólo estábamos jugando, que fue un accidente, que ahora no podrá hablar con su hijo nunca más, no podrá acariciarlo y deberá continuar su vida sin él. De sólo pensarlo me tiemblan las manos y el sudor me moja la espalda.

Vuelvo a mi casa. Después de contarle a mis viejos, me muestran las mismas caras perturbadas que hace instantes vi en mis amigos y en los curiosos que se acercaron. Voy a mi cuarto, abrazo la almohada y lloro como nunca lo hice antes. Ese día fue el más largo de mi vida y dejó una marca imborrable que cambió para siempre nuestros caminos.

Dejamos de ser jóvenes, de reírnos por cualquier cosa, de juntarnos para hacer travesuras, de ver la vida tan positiva. Nuestra barra, ese grupo de amigos incondicionales se disolvió tras aquella desgracia. Como si quisiéramos escaparnos del pasado o de las personas que nos lo recordaban.

Seguramente, ese fue uno de los posibles futuros. En otros, quizá la bala no salió disparada, o Germán sólo recibió una herida y se recuperó en el hospital. Pero por suerte o por azar, el futuro que me tocó fue en el que Lucho pudo darse cuenta a tiempo, de que el tambor estaba repleto de balas y lentamente quitó su dedo del gatillo, sintiendo el alivio y a la vez el estupor, de pensar a lo que nos habríamos tenido que enfrentar.

La verdad es que en ese momento no tomamos conciencia. Como sucede con todas nuestras decisiones, no podemos simular ese abanico de posibilidad, tan sólo las dejamos fluir sin darle demasiada importancia.

Algunas veces cuando nos reunimos, un poco más viejos, un poco más gordos, con hijos y esposas, en esas charlas extensas de sobremesa, en esos viajes al pasado donde recordamos sistemáticamente las mismas anécdotas, Lucho suele contarnos aquella donde casi lo matamos a Germán. Y, un sentimiento nostálgico me impide sonreír: sé que en otro futuro paralelo al mío me encuentro sentado frente a una mesa, comiendo solo, rodeado de sillas vacías, y deseando que mi mejor amigo se dé cuenta a tiempo, que esa arma que empuña en la mano está a punto de arruinarnos la vida.