viernes, 6 de noviembre de 2020

El hombre que caminó en la luna.


Imaginen la experiencia de observar a través de una ventanilla, el hábitat que alberga millones de habitantes encogerse de a poco hasta quedar del tamaño de una pelota de fútbol. Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a un cohete espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque si el viaje fuese por un medio seguro, quizás una línea de subte o de colectivo, harían colas por sacar un pasaje si el destino fuese la luna. Y tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar, inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado, donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, color, aroma y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea a cuestas que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia. Aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes, que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos estacionados a corta distancia, de manera tal que, desde una esquina a la otra se pudiese caminar por sobre los vehículos sin tocar el suelo.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allí iba, saltando obstáculos con el sonido de fondo de la chapa quejándose; rompiendo lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que se haga presente la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque no vio que, a un costado en la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba su dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, su mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo, ni reflejos, para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño. Una vez que aterrizó lo tomaron de un puñado de mechones y las trompadas sobre su cara eran meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la salvedad, que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos, mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase Recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que, con duro trabajo, solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.


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