El asado viene
impreso en nuestro ADN, o cómo se imaginan que habrá hecho aquel hombre
primitivo tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble como
lo es el fuego. No cabe duda de que su segundo paso, habrá sido cazar un
mamut o una perdiz prehistórica para asarla al calor de las llamas y
festejar esa proeza con sus seres queridos.
Tomándolo únicamente
desde una perspectiva culinaria, diría que no es una receta que demande una
amplia cantidad de ingredientes, o se deba efectuar algún artilugio para que se
cocine en su punto exacto. Claramente, su preparación podría abordarse en tan
solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un
peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón, y quizá
se mezclaría en alguno de los cajones donde guardamos las demás recetas de Doña
Petrona de Gandulfo, que nunca preparamos.
Un digno competidor
por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración
es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría
de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los
invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no
hace nada es una pieza importante. A tal punto, que podría verse como un
eslabón indispensable para iniciar el ritual. Pues encender el fuego sin
comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no
tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como:
"No sé para qué les digo a qué hora venir, si vienen cuando se les da la
gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen a la hora de
comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de
sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos
elementos deben de compartir algún parentesco por los sentimientos que despiertan—.
Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las
primeras charlas, nada profundas. Esas, que logran una interacción mientras se
acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo.
Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque de cierta
manera obligan a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que
el festín culinario se lleva a cabo.
Si
pretendiésemos un análisis más sensorial, en principio se lo podría
realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es
algo que podría cumplirse con facilidad, sino cerrar los ojos y percibir los
factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual
placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la
madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se
entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el
aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne
ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.
El verdadero asado es
sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja pequeñas ramas
o los primeros bollos de diario o disfruta el chisporroteo de la sal. Es como
estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos
días. Un aprendizaje que lo escoltará por siempre. Donde se permitirá
mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar
recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un
libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en
la inmensidad de los acontecimientos.
"Te acordás
aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a
Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro
pibes!"
"¿En qué asado era,
cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por
querernos a todos?".
Y sí, no cabe dudas
que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero también se
amolda a los otros días, aquellos cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Puesto
que ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de
malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a
la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este
banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo
después de cualquier degustación.
El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con la gente que uno quiere. Por eso, cuando te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí en tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, yo pongo la casa. Vengan todos a comer.
Marcelo Villafañe