Carlos y su esposa Nilda, arribaron con
la intención de alojarse por una semana en el Punta Desnudez. Dejaron el equipaje en el Hotel y caminaron rumbo a la playa. Ni bien sus pies se
enterraron en la arena, él cerró los ojos, inhaló fuerte y sus pulmones se
llenaron del aire viciado por la sal. A lo largo de la costa, una cadena
de palmeras resoplaba cual si fuera el eco de las olas, y la ausencia
de bañistas les regalaba un paisaje únicamente para ellos dos.
Él armó su reposera bajo una sombrilla
y se puso a leer Jaws, de Peter Benchley. Su esposa en cambio, con
su malla enteriza y peinado de rulos, prefirió broncearse bajo el abrasador sol
de enero.
Carlos la miró por encima de los lentes, se contrajo de hombros y continuó con la lectura sin prestarle demasiada importancia.
El sol ya se ubicaba en lo alto. Él se quitó con el antebrazo las gotas de sudor de la frente, y dejó sobre la reposera el libro para adentrarse en las aguas calmas. Antes, invitó a Nilda, para que lo acompañase.
—¿Qué?... nonono, el agua debe estar helada y encima te queda toda la sal pegada en el cuerpo que una costra que no te la sacas más y después el sol te empieza a quemar porque la última vez que fuimos a... —y Carlos en una técnica que había pulido casi a la perfección tras treinta años de casado, desapareció casi sin dejar huellas en la arena y la dejó hablando sola.
Apenas el agua llegó hasta sus rodillas, él se zambulló de clavado. Sacó la cabeza del agua y aspiró profundo al notar el cambio brusco de temperaturas. Carlos, que en su juventud había participado en el Open Argentino de 1500 metros estilo libre, decidió llegar hasta una boya que marcaba el límite de aguas seguras. De a poco se fue acostumbrando al frío, y empezó a nadar mar adentro hasta ver que el agua cambiaban a un tono más oscuro.
Estando a pocos metros de la boya, el roce de un cuerpo escamoso contra sus piernas lo detuvieron inmediatamente. La respiración se le aceleró, y buscaba desesperado una amenaza de la cual defenderse. Finalmente distinguió una sombra bajo el agua que merodeaba las profundidades, como si aquello lo estuviera estudiando. Pensó en nadar lo más de prisa que le permitieron sus brazadas, pero miró hacia la costa y se veía alejada cómo para escapar inadvertido. Entonces, desde las profundidades como un torpedo surgió una mujer mitad humana y mitad pez. Carlos chapoteaba como un nadador sin los flota flota, y por intentar gritar tragaba litros de agua. Después de semejante susto, se paralizó frente a aquella extraña mujer pez.
Ella, cautelosa, se le acercó con movimientos ondulantes, mientras sus cabellos dorados acariciaban la superficie del mar. Se detuvo a pocos metros y él, ya más calmo, la observó con más detalle. Lucía unos atributos desproporcionados para esa cintura tan delicada y lo invadió la excitación ante su exuberancia, casi al punto de olvidar mantenerse a flote.
—Hola, mi nombre es Akida Futaki, hija de rey Uruboro, ¿tú cómo te llamas? —le dijo la mujer pez con unos irresistibles labios carnosos.
—Meee... llamo Carlos —dijo sorprendido al ver que ella dominaba el mismo lenguaje—. ¿Cómo es posible?, digo... que existan mujeres como vos.
La doncella esbozó una sonrisa, seguramente al notar la mirada libidinosa de aquel hombre. Ella le explicó que provenía de una civilización oculta, donde no había personas como él, y la mayoría de las mujeres se veían obligadas a copular con los machos de su tribu. El problema es que ellos estaban dotados con piernas de humano y cuerpo de pez. Y que, en contra de los concejos de su padre, subió a la superficie en busca de alguien que la complaciera sexualmente sin pincharse con bigotes, o se le claven escamas. Un acto que más allá de ser desagradable, era peligroso, sobre todo cuando se trataba del mitad pez globo, o el hombre mitad medusa o el medio pez espada.
Carlos, no recordaba la última vez que
había tenido relaciones... mucho menos con la luz prendida, y fantaseó con la
idea de ofrecerse como candidato de aquella mujer pez, que le doblaba la edad o
quizá un poco más.
Akida sin dejar de mirarlo con un deseo
expreso, le pidió reencontrase al día siguiente, a la misma hora junto a la
boya. Él no lo pensó demasiado y aceptó la petición. Luego de que ella se
perdiera en los matices turquesas, él volvió nadando hasta la costa. Cuando se
acercó a la sombrilla fue inevitable detener su mirada en esa mujer de abdomen
abultado, de carácter hosco, que ocupaba la reposera casi en su totalidad. Cómo
no compararla con la escultural muchacha de piel blanca y firme, de ojos
celestes y voz pausada.
—Ya tenes esa cara de viejo baboso, seguro viste algún culo por ahí. No podes con lo que tenes en casa y te queres hacer el pendejo —le dijo su mujer a los gritos.
El hombre apretó los dientes y la miró con el deseo intrínseco de ahogarla en medio del mar. Pero contuvo sus palabras, y la dejó parlotear mientras su mente se perdía en los hechos excitantes que hace minutos lo sorprendieron.
Cada tarde nadaba hasta la boya y se
reencontraba con la sensual mujer, con quién intercambiaba risas y cruzaba
miradas lujuriosas. Hasta que al quinto día y consciente de que se acercaba el
final de sus vacaciones, no logró contenerse más. Se fue acercando despacio y
dio rienda a su apetito carnal. Se sentía de veinte, pero Akida lo frenó
sabiendo que los podrían descubrir. Y esta vez, le propuso verse por la noche,
a las doce en punto.
El deseo por entregarse a los brazos de
esa mujer lo enceguecieron. De inmediato diagramó un día repleto de actividades
para que su esposa termine extenuada. La llevó a pasear en cuatriciclo por las
dunas, fueron a pedalear en esos botes con forma de cisne y compró una
excursión a un museo de estampitas al que debían llegar caminando. Por último,
la llevó a cenar a un restaurante de pescados y mariscos, la comida preferida
de su mujer. De solo ver las aletas del pez recostado sobre el borde del plato,
el deseo de Carlos se encendía y lo devoraba la ansiedad.
Cuando se aseguró que estuviese
satisfecha, le propuso volver a punta Desnudez. Miró su reloj y solo faltaban
cinco minutos para la medianoche, pero su esposa aún debía colocarse la máscara
facial verde y las dos rodajas de pepino en los ojos. Cuando finalmente se
recostó, un ronquido de aserradero dio la señal que impulsó el escape a
hurtadillas de la habitación.
La noche era cálida y sin viento. Él a
pesar de la demora se echó a nadar igual, aprovechando que la luna llena le
servía de guía para ubicar la boya entre las aguas oscuras. Una vez que llegó a
su destino, la llamó con pequeños susurros, y a lo lejos se hoyó un chapoteo. Un
llamado de apareamiento se dio cita en el mar. El sonido de tambores en su
cuerpo retumbaba de solo imaginarse tocando esos enormes pechos. Luego, escuchó
otro chapoteo, esta vez más cerca, y la salpicadura del agua le mojó la cara.
Ese cotejo misterioso lo excitaba aún más, y se quitó el traje de baño
arrojándolo sobre la boya, sin importarle demasiado si le acertaba o no.
Lo raro vino, cuando sintió bajo la planta de los pies, como si algo lo estuviera lamiendo. Y tras unos segundos, se paralizó al visualizar una aleta dorsal brillosa, que rasgaba de a poco la superficie de las aguas, mientras le danzaba en círculos. Rápidamente la imagen de su mujer le recordó tantos años de casado, tata paciencia, tantas vivencias soportadas, tantas quejas, y rodajas de pepino. ¿Por qué terminar así?, flotando en la inmensidad del mar, desnudo y esperando con temor, a recibir la primera mordida.