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Qué sentir, cuando no sentimos.



Hoy me desperté con miedo a la muerte. Cada tanto me atraviesa esta sensación. En realidad, no sé si es miedo a morir, o es el miedo a extrañar a los seres queridos cuando ya me haya muerto... como si tuviera la facultad de extrañarlos una vez que sea carne fétida y huesos en una caja de madera. Estos pensamientos se agudizan, quizás, por el grado de ocio que experimento al estar de vacaciones en La Falda. Son días donde inconscientemente calculo los años que tengo y cuánto resta para llegar a los ochenta. Sé que es una boludez pensar que con cuarenta estaría a mitad de carrera, cuando en realidad no se sabe dónde se encuentra la llegada, o qué imprevisto puede sacarnos del camino. Pero después del desayuno, cuando me camuflo entre las personas del Hotel, estas ideas se desvanecen y vuelvo a ser más normal.

—¿¡Quién se suma hoy a la excursión a Villa Giardino!? —dice el guía elevando el tono desde la recepción del hotel Sindical—. No olviden anotarse. Los que no andan en auto no se preocupen, nos repartimos entre los autos que van. 

El sol se esconde detrás de nubarrones tormentosos, pero hasta ahora no se siente ese olor a tierra mojada. Suele ser impredecible este clima serrano que desde hace tres días no logro descifrar. Lo que si descifro después de ponerme el abrigo es que hoy no habrá pileta, y la excursión parece ser un buen programa.

—Nosotros llevamos a Maia, y completamos el lugar libre en mi auto —, le aviso tras anotarnos en la lista. Maia es de Buenos Aires, vino con su familia en colectivo hasta la Falda y se hizo amiga de mi hija.

Son las tres de la tarde y salimos en manada. Nosotros vamos en última posición, es la ventaja de andar sin apuro y sin obligaciones que cumplir. Nos incorporamos a la ruta que pasa cerca del hotel. El tránsito es un hervidero. Carteles de Parrillas, artesanos, y ventas de salamín y alfajores, le dan vida a estos caminos que atraviesan pequeños pueblos. A tal punto, que es complejo dilucidar cuando finaliza uno y comienza el otro. Lomas y bajos e incontables curvas, impiden sobrepasar a los de enfrente, y la cola de autos parece la peregrinación de alguna virgen. Detrás mío, un Ford Falcon conducido por un señor mayor parece inquieto, puedo notar su entusiasmo por querer aventajarme.

—Mmm, este viejo tiene pinta de peligroso —le digo a mi esposa, mientras lo observo por el espejo retrovisor.

Va sin acompañante, y su atuendo es más de lugareño que de vacacionero: gorra de viejo, pañuelo al cuello, lentes de aumento y camisa. Además, ese Falcon venido a menos, no soportaría un viaje de varios kilómetros, tiene que ser de por acá.

Continuamos a paso tranquilo respetando nuestro carril. A lo lejos diviso una estación de servicio. Es la referencia que nos indicó el guía para luego doblar a la izquierda y continuar un tramo más.

Vuelvo a mirar para atrás y ahí sigue el viejo, inquieto, no soporta esa velocidad, viene zigzagueando, asomando la cabeza por su ventanilla, pero con tanto auto de frente, no le queda otra que esperar detrás mío y eso me pone alerta. Llegando al cruce no hay semáforos, ni señalizaciones, ni nada que indique que es un cruce. Sólo un arco que anuncia el próximo peaje. El guía que comanda la procesión, baja de la ruta y todos los seguimos por la banquina de tierra que se ensancha notablemente, y las huellas señalan el cruce habitual de este tramo en sentido transversal a la ruta. Aprovecho que disminuimos la marcha y dejo que el viejo se adelante, aunque sólo logra avanzar una posición. Es una regla que mantengo con los que están apurados y me dan mala espina.

La ruta es un hormiguero y vienen autos de ambas manos. Cada tanto se hacen pequeñas pausas y le permiten cruzar a los nuestros, hasta que quedamos el viejo y yo, que mantengo la distancia, por mera precaución.

El Falcon se mece por la ansiedad de su pie celoso sobre el acelerador. Media rueda delantera en la tierra y la otra mitad sobre el asfalto. No viene nadie por la derecha y se manda, pero lento, algo achanchado. Mientras me adelanto para esperar mi turno, de reojo y por la izquierda, un colectivo de línea viene en velocidad. Sólo puedo mirar esa película en primera fila que transcurre en tan solo un parpadeo, pero los detalles se registran firmes, quizás por el chillido de los neumáticos bloqueados, que dejan marcas negras del caucho. El zumbido de una bocina pasa delante mío a solo un metro, y se funde con la chapa retorciéndose, en un golpe seco contra la puerta del Falcon y lo arrastra como una pieza de ajedrez sobre el carril opuesto. Es como una danza entre los dos, que termina en la banquina contraria, unos diez metros más allá.

El tránsito se detiene. Miro a mi esposa que respira agitada y con los ojos llorosos, presa del pánico. Atrás, mi hija y su amiga se miran asombradas, sin hablar. El personal de la estación de servicio socorre al viejo, o lo que queda de él, pues no alcanzamos a ver mucho desde nuestra ubicación. Por un lado, no quiero dejar a las chicas y a mi esposa solas en el auto, por el otro, intento convencerme de que debería bajarme a ayudar al viejo, pero me inclino por cruzar la ruta y seguir camino a la excursión: desconfío de mi coraje cuando la muerte se halla merodeando tan cerca.


El descanso de las Haches




Qué finalidad cumplen las instalaciones de un club deshabitado. Imposibilitado de cumplir su función para el que fue concebido; contenerenseñar generar lazos.

Sin entrenadores, ni jugadores o padres; sin chicos correteando; ni charlas con mate bajo la arboleda. Sin pitazos ni gritos que interrumpan el sonido armónico del viento al castigar las hojas de aquellos gigantes eucaliptus. Sin el chisporroteo de un fogón que anuncie un encuentro o una simple reunión entre amigos: comunión necesaria a la hora de iniciar o consolidar proyectos grupales.

No se oye la congoja de las hamacas, y la gramilla gana terreno sobre espacios donde el transito impedía su avance. Los palos, son simples palos tirados en el suelo, lejos están de cumplir su rol de espadas imaginarias o fusiles de una batalla librada a media tarde por pequeños delirantes. Los teros anidan en las canchas y se pasean indiferentes, sin necesidad de alertar el peligro de algún extraño. Mientras que los tablones de la tribuna se mantienen inertes, sin soportar los saltos de la hinchada ni el aliento ni los cánticos.

En su lugar, jugadores, preparadores físicos y entrenadores hacen escuela a través de aplicaciones virtuales. Se le destina tiempo, dedicación y trabajo. Pero qué puedo decir al respecto; es como si me dieran a elegir que mire un partido de rugby desde mi casa, o estar sentado en la tribuna del estadio viéndolo en vivo, escuchando el estruendo de los tackles, el sonido de la pegada cuando viaja la pelota directo a las haches, y lo precede el rugido del público. Podría decirse que se disfruta de ambas formas, pero son dos realidades completamente diferentes.

Creo que cuando ocurren estos hechos imprevistos, como lo es la pandemia, se logra apreciar lo que uno ya tenía, y se le da el verdadero valor que corresponde. Los jugadores veteranos esperamos ese asado de los jueves, escuchar nuevamente esas historias ya narradas o ese tercer tiempo sin horario de retorno. Necesitamos de la manada, del deporte en equipo, de fragmentar ese significado de jugador para fundirse con el resto.

Lamentablemente la cuarentena no da muchas opciones y debemos acatar órdenes como lo hacemos en el juego: sin reprocharle nada al árbitro, volviendo rápido en posición defensiva.

Por el momento sólo queda cuidarnos y seguir entrenando desde casa, sin perder la inercia que impulsa lo logrado. No hay mal que dure cien años dice el dicho, y es en estos momentos duros donde se hacen fuertes los equipos, ante la adversidad, cuando se presentan obstáculos y la mente se pone a prueba.

De mi parte, aguardo paciente en mi rol de padre de mis dos hijos que demandan más tiempo en este presente complejo, priorizando mi equipo familiar ante el deportivo, pero haciéndome de algún hueco para seguir en movimiento y estar a la altura de las circunstancias. Esperando expectante y ansioso que la tormenta pase. Y, para cuando salga el sol, justo en ese instante cuando el silbato irrumpa nuevamente el ajetreo sereno de las hojas, podremos seguir disfrutando este regalo divino que nos da la vida, estar en una cancha de rugby, sentir el olor al césped recién cortado y saberse inmunes a todo, incluso al paso del tiempo, al menos por ochenta minutos.   

Ante la derrota



El pitazo final suena, y como el hachazo de un verdugo, dejamos caer la cabeza sobre los hombros vencidos, la mirada fija sobre el pasto verde, aguantando las lagrimas para no mostrar debilidad ante el rival, para que no vean las grietas sangrar por dentro, tratando de encontrar una explicación de cómo llegamos a tal punto.
¡Por qué a mí! ¡Por qué a nosotros!, otra vez más tenemos que lidiar con la desdicha de sentir que la victoria se escapó apenas por un pelito, que nos quitaron la ilusión de las manos. 

Por el otro lado están ellos. Festejando su hazaña. Gritando, delirando de alegría y abrazándose, casi nos parece una burla. No estoy diciendo que lo sea, sólo que la susceptibilidad puede alterar nuestra percepción de la realidad. Nuestra hinchada está enmudecida y mira indignada aquel pequeño grupo de inadaptados festejar con locura. Ellos con su fiesta, van coreando el nombre de su club y tienen el tupe de dar lo que parece ser una vuelta olímpica en nuestra cancha, en nuestras propias narices vemos cómo una vez más se escapa un campeonato. Ojo, ellos están en todo su derecho, pero estamos tan tristes que hasta lo correcto nos parecen mal. Es que a veces no se puede pedir que tengamos pensamientos íntegros cuando no se encuentra consuelo por ninguna parte. Únicamente queda borrar esa foto final de todos ellos amontonados, abrazados a la copa, y pedirle al cuerpo que haga el esfuerzo de empujar esta bolsa de huesos y mantenga los órganos en funcionamiento hasta que termine del día.

La mente empieza a enfriarse y el análisis es inminente, el partido se nos proyecta como una película, situando la lupa sobre una secuencia de jugadas, tratando de buscar explicaciones y culpables. ¡Como no pedimos penal cuando tuvimos la oportunidad!.. capaz lo empatábamos y en el alargue se daba el milagro. Si, hubiese estado complicado ganarlo, teníamos uno menos por esa roja injusta. Va injusta. Injusta para nosotros porque nos quitaron uno, pero al pobre pibe de ellos le bajaron el comedor de semejante trompada. Y bue, cosas de finales, le tiraban viento para despertarlo.. pero ni el huracán Catrina lo volvía en sí. Y si no fuera por esa pelota que se le cae al turco, justo le tocan la mano cuando va a apoyar y hace knock on.. pero que le vamos a decir pobre. Demasiado tiene que lidiar el mismo con la macana que se mando. Pero ahora ya está, no hay nada que se pueda cambiar para revivir al muerto. Para colmo de males, tenemos que padecer el tercer tiempo con estos, nuestros rivales de toda la vida, los de la camiseta blanca y negra.

Y si todo terminara ahí seria un negocio redondo, pero la realidad se sabe que no es así. El problema es que el tormento te persigue como una sombra, cada vez que apoyas la cabeza sobre la almohada, vuelven esas imágenes perturbadoras, vos tratando de guardarla en vez de pasarla, o intentando tacklear ese win que se te escapo por la punta, de patear mejor esa pelota, no justo al medio regalando ese contraataque aniquilador. De recordar una y otra vez los errores con el llanto silencioso de los hombres que no lloran.

Es por eso que, me tomo el tiempo de conmemorar el sabor amargo que deja el verse derrotado, incluso después de haber salido campeón dos años seguidos, y luego de grandes actuaciones a lo que va del año. Porque cuando suene el pitazo inicial, y estén solos en la cancha, si nos gana el cansancio y nos pesan las piernas, es bueno recordar que no hay nada mas triste que verse abatidos por la impotencia de no poder volver el tiempo atrás y corregir esos errores, esos que el cansancio dejan expuestos en carne viva. Ahora, que recordamos qué se siente cuando las rodillas tocan el piso y las manos cubren las caras de dolor, podemos quedarnos tranquilos que caberá una sóla posibilidad, la de dejar el cuerpo, la piel y el corazón.

El pobre y el vagabundo


Durante la mayor parte de mi infancia viví en una estancia junto a mi familia. Ahí mis papás trabajaban en el mantenimiento de un extenso parque y en los quehaceres domésticos de un chalé. De tanto en tanto, solía visitarnos un vagabundo al que nosotros llamábamos "el croto Pablo". Realizaba algunas changas para ganarse la comida, y dormía junto a un galponcito con techo de chapas, donde los puesteros dejaban las monturas de sus caballos. Ahí sobre el piso de tierra tendía sus cueros y sus mantas e improvisaba una cama donde amodorrarse.

Tenía un andar tranquilo, pausado, la voz gruesa y calma, era culto, provisto de gran sabiduría; siempre acompañado de algún libro, e incluso leía y escribía en alemán. Según cartas que pudimos ojear alguna vez, tenía una letra inmaculada, un trazo elegante y prolijo, propio de un hombre estudioso. Desconocíamos su historia, su pasado, qué lo llevó a vivir de esa manera, a mendigar y a vestir harapos. 

Yo era un niño normal, que como todos a esa edad quería juguetes caros o ropa que no me podían comprar. Tenía los libros que no aspiraba leer y hasta recuerdo no querer usar una bicicleta que mi viejo me compró en un remate, por estar pintada de un delicado verde manzana. Y, ante todo, pensaba que el significado de la pobreza se reflejaba en las ropas de aquel vagabundo. 

Creo que él lo sabía mejor que nadie que implicaba la riqueza. Bastaba verlo armar sus cigarros con una paz incorruptible. Sostenía el papel con su mano derecha y con la otra volcaba el tabaco, después mojaba un extremo con la lengua y amacijaba con los dedos hasta sellarlo complacido de algo, que para muchos no ocuparía una parte relevante del día.

Él creía tenerlo todo, sus mantas, su bolsa con algunos trastos, su gorra, sus zapatillas viejas, una campera empolvada, su experiencia acumulada, sus anécdotas, los paisajes disfrutados, los libros leídos, los atardeceres, el frío padecido que le motivaba a contemplar una taza de café, de una forma que nosotros no podríamos hacerlo. Desmontándose como un engranaje de la máquina que nos absorbe y nos hace creer que necesitamos tener más de lo que podemos cargar.

El croto Pablo disfrutaba de la soledad, valoraba su tiempo decidiendo por sí mismo, carecía de ideales colectivos, libre de cuentas en rojo, de vencimientos indeseables, de asistencias y reuniones de trabajo, de hacer colas para trámites, de falta de tiempo, de jefes prepotentes, de palmaditas en la espalda. Que más podría anhelar en la vida alguien despojado de ataduras. 

Algunos podrán objetar de su mala alimentación. No es fácil soportar el frío y el calor que repercutió en el deterioro de su ser, acortando los días de su paso terrenal. Pero, ¿quién dijo que la nuestra, es la mejor forma de vivir la vida?, no se trata de rellenarla con contenido y actividades, eso no implica vivirla, sólo nos mantiene distraídos siendo un fragmento de esa gran maquinaria. Por eso es posible que sus huellas hayan menguado en cantidad de días, pero no en la intensidad de haber disfrutado ese regalo divino, de valorar cada pequeño momento, de detenerse a observar la creación que deja un nuevo día. Incluso mejor que aquel que no hace nada subjetivo, por miedo a perder su estatus o al qué dirán. 

Del "croto Pablo" únicamente quedan anécdotas y añoranzas. No recuerdo cuando fue el momento exacto de su muerte, ni el motivo, pero quiero imaginar que se fue en paz, satisfecho de haber aprovechado cada día como si fuese el último. 

El tiempo me ayudó a dejar dejar ser aquel chico inconformista. Intento seguir mis sueños, y suelo hacer el ejercicio diario de detenerme a contemplar las cosas simples que le dan sabor a la vida. Pero cada tanto, sé que esa máquina se enciende y me absorbe. Ni bien tomo conciencia, intento desmontarme como un engranaje y retomo el camino. 


Aquellos que somos padres solemos escudarnos en las mismas excusas, procuramos abarrotar bienes materiales para dejarle a los hijos un futuro. En ese afán de darles lo que nos faltó cuando niños, no sólo nos olvidamos de vivir, sino que olvidamos que esas carencias de nuestra niñez, nos hacen ser las personas que somos hoy. Carencia que nos permiten valorar nuestras pequeñas riquezas. Después de todo, ya les hemos regalado a nuestros hijos lo más importante que se pueden desear: la oportunidad de vivir y ser los vagabundos de sus propias vidas.

 

Partido de Veteranos


Amanece un poco nublado y comienzan a sentirse los primeros fríos otoñales. La cancha uno del Jockey Club esta pesada, durante la noche y en las primeras horas de la mañana, llovió intensamente y de seguro, empeorará luego de los partidos previstos para la jornada.

Para muchos un día más, para otros no tanto. Desde el vestuario local comienzan a ingresar señores de más de cuarenta años con bolso en mano. Mientras tanto, cerca del mediodía, nos avisan que el equipo rival no trae reserva. Lamentablemente son situaciones que en nuestro nivel ya son moneda corriente. Tenemos tres horas de espera para ver el partido de primera, pero antes hay un evento que se roba nuestra atención. A la cancha salen dos equipos, el visitante con camiseta celeste y franjas blancas, mientras que el local, camiseta alternativa blanca con unas pequeñas franjas rojinegras. Y digo pequeñas, porque en esos cuerpos predomina el blanco en la zona media frontal, sumado a que las camisetas son muy ajustadas, no favorecen la estética de esos cuerpos tallados. 

No se advierte nerviosismo, experiencia sobra por todos lados. De todas formas algún sentimiento encontrado es ineludible, no lo exteriorizan, pero esa sensación de volver a pisar una cancha, de ver nuevamente a tu lado gente que usa tus mismo atuendo, de ser otra vez parte de un equipo, de pertenecer a los de la línea de cal para adentro, seguramente habrá invadido de recuerdos y nostalgia a más de uno.

Precalentamiento de pases. También veo al ocho pateando —cosa de no creer—, pero como es un partido de veteranos se puede esperar mucho de esto. Movimiento de hombros y trote suave para no malgastar piernas, hay que guardar las energías para quemarlas después del pitazo inicial. Lo sigue la foto grupal con ambos equipos mezclados, es imprescindible que se tome antes del partido porque hay apellidos de renombre capaces de convertir una cancha de rugby en un cuadrilátero tan solo con el chasquido de los dedos; pero el clima de camaradería parece deambular en el ambiente, al menos, durante la previa. 

La tribuna se llena de jugadores y familiares para disfrutar el encuentro. Los más chicos van a ver a sus entrenadores para tener fundamentos y poder contrarrestar algún posible reproche a futuro, "que me pedís que la de, si cuando te vi jugar te las comías todas..." o "¿que cuide la pelota?, ¿te vi tirando ese off load al hombre invisible y me queres corregir...?" Por suerte, el dicho: Haz lo que yo digo y no lo que yo hago, se aplica sin problemas a este tipo de insubordinamientos. 

La cancha se achica cinco metros de cada lateral, diez jugadores de un lado y diez del otro. Algunas reglas son adaptadas para este nivel y sin más preámbulos comienza el encuentro. Lo que parecía ser un partido de exhibición se transforma en un verdadero encuentro de rugby, tackles de una agresividad que se apoderan de la exclamación tribunera. Pases sobre contacto y buenas carreras dan como resultado el primer try del Jockey. Algunas cosas no han cambiado, el que no la daba, sigue con el hábito intacto. El de los pases pizzeros no perdió el don, pero así y todo, el equipo tiene un amplio poderío sobre el visitante y se escapa rápidamente en el marcador a pesar de algunas fallas que son totalmente entendibles por la falta de entrenamiento. La hinchada enloquece de a ratos con algunas magias individuales y corridas memorables que terminan en puntos a favor. También las risas se multiplican ante algún rastrón mal ejecutado, un buen tackle de ellos a los nuestros, o un mal pase, que en el segundo tiempo empiezan a denotarse con mayor frecuencia por el cansancio. En consecuencia, los cambios son reincidentes, el que mete un try o corre más de quince metros sale por uno más fresco. No solo los jugadores son los protagonistas, en un momento y cansado de los reclamos y quejas, el árbitro parece querer iniciar una contienda con un veterano Querandí, pero los locales logran calmarlo. Eso hubiese sido la frutilla del postre, digno de verse desde la tribuna comiendo pochoclo y en este momento seguramente estaría escribiendo las crónicas del árbitro y de sus dotes pugilísticos y no sobre los jugadores.

El juego se reanuda y de a ratos las piernas no responden. Parece un pasamanos de jugadores de metegol, hasta que uno de los nuestros se corta después de una linda jugada y faltando cinco metros, cuando el árbitro casi convalida lo que parecía inevitable, se le cae la pelota como quien lleva una bombucha en la mano y al mirar la hora, esta se le escurre por los dedos terminando en el piso, y un nnaaaaaaaa!! baja de la multitud instalada en la  tribuna después de ver algo, nunca antes visto.

Ya transcurridos dos tiempos de quince minutos y un suplementario, finalizó el encuentro. El saldo de lesionados no fue tan trágico, una rodilla con hielo a los cinco minutos del inicio, un tirón después de una corrida épica y un par de botines que necesitaban un cambio. Posiblemente a la noche los calambres y dolores habrán despertado esos cuerpos desacostumbrados, pero no cuentan como lesión, sino se ajustan al refrán Sarna con gusto no pica... pero duele. Un abultado resultado dejó como ganador a los veteranos del Jockey Club. Si bien, está lejos de ser un dato importante, ganar o perder no va a cambiar lo vivido, las caras de felicidad de sacarse las ganas, el aplauso de todos por un espectáculo que divirtió tanto a los de adentro como a los de afuera. Ver viejas glorias y otras no tan viejas pisar el césped, genera una agradable satisfacción de quienes alguna vez jugamos con ellos. 

Cerramos con una foto y nos quedamos compartiendo sus alegrías, hasta el comienzo del tercer tiempo que estuvo a la altura del encuentro. Desempolvando anécdotas y reviviendo jugadas y situaciones del partido.   

El Jockey es un club en crecimiento, ha apostado todo para lograr el cambio de categoría de su primera división, y si bien, muchos estamos aferrados a ese sueño, sentado en las gradas puede vislumbrar el desenlace de otro importante para los que pintamos canas, el de los futuros retirados, uno que va a prolongar ese cosquilleo por un tiempo más, uno que se llama: "Veteranos del Jockey Club".

3 de mayo de 2010


Recuerdo estar en la escuela cuando mi señorita de 4to grado, trazando una línea perfecta a lo ancho del pizarrón, con una raya al inicio y una flecha al final, nos decía, —esto les va a facilitar comprender los sucesos a través del tiempo y ubicarse cuando ocurrió cada uno—. Yo, por más que me esforzaba por retener, me preguntaba —¿Cómo va a hacer esta mujer para que memorice que paso en cada rayita?—, y hasta el día de hoy me cuesta memorizar muchas cosas y cada vez más. Por eso, tener tantos detalles minuciosos de un día en particular no es algo habitual. Seguramente ha quedado almacenado en mi “memoria a largo plazo episódica”, que permite recordar hechos concretos o experiencias personales, algo así como la memoria ROM de una compu, esa que no se borra cuando la reinicias.

Son las tres de la madrugada y ahí me veo sentado en mi cama con el celular en la mano, no estoy jugando Candy Crash, de hecho, se creó dos años más tarde en 2012. Estoy cronometrando el tiempo de cada contracción, cual si fuese una carrera de regularidad, tratando de seguir al pie de la letra lo que indicó el obstetra y no caer al sanatorio cinco horas antes por una falsa alarma. Sucede que los profesionales de la salud no entienden que uno ha crecido mirado películas a lo largo de su vida y en todas ellas la madre tiene dos contracciones, se sienta en la cama, o en la silla de un restaurante y dice —ahí vieneee!!!—, acto seguido todos salen corriendo como locos gritando, la desesperación y el caos se apodera de cada personaje y huyen a toda velocidad en su vehículo rumbo al hospital. Entonces llamo al doctor, porque después de varias contracciones ya te invade la desconfianza. El curso de preparto se diluye como agua entre los dedos y las dudas de no saber cuánto tiempo duraban las contracciones y de cuanto era la pausa, o alguna se pasa del tiempo y vos la contas como regular. En fin, el tipo te atiende con una voz relajada y te recalca, —cuando sean cada 5 minutos por una hora tráela, ¿ya despidió el tapón mucoso?— Y uno piensa qué forma tendría que tener un tapón mucoso, ¿se habrá salido y no lo ví?. A lo que respondo —un segundo que le pregunto a mi señora…—ella seguramente debe saber. 

Después de varias idas y venidas por teléfono nos da el Ok para ir, Martita se da un baño relajante y terminamos de guardar las últimas prendas en los bolsos de mamá y la futura bebé. Llamamos un remis que milagrosamente viene sin demoras y subimos al vehículo. Nos encaminamos rumbo al Sanatorio, pero esta vez, no hay interacción con el chofer como suele suceder, no importa el clima, lo caro que están las cosas o la inseguridad, solo estamos enfocados en las contracciones que no cesan. El remisero al darse cuenta de la situación, comienza a notarse algo asustado y percibo que acelera su vehículo, porque aparentemente veía las mismas películas que yo y que todos los padres primerizos. Toma la calle Islas Malvinas y cruzamos Av. Santa Fe, transita unos cincuenta metros y se come una loma de burro nuevita, reluciente, con el lomo ensanchado y vigoroso esperando que algún desprevenido la transite, esas que te hacen pegar la cabeza contra el techo y que quedara en la memoria de la futura madre que casi pare en el mismísimo auto. En ese instante, su panza se endurece y se acuerda de la mamá del remisero, de la abuela y de todos sus ancestros. De hecho, no hay vez que pasemos por ese lugar y no reflote ese episodio tan desafortunado. 

Continuamos con el trayecto, gracias a Dios sin nuevos sobresaltos y finalmente llegamos al Sanatorio. Luego de anunciarnos en recepción nos llevan a una sala donde empiezan con el goteo para inducir el parto. Yo al lado de Martita tomando su mano, dando apoyo psicológico y frotando su espalda para dar lucha a los dolores, mientras me estrangula mis dedos a tal punto, que no sé si es un bebé o alguna especie de Alien asesino que le saldrá por el pecho. Recuerdo también haber escuchado alguna frase como —por dios, saquenmelooo — pero puede ser idea mía. Ese tiempo parece eterno, pero por suerte la dilatación es la esperada y transcurrida aproximadamente una hora, deciden trasladarla a la sala de parto. La enfermera se me acerca y me pide la ropa para la bebé, usa términos como “ranita”, “bodis”, “batita”, “mantita”, todo en diminutivo. En mi mente parece nuevamente trazarse una línea de tiempo con rayitas porque no entiendo nada. Viendo que estoy en un estado de total incomprensión a ese conjunto de nuevos términos, me dice sutilmente y con tono solemne, —a ver papá dame el bolso—, y vuelvo a reaccionar. 

Me dan una especie de guardapolvo para presenciar el nacimiento. Entro y todo parece estar listo. Me ubico al lado de Martita, que está acostada en una camilla inclinada con las piernas abiertas y semiflexionadas. El doc con tono de maestra de jardín de Infantes le dice, —Bueno mami, cuando sientas que viene la contracción vamos a pujar—, luego del primer pujo, me asomo y su cabecita también lo hace. En ese instante, el médico toma el bisturí y para mi asombro, le hace un tajo en la chuchis, pochola, cachucha, cotorra o como quieran nombrarla. Lo quedo mirando y me hago varias preguntas, ¿Qué hijo de mil, cómo le pudo hacer ese tajo sin avisarme?, ¿eso estaba programado?, ¿no era que en el parto natural salía los bebes y listo?. Al tiempo después de googlear entendí que era según el tamaño de la criatura y la dilatación para que no sufra un  desgarro la madre. A todo esto vuelvo en sí y en solo tres o cuatro pujos más, sale una niña cubierta vérnix o unto sebáceo, (una sustancia blanca y grasa que protege la piel de la bebé mientras se encuentran en el líquido amniótico). Ahí pienso dos cosas, —en las películas los bebes no nacen así —, y lo otro es —me imagino que la van a limpiar primero antes de dármela —. La cubren con una manta y se la muestran primero a mamá, para que conozca a su hija y luego de emocionarse, acto seguido entra en un sueño letargo, cuasi oso en su cueva espera que empiece el duro invierno. Es que entre los nervios y el trabajo de parto quedó totalmente exhausta. 

Luego la toma su pediatra y la lleva para control. Aspira sus pulmones, la limpia, controla sus signos vitales, sus reflejos y la viste. Miro asombrado el procedimiento, pero todavía no tomo noción de lo sucedido, empiezo a darme cuenta lo hermosa que es y de sus buenas cuerdas vocales para llorar. Entonces llega mi turno. La tomo en mi brazos, quedo con esa pequeña de manitos arrugadas y de labios enrojecidos solos por primera vez, mirándonos. Creo que en ese instante me di cuenta que nada seria como antes. Que había dejado de ser Hijo para convertirme en algo más. En ese acto, me fue entregado un manual que decía en la tapa “Como ser padre”, con la desdicha de que todas las hojas estaban en blanco, apenas un prólogo el la primer hoja con consejos de mis viejos, que me fueron dados a lo largo mi vida y que muchas veces ignoré por pensar que eran anticuados y nunca los usaría. Para peores el primer capítulo ya tiene colocado un título que dice “Como cambiar su primer pañal”, y seguramente lo voy a tener que escribir en minutos pero no tengo la menor idea que poner. Me hago el desentendido, como cuando rompíamos un vidrio de chicos y ponías cara de.. ¿Quién habrá sido?. Para mi suerte apareció la pediatra y se encargó del tema, mientras ella la limpiaba fui tomado nota minuciosamente de cada paso. Una vez en la habitación la dejo descansar en su cunita, recién ahí avisamos a los familiares que nació, queríamos ese momento solo para nosotros, algo único, tranquilo y totalmente íntimo, donde pudiéramos disfrutarla y se sintiera a gusto en su nuevo mundo, sin que nadie la altere.

Hoy, con nueve años recién cumplidos, no puedo dejar de asombrarme cuanto has crecido, tu gran capacidad para las artes, ese sentido del humor tan contagioso (y tan cambiante), muy parecida a mí pero tan diferente a la vez. Sé que resta mucho por recorrer pero quería regalarte este relato de unos de los pocos días que recuerdo tan nítidos y con tantos detalles, para compartirlos con la niña que cambió mi vida, y despertó una sentimiento de protección, mientras que una sensación de vulnerabilidad me inundó el alma y me arrancó la armadura que hasta ese momento me hacía creer invencible.