Laura
llegó hasta la puerta de la habitación donde su marido permanecía internado,
pero no entró. De su bolso sacó un espejo, se acomodó el pelo y se pintó los
labios. ¿La reconocería después de tanto tiempo? ¿Sería capaz de entenderla? La
noticia la había tomado por sorpresa. Esa ínfima posibilidad de que ocurra ese
despertar, y esta vez ocurrió. No sabía cómo reaccionar. Nunca imaginó que esto
sucedería, ¿Un hombre en coma por diez años podría despertar del letargo? Se
reprochaba cuando algún pensamiento egoísta le aturdía la mente, esos
pensamientos que no se comparten por miedo al qué dirán.
Siete
años dedicados a él: visitándolo cada día después del accidente. Peinándolo y
recortándole la barba, aseándole la piel marchita, ejercitando esos brazos y
piernas casi sin vida. Siempre renovando la esperanza al detectar un reflejo, un
tenue parpadeo o al menos, un cambio de ritmo en su respiración. Una señal que
compensara tanto sacrificio. Pero solo se sucedían los días, uno encima de
otro, casi calcados con el mismo lápiz.
Del
otro lado de la puerta, en aquella habitación del sanatorio, Juan sufría
las consecuencias de su quietud. Cuando milagrosamente abrió los ojos, de
inmediato dejó de soñarla. Despertó con el anhelo deseoso de cruzarse con su
mirada, pero en su lugar, una señora mayor de lentes oscuros y rodete canoso
permanecía sentada a un costado, entrelazando puntos al crochet. Gran sorpresa
se llevó esa mujer cuando lo vio reaccionar; cuando escuchó el sonido rasposo
de una voz oxidada.
Él
no sabía por qué no se encontraba en su casa, y la preocupación se coló por los
huesos cuando, sin éxito, quiso enderezar su cuerpo lánguido. No conforme con ese
fracaso, se concentró en enviar impulsos a cada extremidad para asegurarse de
que todo esté en su lugar, y disfrutó de ese pequeño logro, aunque sus músculos
carecían del hábito para mantenerlo erguido. Respiró hondo, observó
detenidamente el escenario: los aparatos y cables que lo invadían, la cama, el
olor inconfundible, y supo con certeza donde se hallaba.
¿Y
Laura? Desconocía que ella se encontraba en su casa a tan solo cinco
cuadras, donde juntos bocetaron una vida: con hijos, perros y portarretratos
familiares con gente sonriendo.
Le
costaba tranquilizarse, la ansiedad le estrujaba las tripas, y la única voz que
necesitaba oír era la de Laura.
Se
consumía la tarde cuando ella abrió la puerta y se asomó, disimulando cierta
incomodidad. Dio varios pasos hasta situarse al costado de la cama y le
dio un beso en la mejilla. Juan la observó y le costó reconocerla. Diez años
ausente no son tantos, pero él no lo sabía. La notó rara… distante. Un cambio
que a simple vista no lograba precisar. Supuso, que sería un efecto adverso por
tanta medicación y le restó importancia.
De
inmediato ella improvisó una suerte de síntesis de todo el tiempo perdido.
Su voz de a ratos temblorosa, fluía en un torrente sin pausas, como si cada
palabra la eximiera de contar su secreto, y habló por horas: de los
amigos, de la familia, de presidentes, hasta de fútbol. De cuanto tema se le
presentaba en la mente. Mientras él, sólo la admiraba, era un niño ansiando ese
juguete inalcanzable.
Pero
entre tantas frases finamente elaboradas hubo unos detalles que Laura descuidó.
Quizás por los nervios o por la inexperiencia en el oficio de ocultar verdades.
¿Después de tantos años y tan solo un beso en la mejilla? Juan ya más lúcido,
más calculador, enumeró en su mente las evidencias: habían pasado diez años,
ella soltera, ella carismática, él un vegetal. Hilvanó puntos y el círculo se
iba cerrando. Entendió que cabía una gran probabilidad de que no esté sola, de
que alguien más durmiera en su cama, use sus platos de porcelana blancos, corte
su césped, lea sus libros en el sillón de terciopelo verde. Pasó media hora
cuando su duda se consumó. En un gesto involuntario por correr el flequillo de
su cara, reveló en su dedo anular una sortija de compromiso, esa que
lastimosamente confirmaba su teoría.
Juan
comprendió porque no la había conocido apenas se asomó. No era su pelo, ni el
tiempo, ni su ropa... sino su mirada. Su mirada hacia él era diferente, porque
ahora le pertenecía a alguien más. La pesadumbre sobre el pecho lo asfixió, aún
más cuando entendió que no podía abrazarla ni escapar de aquella habitación.
Es por eso, por no hacerse de la fuerza necesaria para transitar un camino nuevo, se despojó de su valentía y lentamente cerró los ojos y se acobijó en aquella realidad que ya lo tenía acostumbrado. Donde aún flotaban aquellos versos de García Márquez, y donde ella lo miraba con ese único brillo; aquel... con el que es imposible mirar a los demás.