La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana muy poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera que Úrsula usaba a menudo, y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras, observaba el jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se le subía a la falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba la impresión de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaban desde veredas opuestas, y cuando Saúl se dio cuenta que esa compañía le quitaba peso a la amargura, una vez a la semana iba al edificio de Luisa a tomar el té.

Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida. Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. 

Llegó ese día, y ella golpeó a su puerta. Saúl ni se había bañado, y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde, aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan, por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, o cómo se imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble como lo es el fuego. No cabe duda de que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o una perdiz prehistórica para asarla al calor de las llamas y festejar esa proeza con sus seres queridos.

Tomándolo únicamente desde una perspectiva culinaria, diría que no es una receta que demande una amplia cantidad de ingredientes, o se deba efectuar algún artilugio para que se cocine en su punto exacto. Claramente, su preparación podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón, y quizá se mezclaría en alguno de los cajones donde guardamos las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo, que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto, que podría verse como un eslabón indispensable para iniciar el ritual. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para qué les digo a qué hora venir, si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben de compartir algún parentesco por los sentimientos que despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas. Esas, que logran una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque de cierta manera obligan a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis más sensorial, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse con facilidad, sino cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja pequeñas ramas o los primeros bollos de diario o disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por siempre. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En qué asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero también se amolda a los otros días, aquellos cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Puesto que ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con la gente que uno quiere. Por eso, cuando te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí en tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, yo pongo la casa. Vengan todos a comer. 

Marcelo Villafañe