Pan

 



Es domingo, y la familia de mi esposa viene a comer a casa. Ella siempre me corrige cuando digo “la familia de…”. Enseguida me aclara que tanto mis parientes como los suyos somos una sola familia. Pero la verdad es que no lo siento así. Para mí es su hermano, su cuñada, sus sobrinos, su padre y su madre insoportable con su caniche que disfruta mear mis muebles.

Tampoco digo que nos llevamos mal, sería hipócrita y falaz de mi parte, pero falta un ingrediente que amalgame nuestras personalidades, algo que debería darse de forma natural y no se da. Pero bueh, las cosas son así y no me quejo, mejor dicho, me quejo y me las guardo.

Voy hasta el patio, abro la tapa de fundición del horno de barro y apilo ramas junto con los remanentes de un cajón de pollos. Busco un periódico viejo, y a cada hoja le doy una forma esférica. Mientras ejecuto esta tarea, me repito:

—Mirá, Fabito. Amaso, amaso, amaso, pelotita, pelotita, pelotita, y —hago pose de basquetbolista—, al horno.

Así me enseñaba mi abuela Catalina a preparar los bollos de masa para el pan. Ayer se cumplieron ocho años de su muerte, por eso quiero recrear su receta. Cualquier adjetivo que use para describir las bondades de mi abuela, se quedaría corto. Sorprendía ver cuánta paz puede morar en una persona. Y ese amor por enseñar lo suyo: su arte de pañuelo en la cabeza y delantal floreado. Aun hoy cuando cocino, creo oírla susurrándome los ingredientes con el tono sereno de su voz y esa forma tan particular de expresarse: era como si las palabras no salieran de su boca, sino que caían una suave cadencia. Esa debió ser la razón por la cual nunca la oí maldecir o criticar algo de lo que tuviera que retractarse.

Cuando era chico, los domingos la pasábamos siempre en la casa de la abuela Catalina. Todavía puedo escuchar el burbujeo de su salsa que hervía por horas. Ella me decía que la cocinaba durante cinco días seguidos, pero una vez la vi guiñándole el ojo a mamá después de decírmelo. La mesa del comedor se llenaba de tallarines o ñoquis que reposaban sobre una capa de harina. Y desde el patio, abriéndose paso entre tantos aromas, se imponía el aroma del pan cocinándose en el horno de barro.

Sin dudas, las pastas de Catalina eran las mejores del mundo, y quien opine lo contrario nunca visitó la casa de mi abuela un domingo. Pero el pan… Ayyy el pan… el pan sí que le salía horrible. La mayoría de las veces insulso en todo aspecto, otras, era como un sedimento salino extraído del fondo del océano. Y eso no es todo, además de que muy pocas veces consiguió equilibrar el sabor, cuando estaba muy cerca de conseguirlo, surgía otro contratiempo en esta ecuación gastronómica: la textura. Hemos llegado a comparar sus panes con el telgopor, el caucho, o el yeso que se desgrana al simple tacto. Una vez le salió tan duro, que las gallinas se rebanaban los sesos encontrando la manera de fraccionar con sus picos esa corteza blindada. 

El pan era una cualidad que la mostraba humana.

Nosotros siempre quisimos ayudarla con la receta o con la temperatura del horno. Le regalamos medidores, una balanza eléctrica y hasta una con pesitas, pero ella se resistía a la innovación. Decía que su madre y la madre de su madre se valieron del instinto: un poco de esto, un puñado de aquello, así o más o menos. No traicionaría la herencia de la familia, o de lo contrario estaría traicionando sus raíces.

Cuando llegábamos temprano a lo de la abuela, yo me le adosaba como garrapata. En su casa no había tele a color ni tampoco juguetes. Por eso, rondar en la cocina era de las pocas cosas que me distraían, Además, podía escuchar sus historias y aprender las recetas familiares.

—Vos —me decía y me señalaba con los dedos arrugados y enharinados—, vos vas a heredar esto. Tus tías no saben ni hacer huevos fritos, salieron al abuelo que en paz descanse. Así que prestá atención porque yo las recetas no las paso por escrito. Yo lo aprendí así: mirando y preguntando. Y así vas a tener que aprenderlas vos.

 

Ahora que se consumió el fuego dentro del horno, aparto las brasas y dejo un espacio donde colocar los bollos de masa para que la metamorfosis se lleve a cabo. Total, si salen como le salía el pan a mi abuela, la familia de mi esposa tendrá la dicha de comérselo sin chistar.

Mientras esperamos a las visitas, mi esposa aprovecha a rayar el queso, Francisco y Guillermina juegan a la Play en la habitación, y yo tengo todo listo: el agua de la olla grande que usaré para cocinar los tallarines caseros, y la salsa que burbujea desde las seis de la mañana. El aroma que desprende me indica que no necesito probarla, no hace falta agregarle nada más.

Oigo el timbre, debe ser la familia de… deben ser los invitados. Estoy sentado frente al horno, y la ansiedad me impide abandonar mi puesto.

La puerta del patio se abre y Matías cruza el umbral. Se aproxima con cara de querer preguntarme algo:

—Hola tío, ¿qué estás haciendo? No sabía que funcionaba ese horno.

—Qué haces, Mati. Funciona. No lo uso nunca, pero funciona.

Tomo un repasador —para evitar quemarme—, abro la puerta de fundición y el olor es un buen indicio. Saco el pan, y el color ocre de la corteza es de un deleite visual que asombra.

—Qué buena pinta tiene eso —me dice, mientras inhala profundo.

Agarro uno de los panes y lo divido en dos. Aún humea, la textura es esponjosa por dentro y por fuera crocante. Le convido a Matías que extiende su mano y abre la boca:

—¡Guarda! —le digo, mostrándole la palma—. Está recaliente.

Mati sopla tres veces, y después le da un mordisco.

—Ta’ buenísimo esto, tío.

—A ver… —Me acerco el pan a la boca con lentitud, o con desconfianza. Finalmente, lo pruebo. Se me llena el paladar. El equilibro entre el sabor y textura nada tiene que envidiarle al pan de alguna panadería. —. La verdad es que tenes razón. Ta’ buenísimo.

Nos quedamos enfrentados, masticando y asintiendo.

—Tío, la próxima le digo a papá que compre un salamín así acompañamos el pan. ¿Qué te parece?

—Esa sí es una buena idea. Pero mejor es esta: la próxima traes el salamín y yo te enseño a preparar el pan.

¿Acaso Matí sea el nexo entre la familia de mi esposa y de mi familia?, quién sabe, capaz hasta lo termino llamando sobrino. A veces, relacionarse es mucho más simple de lo que parece, sólo hay que dar el paso. Mi abuela era una especialista en eso de entender por dónde entrarle a las personas. Me hubiese gustado que estuviera acá así probaba mi pan al horno. Y no es para mostrarle que mi pan salió mejor que el suyo, en esto no importan los sabores o texturas, importa compartir:

A veces, es sólo pan.

Jugarse el pellejo

 



No bien entré en el Haus Bar, la vi entre la multitud. Y supe que esa mujer desconocida era para mí, que me había estado destinada desde siempre.

Ocupaba una banqueta junto a la barra. Pelo largo y ennegrecido, cintura pequeña, piernas perfectas que contrastaban con un short diminuto. Me acerqué a pedir una Quilmes, y me senté a su lado: increíble que esa banqueta estuviera vacía. Ella ni me registró. Es decir, yo iba por buen camino.

Hablaba por el celular, y sus efusivos gestos denotaban enojo. Una frase suya robó mi atención:

―Si encuentro algún perejil que sepa asar para mañana ―dijo masajeándose la sien―, te juro por Dios que me caso.

No lo pensé demasiado: cuando cortó, le di dos palmaditas en el hombro. Giró hacia mí resoplándose el flequillo. Jamás me había sucedido: esos ojos, esa nariz y aquellos labios prometedores hicieron que le formulara la pregunta más pelotuda de todo el pelotudo universo universal:

—¿Perdón, te sentís bien?

Y me miró como quien mira un bicho pegado en el vidrio. Asintió, y volvió a enfocarse en la pantalla del celular.

—No quiero parecer cargoso, pero… Casualmente oí que necesitabas un asador.

—Ajá. Qué bueno que te guste escuchar conversaciones ajenas.

Debo admitir que esperaba cierta resistencia de su parte. También sabía que yo podía dar pelea: no era la primera vez que arrancaba abajo en las tarjetas, y terminaba ganando por nocaut.

—Como te decía ―le dije―, yo laburo en una empresa de catering. Me especializo en la parrilla. Lo básico, ¿viste? Chorizos, morcillas, pollos, lechones, corderos, costillares completos.

Esperé a ver si mi currículum debilitaba su guardia. Y lo confirmé al advertir una pizca de gentileza en su trato. Esta vez se fijó en mí, pero con asombro.

—¿Catering, vos? ―dijo, asintiendo con la cabeza―. Mirá qué casualidad.

—No es nada permanente, vos viste. Pero me sirve para bancar el estudio, y para los puchos.

—Y en la parrilla la tenés clara.

—¿Clara? Día por medio cocinamos para unas cuarenta personas. Y una vez me tocó un casamiento: trescientas cincuenta personas.

—No lo puedo creer. —La sonrisa le sesgó los ojos, y se atrevió a clavarme el índice en el pecho—. Vos ―más fuerte el dedito―, vos me tenés que salvar.

Me contó que su abuela Josefa luchaba contra el Alzheimer.

Y yo qué pito toco, estuve por decirle, pero me contuve. Y habrá visto mi confusión, porque enseguida aclaró:

―Aprovechando los restos de lucidez que le quedan a la pobre, papi quiso reunir a la familia. Un almuerzo tranquilo con los más íntimos.

―Bien por papi ―dije, interesado en aquel rasgo de inocencia que, contrastando con su sensualidad, resultaba una combinación muy excitante.

―Papi se accidentó, pobre. Y encima el asador que contrató lo dejó plantado, hace apenas media hora que me enteré. ―Y entonces me desafió a que demostrara mis habilidades de parrillero, y en su casa―. A que no te animás ―dijo, entornando los párpados.

Acepté de inmediato, y sin imponer condiciones: ya se me ocurriría algún pago en especias.

Con el pacto cerrado, de a poco fui torciendo nuestra charla: a otros paisajes, a otros tiempos, a otras versiones de nosotros mismos. Adorné con valores sobresalientes algunos de mis logros y anécdotas, y así estuvimos… no sé cuánto. Sólo recuerdo haber mirado a un costado, y ver sillas apiladas, una moza barriendo y el barman cabeceándome hacia la salida y señalando un reloj de pared.

Cuando llegó el taxi de ella, nos despedimos con un beso en la mejilla que, inconsciente o no, abarcó la comisura de mis labios.

—Si mañana sale todo bien, te doy lo que falta de ese beso —me dijo a través de la ventanilla de un Corsa que se alejó, al igual que mi capacidad de medir consecuencias.

No bien llegué a casa, me preparé un litro de café más negro que la brea, abrí la compu y me sumergí en YouTube. Iba a ser una noche muy larga.

Por más que mis ojos se esforzaban en prestarle atención a la pantalla, mi cabeza tenía otros planes: se empecinaba en repasar mi hazaña con Milagros. Y caí en la cuenta de que olvidé preguntar el número de comensales, y ella tampoco me confirió esa información. Ni otra muchísimo más importante: el oficio aterrorizante de su papá. Varias horas más tarde, cuando golpeé a la puerta del 1425 de la calle Güemes, un hombre de voz ronca me dijo:

—Qué tal. Subcomisario Roberto Cacciocavallo. Qué necesita.

La palabra subcomisario resonó en un eco por las paredes de mi cráneo. Entretanto, el lóbulo frontal, encaprichado en arrojar datos básicos como mi nombre y apellido, me gritaba que salir corriendo era la mejor opción. Mi Dios, un subcomisario. A qué situación extrema debería someterse una persona para que su psiquis lo empuje a ser policía. Todavía me duelen los cachiporrazos de la última vez que pisé un estadio, la puta que la parió a la yuta.

—Heee... Buen día, agent... Buen día, señor subcomisario. Ciro Dulcich, a sus órdenes. Yo vengo a... Soy amigo de su hija, el cocinero.

—¿Mi hija, un cocinero?

Traté de sonreír. Había empezado para el culo, para el más reverendo culo. Y el tipo seguía plantado en el umbral.

―Digo, que soy el cocinero. El asador, ¿sabe?

—Te estaba jodiendo, flaco. —Claramente forzó un gesto de simpatía—. Si te estábamos esperando y todo. Pasá, sentite como en tu casa. ¿Leña o carbón?

—Lo que usted tenga por mí está bien —le dije, entrando en un living más parecido a un hangar, las paredes colmadas de diplomas con el gallo de la poli, y cuadros con condecoraciones variopintas. ¿Dónde se escondía Milagros, para sacar de mi vista esas armas (armas blancas y de fuego) que atestan cada rincón? Porque lo que pudiera ocurrírsele a algún pacifista como la peor de sus pesadillas, colgaba de esas paredes. Hasta había una maza rompecráneos, auténtica al parecer—. Despreocúpese, don Caccio..., que la comida está en buenas manos.

Recién ahí le advierto una venda en el brazo, y me asalta un escalofrío. Imagino un tiroteo, la bala atravesándole la carne, y me esfuerzo por enfocarme en otra cosa antes de que se me baje la presión y caiga redondo en el parquet. 

Miro por sobre su hombro, y descubro esa sonrisa que fluctúa entre la inocencia y la perversidad: Milagros se acerca a darme la bienvenida.

—Ella es Irene, mi mami. —Y señala a una mujer de unos cincuenta años, muy bien llevados, que me saluda amablemente. Con un gesto, Milagros me invita a conocer el patio.

Ahí me presume de su jardín: hortensias, gran variedad de petunias, unas fresias dentro de macetas de barro. Más al fondo, una cerca cubierta por enredaderas con flores púrpuras contornea la pileta. Milagros me traduce aquello a términos botánicos.

Bignonia binata ―dice, poniéndome trompita.

Y en sus labios de vampira sensual, que para decir esas palabras tomaron la forma de un corazón, la expresión es la más sugestiva que yo jamás haya escuchado. Y sé que esta tramposa lo sabe.

Del lado opuesto al jardín, veo el quincho: una estructura de postes de quebracho y techo de tejas. En el centro, una mesa de pinotea, y sobre la única pared de ladrillos, a media altura, aguarda esa boca lúgubre de aspecto sombrío: el asador.

Me adentro en aquella estructura, y estudio el panorama. Antes de que Milagros vaya a recibir a los primeros invitados, le pido la clave de wifi.

―Yo me entiendo ―le digo, ante su mirada interrogativa, y, sobre la mesa dejo el celu.

Desde esta ubicación, y a través de los ventanales que dan a la galería, logro ver a Roberto: ocupa la cabecera de la mesa del comedor, de espaldas a mí. Sostiene un vaso de Cinzano, por el color, mientras Irene pone los manteles. Yo mejor ni me acerco. El miedo a un interrogatorio que delate mis intenciones sexuales me impide bajar la guardia. Más aún, si tomo en cuenta que el sub debe andar calzado.

Sobre el cemento alisado del quincho se apilan tres bolsas de leña. Abro la primera, y encastro tronquitos en una especie de mangrullo... que enseguida se me viene en banda. Y vuelta a intentarlo. No veo ningún bidón con kerosén, gasoil o alcohol de quemar. Sólo un diario viejo, una burla del destino que dice en la primera plana: arreglátelas como puedas. En el interior de esa torre arrojo la primera hoja del diario, y le acerco el encendedor: al igual que un truco de magia, la hoja se consume en un pestañeo, pero el fuego no aparece.

Desde el comedor, el subcomisario me dice, en tono inquisitorial:

—Querés que te ayude, nene.

—No, Roberto, gracias —le respondo, tras fallar miserablemente en mi cuarta tentativa—. En el trabajo lo prendo así. Ya va a agarrar, ¿sabe?

―Ah.

La parentela sigue llegando con ensaladas, botellas de vino, gaseosas. Hay quienes traen torta helada para el postre. Mientras, un humo denso se adueña del patio, y de lejos Roberto grita:

—¿Estás ahuyentando a los mosquitos, nene?

Encima de milico, chistoso.

—Está un poco húmeda la leña, vio. Pero estoy acostumbrado a estos imprevistos. —Y con la última hoja de diario abanico los palitos a medio prender.

Mi incomodidad ante las miradas recién desaparece al florearse una llama, y aprovecho ese intervalo para ir hasta la cocina a sazonar la carne. 

La mesada es un mostrador de carnicería cubierta por diferentes tipos de cortes.

—Tenemos veintidós kilos de carne de vaca —me dice Irene—, y seis kilos de chorizos. Para cincuenta personas debería alcanzar, ¿no?

—¿Cincuenta personas? ―Hago un cálculo rápido―. Seh… Sería... Casi seguro que sí.

Irrumpen tíos y primos de Milagros, que andá a saber cómo carajo se llamaban. Los saludo, y vuelvo a buscar protección en la barricada humeante: la parrilla.

Ante aquella cantidad de carne y chorizos, arrojo al fuego una camionada de leña. Las llamas ganan altura, a tal punto de que podríamos aprovechar y cremar a doña Josefa: acaba de llegar y, por lo visto, no tiene buen color.

—Dónde se ha visto un asador con la boca seca —me dice Milagros trayéndome un vaso con un líquido ambarino, una rodaja de limón ensartada en el borde y dos hielos.

Sus mejillas se encienden cuando agarro el vaso y delicadamente le rozo los dedos. Al parecer, detrás de aquella mujer fatal aún quedan restos de la niña tímida que alguna vez fue. Esa reacción me demuestra que nuestro beso está más cerca de lo que imagino, y su encanto me pierde en un estado de irritable felicidad. Tanto, que un grito desde atrás me paraliza:

―¡Cómo marcha eso!

Es el padre, y me lo ha gritado con tonada de sargento de batallón, y es tal el sobresalto que el vaso de la poronga que me haya servido Milagros vuela a la mierda y da de lleno en mi celular, como un helicóptero hidrante. Inmediatamente lo invierto, pero sé que es en vano: el celu ha quedado más empapado que John Wayne en El hombre quieto.

No quiero parecer desesperado, pero por dentro lo estoy. No hay tiempo para lamentos. Me incorporo erguido, mirada al frente, simulando que no ha pasado nada grave.

El timbre no para de sonar, y Milagros se va a recibir a más parientes. Son conejos estos tanos, pienso.

A Cacciocavallo poco le importa el celular, y hasta advierto el gozo en el brillo de su mirada. Sin que yo le pregunte, inicia un monólogo sobre su carrera policial, y subraya el enorme sacrificio que le ha significado llegar donde llegó. De mi parte, el enorme sacrificio consiste en que mi cara no revele que todo aquel verso me importa tres carajos. Después remarca valores: responsabilidad, sinceridad, valentía y que no le gustaría que su hija termine con cualquier hippie roñoso que ande girando por ahí.

—Y vos —me dice sin darle vueltas al asunto—, vos qué pensás hacer con tu vida ¿Vas a vivir de la parrillita?

Podría decirle que me inscribí en la Universidad de Bellas Artes, aunque prefiero preservar esa información como estrictamente confidencial. Me enfoco en la inexpresividad del subcomisario Cacciocavallo y le digo:

—Usted no me lo va a creer, Roberto. Pero le juro por mi abuelo Ignacio, Dios lo tenga en la santa gloria, que mi sueño desde pequeño fue portar un uniforme de la Policía.

Entre la seriedad que enmarca su semblante, se asoma un torpe rasgo de confundida aprobación. Y eso que debería aliviarme, al menos por ahora, apenas es una palmadita en la espalda. Sucede que aún debo resolver otro pormenor mucho más inmediato y delicado: ¿en los videos de Youtube, los chorizos se ponían antes, o después que ese montonazo de kilos de carne?

Hasta la vista

 


 Los viernes el trabajo aminora notoriamente en la empresa Celtex srl. La víspera del fin de semana aplaca las urgencias, y las posterga para el lunes. Pero, este viernes la calma pasó a ser una anécdota que le dio lugar a un irremediable caos. La tormenta de anoche puso al pueblo patas para arriba: cayeron plantas, volaron silos, rompieron vidrios, cortaron cables.

Como de costumbre yo marqué mi ingreso, y subí hasta al primer piso. Crucé el pasillo por entre los puestos de Finanzas hasta llegar a mi escritorio ubicado al fondo, pegado a la sala de servidores. No alcancé ni a sentarme, que el teléfono ya daba alaridos como un perro que extraña a su dueño. Nadie en la empresa podía acceder a los sistemas, ni mandar o recibir correos, ni boludear en Google.

Llamé a Telecom, y tras gestionar un reclamo, quedamos a la espera de que ellos lo solucionen. Al parecer se habían cortado unos cables de la fibra óptica que nos provee Internet.

 Tuvo que pasar una hora para que cesaran los llamados. Supongo que el rumor del corte de cables se esparció en el boca a boca, o quizás desistieron cuando se les machacó el dedo de tanto marcar mi número. ¿Qué pretendían?, que salga a la ruta con un alicate y una cinta aisladora entre dientes a reparar los destrozos.  

Quizás por las secuelas de la tormenta ese día se ausentaron varios empleados, incluido Barto. Pero, a diferencia del resto, él se lo tomó a cuenta de vacaciones por un viaje a Trelew que venía programando desde hace tiempo. Por eso me sorprendió esa llamada que, por la voz y ese proceder correcto al hablar, casi seguro que se trataba de Barto.

—Buen… días on el área Téc…ica — alcancé a oír.

—¿Sos vos Barto?, ¿de dónde me llamas? —y me alejé un poco el tubo— Desde la turbina de un avión.

—S...rías tan ama…sirme…cambiar el f…ra de oficina.

—¿¡Qué!? No-se-en-tien-de-na-da. ¿El fuera de oficina, dijiste? — Y algo semejante a una afirmación se oyó muy a lo lejos.

Me extrañó que Barto olvide colocar el fuera de oficina. Nunca olvidaba nada. Al menos que necesitase cambiar el mensaje por alguna razón que escapaba a mi entendimiento y que, por fallas en la comunicación, yo no pretendía desentrañar.

Lo otro que también me extrañó, fue que no lo mandé a la mismísima mierda. Mirá por la pavada que me llama este extraterrestre, pensé. Podría alguien en vacaciones y ante semejante desastre, perder tiempo en un simple texto automático que advierte la ausencia laboral. Si ni la radio podía escucharse con claridad esa mañana, a quién le iba a importar.

Quién sabe por dónde andaba para que sus palabras se entrecorten, y se confundan con la fritura de la línea. Lo imaginé hablándome con la ventanilla baja del auto. O si manejó durante la noche, ya tendría que haber tomado la ruta 3 con destino a la Patagonia; siempre que viajé por esos caminos la señal del móvil va y viene.

—No te van a decir nada por no colocar el fuera de oficina un día como hoy —le dije—. Disfrutá el fin de semana vos que podes.

Cualquiera en sus zapatos se hubiese complacido con mi respuesta, pero la lógica de Barto empleaba un algoritmo diferente al resto de los mortales. Él, debía controlar cada minúsculo detalle. Según mi diagnóstico infundado en un documental de Discovery Chanel que analizaba el tema, debía sufrir un trastorno obsesivo compulsivo. Y dejar un cabo suelto desencadenaría un brote psicótico, un asesinato en serie, o vaya uno a saber qué consecuencias implicaría romper el equilibrio de estas operaciones secuenciales.

No por exagerado a Barto lo apodábamos T-800. Desde ya que por la contextura física no podría compararse con el Terminator de Schwarzenegger, sino más bien al icónico C-3PO de La guerra de las galaxias; pero su comportamiento meticuloso y sistemático —a niveles insufribles— nos hacía dudar de su humanidad.

Desde su escritorio emanaba pulcritud y brisa marina, o algún otro de esos perfumes de ambiente. No había un papel fuera de lugar, cada elemento de trabajo debía colocarse en una única posición, ni medio milímetro fuera de escuadra. Se sentaba en su silla a noventa grados, con los hombros y el cuello rectos, como si una cruz por dentro le uniera las extremidades.

Mi relación con él podría definirse: sin sobresaltos. Las visitas a su escritorio recaían estrictamente por temas laborales: falta de tóner, mal funcionamiento del mouse o el teclado. Cada tanto, comentábamos un gusto compartido —sólo si yo sacaba el tema—: las películas. A él le fascinaban las de zombis y espíritus. Yo, la verdad soy bastante cagón para los muertos, prefiero las de ciencia ficción o los westerns; pero con ello evitaba caer en silencios incómodos cuando le resolvía algún problema.

Entre los pasillos de la empresa, Barto siempre encabezaba algún chimento. Si bien, todos conocíamos su modus operandi, un defecto solapaba su disciplinado accionar: se pasaba de alcahuete.

Al menos una o dos veces en el mes ligaba la desaprobación —más de uno ha querido cagarlo a piñas— de alguno de sus compañeros que, víctimas o incompetentes, no ejecutaban tareas en tiempo y forma, y en consecuencia, lo retrasaban. Ese trastorno por alcanzar la perfección no daba pie a los errores. No entendía de contratiempos, ni de otras prioridades que no sean las suyas. Tampoco lo ibas a oír mentir, criticar o hablar con doble sentido. No estaba programado con ese fin. Por eso, lo de T-800 le calzaba a la perfección.

Más allá de sus reacciones y de la lógica exacta, sabíamos que él no disfrutaba de exponer la inoperancia de los demás. Pero necesitaba manejarse con reglas inquebrantables que, por cierto, ya todos conocíamos. Diría que la frase que empleaba mi abuelo tranquilamente se aplicaba a su condición: el que avisa no traiciona. Aunque, para definir a Barto, quizás la frase de mi padre se aplicaba más adecuadamente a este caso: ¿este pibe es arrancado verde o caído del catre?

 

—¿Tan correcto va a ser este hijo de mil? Pensé.

A pesar de mi mala predisposición, no tuve más remedio que ayudarlo. Pero en un esfuerzo por resolver los acertijos que libraban cada una de sus frases, me vi obligado a ponerle punto final a este bien llamado, teléfono descompuesto. Además, si yo lo padecía tanto de este lado del teléfono, debería suceder lo mismo en el otro extremo:

—La verdad es que te escucho pésimo Barto—. Y antes de cortarle le dije—. Despreocupate, ya mismo te mando un instructivo con los pasos para colocar el fuera de oficina. Está más que explicado. 

  No tenía la menor intención de reparar en sus obsesiones, ni explicarle que Internet estaba caído y por lo tanto no funcionaban los correos. Pero el trabajo es el trabajo y de todas formas le remití lo prometido, aunque quedase trabado en mi bandeja de salida; pendiente de enviarse.

No pasaron ni cinco minutos, cuando volvió a sonar el teléfono.

Otra vez el rompehuevos de Barto, pensé; pero no era él. Esta vez la secretaria de Rubén Astudillo —el gerente general—, nos pedía que subamos al segundo piso para una breve reunión.

Justo hoy nos reúnen, hoy que no anda ni la máquina de café. Sólo espero que no sea por lo del sistema, ya demasiado enquilombada viene la mañana como para nuevas sorpresas.

Cuando los treinta y pico de empleados nos acopiamos en el salón de reuniones, un sinfín de miradas se entrecruzó queriendo desnudar gestos, o el sudor delator de alguien que nos anticipara de qué venía la mano. Llegué a la conclusión de que la incertidumbre era general, o la disimulaban muy bien. Quién no disimulaba la cara de velorio era la secretaria de Astudillo. ¿Acaso debían informar la reducción de personal?, ¿quitarnos las horas extras?, ¿Descubrieron el chat interno donde los cuereábamos a los gerentes? Algo inusual debía de suceder, y no se trataba ni de un bono, ni mucho menos, de un aumento de sueldo.

—Ya están todos señor Astudillo —dijo la secretaria.

Tras un carraspeo del gerente, los murmullos se apagaron. Inició su discurso tras acomodarse sutilmente la corbata, y por primera vez en cinco años, le noté la voz temblorosa:

—Buenos días a todos —efectuó una pausa y respiró hondo—. Siempre decimos que nuestra empresa funciona gracias al buen desempeño y la dedicación de cada uno de los integrantes de la familia de Celtex Srl. Pero hoy la desgracia nos ha quitado a un miembro de esta familia. Con gran tristeza nos vemos obligados a informarles que anoche durante el temporal, nuestro compañero de Finanzas, Bartolomeo Sinotti, falleció en un accidente ocurrido cerca del cruce entre la ruta 33 y la 188.

—¿Un accidente de tránsito? —preguntó, Marita la recepcionista que se sacaba chispas con el guardia a ver quién traía las primicias.

El gerente negó con la cabeza y dijo:

—Un cartel publicitario de leche Sancor, se cayó sobre su vehículo mientras, según creen los bomberos, se refugiaba del granizo.  

Observé a mi alrededor y todo se traducía en caras de conmoción, mientras el gerente continuó gesticulando y moviendo sus labios, pero mi atención ya viajaba por otra frecuencia donde aquel fuera de oficina resonaba como una murga. Me sentí un bebe intentando encastrar la pieza triangular en la ranura del círculo.

—Disculpe, señor Astudillo— dije, y me gané la curiosidad de los presentes— ¿Está seguro de que falleció anoche?

—Si, si, efectivamente me acaban de informar que su cuerpo está en la morgue desde las cuatro de la madrugada—. A lo que asentí con resignación y me recluí en mi silencio.

No me pareció el momento adecuado para discutir tal afirmación. ¿Qué les iba a decir?, que estuve hablando con el finado hace cuarenta minutos. Mínimo, me mirarían como a un esquizofrénico. Y tampoco pretendía contradecir al gerente general frente a todos sus lacayos. Por eso, preferí mezquinar esa información.

Concluida la reunión y atravesado por esa disyuntiva, llegué a mi escritorio y me desplomé contra la silla.

¿Habrá sido Barto el que llamó? Quizás la voz sonaba idéntica y supuse que era él, pero también con semejante interferencia pudo ser cualquiera.

Por más vueltas que le daba al asunto, toda hipótesis se disolvía ante la incertidumbre. Imposibilitado de encontrarle la punta del ovillo a esta historia, desistí, atribuyendo esa llamada a un malentendido de mi parte. Qué otra cosa podría ser si no.

El teléfono volvió a sonar y me substrajo de aquel interrogatorio. Ahora, un técnico de Telecom pedía chequear el servicio que al parecer se había restablecido. Abrí el programa de los correos y me figuraba: conectado. Frente a mis ojos desaparecieron varios mensajes que estaban pendientes de salir, entre ellos el instructivo para Barto que ante el aturdimiento olvidé eliminar.

 Cuando le informé al técnico del correcto funcionamiento, me dispuse a hacer los mismo con los empleados que, ansiosos, esperaban que se restablezca el servicio. 

A los pocos segundos el campanazo por los parlantes de mi computadora me notificaba la llegada de un nuevo correo. Vi el nombre del remitente y por miedo a equivocarme, lo leí al menos cinco veces más:

De: Simonetti Bartolomeo    

Asunto: Fuera de oficina

Paralizado, apenas podía abrir los ojos tratando de encontrar una explicación  que encajara con aquel mensaje.

Con sumo cuidado, gire mi torso, el cuello y los brazos como si me hubiesen embalsamado de la cintura para arriba, rogando no descubrir nada sobrenatural a mis espaldas. Me rondaba la impresión de ser estudiado por algo o alguien, y de encontrarme en mi habitación, seguro hubiese revisado bajo la cama.

Tomé el mouse y con desconfianza lo arrastré hasta ubicar el puntero sobre aquel nombre. La intriga por husmear el contenido de ese correo me susurraba al oído que lo leyera. Recordé nuestras charlas de espíritus despechados, y muertos renaciendo de sus tumbas, y quizás fue esa la razón por la que mi cobardía supo gritar más fuerte, y preferí borrarlo. Temí que sus últimas palabras terminasen con alguna frase inquietante de las que no te dejan conciliar el sueño por las noches. O peor aún, aquella que siempre usaba el T-800: Volveré.

La pasión de Raúl


La muerte lo sorprendió a Raúl un domingo a la tarde mientras jugaba al fútbol. Su alma se despegó de la carne, y al abrir los ojos se encontró frente a una majestuosa puerta de doble hoja. No bien reaccionó tuvo la sensación de querer decir algo y no recordar qué; como si perdiese el hilo de una conversación u olvidase alguna palabra encaprichada en darse a conocer.

Bajó la mirada, y aún vestía el short verde haciendo juego con sus medias, unos Topper con tapones de goma, y la camiseta de franjas azules y rojas: los colores de la verdulería Kuki que los patrocinaba en el campeonato comercial de veteranos. Después, advirtió su propio reflejo en aquella majestuosa puerta carente de toda estructura complementaria: ni marco ni tapial ni cerca ni nada más que esa solitaria puerta sostenida por sí sola, entre un extenso desierto de nubes. En el borde distinguió letras labradas que, intuyó, podrían estar escritas en italiano o inglés: Gratam paradisum.

Raúl miró en todas direcciones, y mientras se frotaba la cabeza se preguntó ¿Qué era esto?: un mal sueño, un estado de inconsciencia por algún codazo o un choque de cabezas durante el partido. Y a cada rato se repetía:

—¿Cómo carajo llegué hasta acá? —y—, ¿Qué estaba por decir?

Pero a pesar de acometer contra su memoria no recordaba un pasado reciente que devele esas disyuntivas. Lo que sí recordaba era un córner cerrado desde la izquierda y una pelota surcando el aire que se colaba por el segundo palo. Pero el Facha atento a la jugada la rechazó con los puños mandándola al círculo central, o en dónde debería existir uno. Por último, un prolongado silbatazo despintó sus recuerdos hasta nublarlo todo de blanco.

Una luz se formó al costado de la puerta como un tren de frente, y lo encegueció.

Al desvanecerse aquel resplandor, asomó la silueta de un hombre. Una túnica le cubría los pies, y bajo el brazo llevaba un libro de medidas desproporcionadas.

 —Señor Raúl Ortega —le dijo, esa voz pesada—. Soy San Pedro, y usted se encuentra frente a las puertas del Edén.

—¿El queeé? —preguntó, Raúl, con sus dedos en montoncito.

—Señor Ortega, sabemos que es una noticia difícil de asimilar, pero créame que el cielo es el lugar ideal para almas como la suya: almas que obraron con bondad y se rigieron bajo las leyes de Dios.

—¿Me está diciendo que estiré la pata? Si hasta recién estaba jugando al fulbo con los muchachos. Acá debe de haber un error. Un grave error

—Respecto a su falta de memoria, no se alarme. No bien se acostumbre a su estado incorpóreo recordará las últimas imágenes de su vida, y lo verá todo con más claridad. 

Raúl permaneció en silencio. Lo primero que se le vino a la mente fue su perro Calígula: un indeseable cuzco con el aspecto y el olor de una comadreja: ¿quién le daría de comer ahora? Lo segundo que recordó fue el Fiat 147 que había comprado hace casi un mes. Se lamentó no poder disfrutarlo, y justo cuando le había hecho el cambio de aceite y correa de distribución. Por último, su esposa lo invadió de nostalgia, La Yoli. Se la imaginó parada sobre una silla hurgando arriba del ropero, y queriendo hacerse de una lata donde él escondía los ahorros.

—La puta madre. La lata —se dijo en voz alta.

Un atril emergió de entre las nubes, y San Pedro apoyó ahí su libro. Pasó un par de hojas mientras murmuraba nombres. Y se detuvo. En voz alta leyó las buenas acciones que Raúl había ejecutado en vida: ayudar a cruzar la calle a dos ancianas; devolver una billetera con documentos; dejar el diezmo —no tan generoso— en la misa de Ramos. Apenas cabían tan solo en tres cuartos de página, y no se advertían actos de sobresaliente heroísmo. 

—Ahora revisaremos algunos puntos poco favorables que deberá justificar —dijo, San Pedro —, y si demuestra un sincero arrepentimiento la puerta se abrirá por sí sola brindándole el acceso al paraíso.

Claramente la ausencia de recuerdos de una posible muerte, alejaban a Raúl de la realidad que ahora debía enfrentar. Atravesado por esas contradicciones, prestó atención a las palabras de aquel personaje celestial.

—Señor Ortega, nos consta que en reiterados casos el padre Luis, tras confesarlo, le impartió el sacramento de la penitencia mediante la oración. En la transcripción del rezo con fecha 12 de abril de 1991 a las 9:12 notamos algunas incongruencias en sus oraciones: dos kilos de tomate perita, una lata de flit, tres litros de jugo Trechel de pomelo, y un betún negro Cobra. Creo que estamos de acuerdo en que dista de ser un simple padrenuestro. Y si usted lo desea puedo enumerar más casos con diferentes productos.

—Antes que nada —dijo, Raúl asombrado por la precisión de los datos expuestos—, aclaro que en el año 91, tenía más o menos unos doce. Los domingos mi vieja me preparaba una lista de artículos que, después de misa, debía comprar en el almacén de La Gloria. No había domingo que no perdiera ese papel o lo terminara rompiendo, y no me quedaba otra que repetir la lista como un loro. Siempre fui flojo de memoria. Imagínese que desviarme del tema, como ser: un Ave María, un Credo, o arriesgarme a una señal de la cruz, podría confundir una marca o peor aún, las cantidades. Sólo diré en mi defensa, que mi madre era el mismísimo Satanás si me olvidaba de comprar algo de esa lista.

Tras aquella confidencia, la puerta se entreabrió dejando escapar un aura de luz cálida, junto a un alegre murmullo, quizá de miles de otras almas.

—El siguiente inciso —dijo San Pedro levantando las cejas—, implica insultos al prójimo.

—¡Eso sí que no!, como que me llamo Raúl Ortega. Soy o, mejor dicho, fui incapaz de andar puteando gente por ahí.

San Pedro volvió a fijar la mirada en el libro y leyó textualmente: 

—Domingo 27 de octubre de 2016, 17:24: ¡No podés ser tan mal parido árbitro!, ¡Que leche te dio tu vieja: de burro!, ¡Tu mamá te hizo pensando que al otro día tenía que laburar! La lista es extensa y de notable creatividad, pero ante todo, alude a una misma persona: Haidé, la madre de Héctor Ramírez.

Raúl pretendía idear una respuesta decente que no entorpezca su ingreso al paraíso —en caso de que esté verdaderamente muerto—. Sabiendo lo que estaba en juego, no mentiría por simple descaro. Sinceramente no percibió aquello como un insulto al prójimo, pues, lo que sucedía en la cancha del barrio Güemes, no trascendía más allá de las calles Ferrantes y Pinto Lucero.

 —Yo sé que, si usted lo suelta así nomás, no suena nada bien. Pero olvida un detalle im-por-tan-tísimo: el ambiente donde esto ocurre. Partamos de que el trato en la cancha de fútbol de mi barrio no es el Manchester City o el Real Madrid. Tampoco se compara con algún club brasilero, y ellos sí que lo viven con pasión, pero no tanto como nuestros partidos. Nosotros insultamos a los árbitros, a los jugadores propios y contrarios, ya ni se por qué: tal vez por simple costumbre, o para descargar las frustraciones de la semana, que se yo, vio. Además, ellos —los insultados— van preparados para la puteada, no lo toman personal. Ya saben que en una cancha o te idolatran o te putean, o las dos. Y a pesar de todo eso, no conozco a ningún árbitro que haya terminado en el Borda porque le gritaran durante un partido.

 —¿Es todo lo que tiene para decir? —sentenció San Pedro arqueando las cejas—. Entiendo Raúl que le parecerá un tema irrelevante, pero hay algo que no le mencioné de este punto en particular. Cuando la madre de Héctor Ramírez supo que usted moriría (y consciente de estas ofensas), visitó los diferentes paraísos del Edén, y juntó firmas para que lo destierren… ya se imaginará a dónde.

 —¿Cómo que hay más de un paraíso? —preguntó Raúl, desestimando el resto de la información conferida.

 —Verá, señor Ortega, tan simple como imaginarse que el paraíso ideal de una persona, podría ser el infierno asfixiante y sombrío de otra. 

 Raúl lo observaba con la expresión de: ¿y éste qué cobró? Rogando que la explicación no terminé ahí mismo.

 —Le daré un ejemplo —dijo San Pedro—. Suponga que en los años venideros su esposa se enamora de otro hombre y deciden casarse. Cuando ella cumpla su ciclo en la tierra, cabe la posibilidad de que su paraíso ideal ya no sea el que ustedes dos soñaron juntos. En ese caso, para evitar frustraciones le crearíamos a usted una copia fiel de su esposa, tal como la recordaba en vida. Y a ella, por otro lado, le crearíamos un paraíso donde conviva junto a una copia del segundo marido, o con quién ella más lo desee. Por lo general aquello de “te buscaré en la eternidad”, se diluye cuando descubren la posibilidad de estos beneficios. No se imagina cuántas copias de Marilyn Monroe y Humphrey Bogart han solicitado entre los años 60 y 80. No se imagina cuántas promesas se han roto al atravesar esa puerta. 

 —¿Entonces podría pedir a la Alfano? —dijo, Raúl pensando que sería una exuberante compañía—. La tiene, ¿no? Terrible veterana.

 —No se adelante a los hechos Raúl, no desvíe el tema. Acá el problema es su vocabulario ofensivo e inapropiado para con la madre de Héctor Ramírez. Y le recuerdo que sigue en juego su ingreso al paraíso.

 —Téngame paciencia que esto para mí es nuevo, y encima hay cosas que no me acuerdo. Con respecto a Ramírez, le diré que es el árbitro del campeonato comercial que jugamos los domingos en el campito del barrio, y siempre nos tira la bronca. No es que lo diga por un capricho mío. Nada que ver. Acá la cosa viene de antes por un tema de polleras con nuestro arquero: el Facha Leguizamón. —San Pedro lo miraba atento y cada tanto anotaba unas palabras en el libro—. El Facha estuvo varios domingos sin atajar, según él, porque tenía un problema intestinal. No sé lo que el doctor le aconsejó para solucionar lo de los intestinos, pero le aseguro que la mujer de Ramírez no era enfermera como para andar visitándolo tan seguido. Esto nunca se confirmó cien por cien, pero los puteríos tarde o temprano llegan a oídos de todos, y de ahí que siempre nos bombea los partidos. Pudimos decirle al Facha que no ataje más para nosotros. Es más, lo teníamos en el banco a Amadeo Ruiz, que de joven fue arquero en la sexta de Excursionistas; pero qué clase de amigos seríamos. Y no sé cómo se manejan acá en el cielo: nosotros en la tierra tenemos códigos, o al menos los tenemos dentro de una cancha de fúlbo. Y ahora usted insinúa que le pida perdón a la madre de Ramírez. En pocas palabras, quiere que traicione a la verdulería Kuki, que le dé la espalda al Facha, y al resto de los muchachos que encima los acabo de dejar con un jugador menos. 

Raúl agachó la mirada y se frotó la sien como estrujando un recuerdo. Después, recuperó su estampa, y sus ojos tenían la misma expresión que cuando se iba de su casa y a las pocas cuadras se acordaba que no había apagado la bomba de agua.

—Y para que vea que Ramírez no es trigo limpio, —dijo, Raúl— le voy a contar lo que me acabo de acordar del partido: empatábamos uno a uno contra el supermercado Vilma, y nos jugábamos un puesto en la semi. Primero pensamos que después de aquel córner —y un rechazo del Facha—, el pitazo indicaba el fin del partido; pero el muy turro de Ramírez les cobró un penal a favor. Ni los contrarios entendían por qué les regaló ese penal. Se les notaba en la expresión de sus caras, en las cejas levantadas y en esos ojos de huevo frito. Fue ahí cuando me dio la primera puntada en el pecho. Justo ahí. De tanta angustia, y por la bronca contra ese árbitro. Vaya a saber uno lo que vio para cobrar semejante burrada.

—¿Y por qué no avisó que se sentía mal?

—Si, tiene razón, me tendría que haber quedado en el molde, salir de la cancha ahí mismo; pero le quería decir algo a Ramírez, y fue cuando me dio la segunda puntada y caí de rodillas. Tal vez fue mi olfato, o por pura casualidad nomás, pero supe que no contaba más el cuento. Con el poco aliento que me quedaba, me presioné el pecho con una mano para bancar el dolor, y con la otra le hice señas a Ramírez para que volteé y me vea; pero no me vio. Apreté la bronca con los dientes y me morí tirado en esa polvorienta cancha, con las ganas atravesadas en el garguero.

—¿Con las ganas de qué señor Ortega? 

Raúl miró hacia la puerta, cerró los ojos un instante, y dejó que lo acaricie aquella luz. Le despertaba una inexplicable serenidad.

Inhaló profundo y le respondió:

—La verdad es que todavía no me acuerdo qué habré querido decirle en ese momento, pero estoy seguro de lo que le diría en este instante si lo tuviese enfrente mío: ¡qué cobraste árbitro hijo de  remil puta! ¡Eso le diría al mal parido! ¡Eso!

Enseguida, se quitó la camiseta azul-granate y apretándola con el puño, la agitó al son de: !!!Aguante Kuki aguante, aguante Kuki aguante¡¡¡, y su cántico resonó en los interminables horizontes, y nunca más se detuvo.

Ni siquiera, después de aquel portazo.

Ni siquiera, después de aquella oscuridad espantosa.

Se puede estar peor.




Carlos y su esposa Nilda, arribaron con la intención de alojarse por una semana en el Punta Desnudez. Dejaron el equipaje en el Hotel y caminaron rumbo a la playa. Ni bien sus pies se enterraron en la arena, él cerró los ojos, inhaló fuerte y sus pulmones se llenaron del aire viciado por la sal. A lo largo de la costa, una cadena de palmeras resoplaba cual si fuera el eco de las olas, y la ausencia de bañistas les regalaba un paisaje únicamente para ellos dos.  

Él armó su reposera bajo una sombrilla y se puso a leer Jaws, de Peter Benchley. Su esposa en cambio, con su malla enteriza y peinado de rulos, prefirió broncearse bajo el abrasador sol de enero.

 —Un moco el conserje... — le dijo ella, mientras se acostaba boca abajo sobre la inofensiva reposera. No sé si te diste cuenta de la mancha de humedad en la habitación, hubiese preferido el hotel del Sindicato que está lleno de negros, pero por lo menos no se cae el revoque de las paredes.

Carlos la miró por encima de los lentes, se contrajo de hombros y continuó con la lectura sin prestarle demasiada importancia.


El sol ya se ubicaba en lo alto. Él se quitó con el antebrazo las gotas de sudor de la frente, y dejó sobre la reposera el libro para adentrarse en las aguas calmas. Antes, invitó a Nilda, para que lo acompañase. 

—¿Qué?... nonono, el agua debe estar helada y encima te queda toda la sal pegada en el cuerpo que una costra que no te la sacas más y después el sol te empieza a quemar porque la última vez que fuimos a... —y Carlos en una técnica que había pulido casi a la perfección tras treinta años de casado, desapareció casi sin dejar huellas en la arena y la dejó hablando sola.

Apenas el agua llegó hasta sus rodillas, él se zambulló de clavado. Sacó la cabeza del agua y aspiró profundo al notar el cambio brusco de temperaturas. Carlos, que en su juventud había participado en el Open Argentino de 1500 metros estilo libre, decidió llegar hasta una boya que marcaba el límite de aguas seguras. De a poco se fue acostumbrando al frío, y empezó a nadar mar adentro hasta ver que el agua cambiaban a un tono más oscuro. 

Estando a pocos metros de la boya, el roce de un cuerpo escamoso contra sus piernas lo detuvieron inmediatamente. La respiración se le aceleró, y buscaba desesperado una amenaza de la cual defenderse. Finalmente distinguió una sombra bajo el agua que merodeaba las profundidades, como si aquello lo estuviera estudiando. Pensó en nadar lo más de prisa que le permitieron sus brazadas, pero miró hacia la costa y se veía alejada cómo para escapar inadvertido. Entonces, desde las profundidades como un torpedo surgió una mujer mitad humana y mitad pez. Carlos chapoteaba como un nadador sin los flota flota, y por intentar gritar tragaba litros de agua. Después de semejante susto, se paralizó frente a aquella extraña mujer pez. 

Ella, cautelosa, se le acercó con movimientos ondulantes, mientras sus cabellos dorados acariciaban la superficie del mar. Se detuvo a pocos metros y él, ya más calmo, la observó con más detalle. Lucía unos atributos desproporcionados para esa cintura tan delicada y lo invadió la excitación ante su exuberancia, casi al punto de olvidar mantenerse a flote.

—Hola, mi nombre es Akida Futaki, hija de rey Uruboro, ¿tú cómo te llamas? —le dijo la mujer pez con unos irresistibles labios carnosos.

—Meee... llamo Carlos —dijo sorprendido al ver que ella dominaba el mismo lenguaje—. ¿Cómo es posible?, digo... que existan mujeres como vos.

La doncella esbozó una sonrisa, seguramente al notar la mirada libidinosa de aquel hombre. Ella le explicó que provenía de una civilización oculta, donde no había personas como él, y la mayoría de las mujeres se veían obligadas a copular con los machos de su tribu. El problema es que ellos estaban dotados con piernas de humano y cuerpo de pez. Y que, en contra de los concejos de su padre, subió a la superficie en busca de alguien que la complaciera sexualmente sin pincharse con bigotes, o se le claven escamas. Un acto que más allá de ser desagradable, era peligroso, sobre todo cuando se trataba del mitad pez globo, o el hombre mitad medusa o el medio pez espada.

Carlos, no recordaba la última vez que había tenido relaciones... mucho menos con la luz prendida, y fantaseó con la idea de ofrecerse como candidato de aquella mujer pez, que le doblaba la edad o quizá un poco más.

Akida sin dejar de mirarlo con un deseo expreso, le pidió reencontrase al día siguiente, a la misma hora junto a la boya. Él no lo pensó demasiado y aceptó la petición. Luego de que ella se perdiera en los matices turquesas, él volvió nadando hasta la costa. Cuando se acercó a la sombrilla fue inevitable detener su mirada en esa mujer de abdomen abultado, de carácter hosco, que ocupaba la reposera casi en su totalidad. Cómo no compararla con la escultural muchacha de piel blanca y firme, de ojos celestes y voz pausada.

—Ya tenes esa cara de viejo baboso, seguro viste algún culo por ahí. No podes con lo que tenes en casa y te queres hacer el pendejo —le dijo su mujer a los gritos.

El hombre apretó los dientes y la miró con el deseo intrínseco de ahogarla en medio del mar. Pero contuvo sus palabras, y la dejó parlotear mientras su mente se perdía en los hechos excitantes que hace minutos lo sorprendieron.

Cada tarde nadaba hasta la boya y se reencontraba con la sensual mujer, con quién intercambiaba risas y cruzaba miradas lujuriosas. Hasta que al quinto día y consciente de que se acercaba el final de sus vacaciones, no logró contenerse más. Se fue acercando despacio y dio rienda a su apetito carnal. Se sentía de veinte, pero Akida lo frenó sabiendo que los podrían descubrir. Y esta vez, le propuso verse por la noche, a las doce en punto.

El deseo por entregarse a los brazos de esa mujer lo enceguecieron. De inmediato diagramó un día repleto de actividades para que su esposa termine extenuada. La llevó a pasear en cuatriciclo por las dunas, fueron a pedalear en esos botes con forma de cisne y compró una excursión a un museo de estampitas al que debían llegar caminando. Por último, la llevó a cenar a un restaurante de pescados y mariscos, la comida preferida de su mujer. De solo ver las aletas del pez recostado sobre el borde del plato, el deseo de Carlos se encendía y lo devoraba la ansiedad. 

Cuando se aseguró que estuviese satisfecha, le propuso volver a punta Desnudez. Miró su reloj y solo faltaban cinco minutos para la medianoche, pero su esposa aún debía colocarse la máscara facial verde y las dos rodajas de pepino en los ojos. Cuando finalmente se recostó, un ronquido de aserradero dio la señal que impulsó el escape a hurtadillas de la habitación.

La noche era cálida y sin viento. Él a pesar de la demora se echó a nadar igual, aprovechando que la luna llena le servía de guía para ubicar la boya entre las aguas oscuras. Una vez que llegó a su destino, la llamó con pequeños susurros, y a lo lejos se hoyó un chapoteo. Un llamado de apareamiento se dio cita en el mar. El sonido de tambores en su cuerpo retumbaba de solo imaginarse tocando esos enormes pechos. Luego, escuchó otro chapoteo, esta vez más cerca, y la salpicadura del agua le mojó la cara. Ese cotejo misterioso lo excitaba aún más, y se quitó el traje de baño arrojándolo sobre la boya, sin importarle demasiado si le acertaba o no.

Lo raro vino, cuando sintió bajo la planta de los pies, como si algo lo estuviera lamiendo. Y tras unos segundos, se paralizó al visualizar una aleta dorsal brillosa, que rasgaba de a poco la superficie de las aguas, mientras le danzaba en círculos. Rápidamente la imagen de su mujer le recordó tantos años de casado, tata paciencia, tantas vivencias soportadas, tantas quejas, y rodajas de pepino. ¿Por qué terminar así?, flotando en la inmensidad del mar, desnudo y esperando con temor, a recibir la primera mordida.