Jugarse el pellejo

 



No bien entré en el Haus Bar, la vi entre la multitud. Y supe que esa mujer desconocida era para mí, que me había estado destinada desde siempre.

Ocupaba una banqueta junto a la barra. Pelo largo y ennegrecido, cintura pequeña, piernas perfectas que contrastaban con un short diminuto. Me acerqué a pedir una Quilmes, y me senté a su lado: increíble que esa banqueta estuviera vacía. Ella ni me registró. Es decir, yo iba por buen camino.

Hablaba por el celular, y sus efusivos gestos denotaban enojo. Una frase suya robó mi atención:

―Si encuentro algún perejil que sepa asar para mañana ―dijo masajeándose la sien―, te juro por Dios que me caso.

No lo pensé demasiado: cuando cortó, le di dos palmaditas en el hombro. Giró hacia mí resoplándose el flequillo. Jamás me había sucedido: esos ojos, esa nariz y aquellos labios prometedores hicieron que le formulara la pregunta más pelotuda de todo el pelotudo universo universal:

—¿Perdón, te sentís bien?

Y me miró como quien mira un bicho pegado en el vidrio. Asintió, y volvió a enfocarse en la pantalla del celular.

—No quiero parecer cargoso, pero… Casualmente oí que necesitabas un asador.

—Ajá. Qué bueno que te guste escuchar conversaciones ajenas.

Debo admitir que esperaba cierta resistencia de su parte. También sabía que yo podía dar pelea: no era la primera vez que arrancaba abajo en las tarjetas, y terminaba ganando por nocaut.

—Como te decía ―le dije―, yo laburo en una empresa de catering. Me especializo en la parrilla. Lo básico, ¿viste? Chorizos, morcillas, pollos, lechones, corderos, costillares completos.

Esperé a ver si mi currículum debilitaba su guardia. Y lo confirmé al advertir una pizca de gentileza en su trato. Esta vez se fijó en mí, pero con asombro.

—¿Catering, vos? ―dijo, asintiendo con la cabeza―. Mirá qué casualidad.

—No es nada permanente, vos viste. Pero me sirve para bancar el estudio, y para los puchos.

—Y en la parrilla la tenés clara.

—¿Clara? Día por medio cocinamos para unas cuarenta personas. Y una vez me tocó un casamiento: trescientas cincuenta personas.

—No lo puedo creer. —La sonrisa le sesgó los ojos, y se atrevió a clavarme el índice en el pecho—. Vos ―más fuerte el dedito―, vos me tenés que salvar.

Me contó que su abuela Josefa luchaba contra el Alzheimer.

Y yo qué pito toco, estuve por decirle, pero me contuve. Y habrá visto mi confusión, porque enseguida aclaró:

―Aprovechando los restos de lucidez que le quedan a la pobre, papi quiso reunir a la familia. Un almuerzo tranquilo con los más íntimos.

―Bien por papi ―dije, interesado en aquel rasgo de inocencia que, contrastando con su sensualidad, resultaba una combinación muy excitante.

―Papi se accidentó, pobre. Y encima el asador que contrató lo dejó plantado, hace apenas media hora que me enteré. ―Y entonces me desafió a que demostrara mis habilidades de parrillero, y en su casa―. A que no te animás ―dijo, entornando los párpados.

Acepté de inmediato, y sin imponer condiciones: ya se me ocurriría algún pago en especias.

Con el pacto cerrado, de a poco fui torciendo nuestra charla: a otros paisajes, a otros tiempos, a otras versiones de nosotros mismos. Adorné con valores sobresalientes algunos de mis logros y anécdotas, y así estuvimos… no sé cuánto. Sólo recuerdo haber mirado a un costado, y ver sillas apiladas, una moza barriendo y el barman cabeceándome hacia la salida y señalando un reloj de pared.

Cuando llegó el taxi de ella, nos despedimos con un beso en la mejilla que, inconsciente o no, abarcó la comisura de mis labios.

—Si mañana sale todo bien, te doy lo que falta de ese beso —me dijo a través de la ventanilla de un Corsa que se alejó, al igual que mi capacidad de medir consecuencias.

No bien llegué a casa, me preparé un litro de café más negro que la brea, abrí la compu y me sumergí en YouTube. Iba a ser una noche muy larga.

Por más que mis ojos se esforzaban en prestarle atención a la pantalla, mi cabeza tenía otros planes: se empecinaba en repasar mi hazaña con Milagros. Y caí en la cuenta de que olvidé preguntar el número de comensales, y ella tampoco me confirió esa información. Ni otra muchísimo más importante: el oficio aterrorizante de su papá. Varias horas más tarde, cuando golpeé a la puerta del 1425 de la calle Güemes, un hombre de voz ronca me dijo:

—Qué tal. Subcomisario Roberto Cacciocavallo. Qué necesita.

La palabra subcomisario resonó en un eco por las paredes de mi cráneo. Entretanto, el lóbulo frontal, encaprichado en arrojar datos básicos como mi nombre y apellido, me gritaba que salir corriendo era la mejor opción. Mi Dios, un subcomisario. A qué situación extrema debería someterse una persona para que su psiquis lo empuje a ser policía. Todavía me duelen los cachiporrazos de la última vez que pisé un estadio, la puta que la parió a la yuta.

—Heee... Buen día, agent... Buen día, señor subcomisario. Ciro Dulcich, a sus órdenes. Yo vengo a... Soy amigo de su hija, el cocinero.

—¿Mi hija, un cocinero?

Traté de sonreír. Había empezado para el culo, para el más reverendo culo. Y el tipo seguía plantado en el umbral.

―Digo, que soy el cocinero. El asador, ¿sabe?

—Te estaba jodiendo, flaco. —Claramente forzó un gesto de simpatía—. Si te estábamos esperando y todo. Pasá, sentite como en tu casa. ¿Leña o carbón?

—Lo que usted tenga por mí está bien —le dije, entrando en un living más parecido a un hangar, las paredes colmadas de diplomas con el gallo de la poli, y cuadros con condecoraciones variopintas. ¿Dónde se escondía Milagros, para sacar de mi vista esas armas (armas blancas y de fuego) que atestan cada rincón? Porque lo que pudiera ocurrírsele a algún pacifista como la peor de sus pesadillas, colgaba de esas paredes. Hasta había una maza rompecráneos, auténtica al parecer—. Despreocúpese, don Caccio..., que la comida está en buenas manos.

Recién ahí le advierto una venda en el brazo, y me asalta un escalofrío. Imagino un tiroteo, la bala atravesándole la carne, y me esfuerzo por enfocarme en otra cosa antes de que se me baje la presión y caiga redondo en el parquet. 

Miro por sobre su hombro, y descubro esa sonrisa que fluctúa entre la inocencia y la perversidad: Milagros se acerca a darme la bienvenida.

—Ella es Irene, mi mami. —Y señala a una mujer de unos cincuenta años, muy bien llevados, que me saluda amablemente. Con un gesto, Milagros me invita a conocer el patio.

Ahí me presume de su jardín: hortensias, gran variedad de petunias, unas fresias dentro de macetas de barro. Más al fondo, una cerca cubierta por enredaderas con flores púrpuras contornea la pileta. Milagros me traduce aquello a términos botánicos.

Bignonia binata ―dice, poniéndome trompita.

Y en sus labios de vampira sensual, que para decir esas palabras tomaron la forma de un corazón, la expresión es la más sugestiva que yo jamás haya escuchado. Y sé que esta tramposa lo sabe.

Del lado opuesto al jardín, veo el quincho: una estructura de postes de quebracho y techo de tejas. En el centro, una mesa de pinotea, y sobre la única pared de ladrillos, a media altura, aguarda esa boca lúgubre de aspecto sombrío: el asador.

Me adentro en aquella estructura, y estudio el panorama. Antes de que Milagros vaya a recibir a los primeros invitados, le pido la clave de wifi.

―Yo me entiendo ―le digo, ante su mirada interrogativa, y, sobre la mesa dejo el celu.

Desde esta ubicación, y a través de los ventanales que dan a la galería, logro ver a Roberto: ocupa la cabecera de la mesa del comedor, de espaldas a mí. Sostiene un vaso de Cinzano, por el color, mientras Irene pone los manteles. Yo mejor ni me acerco. El miedo a un interrogatorio que delate mis intenciones sexuales me impide bajar la guardia. Más aún, si tomo en cuenta que el sub debe andar calzado.

Sobre el cemento alisado del quincho se apilan tres bolsas de leña. Abro la primera, y encastro tronquitos en una especie de mangrullo... que enseguida se me viene en banda. Y vuelta a intentarlo. No veo ningún bidón con kerosén, gasoil o alcohol de quemar. Sólo un diario viejo, una burla del destino que dice en la primera plana: arreglátelas como puedas. En el interior de esa torre arrojo la primera hoja del diario, y le acerco el encendedor: al igual que un truco de magia, la hoja se consume en un pestañeo, pero el fuego no aparece.

Desde el comedor, el subcomisario me dice, en tono inquisitorial:

—Querés que te ayude, nene.

—No, Roberto, gracias —le respondo, tras fallar miserablemente en mi cuarta tentativa—. En el trabajo lo prendo así. Ya va a agarrar, ¿sabe?

―Ah.

La parentela sigue llegando con ensaladas, botellas de vino, gaseosas. Hay quienes traen torta helada para el postre. Mientras, un humo denso se adueña del patio, y de lejos Roberto grita:

—¿Estás ahuyentando a los mosquitos, nene?

Encima de milico, chistoso.

—Está un poco húmeda la leña, vio. Pero estoy acostumbrado a estos imprevistos. —Y con la última hoja de diario abanico los palitos a medio prender.

Mi incomodidad ante las miradas recién desaparece al florearse una llama, y aprovecho ese intervalo para ir hasta la cocina a sazonar la carne. 

La mesada es un mostrador de carnicería cubierta por diferentes tipos de cortes.

—Tenemos veintidós kilos de carne de vaca —me dice Irene—, y seis kilos de chorizos. Para cincuenta personas debería alcanzar, ¿no?

—¿Cincuenta personas? ―Hago un cálculo rápido―. Seh… Sería... Casi seguro que sí.

Irrumpen tíos y primos de Milagros, que andá a saber cómo carajo se llamaban. Los saludo, y vuelvo a buscar protección en la barricada humeante: la parrilla.

Ante aquella cantidad de carne y chorizos, arrojo al fuego una camionada de leña. Las llamas ganan altura, a tal punto de que podríamos aprovechar y cremar a doña Josefa: acaba de llegar y, por lo visto, no tiene buen color.

—Dónde se ha visto un asador con la boca seca —me dice Milagros trayéndome un vaso con un líquido ambarino, una rodaja de limón ensartada en el borde y dos hielos.

Sus mejillas se encienden cuando agarro el vaso y delicadamente le rozo los dedos. Al parecer, detrás de aquella mujer fatal aún quedan restos de la niña tímida que alguna vez fue. Esa reacción me demuestra que nuestro beso está más cerca de lo que imagino, y su encanto me pierde en un estado de irritable felicidad. Tanto, que un grito desde atrás me paraliza:

―¡Cómo marcha eso!

Es el padre, y me lo ha gritado con tonada de sargento de batallón, y es tal el sobresalto que el vaso de la poronga que me haya servido Milagros vuela a la mierda y da de lleno en mi celular, como un helicóptero hidrante. Inmediatamente lo invierto, pero sé que es en vano: el celu ha quedado más empapado que John Wayne en El hombre quieto.

No quiero parecer desesperado, pero por dentro lo estoy. No hay tiempo para lamentos. Me incorporo erguido, mirada al frente, simulando que no ha pasado nada grave.

El timbre no para de sonar, y Milagros se va a recibir a más parientes. Son conejos estos tanos, pienso.

A Cacciocavallo poco le importa el celular, y hasta advierto el gozo en el brillo de su mirada. Sin que yo le pregunte, inicia un monólogo sobre su carrera policial, y subraya el enorme sacrificio que le ha significado llegar donde llegó. De mi parte, el enorme sacrificio consiste en que mi cara no revele que todo aquel verso me importa tres carajos. Después remarca valores: responsabilidad, sinceridad, valentía y que no le gustaría que su hija termine con cualquier hippie roñoso que ande girando por ahí.

—Y vos —me dice sin darle vueltas al asunto—, vos qué pensás hacer con tu vida ¿Vas a vivir de la parrillita?

Podría decirle que me inscribí en la Universidad de Bellas Artes, aunque prefiero preservar esa información como estrictamente confidencial. Me enfoco en la inexpresividad del subcomisario Cacciocavallo y le digo:

—Usted no me lo va a creer, Roberto. Pero le juro por mi abuelo Ignacio, Dios lo tenga en la santa gloria, que mi sueño desde pequeño fue portar un uniforme de la Policía.

Entre la seriedad que enmarca su semblante, se asoma un torpe rasgo de confundida aprobación. Y eso que debería aliviarme, al menos por ahora, apenas es una palmadita en la espalda. Sucede que aún debo resolver otro pormenor mucho más inmediato y delicado: ¿en los videos de Youtube, los chorizos se ponían antes, o después que ese montonazo de kilos de carne?

Hasta la vista

 


 Los viernes el trabajo aminora notoriamente en la empresa Celtex srl. La víspera del fin de semana aplaca las urgencias, y las posterga para el lunes. Pero, este viernes la calma pasó a ser una anécdota que le dio lugar a un irremediable caos. La tormenta de anoche puso al pueblo patas para arriba: cayeron plantas, volaron silos, rompieron vidrios, cortaron cables.

Como de costumbre yo marqué mi ingreso, y subí hasta al primer piso. Crucé el pasillo por entre los puestos de Finanzas hasta llegar a mi escritorio ubicado al fondo, pegado a la sala de servidores. No alcancé ni a sentarme, que el teléfono ya daba alaridos como un perro que extraña a su dueño. Nadie en la empresa podía acceder a los sistemas, ni mandar o recibir correos, ni boludear en Google.

Llamé a Telecom, y tras gestionar un reclamo, quedamos a la espera de que ellos lo solucionen. Al parecer se habían cortado unos cables de la fibra óptica que nos provee Internet.

 Tuvo que pasar una hora para que cesaran los llamados. Supongo que el rumor del corte de cables se esparció en el boca a boca, o quizás desistieron cuando se les machacó el dedo de tanto marcar mi número. ¿Qué pretendían?, que salga a la ruta con un alicate y una cinta aisladora entre dientes a reparar los destrozos.  

Quizás por las secuelas de la tormenta ese día se ausentaron varios empleados, incluido Barto. Pero, a diferencia del resto, él se lo tomó a cuenta de vacaciones por un viaje a Trelew que venía programando desde hace tiempo. Por eso me sorprendió esa llamada que, por la voz y ese proceder correcto al hablar, casi seguro que se trataba de Barto.

—Buen… días on el área Téc…ica — alcancé a oír.

—¿Sos vos Barto?, ¿de dónde me llamas? —y me alejé un poco el tubo— Desde la turbina de un avión.

—S...rías tan ama…sirme…cambiar el f…ra de oficina.

—¿¡Qué!? No-se-en-tien-de-na-da. ¿El fuera de oficina, dijiste? — Y algo semejante a una afirmación se oyó muy a lo lejos.

Me extrañó que Barto olvide colocar el fuera de oficina. Nunca olvidaba nada. Al menos que necesitase cambiar el mensaje por alguna razón que escapaba a mi entendimiento y que, por fallas en la comunicación, yo no pretendía desentrañar.

Lo otro que también me extrañó, fue que no lo mandé a la mismísima mierda. Mirá por la pavada que me llama este extraterrestre, pensé. Podría alguien en vacaciones y ante semejante desastre, perder tiempo en un simple texto automático que advierte la ausencia laboral. Si ni la radio podía escucharse con claridad esa mañana, a quién le iba a importar.

Quién sabe por dónde andaba para que sus palabras se entrecorten, y se confundan con la fritura de la línea. Lo imaginé hablándome con la ventanilla baja del auto. O si manejó durante la noche, ya tendría que haber tomado la ruta 3 con destino a la Patagonia; siempre que viajé por esos caminos la señal del móvil va y viene.

—No te van a decir nada por no colocar el fuera de oficina un día como hoy —le dije—. Disfrutá el fin de semana vos que podes.

Cualquiera en sus zapatos se hubiese complacido con mi respuesta, pero la lógica de Barto empleaba un algoritmo diferente al resto de los mortales. Él, debía controlar cada minúsculo detalle. Según mi diagnóstico infundado en un documental de Discovery Chanel que analizaba el tema, debía sufrir un trastorno obsesivo compulsivo. Y dejar un cabo suelto desencadenaría un brote psicótico, un asesinato en serie, o vaya uno a saber qué consecuencias implicaría romper el equilibrio de estas operaciones secuenciales.

No por exagerado a Barto lo apodábamos T-800. Desde ya que por la contextura física no podría compararse con el Terminator de Schwarzenegger, sino más bien al icónico C-3PO de La guerra de las galaxias; pero su comportamiento meticuloso y sistemático —a niveles insufribles— nos hacía dudar de su humanidad.

Desde su escritorio emanaba pulcritud y brisa marina, o algún otro de esos perfumes de ambiente. No había un papel fuera de lugar, cada elemento de trabajo debía colocarse en una única posición, ni medio milímetro fuera de escuadra. Se sentaba en su silla a noventa grados, con los hombros y el cuello rectos, como si una cruz por dentro le uniera las extremidades.

Mi relación con él podría definirse: sin sobresaltos. Las visitas a su escritorio recaían estrictamente por temas laborales: falta de tóner, mal funcionamiento del mouse o el teclado. Cada tanto, comentábamos un gusto compartido —sólo si yo sacaba el tema—: las películas. A él le fascinaban las de zombis y espíritus. Yo, la verdad soy bastante cagón para los muertos, prefiero las de ciencia ficción o los westerns; pero con ello evitaba caer en silencios incómodos cuando le resolvía algún problema.

Entre los pasillos de la empresa, Barto siempre encabezaba algún chimento. Si bien, todos conocíamos su modus operandi, un defecto solapaba su disciplinado accionar: se pasaba de alcahuete.

Al menos una o dos veces en el mes ligaba la desaprobación —más de uno ha querido cagarlo a piñas— de alguno de sus compañeros que, víctimas o incompetentes, no ejecutaban tareas en tiempo y forma, y en consecuencia, lo retrasaban. Ese trastorno por alcanzar la perfección no daba pie a los errores. No entendía de contratiempos, ni de otras prioridades que no sean las suyas. Tampoco lo ibas a oír mentir, criticar o hablar con doble sentido. No estaba programado con ese fin. Por eso, lo de T-800 le calzaba a la perfección.

Más allá de sus reacciones y de la lógica exacta, sabíamos que él no disfrutaba de exponer la inoperancia de los demás. Pero necesitaba manejarse con reglas inquebrantables que, por cierto, ya todos conocíamos. Diría que la frase que empleaba mi abuelo tranquilamente se aplicaba a su condición: el que avisa no traiciona. Aunque, para definir a Barto, quizás la frase de mi padre se aplicaba más adecuadamente a este caso: ¿este pibe es arrancado verde o caído del catre?

 

—¿Tan correcto va a ser este hijo de mil? Pensé.

A pesar de mi mala predisposición, no tuve más remedio que ayudarlo. Pero en un esfuerzo por resolver los acertijos que libraban cada una de sus frases, me vi obligado a ponerle punto final a este bien llamado, teléfono descompuesto. Además, si yo lo padecía tanto de este lado del teléfono, debería suceder lo mismo en el otro extremo:

—La verdad es que te escucho pésimo Barto—. Y antes de cortarle le dije—. Despreocupate, ya mismo te mando un instructivo con los pasos para colocar el fuera de oficina. Está más que explicado. 

  No tenía la menor intención de reparar en sus obsesiones, ni explicarle que Internet estaba caído y por lo tanto no funcionaban los correos. Pero el trabajo es el trabajo y de todas formas le remití lo prometido, aunque quedase trabado en mi bandeja de salida; pendiente de enviarse.

No pasaron ni cinco minutos, cuando volvió a sonar el teléfono.

Otra vez el rompehuevos de Barto, pensé; pero no era él. Esta vez la secretaria de Rubén Astudillo —el gerente general—, nos pedía que subamos al segundo piso para una breve reunión.

Justo hoy nos reúnen, hoy que no anda ni la máquina de café. Sólo espero que no sea por lo del sistema, ya demasiado enquilombada viene la mañana como para nuevas sorpresas.

Cuando los treinta y pico de empleados nos acopiamos en el salón de reuniones, un sinfín de miradas se entrecruzó queriendo desnudar gestos, o el sudor delator de alguien que nos anticipara de qué venía la mano. Llegué a la conclusión de que la incertidumbre era general, o la disimulaban muy bien. Quién no disimulaba la cara de velorio era la secretaria de Astudillo. ¿Acaso debían informar la reducción de personal?, ¿quitarnos las horas extras?, ¿Descubrieron el chat interno donde los cuereábamos a los gerentes? Algo inusual debía de suceder, y no se trataba ni de un bono, ni mucho menos, de un aumento de sueldo.

—Ya están todos señor Astudillo —dijo la secretaria.

Tras un carraspeo del gerente, los murmullos se apagaron. Inició su discurso tras acomodarse sutilmente la corbata, y por primera vez en cinco años, le noté la voz temblorosa:

—Buenos días a todos —efectuó una pausa y respiró hondo—. Siempre decimos que nuestra empresa funciona gracias al buen desempeño y la dedicación de cada uno de los integrantes de la familia de Celtex Srl. Pero hoy la desgracia nos ha quitado a un miembro de esta familia. Con gran tristeza nos vemos obligados a informarles que anoche durante el temporal, nuestro compañero de Finanzas, Bartolomeo Sinotti, falleció en un accidente ocurrido cerca del cruce entre la ruta 33 y la 188.

—¿Un accidente de tránsito? —preguntó, Marita la recepcionista que se sacaba chispas con el guardia a ver quién traía las primicias.

El gerente negó con la cabeza y dijo:

—Un cartel publicitario de leche Sancor, se cayó sobre su vehículo mientras, según creen los bomberos, se refugiaba del granizo.  

Observé a mi alrededor y todo se traducía en caras de conmoción, mientras el gerente continuó gesticulando y moviendo sus labios, pero mi atención ya viajaba por otra frecuencia donde aquel fuera de oficina resonaba como una murga. Me sentí un bebe intentando encastrar la pieza triangular en la ranura del círculo.

—Disculpe, señor Astudillo— dije, y me gané la curiosidad de los presentes— ¿Está seguro de que falleció anoche?

—Si, si, efectivamente me acaban de informar que su cuerpo está en la morgue desde las cuatro de la madrugada—. A lo que asentí con resignación y me recluí en mi silencio.

No me pareció el momento adecuado para discutir tal afirmación. ¿Qué les iba a decir?, que estuve hablando con el finado hace cuarenta minutos. Mínimo, me mirarían como a un esquizofrénico. Y tampoco pretendía contradecir al gerente general frente a todos sus lacayos. Por eso, preferí mezquinar esa información.

Concluida la reunión y atravesado por esa disyuntiva, llegué a mi escritorio y me desplomé contra la silla.

¿Habrá sido Barto el que llamó? Quizás la voz sonaba idéntica y supuse que era él, pero también con semejante interferencia pudo ser cualquiera.

Por más vueltas que le daba al asunto, toda hipótesis se disolvía ante la incertidumbre. Imposibilitado de encontrarle la punta del ovillo a esta historia, desistí, atribuyendo esa llamada a un malentendido de mi parte. Qué otra cosa podría ser si no.

El teléfono volvió a sonar y me substrajo de aquel interrogatorio. Ahora, un técnico de Telecom pedía chequear el servicio que al parecer se había restablecido. Abrí el programa de los correos y me figuraba: conectado. Frente a mis ojos desaparecieron varios mensajes que estaban pendientes de salir, entre ellos el instructivo para Barto que ante el aturdimiento olvidé eliminar.

 Cuando le informé al técnico del correcto funcionamiento, me dispuse a hacer los mismo con los empleados que, ansiosos, esperaban que se restablezca el servicio. 

A los pocos segundos el campanazo por los parlantes de mi computadora me notificaba la llegada de un nuevo correo. Vi el nombre del remitente y por miedo a equivocarme, lo leí al menos cinco veces más:

De: Simonetti Bartolomeo    

Asunto: Fuera de oficina

Paralizado, apenas podía abrir los ojos tratando de encontrar una explicación  que encajara con aquel mensaje.

Con sumo cuidado, gire mi torso, el cuello y los brazos como si me hubiesen embalsamado de la cintura para arriba, rogando no descubrir nada sobrenatural a mis espaldas. Me rondaba la impresión de ser estudiado por algo o alguien, y de encontrarme en mi habitación, seguro hubiese revisado bajo la cama.

Tomé el mouse y con desconfianza lo arrastré hasta ubicar el puntero sobre aquel nombre. La intriga por husmear el contenido de ese correo me susurraba al oído que lo leyera. Recordé nuestras charlas de espíritus despechados, y muertos renaciendo de sus tumbas, y quizás fue esa la razón por la que mi cobardía supo gritar más fuerte, y preferí borrarlo. Temí que sus últimas palabras terminasen con alguna frase inquietante de las que no te dejan conciliar el sueño por las noches. O peor aún, aquella que siempre usaba el T-800: Volveré.