Nace un artista


Hace un par de años descubrí un sitio en Internet para revelar fotos a un precio exorbitantemente económico. Como prueba inicial mandamos a imprimir cien, para apreciar la calidad y asegurarnos que llegaran a destino. 

Por ese entonces, recordé que en segundo grado de primaria, nos pidieron de un día para otro, que llevásemos una foto actualizada de nosotros mismos o en caso que no tuviéramos, la nota decía que podíamos dibujar un autorretrato. En esos días odiaba dibujar o pintar. Aparte era consciente que carecía de dicha habilidad, y algo que en la actualidad parece tan sencillo, como tomar una foto con el celular, enviarla a un centro de fotografías para que sea revelada en pocos minutos o incluso imprimirla en casa; en aquellos tiempos era un poco mas complejo. Debíamos tomar la foto, y había que terminar el rollo a como de lugar, porque salía un dinero considerable como para andar desperdiciando fotos en blanco, luego debíamos llevarlo a revelar y con suerte en un par de día podría estar lista. Todo esto por supuesto, si éramos tan agraciados de tener una cámara fotográfica, sino, solo dependíamos de fotógrafos que se contrataban para eventos familiares, actos de la escuela o para algún carnet o dni. En mi caso la última foto la habíamos tomado en un cumpleaños de mi abuelo bastante tiempo atrás y recuerdo estar de espaldas, en brazos de mi vieja, dormido.

Totalmente negado y amargado por esa situación, no quería ni pisar la escuela. El clima en casa comenzó a ponerse tenso, hasta que mi viejo entraba en acción y paradójicamente, desaparecía mi negación y me calmaba sin chistar o alguna objeción fuera de lugar, pondría en juego la continuidad de mis piezas dentales en su lugar habitual. 

De todos modos, más allá que lo intentara, no iba poder dibujar mi propio retrato mirándome al espejo, tampoco utilizando una foto porque la última era de mil años atrás.

Cuando se fueron calmando las aguas, mi viejo tomó la iniciativa y como si fuera Piccaso o Salvador Dalí, me tomó del brazo, me sentó en una silla que tenía en mi habitación, apuntó la lámpara portátil hacia mi rostro, de mi cartuchera agarró un lápiz Faber Castel, apoyó 
sobre sus piernas el cuaderno Gloria que yo usaba en clases, y comenzó a retratarme con una concentración como pocas veces puede apreciar en él. De ver sus manos realizar trazos, observarme unos segundos y luego bajar la mirada nuevamente para seguir plasmando una línea tras otra, con la delicadeza sutil y armoniosa que suelen experimentar los dibujantes, hizo que mi sensación de amargura fuera evaporándose. Porque confiaba en las capacidades de aquel hombre, era muy seguro de sí mismo. En ocasiones recto como lo había sido su padre con él, e infundía un profundo respeto. Transcurrida media hora, quizá un poco más,  termina de hacer unos retoques, borra en un extremo, repasa con el lápiz aquí y allá, mira el cuaderno, posa su mirada en alguna parte de mi rostro, vuelve a realizar esta acción reiteradas veces cerciorándose de que todo este en su lugar, y aprecie en su cara el reflejo de la satisfacción hecha persona. Se fija en mí con los ojos iluminados y como habrá hecho Leonado Da Vinci con Lisa Gherardini, en aquella pintura conocida como "La Mona Lisa", extiende sus brazos con el cuaderno en la mano y lo gira mostrándome su creación. En ese momento no pude esbozar expresión alguna, estaba perplejo ante semejante espectáculo. No sabía como describir lo que veían mis ojos, era una mezcla entre el petizo orejudo, (aquel famoso asesino), y el boxeador Mike Tyson. No sabía si reír o llorar. Yo, que había depositado toda mi esperanza en ese hombre que me salvaría de la vergüenza del curso, había hecho un retrato, que más bien, parecía un identikit de alguien sacado de la Comisaria Primera. Solo faltaba el cartel que diga, "Se busca vivo o muerto". No recuerdo como reaccioné después de contemplar aquello. Quizás porque la negación me abordaba de tal forma, que posiblemente produjo un cortocircuito en los recónditos rincones de mi memoria. Pero independiente si me largué a llorar o le agradecí por el esfuerzo y tiempo dedicado, es difícil que mi cara haya podido ocultar esos sentimientos de amargura y desilusión.

Al día siguiente sin más remedio, tuve que asistir a clases. No hubo escusa posible que me evitara pasar por esa situación embarazosa, ni el dolor de panza, ni posibles síntomas de una depresión postraumática, ni esas nubes cargada que amenazaban un posible diluvio. Una vez en el curso, todos allí mostraban sus fotos y yo haciéndome el desentendido, miraba sus cuadernos apreciando esas fotografías y terminaba poniendo una escusa creativa para no exponer el mío. Hasta que en una de esas, me lo cruzo a Marquitos, quién también poseía su retrato plasmado con similares técnicas artísticas. Me muestra el suyo; yo hago lo mismo con el mío, y nos empezamos reír por varios minutos de esas dos abominables creaciones. Por suerte ese día pude salvar mi honor gracias a la complicidad y las risas de un amigo, aunque esas páginas quedaron selladas para siempre luego de cumplir con aquella consigna solicitada. Nunca más esos trazos lograron ver la luz y sucumbieron en la oscuridad eterna de mi mochila. Y de los despertares de aquel dibujante no se supo mucho más, en silencio, volvió a las sombras donde lo conocí y de donde no debió haber salido jamás.

Habilidades innatas



Suele pasar que a muy temprana edad, en algunos niños se manifiesten habilidades que lo destaquen. Ya sea para el deporte, para las matemáticas, para el ajedrez, para el canto. 

En mi caso puedo decir que nací con el don de la vergüenza. Prendido a las piernas de mi madre cuando chico, solía esconderme ante la aparición de algún extraño, o si me hablaban no respondía, y otras actitudes de tal similitud. Ya más grandecito comencé a tener otros tabúes. Hablar por el teléfono fijo podía ser una actividad simple para cualquiera, pero no para mí... levantaba el tubo con la voz temblorosa, pensando que la persona ubicada en el otro extremo de ese cable podía ver lo idiota que era expresándome a través de ese aparato. Siempre me olvidaba preguntar quién llamaba. No sé si les ha pasado, que las personas se presenten y luego de hablar cierto tiempo prudente, el nombre se escurre de la mente. Créanlo o no, a mí me daba vergüenza preguntárselo otra vez. O mi otro temor era que me dejaran un mensaje extenso para retrasmitirlo a alguien, y no lo recordara. De hecho, creo que eso me sigue ocurriendo.
Ni hablar de ir a la despensa. Mi vieja solía mandarme a tres cuadras de casa a comprar algún ingrediente para la comida del mediodía.
comprarme crema de leche, que no tengo para la salsa—me pedía Olguita. 
Primero rezongaba un poco para ver si zafaba, o el truco de los dolores de rodillas, pero siempre de mala gana terminaba haciendo lo que me pedían. Cuando entraba al almacén permanecía impoluto en un rincón aguardando que me llamen. El almacenero fijaba su mirada en mí y me pregunta que iba a llevar. 
—Deme un pote de crema leche —esperando que la transacción se efectúe con éxito y poder salir por donde vine. Pero pocas ves sucedía eso 
—Bueno, ¿Sancor, La Serenísima o Nestlé? —y que quieren que les diga, para mí que a esa edad no tenía el cerebro madurado totalmente, como si la toma de decisiones estuviera bloqueado para esos casos. Capaz era necesario pasar algún nivel para que se habilitara esa destreza, cual si fuere un video juego, no lo sé. 
Espere don Roberto que voy hasta mi casa y le pregunto a mi mamá. —Tras caminar tres cuadras de regreso, preguntarle a mi vieja que me decía: 
—Trae cualquiera, cualquiera 
Y otras tres de vuelta, pensaba: por qué hay tantas marcas de crema de leche. Y puteaba por lo bajo al que se le ocurrió la libre competencia, debería haber una y listo.
Algo similar ocurría cuando había tres medidas distintas de algo, o no había cebolla común pero había morada, y la típica del fiambre, ¿cual querés, el económico o el Paladini?, en fin, todo ese tipo de dilemas existenciales era con los que lidiaba en aquellos tiempos.  
El miedo radicaba en dos cosas: primero en que, no me alcance la plata que me daba mi vieja, (que nunca era tan mano suelta), parece que tenía la lista de precio impresa en su mente porque por lo general no me sobraba mucho, sabiendo que las monedas no tenían retorno. Pero cuando se quedaba corta y tenía que pedir que me lo fíe… se lo decía muy bajito para que el resto de los clientes no escuche, a tal punto que creo que era perceptible solo por los perros, que pueden oír frecuencias mucho menores a las nuestras. 

Y lo otro, era tener que volver con el producto equivocado en la mano. El hecho de regresar y ver la cara de don Roberto como insinuando “que hace de vuelta éste por acá”. Tener que acercarme al mostrador y entregárselo, con voz de pito decirle  
—Me manda mi mamá porque que éste no es el que necesita, es aquel —señalando con el dedo índice. Les puedo asegurar que me sentía tan pelotudo, un estado menopáusico de calores me recorría por la espalda y la nuca, para terminar incinerando mis orejas. 

Ni hablar si me daban mal el vuelto, me tenía que comer la cagada a pedos de mi vieja, pero era mejor eso a tener que regresar, porque a veces era mucha la diferencia. Les juro que en esas tres cuadras prefería que se aparezca el diablo, para venderle mi alma e irme directo al mismísimo infierno con tal de evitar ese momento tan embarazoso que me iba a tocar vivir.
Pero por suerte en el colegio, más precisamente en la escuela primaria, fui transformándome en un especialista en eludir centenares de actos, imagínense si hablar con el almacenero me daba vergüenza como creen que me sentiría exponiéndome frente a toda una escuela con centenares de ojos apuntándome, esperando que me equivoque o salga al escenario olvidando ponerme los pantalones. Era algo que requería de toda mi astucia y talento, tan solo me falló un par de veces. Una en tercer grado cuando me toco recitar un verso de memoria para un 12 de octubre, comenzaba algo así como: ”Puerto de palos tres carabelas...”, solo tenía que sentarme en el piso junto a Marquitos, sin necesidad de tener que vestirme de soldado, de indio o de nada que se le parezca. La señorita nos acercaba el micrófono cerca de la boca y cada uno hacía su gracia. Otra vez recuerdo haber tenido que cantar la canción del mundial Italia 90 en su idioma nativo. Yo, que ni siquiera podía hablar por teléfono en español, pero por suerte, era junto a todos mis compañeros de curso, acompañados con la cinta original del tema, me ubiqué atrás de todo experimentando mis dotes de maestro del playback, sin que nadie se diera cuenta, movía solo los labios sin emitir sonido.
Creo que estos síntomas me acompañaron hasta empezar la secundaria que fue cuando se despertó la rebeldía y no paraba de hacer macana tras macana sin importar hacer el ridículo. Porque al fin y al cabo, la edad el pavo fue una coraza que durmió muchos de mis miedos y mis vergüenzas.
Con el paso del tiempo he logrado controlarlo, a tal punto que contar esto a quienes me conocen de grande, los haría pensar que estoy difamando a mi niñez. Pero a veces, aquel chico vergonzoso suele dar indicios como si nunca se hubiese ido. Solo que esta vez no la tengo a mi vieja obligándome a volver al almacén, pero sí a mi señora, poniendo a prueba mi paciencia cuando me rehúso a hacer algo, suele decirme —¿qué? ¿Te da vergüenza? —y vuelvo a sentir ese calor en las orejas, pensando que todavía hay personas, que a pesar del tiempo y por más que quiera ocultarlo, se siguen dando cuenta que sigo siendo un pelotudo.