La pasión de Raúl


La muerte lo sorprendió a Raúl un domingo a la tarde mientras jugaba al fútbol. Su alma se despegó de la carne, y al abrir los ojos se encontró frente a una majestuosa puerta de doble hoja. No bien reaccionó tuvo la sensación de querer decir algo y no recordar qué; como si perdiese el hilo de una conversación u olvidase alguna palabra encaprichada en darse a conocer.

Bajó la mirada, y aún vestía el short verde haciendo juego con sus medias, unos Topper con tapones de goma, y la camiseta de franjas azules y rojas: los colores de la verdulería Kuki que los patrocinaba en el campeonato comercial de veteranos. Después, advirtió su propio reflejo en aquella majestuosa puerta carente de toda estructura complementaria: ni marco ni tapial ni cerca ni nada más que esa solitaria puerta sostenida por sí sola, entre un extenso desierto de nubes. En el borde distinguió letras labradas que, intuyó, podrían estar escritas en italiano o inglés: Gratam paradisum.

Raúl miró en todas direcciones, y mientras se frotaba la cabeza se preguntó ¿Qué era esto?: un mal sueño, un estado de inconsciencia por algún codazo o un choque de cabezas durante el partido. Y a cada rato se repetía:

—¿Cómo carajo llegué hasta acá? —y—, ¿Qué estaba por decir?

Pero a pesar de acometer contra su memoria no recordaba un pasado reciente que devele esas disyuntivas. Lo que sí recordaba era un córner cerrado desde la izquierda y una pelota surcando el aire que se colaba por el segundo palo. Pero el Facha atento a la jugada la rechazó con los puños mandándola al círculo central, o en dónde debería existir uno. Por último, un prolongado silbatazo despintó sus recuerdos hasta nublarlo todo de blanco.

Una luz se formó al costado de la puerta como un tren de frente, y lo encegueció.

Al desvanecerse aquel resplandor, asomó la silueta de un hombre. Una túnica le cubría los pies, y bajo el brazo llevaba un libro de medidas desproporcionadas.

 —Señor Raúl Ortega —le dijo, esa voz pesada—. Soy San Pedro, y usted se encuentra frente a las puertas del Edén.

—¿El queeé? —preguntó, Raúl, con sus dedos en montoncito.

—Señor Ortega, sabemos que es una noticia difícil de asimilar, pero créame que el cielo es el lugar ideal para almas como la suya: almas que obraron con bondad y se rigieron bajo las leyes de Dios.

—¿Me está diciendo que estiré la pata? Si hasta recién estaba jugando al fulbo con los muchachos. Acá debe de haber un error. Un grave error

—Respecto a su falta de memoria, no se alarme. No bien se acostumbre a su estado incorpóreo recordará las últimas imágenes de su vida, y lo verá todo con más claridad. 

Raúl permaneció en silencio. Lo primero que se le vino a la mente fue su perro Calígula: un indeseable cuzco con el aspecto y el olor de una comadreja: ¿quién le daría de comer ahora? Lo segundo que recordó fue el Fiat 147 que había comprado hace casi un mes. Se lamentó no poder disfrutarlo, y justo cuando le había hecho el cambio de aceite y correa de distribución. Por último, su esposa lo invadió de nostalgia, La Yoli. Se la imaginó parada sobre una silla hurgando arriba del ropero, y queriendo hacerse de una lata donde él escondía los ahorros.

—La puta madre. La lata —se dijo en voz alta.

Un atril emergió de entre las nubes, y San Pedro apoyó ahí su libro. Pasó un par de hojas mientras murmuraba nombres. Y se detuvo. En voz alta leyó las buenas acciones que Raúl había ejecutado en vida: ayudar a cruzar la calle a dos ancianas; devolver una billetera con documentos; dejar el diezmo —no tan generoso— en la misa de Ramos. Apenas cabían tan solo en tres cuartos de página, y no se advertían actos de sobresaliente heroísmo. 

—Ahora revisaremos algunos puntos poco favorables que deberá justificar —dijo, San Pedro —, y si demuestra un sincero arrepentimiento la puerta se abrirá por sí sola brindándole el acceso al paraíso.

Claramente la ausencia de recuerdos de una posible muerte, alejaban a Raúl de la realidad que ahora debía enfrentar. Atravesado por esas contradicciones, prestó atención a las palabras de aquel personaje celestial.

—Señor Ortega, nos consta que en reiterados casos el padre Luis, tras confesarlo, le impartió el sacramento de la penitencia mediante la oración. En la transcripción del rezo con fecha 12 de abril de 1991 a las 9:12 notamos algunas incongruencias en sus oraciones: dos kilos de tomate perita, una lata de flit, tres litros de jugo Trechel de pomelo, y un betún negro Cobra. Creo que estamos de acuerdo en que dista de ser un simple padrenuestro. Y si usted lo desea puedo enumerar más casos con diferentes productos.

—Antes que nada —dijo, Raúl asombrado por la precisión de los datos expuestos—, aclaro que en el año 91, tenía más o menos unos doce. Los domingos mi vieja me preparaba una lista de artículos que, después de misa, debía comprar en el almacén de La Gloria. No había domingo que no perdiera ese papel o lo terminara rompiendo, y no me quedaba otra que repetir la lista como un loro. Siempre fui flojo de memoria. Imagínese que desviarme del tema, como ser: un Ave María, un Credo, o arriesgarme a una señal de la cruz, podría confundir una marca o peor aún, las cantidades. Sólo diré en mi defensa, que mi madre era el mismísimo Satanás si me olvidaba de comprar algo de esa lista.

Tras aquella confidencia, la puerta se entreabrió dejando escapar un aura de luz cálida, junto a un alegre murmullo, quizá de miles de otras almas.

—El siguiente inciso —dijo San Pedro levantando las cejas—, implica insultos al prójimo.

—¡Eso sí que no!, como que me llamo Raúl Ortega. Soy o, mejor dicho, fui incapaz de andar puteando gente por ahí.

San Pedro volvió a fijar la mirada en el libro y leyó textualmente: 

—Domingo 27 de octubre de 2016, 17:24: ¡No podés ser tan mal parido árbitro!, ¡Que leche te dio tu vieja: de burro!, ¡Tu mamá te hizo pensando que al otro día tenía que laburar! La lista es extensa y de notable creatividad, pero ante todo, alude a una misma persona: Haidé, la madre de Héctor Ramírez.

Raúl pretendía idear una respuesta decente que no entorpezca su ingreso al paraíso —en caso de que esté verdaderamente muerto—. Sabiendo lo que estaba en juego, no mentiría por simple descaro. Sinceramente no percibió aquello como un insulto al prójimo, pues, lo que sucedía en la cancha del barrio Güemes, no trascendía más allá de las calles Ferrantes y Pinto Lucero.

 —Yo sé que, si usted lo suelta así nomás, no suena nada bien. Pero olvida un detalle im-por-tan-tísimo: el ambiente donde esto ocurre. Partamos de que el trato en la cancha de fútbol de mi barrio no es el Manchester City o el Real Madrid. Tampoco se compara con algún club brasilero, y ellos sí que lo viven con pasión, pero no tanto como nuestros partidos. Nosotros insultamos a los árbitros, a los jugadores propios y contrarios, ya ni se por qué: tal vez por simple costumbre, o para descargar las frustraciones de la semana, que se yo, vio. Además, ellos —los insultados— van preparados para la puteada, no lo toman personal. Ya saben que en una cancha o te idolatran o te putean, o las dos. Y a pesar de todo eso, no conozco a ningún árbitro que haya terminado en el Borda porque le gritaran durante un partido.

 —¿Es todo lo que tiene para decir? —sentenció San Pedro arqueando las cejas—. Entiendo Raúl que le parecerá un tema irrelevante, pero hay algo que no le mencioné de este punto en particular. Cuando la madre de Héctor Ramírez supo que usted moriría (y consciente de estas ofensas), visitó los diferentes paraísos del Edén, y juntó firmas para que lo destierren… ya se imaginará a dónde.

 —¿Cómo que hay más de un paraíso? —preguntó Raúl, desestimando el resto de la información conferida.

 —Verá, señor Ortega, tan simple como imaginarse que el paraíso ideal de una persona, podría ser el infierno asfixiante y sombrío de otra. 

 Raúl lo observaba con la expresión de: ¿y éste qué cobró? Rogando que la explicación no terminé ahí mismo.

 —Le daré un ejemplo —dijo San Pedro—. Suponga que en los años venideros su esposa se enamora de otro hombre y deciden casarse. Cuando ella cumpla su ciclo en la tierra, cabe la posibilidad de que su paraíso ideal ya no sea el que ustedes dos soñaron juntos. En ese caso, para evitar frustraciones le crearíamos a usted una copia fiel de su esposa, tal como la recordaba en vida. Y a ella, por otro lado, le crearíamos un paraíso donde conviva junto a una copia del segundo marido, o con quién ella más lo desee. Por lo general aquello de “te buscaré en la eternidad”, se diluye cuando descubren la posibilidad de estos beneficios. No se imagina cuántas copias de Marilyn Monroe y Humphrey Bogart han solicitado entre los años 60 y 80. No se imagina cuántas promesas se han roto al atravesar esa puerta. 

 —¿Entonces podría pedir a la Alfano? —dijo, Raúl pensando que sería una exuberante compañía—. La tiene, ¿no? Terrible veterana.

 —No se adelante a los hechos Raúl, no desvíe el tema. Acá el problema es su vocabulario ofensivo e inapropiado para con la madre de Héctor Ramírez. Y le recuerdo que sigue en juego su ingreso al paraíso.

 —Téngame paciencia que esto para mí es nuevo, y encima hay cosas que no me acuerdo. Con respecto a Ramírez, le diré que es el árbitro del campeonato comercial que jugamos los domingos en el campito del barrio, y siempre nos tira la bronca. No es que lo diga por un capricho mío. Nada que ver. Acá la cosa viene de antes por un tema de polleras con nuestro arquero: el Facha Leguizamón. —San Pedro lo miraba atento y cada tanto anotaba unas palabras en el libro—. El Facha estuvo varios domingos sin atajar, según él, porque tenía un problema intestinal. No sé lo que el doctor le aconsejó para solucionar lo de los intestinos, pero le aseguro que la mujer de Ramírez no era enfermera como para andar visitándolo tan seguido. Esto nunca se confirmó cien por cien, pero los puteríos tarde o temprano llegan a oídos de todos, y de ahí que siempre nos bombea los partidos. Pudimos decirle al Facha que no ataje más para nosotros. Es más, lo teníamos en el banco a Amadeo Ruiz, que de joven fue arquero en la sexta de Excursionistas; pero qué clase de amigos seríamos. Y no sé cómo se manejan acá en el cielo: nosotros en la tierra tenemos códigos, o al menos los tenemos dentro de una cancha de fúlbo. Y ahora usted insinúa que le pida perdón a la madre de Ramírez. En pocas palabras, quiere que traicione a la verdulería Kuki, que le dé la espalda al Facha, y al resto de los muchachos que encima los acabo de dejar con un jugador menos. 

Raúl agachó la mirada y se frotó la sien como estrujando un recuerdo. Después, recuperó su estampa, y sus ojos tenían la misma expresión que cuando se iba de su casa y a las pocas cuadras se acordaba que no había apagado la bomba de agua.

—Y para que vea que Ramírez no es trigo limpio, —dijo, Raúl— le voy a contar lo que me acabo de acordar del partido: empatábamos uno a uno contra el supermercado Vilma, y nos jugábamos un puesto en la semi. Primero pensamos que después de aquel córner —y un rechazo del Facha—, el pitazo indicaba el fin del partido; pero el muy turro de Ramírez les cobró un penal a favor. Ni los contrarios entendían por qué les regaló ese penal. Se les notaba en la expresión de sus caras, en las cejas levantadas y en esos ojos de huevo frito. Fue ahí cuando me dio la primera puntada en el pecho. Justo ahí. De tanta angustia, y por la bronca contra ese árbitro. Vaya a saber uno lo que vio para cobrar semejante burrada.

—¿Y por qué no avisó que se sentía mal?

—Si, tiene razón, me tendría que haber quedado en el molde, salir de la cancha ahí mismo; pero le quería decir algo a Ramírez, y fue cuando me dio la segunda puntada y caí de rodillas. Tal vez fue mi olfato, o por pura casualidad nomás, pero supe que no contaba más el cuento. Con el poco aliento que me quedaba, me presioné el pecho con una mano para bancar el dolor, y con la otra le hice señas a Ramírez para que volteé y me vea; pero no me vio. Apreté la bronca con los dientes y me morí tirado en esa polvorienta cancha, con las ganas atravesadas en el garguero.

—¿Con las ganas de qué señor Ortega? 

Raúl miró hacia la puerta, cerró los ojos un instante, y dejó que lo acaricie aquella luz. Le despertaba una inexplicable serenidad.

Inhaló profundo y le respondió:

—La verdad es que todavía no me acuerdo qué habré querido decirle en ese momento, pero estoy seguro de lo que le diría en este instante si lo tuviese enfrente mío: ¡qué cobraste árbitro hijo de  remil puta! ¡Eso le diría al mal parido! ¡Eso!

Enseguida, se quitó la camiseta azul-granate y apretándola con el puño, la agitó al son de: !!!Aguante Kuki aguante, aguante Kuki aguante¡¡¡, y su cántico resonó en los interminables horizontes, y nunca más se detuvo.

Ni siquiera, después de aquel portazo.

Ni siquiera, después de aquella oscuridad espantosa.

Se puede estar peor.




Carlos y su esposa Nilda, arribaron con la intención de alojarse por una semana en el Punta Desnudez. Dejaron el equipaje en el Hotel y caminaron rumbo a la playa. Ni bien sus pies se enterraron en la arena, él cerró los ojos, inhaló fuerte y sus pulmones se llenaron del aire viciado por la sal. A lo largo de la costa, una cadena de palmeras resoplaba cual si fuera el eco de las olas, y la ausencia de bañistas les regalaba un paisaje únicamente para ellos dos.  

Él armó su reposera bajo una sombrilla y se puso a leer Jaws, de Peter Benchley. Su esposa en cambio, con su malla enteriza y peinado de rulos, prefirió broncearse bajo el abrasador sol de enero.

 —Un moco el conserje... — le dijo ella, mientras se acostaba boca abajo sobre la inofensiva reposera. No sé si te diste cuenta de la mancha de humedad en la habitación, hubiese preferido el hotel del Sindicato que está lleno de negros, pero por lo menos no se cae el revoque de las paredes.

Carlos la miró por encima de los lentes, se contrajo de hombros y continuó con la lectura sin prestarle demasiada importancia.


El sol ya se ubicaba en lo alto. Él se quitó con el antebrazo las gotas de sudor de la frente, y dejó sobre la reposera el libro para adentrarse en las aguas calmas. Antes, invitó a Nilda, para que lo acompañase. 

—¿Qué?... nonono, el agua debe estar helada y encima te queda toda la sal pegada en el cuerpo que una costra que no te la sacas más y después el sol te empieza a quemar porque la última vez que fuimos a... —y Carlos en una técnica que había pulido casi a la perfección tras treinta años de casado, desapareció casi sin dejar huellas en la arena y la dejó hablando sola.

Apenas el agua llegó hasta sus rodillas, él se zambulló de clavado. Sacó la cabeza del agua y aspiró profundo al notar el cambio brusco de temperaturas. Carlos, que en su juventud había participado en el Open Argentino de 1500 metros estilo libre, decidió llegar hasta una boya que marcaba el límite de aguas seguras. De a poco se fue acostumbrando al frío, y empezó a nadar mar adentro hasta ver que el agua cambiaban a un tono más oscuro. 

Estando a pocos metros de la boya, el roce de un cuerpo escamoso contra sus piernas lo detuvieron inmediatamente. La respiración se le aceleró, y buscaba desesperado una amenaza de la cual defenderse. Finalmente distinguió una sombra bajo el agua que merodeaba las profundidades, como si aquello lo estuviera estudiando. Pensó en nadar lo más de prisa que le permitieron sus brazadas, pero miró hacia la costa y se veía alejada cómo para escapar inadvertido. Entonces, desde las profundidades como un torpedo surgió una mujer mitad humana y mitad pez. Carlos chapoteaba como un nadador sin los flota flota, y por intentar gritar tragaba litros de agua. Después de semejante susto, se paralizó frente a aquella extraña mujer pez. 

Ella, cautelosa, se le acercó con movimientos ondulantes, mientras sus cabellos dorados acariciaban la superficie del mar. Se detuvo a pocos metros y él, ya más calmo, la observó con más detalle. Lucía unos atributos desproporcionados para esa cintura tan delicada y lo invadió la excitación ante su exuberancia, casi al punto de olvidar mantenerse a flote.

—Hola, mi nombre es Akida Futaki, hija de rey Uruboro, ¿tú cómo te llamas? —le dijo la mujer pez con unos irresistibles labios carnosos.

—Meee... llamo Carlos —dijo sorprendido al ver que ella dominaba el mismo lenguaje—. ¿Cómo es posible?, digo... que existan mujeres como vos.

La doncella esbozó una sonrisa, seguramente al notar la mirada libidinosa de aquel hombre. Ella le explicó que provenía de una civilización oculta, donde no había personas como él, y la mayoría de las mujeres se veían obligadas a copular con los machos de su tribu. El problema es que ellos estaban dotados con piernas de humano y cuerpo de pez. Y que, en contra de los concejos de su padre, subió a la superficie en busca de alguien que la complaciera sexualmente sin pincharse con bigotes, o se le claven escamas. Un acto que más allá de ser desagradable, era peligroso, sobre todo cuando se trataba del mitad pez globo, o el hombre mitad medusa o el medio pez espada.

Carlos, no recordaba la última vez que había tenido relaciones... mucho menos con la luz prendida, y fantaseó con la idea de ofrecerse como candidato de aquella mujer pez, que le doblaba la edad o quizá un poco más.

Akida sin dejar de mirarlo con un deseo expreso, le pidió reencontrase al día siguiente, a la misma hora junto a la boya. Él no lo pensó demasiado y aceptó la petición. Luego de que ella se perdiera en los matices turquesas, él volvió nadando hasta la costa. Cuando se acercó a la sombrilla fue inevitable detener su mirada en esa mujer de abdomen abultado, de carácter hosco, que ocupaba la reposera casi en su totalidad. Cómo no compararla con la escultural muchacha de piel blanca y firme, de ojos celestes y voz pausada.

—Ya tenes esa cara de viejo baboso, seguro viste algún culo por ahí. No podes con lo que tenes en casa y te queres hacer el pendejo —le dijo su mujer a los gritos.

El hombre apretó los dientes y la miró con el deseo intrínseco de ahogarla en medio del mar. Pero contuvo sus palabras, y la dejó parlotear mientras su mente se perdía en los hechos excitantes que hace minutos lo sorprendieron.

Cada tarde nadaba hasta la boya y se reencontraba con la sensual mujer, con quién intercambiaba risas y cruzaba miradas lujuriosas. Hasta que al quinto día y consciente de que se acercaba el final de sus vacaciones, no logró contenerse más. Se fue acercando despacio y dio rienda a su apetito carnal. Se sentía de veinte, pero Akida lo frenó sabiendo que los podrían descubrir. Y esta vez, le propuso verse por la noche, a las doce en punto.

El deseo por entregarse a los brazos de esa mujer lo enceguecieron. De inmediato diagramó un día repleto de actividades para que su esposa termine extenuada. La llevó a pasear en cuatriciclo por las dunas, fueron a pedalear en esos botes con forma de cisne y compró una excursión a un museo de estampitas al que debían llegar caminando. Por último, la llevó a cenar a un restaurante de pescados y mariscos, la comida preferida de su mujer. De solo ver las aletas del pez recostado sobre el borde del plato, el deseo de Carlos se encendía y lo devoraba la ansiedad. 

Cuando se aseguró que estuviese satisfecha, le propuso volver a punta Desnudez. Miró su reloj y solo faltaban cinco minutos para la medianoche, pero su esposa aún debía colocarse la máscara facial verde y las dos rodajas de pepino en los ojos. Cuando finalmente se recostó, un ronquido de aserradero dio la señal que impulsó el escape a hurtadillas de la habitación.

La noche era cálida y sin viento. Él a pesar de la demora se echó a nadar igual, aprovechando que la luna llena le servía de guía para ubicar la boya entre las aguas oscuras. Una vez que llegó a su destino, la llamó con pequeños susurros, y a lo lejos se hoyó un chapoteo. Un llamado de apareamiento se dio cita en el mar. El sonido de tambores en su cuerpo retumbaba de solo imaginarse tocando esos enormes pechos. Luego, escuchó otro chapoteo, esta vez más cerca, y la salpicadura del agua le mojó la cara. Ese cotejo misterioso lo excitaba aún más, y se quitó el traje de baño arrojándolo sobre la boya, sin importarle demasiado si le acertaba o no.

Lo raro vino, cuando sintió bajo la planta de los pies, como si algo lo estuviera lamiendo. Y tras unos segundos, se paralizó al visualizar una aleta dorsal brillosa, que rasgaba de a poco la superficie de las aguas, mientras le danzaba en círculos. Rápidamente la imagen de su mujer le recordó tantos años de casado, tata paciencia, tantas vivencias soportadas, tantas quejas, y rodajas de pepino. ¿Por qué terminar así?, flotando en la inmensidad del mar, desnudo y esperando con temor, a recibir la primera mordida.

La verdad acerca de Papá Noel



Mientras esperaba a que mamá venga a buscarme a la salida del cole, les pregunté a Tino y a Javito —los más burros del aula— qué regalos le habían pedido a Papá Noel. En realidad, les mentí. No me importaba saber lo que ellos pidieron, sólo buscaba la forma de iniciar la charla para hacerles otra pregunta mucho más importante: ¿Alguna navidad se quedaron sin regalos por sacarse malas notas? Porque a mí me había ido para el traste en Lengua y en Matemática.

—¡Ammm! —Levantaron las cejas y se mordían el labio a dúo—. ¿Todavía creés esos cuentitos para bebés, Lucas?

—¡Claro que creo! —les respondí—. ¿Qué tiene de malo? Va a pasar por las casas a las doce de la noche. Yo ya dejé todo preparado. ¿Ustedes no?

Mientras se hablaban en secreto, cada tanto me miraban y se reían tapándose la boca. Las orejas me quemaban y yo estaba recaliente, pero ellos eran dos contra uno, y para las piñas no soy muy bueno.

—¿Todavía no lo sabés, tonto? —dijo Javito y se me acercó al oído—: Papá Noel son los padres.

—¡Pero no, Javito! ¿De dónde sacaste esa pavada? Papá Noel existe de verdad. Si creen en él y se portaron bien les trae los regalitos que le escribieron en la carta navideña.

—Ya vas a tercero —me dijo Tino, acompañando cada palabra con un movimiento de manos—. ¿Y el cuco? ¿También crees en el cuco? —y se rieron a carcajadas como dos estúpidos.

—Búrlense todo lo que quieran total, yo sí creo. Papá Noel me va a traer una pelota de fútbol, igual a esa que Messi lleva debajo del brazo en la propaganda de Gatorade. Y a ustedes… ¡A ustedes caca frita les va a traer!, ¡caca envuelta en papel de regalo!

Por suerte vino a buscarme mamá, o íbamos a terminar mal. Con estos dos tontos no se puede hablar de nada ¡Mirá si van a ser los papás! Qué salames que son.

 

Por la tarde fuimos al Carrefour. Mamá tomó un changuito y se perdió entre las góndolas. Yo me fui a ver los juguetes —ya tenía que pensar en qué iba a pedirle a los reyes magos—, y papá creo que partió a la sección de vinos y licores. Sentía ese cosquilleo en las tripas, típico de la navidad: esa mezcla de ganas de ir al baño y ganas por reunirme con mi familia, jugar con los primos de Arias, y lo más mejor del universo universal: abrir los regalos.

Al llegar a casa, papá apagó el motor del auto y oímos en el patio ladrar a Lázaro con una furia que parecía un T-rex, mejor dicho, un caniche-rex. Pensamos que podría ser por el gato del vecino, o por algún ratón que vino desde el aserradero que está a una cuadra de casa: cada tanto veíamos a los ratatuiles hacer equilibrio por el tapial.

—¡Chito, Lázaro!, ¡Chito!, ¡Caminelacucha! —le gritó mamá, con el mismo tono que usa cuando yo entro a casa con las zapatillas embarradas.

Lázaro seguía ladrando, y también arañaba la puerta. Ahí mis papás sospecharon que algo raro pasaba.

Les ayudé con las bolsas del super, y caminamos hacia la casa hasta que papá nos hizo señas con la mano y con voz de Batman me dijo:

—Quedáte ahí con mamá, Lucas. Voy a revisar adentro.

Apenas abrió la puerta se oyó en el living una especie de trueno. Desde la chimenea del hogar una nube negra fue avanzando, lentamente, como en esas películas donde la niebla de los pantanos se aparece de noche, y por miedo termino durmiendo con mamá.

Nos miramos asombrados, sin decir una sola palabra. Cuando se aclaró la niebla, se asomaron desde el hogar dos botas negras que pataleaban en el aire. 

Papá fue el único que entró. Se arrodilló para revisar la chimenea, también fue a las habitaciones y al resto de la casa. Al regresar de la inspección habló con mamá: 

—¿Pero vos podés creer? —le dijo, y negó con la cabeza—, hay un tipo encajado. Es un ... 

—¿Quién es ese señor, pá?, ¿qué hace en la chimenea de nuestra casa?  

—No lo sé, Luquita. La única certeza que tengo es que vino a visitarnos cuando nosotros no estábamos y, por lo visto, se quedó encajado.

—¿Puedo ir a ver?

—¿¡A ver qué!? —me dijo—. Vos te quedas ahí paradito, y de ahí no te movés. Escuchaste bien, ¿no? —asentí—. Ahora esperá que tengo que hacer unos llamados y resolver unos temitas con tu mamá. —Se pusieron a hablar con muchos gestos, y en un tono tan bajo que sólo Lázaro los podría oír.

Una voz en mi cabeza —la misma voz que siempre me metía en problemas— me repetía que entre y averigüe por mi cuenta quién era ese señor. No lo pude evitar. Empecé a dar pequeños pasos: pan, queso, pan, queso, pan… y así me fui alejando de papá y así me fui acercando a la puerta. Entré en el living, y la chimenea me quedaba a tres pasos de astronauta.

Ya sospechaba quién podría ser ese señor.

Me acerqué a observar sus botas: tenían hebillas plateadas. Asomé la cabeza dentro del hueco del hogar, y toqué su pantalón rojo, suave —como si acariciara a Lázaro—. Podía oír mi corazón retumbarme en el pecho: era lo mismo que sentía al abrir los regalos. A un solo personaje se le ocurriría meterse por las chimeneas, abrigado como para ir a la Antártida, y con cuarenta grados a la sombra —así dice mi papá cada vez que hace mucho calor—. ¿Quién otro podría ser?

Tenía mil preguntas para hacerle, y, a pesar de la vergüenza, igual me animé:

—Hola, ¿Papá Noel? ¿De verdad es usted?

—¡Queeé! —respondió una voz cansada, como si le faltara el aire—. Ah, se, se. Andá a avisarle a tus viejos que me saquen de acá, pibe. ¡Jo, jo, jo!

Me imagino la cara que habré puesto después de confirmar lo que ya sospechaba: Papá Noel existía, siempre existió, y lo más loco es que estaba en mi casa. Ya mismo me los quería cruzar a Tino y Javito para que se mueran de la envidia.

Eso sí, me extrañó que venga a esta hora: eran las 19:40 y yo ni siquiera me había bañado.

—Papá Noel ¿Está bien que le diga Papá Noel, o prefiere Santa Claus, o San Nicolás?

—Decime como quieras, pibe. En casa me llaman Roña. Estoy acostumbrado a los sobrenombres.

¿Roña?, no era la respuesta que esperaba, imaginé otro nombre más cariñoso: Nico, Klaus, Gordi o Santi. Pero, bueh, como dice mamá “cada familia es un mundo”.

—Papá Noel, ¿Por qué pasó antes por mi casa? Falta un toco para las doce.

Lo escuché toser y quejarse a la vez, después me respondió:

—La crisi, pibe, la crisi. La crisi nos llegó a todos, vistes. Con semejante tornillo en el invierno pasado tuvimos que comernos un par de renos. Por eso salgo antes a la repartija, para que no se me revienten de cansancio los bichos esos.

Al oírlo no pude evitar entristecerme y pensé en una sola cosa: ojalá no se hayan comido a Rodolfo. De entre todos los renos era el más conocido, y al único que le sabía el nombre. No dije nada, por respeto al reno. Algo parecido me había sucedido en el campo de mi abuelo Ernesto: me encariñé con Luther, un corderito negro que quería como a una mascota. Dos meses después de festejar el cumpleaños de mi abuelo, y hartos de que yo pregunte en dónde estaba Luther, dónde estaba Luther, dónde estaba Luther; me dijeron que aquel mediodía lo que habíamos comido no había sido pollo.

—¿El trineo y los renos son invisibles? —le pregunté para tener mucha info así le tapaba la boca a Tino y Javito. Sabía que ellos iban a matarme a preguntas.

—Y claro, pibe. Con la cantidad de cuscos que hay en el barrio, sería imposible andar esquivando los tarascones. Imagináte si entro al Chacarita con el bagre que hay ahí y ven a los renos servidos en bandeja, ni las pezuñas les quedan.

Me costaba entender alguna de sus palabras, ¿que tenían que ver los cuscos con un bagre? Estaba claro que Papá Noel hablaba extraño. Para mí, usaba el idioma del Polo Norte.

—¿Y cómo fue que se quedó encajado? Con tantos años repartiendo regalos ya es un experto. Además, ya me visitó otras veces y la chimenea es la misma.

—Como te gusta darle al pico a vos. ¿No tenes otra cosa mejor que hacer? Por qué no vas a contar los autos a la calle.

Me detuve a pensar: antes de ir al Carrefour ya había tendido la cama, ordenado la ropa, le había dado de comer a Lázaro, y tras repasar la lista, le dije:

—No, no tengo otra cosa mejor que hacer. Ya hice todo —. Y me senté en la alfombra como quién espera a que le cuenten un cuento. No sé si él estaría pensando una respuesta o estaba cansado por esa posición que le apretaba los huesos, porque no me hablaba. —¿Sigue ahí, Papá Noel?

—A dónde querés que vaya: al país de nadie más.

—Nunca jamás —lo corregí—, El país de Nunca Jamás. Ahí viven Peter Pan y Wendy, que son dos personajes de fantasía. No como usted que es de verdad.

—Por lo menos con vos no me aburro —me dijo—. ¿Sabés por qué me quedé encajado? Por culpa de la Yoli. La Yoli tiene la culpa de cocinar para el rechupete, pibe. Yo me pongo grueso, y las chimeneas se achican. 

—¿Quién es la Yoli?

—La Yoli, sería… mamá Noel, ¿entendé? Y no sabes los guisos de arroz con pollo y la polenta con salsa que nos cocina. Eso, más el barsucho que está a dos casas de la mía, son mi perdición.

—Pobre, YoIi. Debe terminar cansadísima después de darle de comer a usted y a todos los elfos.

—Naaah, de qué elfo me hablá: tenemos doce mocosos. No te das una idea de lo que lastran.

—¿Tiene hijos? —Las pelis siempre lo cambian todo—. Así que ellos serían los ayudantes de Santa.

—Y, me salieron bastante vagos, pero esos sabandijas siempre dan una mano. Lo de ellos son chucherías: carteras, celulares, billeteras, de vez en cuando alguna bomba centrífuga y otras menudencias.

Pensé en decirle que ni en mil años se me ocurriría pedir para navidad una bomba centrífuga, pero me aguanté las ganas. ¿Qué clase de juegos se podría jugar con eso? 

Nuestra charla se interrumpió cuando oímos las sirenas. Pensé que podría ser por un accidente grave, o un gran incendio a pocas cuadras. Pero cuando el ruido me aturdió, y a eso le siguieron luces azules y rojas que entraban por las ventanas iluminando las paredes, pude descartar lo del accidente. En un abrir y cerrar de ojos estaba la policía, la ambulancia y los bomberos; todos entrando a nuestra casa.

De entre tantos extraños reconocí una voz que gritaba mi nombre: era la voz de papá, y cuando pude verlo se lo veía medio enojado.

—¡No te dije que te quedés afuera! —Y del cuello le brotó un bordó intenso que le cubrió la cara— Al final, ¡hablo yo, o pasa el tren!

—Es que hay algo que no sabés, pá. Este —le señalé la chimenea, y bajé la voz—, este es el verdadero Papá Noel, el que trae los regalos. ¿Cómo me lo iba a perder?

Papá me miró y parecía que me diría mil cosas, pero al final respiró hondo y me despeinó con su mano gigante. Supongo que habrá visto mi cara de no lo vuelvo a hacer más, porque me salvé de una penitencia de varias semanas.  

Cada uno que entraba a casa, abría grande los ojos cuando miraba hacia la chimenea. Porque la gente grande ya no creé que exista Papá Noel; pero ahora no les quedaba otra que creér.  

Intentaron destrabarlo tironeándolo desde abajo, también le arrojaron una soga desde el techo; pero estaba recontra encajado. Entonces, tuvieron que entrar en acción los bomberos, y a puro martillazo tumbaron parte de la chimenea.

Cuando al fin lograron sacarlo, lo vi y parecía esos animales recién nacidos que se muestran en los documentales de Youtube: las piernas se le aflojaban y el traje manchado de hollín estaba hecho sopa de tanto transpirar. No era de esos Papá Noel que encontrás en la vereda de los negocios, con trajes brillantes, barbas falsas y panzas rellenas de gomaespuma; este era gordito y el traje le quedaba bien. Tenía poco pelo, aunque no tan canoso como en las películas, y su barba no era de algodón de azúcar —un invento de los yankis diría el abuelo Ernesto—, se parecía más a una virulana desprolija de las que usa mamá para lavar las ollas cuando se le pegan los fideos.

Me llevé otra sorpresa mayor cuando sacaron a Papá Noel, y de la chimenea cayó una bolsa roja llena de regalos sin embalar. Según mi papá, algunos de esos regalos eran para él.

Se habrá portado bien, me dije.

—La notebook y la Nikon son mías —le dijo papá a uno de los polis—, el collar de perlas y los dos anillos son de mi esposa. Lo demás no pertenece a esta casa.

¡Que suertuda!, mamá también había ligado regalos, pero a mí, a mí no me había traído nada: y todo porque me fue mal en Lengua y Matemática.

No tuve tiempo a despedirme de Papá Noel, mamá me subió al auto y me llevó rajando a lo del abuelo Ernesto. Papá no vino con nosotros, se quedó hablando con un policía sobre lo que pasó en casa esa tarde.

 

Después de dos días volvimos, y un albañil ya había tapado el boquete de la chimenea.

Miré hacia el árbol de navidad y en el piso no había regalos. Entonces, mis papás entraron a su habitación y regresaron con el paquete envuelto que, por la forma redonda, supe que se trataba de la pelota de Messi que había pedido en la carta. Desde ese día tuve que darles la razón a Tino y a Javito: quiénes dejan los regalos en el arbolito son nuestros padres. Y, aunque para mí no sea fácil aceptarlo, prefiero que esos dos tontos crean que tienen razón a decirles que, por culpa de mi papá, encerraron en la cárcel a la única persona capaz de repartirle regalos a todos los niños del mundo, en esta triste y accidentada navidad.


Éxtasis - (2do puesto en la Feria del Libro VT 2023)





 

Ana había asistido con sus padres al funeral de doña Rosa. Mientras ellos conversaban, les ofrecía a los familiares y amigos de la difunta, rodajas del bizcochuelo de limón que llevó en un táper. En un rincón de la sala, apartado del resto y sentado en el banco se encontraba Pehuel, uno de los hijos de doña Rosa. Cuando le llegó el turno del bizcochuelo lo miró desconfiado, y mostrando su palma rechazó el ofrecimiento.

Junto a Víctor y Leticia —los padres de Ana— se había sumado Ruli, un viejo conocido de la familia que recién llegaba de trabajar del campo.

—Es una cosa increíble —dijo Leticia—. Llegar a ochenta y tres años, y morirse de esa forma. Pobre, Rosa. ¿Qué hubiese dicho don Ernesto si aún viviera?

—Lo increíble —dijo Víctor juntando los dedos en montoncito—, es que a una persona se le ocurra esconder droga en la alacena del vecino. ¡Eso es lo increíble!

—¿Droga? —preguntó Ruli —Yo pensé que con ochenta y pico se… ¿No murió de viejita la doña?

Siempre el mismo colgado, Ruli —le dijo, Leticia—. Si acá estornudás, y te grita ¡Salud! el que vive en la otra punta. Lo sabe todo el pueblo.

—Ya sé, Leticia, ya sé. Es que en el campo los chismes se espantan cuando ven la tranquera, no cruzan el guardaganado. ¿Me entiende?

Víctor le hizo un gesto a Leticia que significaba: Dale, no seas así. Contále al hombre.

—¡Bueh! —Ella arqueó las cejas y resopló—. Lo conté tantas veces, una más…

Ruli cruzó los brazos y los apoyó sobre la panza. Después se encorvó hacia donde estaba Leticia para que ella no alce tanto la voz, y aguardó paciente su explicación:

—Resulta que María, la hija de doña Rosa, le organizó la fiesta a su querido Pancho, y le preparó una torta de tres pisos. Hermosa torta: cubierta de crema, frutillas, y arriba en dorado el número sesenta. La joda era en lo de Omar, el primo de Pancho, que le prestó el chalet en Los Sauces: un caserón que te caés de culo. Éramos casi cincuenta: vinieron sus tíos de Rúnciman, la hermana que se hizo monjita, los parientes que viven acá en Santa Teresa, sus vecinos —o sea, nosotros—, más unos amigos del trabajo.

Pehuel desde su rincón miraba de reojo hacia las distintas rondas, quizás intuyendo lo que se comentaba. Y, tras apoyar sus manos sobre las rodillas, bajó la vista y se enfocó en el porcelanato beige.

—¿Una porción de bizcochuelo de limón? —interrumpió, Ana, que aún paseaba con el táper lleno.

—Te agradezco, hijita —le respondió, Leticia—. Te dije que no te gastes en cocinar. En este lugar no hay ánimos para andar comiendo torta.

—Pero esto no es una torta, es un bizcochuelo de cítricos a base de harina de trigo sarraceno.

—Es lo mismo, hija. Tiene forma de torta, huele a torta, y seguro que el sabor también se parece al de una torta.

Ana agarró del táper una porción, y después dejó el resto sobre una silla. Sumarse a la ronda prometía ser más interesante, a seguir ofreciendo un bizcochuelo que nadie se antojaba.

Leticia imitó la posición de un entrenador a punto de dar la charla del entretiempo, y continuó:

—Pancho se mandó un fiestón. Te diría quizá, demasiado refinado para nosotros. Hubieses visto a Pehuel comiendo sushi, ¡vah! hasta que le avisaron que eran huevos de pescado, y se fue corriendo al baño a vomitar. Viste que le brota ese salpullido en el cogote cuando come pescado, debe ser alérgico. Pero te digo la verdad, para mí es todo de la cabeza. Le hace falta unas sesiones con un buen psicólogo y se le pasan todas esas ñañas con la comida.

María fue acercándose hasta el ataúd, inclinó la cabeza y observaba a su madre mientras se secaba las lágrimas. El murmullo devenido en charla de bar anunciaba de tanto en tanto el nombre de su hermano Pehuel, que aún seguía abstraído en el rincón de la sala.

—En el centro de la mesa —Leticia hizo un gesto circular con las manos— había un copón con ponche. ¿Te imaginás nosotros tomando ponche? Con tan poca cultura para el trago. La verdad, un lujo. También contrató un servicio de mozos, y una pista de baile para no arruinar el césped. De la decoración se encargó María: armó los adornos florales, consiguió fardos para que nos sentáramos en el patio, y colgó esas luces de kermés que ahora están tan de moda. Hasta había una banda en vivo cantando los clásicos de cuando éramos jóvenes.  

—Mirálo al Pancho y a la María—dijo asombrado, Ruli—, no los hacía revoleando manteca al techo.

—Un acontecimiento de esa magnitud da para festejos —dijo Ana, masticando su bizcochuelo de limón—. Además, la expectativa de vida de los hombres no supera los setenta y cinco. En cualquier momento le puede llegar la hora de…

—… ¡Ana! —gruñó entre dientes, Víctor—. No empieces con tus estadísticas y esas cosas. Estamos en un velorio, comportáte por favor.

—No se moleste Víctor —le dijo, Ruli—. Las muchachitas de ahora son más dispiertas. Y pensar que a tu edad —la señaló a Ana con el índice—, yo apenas sabía escribir mi nombre.

—Pero ya cumplí los trece, Ruli.

—Sí, como yo en aquellos tiempos. La escuelita de campo nunca fue lo mío.

La respuesta de Ruli enmudeció la ronda, y eso le dio pie a Leticia para que siga narrando lo sucedido en el cumpleaños:

—Hasta ahí fue la noche perfecta. De a ratos emotiva cuando Pancho agradeció a los invitados, principalmente a su familia, y a Omar por prestarle el chalet. Otras veces disfrutamos a puro baile y ni te digo cuando nos dieron el cotillón. Pero después cortaron la torta, y la cosa se puso rara.

—¿Rara?

—Sí, Ruli. Rara, rara. ¡Muy rara! Me acuerdo y no puedo seguir, no puedo. ¡Mi Dios, pobre Rosa!

Ana le alcanzó unos pañuelos descartables que sacó del bolsillo trasero de sus jeans, y fue hasta la cocina a traerle un vaso con agua fresca. Leticia agitaba su mano ventilándose la cara, y cuando por fin consiguió calmarse, siguió con el relato:

—Anoche, muchos no se animaron a comer canapés ni sushi —Víctor se señaló a sí mismo con el pulgar—, ni tampoco langostinos. Porque además de no tener cultura para el trago, tampoco tenemos cultura para el morfi. Pasada la media hora, cuando la mayoría había comido al menos una o dos porciones de torta (Víctor y yo preferimos más lo salado), empezaron a comportarse como, como…

—… Como homínidos con deseos de copular —le dijo Ana a Ruli, quien la miró descolocado.

—Claro —dijo Leticia—, eso mismo. Eran como monos. Monos calientes. Se escuchaban golpes y aullidos. Pero con el historial que tiene la familia de María, en lo primero que pensé fue en el ponche.

Un grito desgarrador atravesó la sala velatoria, y se robó la atención de todos. Era María que se arrojó encima de doña Rosa, lamentándose su muerte. Pancho intentó con esfuerzo desprenderla del ataúd, y rodeándola con los brazos desde atrás le daba tirones secos como si le practicara una maniobra de Heimlich. Cuando finalmente pudo apartarla, la acompañó hacia la vereda para cambiar de aires.

De a poco, el murmullo volvió a zumbar en la sala, y Leticia siguió narrando los hechos:

—Nos dimos cuenta de que algo andaba mal después de que Pehuel, revoleando su corbata y al grito de ¡¡¡Espartaaa!!!, pasó a cococho de Pancho que “galopaba” descamisado por la pista. Esas escenas se fueron contagiando como piojos, un verdadero descontrol. Uno de los amigos de Pancho robó el micrófono y empezó a desafinar; al principio fue gracioso, pero a la segunda canción deseábamos que se le desgarre la garganta. El sobrino de María que corre en karting… ¿Cómo es que se llama?…

—…el Fito —respondió, Ruli.

—Ese mismo. Le quitó la botella de champán al mozo, y después de agitarla como si estuviera en el podio, roció con champán a los que estábamos bailando. Imagináte yo, que me había puesto el único vestido que tengo para salir; quería matarlo al infeliz.

—Má, no olvides lo del caniche. —Ana no pudo ocultar la expresión de asco.

—¡Síii! ¡Ni el caniche del primo de Pancho se salvó!

—Usté me está embromando, Leticia. Eso me cuesta creerlo.

—Es cierto —dijo Ana, mostrándole la pierna—, el perro presentaba síntomas psicóticos graves, acompañados de abstinencia y agitación constante. —Ruli frunció el ceño y miró a Leticia, tal vez esperando la traducción.

—Ese perro degenerado se le prendió a la pierna de Ana. —Leticia acompañó con un vaivén de su pelvis—. Le pistoneaba con unas ganas terribles.

—¿Cómo pasó eso? ¿El cuzco también se le había empinado al ponche?

—Anoche no lo sabíamos, Ruli, pero el problema no era el ponche. Lo que desató esta locura fue el allanamiento policial en la casa del Mugre, un “amiguito” del hijo de María que anda en cosas turbias. Y este tal Mugre no tuvo mejor idea que esconder esa porquería justo en la casa de Pancho, adentro de la alacena donde Mari guarda los ingredientes de repostería. He aquí que, en lugar de una simple torta de cumpleaños, ella fabricó una torre de masa y droga que podría resucitar hasta los muertos.

—Con razón la María anda moqueando tanto. —Ruli estiró el cuello en dirección a la difunta, y tras observarla en el ataúd se persignó tres veces—. ¿Y al final, doña Rosa cómo murió?

—Ahora es cuando ella entra en escena, —dijo Leticia— que a sus ochenta y tres años la vi correr con el pelo revoltoso, mirando al cielo con los brazos en alto y pidiendo que… —De la emoción se tapó la boca.

—¿Qué pedía doña Rosa? —preguntó Ruli— No me deje con la espina clavada.

—Decía algo parecido a: Quieeero coj... me da vergüenza repetirlo. Y aún más en su velorio.

—Dele, Leticia. Usté puede.

—Bueno, en realidad… lo que alcanzamos a entenderle fue Quieeedo codeeeddd, porque ella había perdido la dentadura postiza, y se le dificultaba pronunciar, sobre todo, las erres. —Leticia detuvo el monólogo para beber agua—. Como te decía, Rosa cruzó entre los familiares a los gritos, pechó la puerta que da al comedor mientras continuaba con su pedido carnal, y finalmente se desplomó sobre una mesa ratona de madera que se hizo astillas. Cada uno estaba en la suya, así que me tocó llamar a la ambulancia. Para cuando llegaron los de emergencias, ya era tarde: el corazón de Rosita no soportó tanto frenesí.

—Esto parece cuento —dijo Ruli—. Cuánta desgracia junta.

—Ya lo creo. —Leticia sacó otro pañuelo del paquete y se sopló la nariz—. A pesar de que la banda dejó de tocar, nos costó que los invitados se calmen. Pero al que más nos costó calmar fue a Pehuel. Enloquecido estaba. La madre muerta en el piso, y él seguía saltando, gritando guarangadas, traspirado de pies a cabeza. Se le fue la mano cuando agarró a la monjita hermana de Pancho, y la zamarreaba diciendo que estaba poseída. Hasta intentó levantarle el hábito para ver si usaba calzones. Lo cuento y me da vergüenza ajena. Y vos me dirás, Ruli: Pobre Pehuel, no estaba con todas las luces, no disponía del control de su cuerpo por culpa de la droga.

—Claro —afirmó Ruli—, las drogas sí que son cosa seria.

—Es que no fue por eso. —Leticia hizo una pausa, después de que Ana le hiciera señas para que baje la voz—. Me enteré hace un rato de que Pehuel, además de la alergia al pescado, la intolerancia a la lactosa, y un problema de estreñimiento, también es celíaco.

—¿¡Celíaco!? —dijo, Ruli y se restregó la frente— ¡A la fresca! Eso quiere decir que… que… ¿Qué quiere decir eso?

—Cuanta ignorancia, Ruli —le dijo, Ana mientras lo palmeaba—. Cuanta ignorancia.

—Eso quiere decir —dijo Leticia— que Pehuel no había probado la torta. Porque algo tienen las harinas que le hace un agujero en los intestinos. ¿Cómo se llamaba eso, Ana?

—Gluten, Má. Es un conjunto de proteínas contenidas en el trigo, la cebada y el centeno. El sistema inmuni…

—…está bien, hijita, está bien. Ya entendimos.

—A ver si ando bien encaminado —dijo Ruli, y se rascó la frente— ¿La locura de Pehuel no fue por la droga?

—Bien, por fin te estás despabilando —respondió Leticia—. Se ve que anoche, al notar el comportamiento alocado del resto de los invitados, un cortocircuito en los sesos le liberó el monstruo interior, y no lo podía frenar nadie.

—A eso se le llama histeria colectiva —dijo Ana, y se calló antes de que Víctor la mire con ojos de tiburón.

Todos en la ronda disimularon la mirada hacia Pehuel, que seguía inmóvil sin siquiera pestañar.

—Y ahora vos lo ves ahí —retomó Leticia y lo señaló con el mentón— sentado en la punta del banco, de hombros caídos, las manos sobre las piernas, la camisa prendida hasta el último botón, y pensarás...ésta tarada exagera como siempre. Pero te juro, fue tal cual te lo cuento. Menos mal que acá está Víctor, y no me deja mentir —el marido asintió con la cabeza—. Pero eso no es todo. Antes de que vinieras le preguntamos a Pehuel cómo descubrió que era celíaco. Y, él nos dijo que hace tiempo había ido al hospital con don Ernesto y doña Rosa para hacerse unos análisis que confirmen esta enfermedad. Enfermedad que no sólo terminó confirmando, sino que además terminó compartiendo con uno de ellos.

—¡No me diga!, ¿Así que Don Ernesto también tenía ese problema con las harinas?

—Nosotros llegamos a esa misma conclusión, Ruli, pero no. Pehuel nos dijo que los únicos celíacos en su familia eran él y doña Rosa. ¿Vos podes creer? doña Rosa, nos dijo.