La muerte
lo sorprendió a Raúl un domingo a la tarde mientras jugaba al fútbol. Su alma
se despegó de la carne, y al abrir los ojos se encontró frente a una majestuosa
puerta de doble hoja. No bien reaccionó tuvo la sensación de querer decir algo
y no recordar qué; como si perdiese el hilo de una conversación u olvidase alguna
palabra encaprichada en darse a conocer.
Bajó la
mirada, y aún vestía el short verde haciendo juego con sus medias, unos Topper
con tapones de goma, y la camiseta de franjas azules y rojas: los colores de la
verdulería Kuki que los patrocinaba en el campeonato comercial de veteranos. Después,
advirtió su propio reflejo en aquella majestuosa puerta carente de toda
estructura complementaria: ni marco ni tapial ni cerca ni nada más que esa solitaria
puerta sostenida por sí sola, entre un extenso desierto de nubes. En el borde distinguió
letras labradas que, intuyó, podrían estar escritas en italiano o inglés: Gratam
paradisum.
Raúl miró
en todas direcciones, y mientras se frotaba la cabeza se preguntó ¿Qué era esto?:
un mal sueño, un estado de inconsciencia por algún codazo o un choque de cabezas
durante el partido. Y a cada rato se repetía:
—¿Cómo
carajo llegué hasta acá? —y—, ¿Qué estaba por decir?
Pero a pesar
de acometer contra su memoria no recordaba un pasado reciente que devele esas disyuntivas.
Lo que sí recordaba era un córner cerrado desde la izquierda y una pelota surcando
el aire que se colaba por el segundo palo. Pero el Facha atento a la jugada la rechazó
con los puños mandándola al círculo central, o en dónde debería existir uno. Por
último, un prolongado silbatazo despintó sus recuerdos hasta nublarlo todo de blanco.
Una luz se
formó al costado de la puerta como un tren de frente, y lo encegueció.
Al
desvanecerse aquel resplandor, asomó la silueta de un hombre. Una túnica
le cubría los pies, y bajo el brazo llevaba un libro de medidas desproporcionadas.
—Señor
Raúl Ortega —le dijo, esa voz pesada—. Soy San Pedro, y usted se encuentra
frente a las puertas del Edén.
—¿El queeé?
—preguntó, Raúl, con sus dedos en montoncito.
—Señor
Ortega, sabemos que es una noticia difícil
de asimilar, pero créame que el cielo es el lugar ideal para almas como la suya:
almas que obraron con bondad y se rigieron bajo las leyes de Dios.
—¿Me está
diciendo que estiré la pata? Si hasta recién estaba jugando al fulbo con los
muchachos. Acá debe de haber un error. Un grave error
—Respecto a su falta de memoria, no se alarme. No bien se acostumbre a su
estado incorpóreo recordará las últimas imágenes de su vida, y lo verá todo con
más claridad.
Raúl permaneció en silencio. Lo primero que se le vino a la mente fue su
perro Calígula: un indeseable cuzco con el aspecto y el olor de una comadreja: ¿quién
le daría de comer ahora? Lo segundo que recordó fue el Fiat 147 que había
comprado hace casi un mes. Se lamentó no poder disfrutarlo, y justo cuando le
había hecho el cambio de aceite y correa de distribución. Por último, su esposa
lo invadió de nostalgia, La Yoli. Se la imaginó parada sobre una silla hurgando
arriba del ropero, y queriendo hacerse de una lata donde él escondía los
ahorros.
—La puta madre. La lata —se dijo en voz alta.
Un atril emergió de entre las nubes, y San Pedro apoyó ahí su libro. Pasó
un par de hojas mientras murmuraba nombres. Y se detuvo. En voz alta leyó las buenas acciones que Raúl había
ejecutado en vida: ayudar a cruzar la calle a dos ancianas; devolver una
billetera con documentos; dejar el diezmo —no tan generoso— en la misa de
Ramos. Apenas cabían tan solo en tres cuartos de página, y no se advertían
actos de sobresaliente heroísmo.
—Ahora
revisaremos algunos puntos poco favorables que deberá justificar —dijo, San
Pedro —, y si demuestra un sincero arrepentimiento la puerta se
abrirá por sí sola brindándole el acceso al paraíso.
Claramente la ausencia de recuerdos de una posible muerte, alejaban a
Raúl de la realidad que ahora debía enfrentar. Atravesado por esas
contradicciones, prestó atención a las palabras de aquel personaje celestial.
—Señor
Ortega, nos consta que en reiterados casos el padre Luis, tras confesarlo,
le impartió el sacramento de la penitencia mediante la oración. En la
transcripción del rezo con fecha 12 de abril de 1991 a las 9:12 notamos algunas
incongruencias en sus oraciones: dos kilos de tomate perita, una lata de
flit, tres litros de jugo Trechel de pomelo, y un betún negro Cobra. Creo
que estamos de acuerdo en que dista de ser un simple padrenuestro. Y si usted lo desea puedo enumerar más casos
con diferentes productos.
—Antes
que nada —dijo, Raúl asombrado por la precisión de los datos expuestos—, aclaro
que en el año 91, tenía más o menos unos doce. Los domingos mi vieja me preparaba
una lista de artículos que, después de misa, debía comprar en el almacén
de La Gloria. No había domingo que no perdiera ese papel o lo terminara rompiendo, y
no me quedaba otra que repetir la lista como un loro. Siempre fui flojo de
memoria. Imagínese que desviarme del tema, como ser: un Ave María, un Credo, o arriesgarme
a una señal de la cruz, podría confundir una marca o peor aún, las cantidades. Sólo
diré en mi defensa, que mi madre era el mismísimo Satanás si me olvidaba de comprar
algo de esa lista.
Tras
aquella confidencia, la puerta se entreabrió dejando escapar un aura de luz
cálida, junto a un alegre murmullo, quizá de miles de otras almas.
—El
siguiente inciso —dijo San Pedro levantando las cejas—, implica insultos al
prójimo.
—¡Eso sí
que no!, como que me llamo Raúl Ortega. Soy o, mejor dicho, fui incapaz de
andar puteando gente por ahí.
San Pedro
volvió a fijar la mirada en el libro y leyó textualmente:
—Domingo
27 de octubre de 2016, 17:24: ¡No podés ser tan mal parido
árbitro!, ¡Que leche te dio tu vieja: de burro!, ¡Tu mamá te hizo pensando
que al otro día tenía que laburar! La lista es extensa y de notable
creatividad, pero ante todo, alude a una misma persona: Haidé, la madre de Héctor
Ramírez.
Raúl pretendía
idear una respuesta decente que no entorpezca su ingreso al paraíso —en caso de
que esté verdaderamente muerto—. Sabiendo lo que estaba en juego, no mentiría
por simple descaro. Sinceramente no percibió aquello como un insulto al prójimo,
pues, lo que sucedía en la cancha del barrio Güemes, no trascendía más allá de
las calles Ferrantes y Pinto Lucero.
—Yo
sé que, si usted lo suelta así nomás, no suena nada bien. Pero olvida un detalle
im-por-tan-tísimo: el ambiente donde esto ocurre. Partamos de que el trato en
la cancha de fútbol de mi barrio no es el Manchester City o el Real Madrid. Tampoco
se compara con algún club brasilero, y ellos sí que lo viven con pasión, pero
no tanto como nuestros partidos. Nosotros insultamos a los árbitros, a los
jugadores propios y contrarios, ya ni se por qué: tal vez por simple costumbre,
o para descargar las frustraciones de la semana, que se yo, vio. Además, ellos —los
insultados— van preparados para la puteada, no lo toman personal. Ya saben que
en una cancha o te idolatran o te putean, o las dos. Y a pesar de todo eso, no
conozco a ningún árbitro que haya terminado en el Borda porque le gritaran
durante un partido.
—¿Es
todo lo que tiene para decir? —sentenció San Pedro arqueando las cejas—.
Entiendo Raúl que le parecerá un tema irrelevante, pero hay algo que no le mencioné
de este punto en particular. Cuando la madre de Héctor Ramírez supo que usted moriría (y
consciente de estas ofensas), visitó los diferentes paraísos del Edén, y juntó
firmas para que lo destierren… ya se imaginará a dónde.
—¿Cómo
que hay más de un paraíso? —preguntó Raúl, desestimando el resto de la información
conferida.
—Verá,
señor Ortega, tan simple como imaginarse que el paraíso ideal de una persona,
podría ser el infierno asfixiante y sombrío de otra.
Raúl
lo observaba con la expresión de: ¿y éste qué cobró? Rogando que la explicación
no terminé ahí mismo.
—Le
daré un ejemplo —dijo San Pedro—. Suponga que en los años venideros su esposa se enamora de otro hombre y deciden
casarse. Cuando ella cumpla su ciclo en la tierra, cabe la posibilidad de
que su paraíso ideal ya no sea el que ustedes dos soñaron juntos. En ese
caso, para evitar frustraciones le crearíamos a usted una copia fiel de su
esposa, tal como la recordaba en vida. Y a ella, por otro lado, le crearíamos
un paraíso donde conviva junto a una copia del segundo marido, o con quién ella
más lo desee. Por lo general aquello de “te buscaré en la eternidad”, se
diluye cuando descubren la posibilidad de estos beneficios. No se imagina
cuántas copias de Marilyn Monroe y Humphrey Bogart han solicitado entre los años 60 y 80. No se
imagina cuántas promesas se han roto al atravesar esa puerta.
—¿Entonces podría pedir a la Alfano? —dijo, Raúl pensando
que sería una exuberante compañía—. La tiene,
¿no? Terrible veterana.
—No se adelante a los hechos Raúl, no desvíe el tema. Acá el
problema es su vocabulario ofensivo e inapropiado para con la madre de Héctor Ramírez.
Y le recuerdo que sigue en juego su ingreso al paraíso.
—Téngame
paciencia que esto para mí es nuevo, y encima hay cosas que no me acuerdo. Con
respecto a Ramírez, le diré que es el árbitro del campeonato comercial que
jugamos los domingos en el campito del barrio, y siempre nos tira la bronca. No
es que lo diga por un capricho mío. Nada que ver. Acá la cosa viene de antes por
un tema de polleras con nuestro arquero: el Facha Leguizamón. —San Pedro
lo miraba atento y cada tanto anotaba unas palabras en el libro—. El Facha
estuvo varios domingos sin atajar, según él, porque tenía un problema
intestinal. No sé lo que el doctor le aconsejó para solucionar lo de los
intestinos, pero le aseguro que la mujer de Ramírez no era enfermera como
para andar visitándolo tan seguido. Esto nunca se confirmó cien por cien, pero los
puteríos tarde o temprano llegan a oídos de todos, y de ahí que siempre nos
bombea los partidos. Pudimos decirle al Facha que no ataje más para
nosotros. Es más, lo teníamos en el banco a Amadeo Ruiz, que de joven fue
arquero en la sexta de Excursionistas; pero qué clase de amigos seríamos. Y no
sé cómo se manejan acá en el cielo: nosotros en la tierra tenemos códigos, o al
menos los tenemos dentro de una cancha de fúlbo. Y ahora usted
insinúa que le pida perdón a la madre de Ramírez. En pocas palabras,
quiere que traicione a la verdulería Kuki, que le dé la espalda al Facha, y al
resto de los muchachos que encima los acabo de dejar con un jugador
menos.
Raúl
agachó la mirada y se frotó la sien como estrujando un recuerdo. Después, recuperó
su estampa, y sus ojos tenían la misma expresión que cuando se iba de su casa y
a las pocas cuadras se acordaba que no había apagado la bomba de agua.
—Y para
que vea que Ramírez no es trigo limpio, —dijo, Raúl— le voy a contar lo que me
acabo de acordar del partido: empatábamos uno a uno contra el supermercado
Vilma, y nos jugábamos un puesto en la semi. Primero pensamos que después de
aquel córner —y un rechazo del Facha—, el pitazo indicaba el fin del partido; pero
el muy turro de Ramírez les cobró un penal a favor. Ni los contrarios
entendían por qué les regaló ese penal. Se les notaba en la expresión de
sus caras, en las cejas levantadas y en esos ojos de huevo frito. Fue ahí
cuando me dio la primera puntada en el pecho. Justo ahí. De tanta angustia, y
por la bronca contra ese árbitro. Vaya a saber uno lo que vio para cobrar
semejante burrada.
—¿Y por
qué no avisó que se sentía mal?
—Si,
tiene razón, me tendría que haber quedado en el molde, salir de la cancha ahí
mismo; pero le quería decir algo a Ramírez, y fue cuando me dio la segunda
puntada y caí de rodillas. Tal vez fue mi olfato, o por pura casualidad nomás,
pero supe que no contaba más el cuento. Con el poco aliento que me quedaba, me
presioné el pecho con una mano para bancar el dolor, y con la otra le hice
señas a Ramírez para que volteé y me vea; pero no me vio. Apreté la bronca con los
dientes y me morí tirado en esa polvorienta cancha, con las ganas atravesadas en
el garguero.
—¿Con las
ganas de qué señor Ortega?
Raúl miró
hacia la puerta, cerró los ojos un instante, y dejó que lo acaricie aquella luz.
Le despertaba una inexplicable serenidad.
Inhaló
profundo y le respondió:
—La
verdad es que todavía no me acuerdo qué habré querido decirle en ese momento,
pero estoy seguro de lo que le diría en este instante si lo tuviese
enfrente mío: ¡qué cobraste árbitro
hijo de remil puta! ¡Eso le diría al mal parido! ¡Eso!
Enseguida,
se quitó la camiseta azul-granate y apretándola con el puño, la agitó al son de:
!!!Aguante Kuki aguante, aguante Kuki aguante¡¡¡, y su cántico resonó en
los interminables horizontes, y nunca más se detuvo.
Ni siquiera,
después de aquel portazo.
Ni siquiera, después de aquella oscuridad espantosa.