Éxtasis - (2do puesto en la Feria del Libro VT 2023)





 

Ana había asistido con sus padres al funeral de doña Rosa. Mientras ellos conversaban, les ofrecía a los familiares y amigos de la difunta, rodajas del bizcochuelo de limón que llevó en un táper. En un rincón de la sala, apartado del resto y sentado en el banco se encontraba Pehuel, uno de los hijos de doña Rosa. Cuando le llegó el turno del bizcochuelo lo miró desconfiado, y mostrando su palma rechazó el ofrecimiento.

Junto a Víctor y Leticia —los padres de Ana— se había sumado Ruli, un viejo conocido de la familia que recién llegaba de trabajar del campo.

—Es una cosa increíble —dijo Leticia—. Llegar a ochenta y tres años, y morirse de esa forma. Pobre, Rosa. ¿Qué hubiese dicho don Ernesto si aún viviera?

—Lo increíble —dijo Víctor juntando los dedos en montoncito—, es que a una persona se le ocurra esconder droga en la alacena del vecino. ¡Eso es lo increíble!

—¿Droga? —preguntó Ruli —Yo pensé que con ochenta y pico se… ¿No murió de viejita la doña?

Siempre el mismo colgado, Ruli —le dijo, Leticia—. Si acá estornudás, y te grita ¡Salud! el que vive en la otra punta. Lo sabe todo el pueblo.

—Ya sé, Leticia, ya sé. Es que en el campo los chismes se espantan cuando ven la tranquera, no cruzan el guardaganado. ¿Me entiende?

Víctor le hizo un gesto a Leticia que significaba: Dale, no seas así. Contále al hombre.

—¡Bueh! —Ella arqueó las cejas y resopló—. Lo conté tantas veces, una más…

Ruli cruzó los brazos y los apoyó sobre la panza. Después se encorvó hacia donde estaba Leticia para que ella no alce tanto la voz, y aguardó paciente su explicación:

—Resulta que María, la hija de doña Rosa, le organizó la fiesta a su querido Pancho, y le preparó una torta de tres pisos. Hermosa torta: cubierta de crema, frutillas, y arriba en dorado el número sesenta. La joda era en lo de Omar, el primo de Pancho, que le prestó el chalet en Los Sauces: un caserón que te caés de culo. Éramos casi cincuenta: vinieron sus tíos de Rúnciman, la hermana que se hizo monjita, los parientes que viven acá en Santa Teresa, sus vecinos —o sea, nosotros—, más unos amigos del trabajo.

Pehuel desde su rincón miraba de reojo hacia las distintas rondas, quizás intuyendo lo que se comentaba. Y, tras apoyar sus manos sobre las rodillas, bajó la vista y se enfocó en el porcelanato beige.

—¿Una porción de bizcochuelo de limón? —interrumpió, Ana, que aún paseaba con el táper lleno.

—Te agradezco, hijita —le respondió, Leticia—. Te dije que no te gastes en cocinar. En este lugar no hay ánimos para andar comiendo torta.

—Pero esto no es una torta, es un bizcochuelo de cítricos a base de harina de trigo sarraceno.

—Es lo mismo, hija. Tiene forma de torta, huele a torta, y seguro que el sabor también se parece al de una torta.

Ana agarró del táper una porción, y después dejó el resto sobre una silla. Sumarse a la ronda prometía ser más interesante, a seguir ofreciendo un bizcochuelo que nadie se antojaba.

Leticia imitó la posición de un entrenador a punto de dar la charla del entretiempo, y continuó:

—Pancho se mandó un fiestón. Te diría quizá, demasiado refinado para nosotros. Hubieses visto a Pehuel comiendo sushi, ¡vah! hasta que le avisaron que eran huevos de pescado, y se fue corriendo al baño a vomitar. Viste que le brota ese salpullido en el cogote cuando come pescado, debe ser alérgico. Pero te digo la verdad, para mí es todo de la cabeza. Le hace falta unas sesiones con un buen psicólogo y se le pasan todas esas ñañas con la comida.

María fue acercándose hasta el ataúd, inclinó la cabeza y observaba a su madre mientras se secaba las lágrimas. El murmullo devenido en charla de bar anunciaba de tanto en tanto el nombre de su hermano Pehuel, que aún seguía abstraído en el rincón de la sala.

—En el centro de la mesa —Leticia hizo un gesto circular con las manos— había un copón con ponche. ¿Te imaginás nosotros tomando ponche? Con tan poca cultura para el trago. La verdad, un lujo. También contrató un servicio de mozos, y una pista de baile para no arruinar el césped. De la decoración se encargó María: armó los adornos florales, consiguió fardos para que nos sentáramos en el patio, y colgó esas luces de kermés que ahora están tan de moda. Hasta había una banda en vivo cantando los clásicos de cuando éramos jóvenes.  

—Mirálo al Pancho y a la María—dijo asombrado, Ruli—, no los hacía revoleando manteca al techo.

—Un acontecimiento de esa magnitud da para festejos —dijo Ana, masticando su bizcochuelo de limón—. Además, la expectativa de vida de los hombres no supera los setenta y cinco. En cualquier momento le puede llegar la hora de…

—… ¡Ana! —gruñó entre dientes, Víctor—. No empieces con tus estadísticas y esas cosas. Estamos en un velorio, comportáte por favor.

—No se moleste Víctor —le dijo, Ruli—. Las muchachitas de ahora son más dispiertas. Y pensar que a tu edad —la señaló a Ana con el índice—, yo apenas sabía escribir mi nombre.

—Pero ya cumplí los trece, Ruli.

—Sí, como yo en aquellos tiempos. La escuelita de campo nunca fue lo mío.

La respuesta de Ruli enmudeció la ronda, y eso le dio pie a Leticia para que siga narrando lo sucedido en el cumpleaños:

—Hasta ahí fue la noche perfecta. De a ratos emotiva cuando Pancho agradeció a los invitados, principalmente a su familia, y a Omar por prestarle el chalet. Otras veces disfrutamos a puro baile y ni te digo cuando nos dieron el cotillón. Pero después cortaron la torta, y la cosa se puso rara.

—¿Rara?

—Sí, Ruli. Rara, rara. ¡Muy rara! Me acuerdo y no puedo seguir, no puedo. ¡Mi Dios, pobre Rosa!

Ana le alcanzó unos pañuelos descartables que sacó del bolsillo trasero de sus jeans, y fue hasta la cocina a traerle un vaso con agua fresca. Leticia agitaba su mano ventilándose la cara, y cuando por fin consiguió calmarse, siguió con el relato:

—Anoche, muchos no se animaron a comer canapés ni sushi —Víctor se señaló a sí mismo con el pulgar—, ni tampoco langostinos. Porque además de no tener cultura para el trago, tampoco tenemos cultura para el morfi. Pasada la media hora, cuando la mayoría había comido al menos una o dos porciones de torta (Víctor y yo preferimos más lo salado), empezaron a comportarse como, como…

—… Como homínidos con deseos de copular —le dijo Ana a Ruli, quien la miró descolocado.

—Claro —dijo Leticia—, eso mismo. Eran como monos. Monos calientes. Se escuchaban golpes y aullidos. Pero con el historial que tiene la familia de María, en lo primero que pensé fue en el ponche.

Un grito desgarrador atravesó la sala velatoria, y se robó la atención de todos. Era María que se arrojó encima de doña Rosa, lamentándose su muerte. Pancho intentó con esfuerzo desprenderla del ataúd, y rodeándola con los brazos desde atrás le daba tirones secos como si le practicara una maniobra de Heimlich. Cuando finalmente pudo apartarla, la acompañó hacia la vereda para cambiar de aires.

De a poco, el murmullo volvió a zumbar en la sala, y Leticia siguió narrando los hechos:

—Nos dimos cuenta de que algo andaba mal después de que Pehuel, revoleando su corbata y al grito de ¡¡¡Espartaaa!!!, pasó a cococho de Pancho que “galopaba” descamisado por la pista. Esas escenas se fueron contagiando como piojos, un verdadero descontrol. Uno de los amigos de Pancho robó el micrófono y empezó a desafinar; al principio fue gracioso, pero a la segunda canción deseábamos que se le desgarre la garganta. El sobrino de María que corre en karting… ¿Cómo es que se llama?…

—…el Fito —respondió, Ruli.

—Ese mismo. Le quitó la botella de champán al mozo, y después de agitarla como si estuviera en el podio, roció con champán a los que estábamos bailando. Imagináte yo, que me había puesto el único vestido que tengo para salir; quería matarlo al infeliz.

—Má, no olvides lo del caniche. —Ana no pudo ocultar la expresión de asco.

—¡Síii! ¡Ni el caniche del primo de Pancho se salvó!

—Usté me está embromando, Leticia. Eso me cuesta creerlo.

—Es cierto —dijo Ana, mostrándole la pierna—, el perro presentaba síntomas psicóticos graves, acompañados de abstinencia y agitación constante. —Ruli frunció el ceño y miró a Leticia, tal vez esperando la traducción.

—Ese perro degenerado se le prendió a la pierna de Ana. —Leticia acompañó con un vaivén de su pelvis—. Le pistoneaba con unas ganas terribles.

—¿Cómo pasó eso? ¿El cuzco también se le había empinado al ponche?

—Anoche no lo sabíamos, Ruli, pero el problema no era el ponche. Lo que desató esta locura fue el allanamiento policial en la casa del Mugre, un “amiguito” del hijo de María que anda en cosas turbias. Y este tal Mugre no tuvo mejor idea que esconder esa porquería justo en la casa de Pancho, adentro de la alacena donde Mari guarda los ingredientes de repostería. He aquí que, en lugar de una simple torta de cumpleaños, ella fabricó una torre de masa y droga que podría resucitar hasta los muertos.

—Con razón la María anda moqueando tanto. —Ruli estiró el cuello en dirección a la difunta, y tras observarla en el ataúd se persignó tres veces—. ¿Y al final, doña Rosa cómo murió?

—Ahora es cuando ella entra en escena, —dijo Leticia— que a sus ochenta y tres años la vi correr con el pelo revoltoso, mirando al cielo con los brazos en alto y pidiendo que… —De la emoción se tapó la boca.

—¿Qué pedía doña Rosa? —preguntó Ruli— No me deje con la espina clavada.

—Decía algo parecido a: Quieeero coj... me da vergüenza repetirlo. Y aún más en su velorio.

—Dele, Leticia. Usté puede.

—Bueno, en realidad… lo que alcanzamos a entenderle fue Quieeedo codeeeddd, porque ella había perdido la dentadura postiza, y se le dificultaba pronunciar, sobre todo, las erres. —Leticia detuvo el monólogo para beber agua—. Como te decía, Rosa cruzó entre los familiares a los gritos, pechó la puerta que da al comedor mientras continuaba con su pedido carnal, y finalmente se desplomó sobre una mesa ratona de madera que se hizo astillas. Cada uno estaba en la suya, así que me tocó llamar a la ambulancia. Para cuando llegaron los de emergencias, ya era tarde: el corazón de Rosita no soportó tanto frenesí.

—Esto parece cuento —dijo Ruli—. Cuánta desgracia junta.

—Ya lo creo. —Leticia sacó otro pañuelo del paquete y se sopló la nariz—. A pesar de que la banda dejó de tocar, nos costó que los invitados se calmen. Pero al que más nos costó calmar fue a Pehuel. Enloquecido estaba. La madre muerta en el piso, y él seguía saltando, gritando guarangadas, traspirado de pies a cabeza. Se le fue la mano cuando agarró a la monjita hermana de Pancho, y la zamarreaba diciendo que estaba poseída. Hasta intentó levantarle el hábito para ver si usaba calzones. Lo cuento y me da vergüenza ajena. Y vos me dirás, Ruli: Pobre Pehuel, no estaba con todas las luces, no disponía del control de su cuerpo por culpa de la droga.

—Claro —afirmó Ruli—, las drogas sí que son cosa seria.

—Es que no fue por eso. —Leticia hizo una pausa, después de que Ana le hiciera señas para que baje la voz—. Me enteré hace un rato de que Pehuel, además de la alergia al pescado, la intolerancia a la lactosa, y un problema de estreñimiento, también es celíaco.

—¿¡Celíaco!? —dijo, Ruli y se restregó la frente— ¡A la fresca! Eso quiere decir que… que… ¿Qué quiere decir eso?

—Cuanta ignorancia, Ruli —le dijo, Ana mientras lo palmeaba—. Cuanta ignorancia.

—Eso quiere decir —dijo Leticia— que Pehuel no había probado la torta. Porque algo tienen las harinas que le hace un agujero en los intestinos. ¿Cómo se llamaba eso, Ana?

—Gluten, Má. Es un conjunto de proteínas contenidas en el trigo, la cebada y el centeno. El sistema inmuni…

—…está bien, hijita, está bien. Ya entendimos.

—A ver si ando bien encaminado —dijo Ruli, y se rascó la frente— ¿La locura de Pehuel no fue por la droga?

—Bien, por fin te estás despabilando —respondió Leticia—. Se ve que anoche, al notar el comportamiento alocado del resto de los invitados, un cortocircuito en los sesos le liberó el monstruo interior, y no lo podía frenar nadie.

—A eso se le llama histeria colectiva —dijo Ana, y se calló antes de que Víctor la mire con ojos de tiburón.

Todos en la ronda disimularon la mirada hacia Pehuel, que seguía inmóvil sin siquiera pestañar.

—Y ahora vos lo ves ahí —retomó Leticia y lo señaló con el mentón— sentado en la punta del banco, de hombros caídos, las manos sobre las piernas, la camisa prendida hasta el último botón, y pensarás...ésta tarada exagera como siempre. Pero te juro, fue tal cual te lo cuento. Menos mal que acá está Víctor, y no me deja mentir —el marido asintió con la cabeza—. Pero eso no es todo. Antes de que vinieras le preguntamos a Pehuel cómo descubrió que era celíaco. Y, él nos dijo que hace tiempo había ido al hospital con don Ernesto y doña Rosa para hacerse unos análisis que confirmen esta enfermedad. Enfermedad que no sólo terminó confirmando, sino que además terminó compartiendo con uno de ellos.

—¡No me diga!, ¿Así que Don Ernesto también tenía ese problema con las harinas?

—Nosotros llegamos a esa misma conclusión, Ruli, pero no. Pehuel nos dijo que los únicos celíacos en su familia eran él y doña Rosa. ¿Vos podes creer? doña Rosa, nos dijo.

Crimen organizado



La mesa ubicada en el patio de Anselmo Martínez estaba fabricada de cemento, arena y piedra: una perfecta circunferencia decorada con recortes de azulejos incrustados al azar y cubierta por un mantel que caía por los lados. Debajo se sostenía con una columna a la que Juanchi se abrazaba sigilosamente, igual a una cría de chimpancé que se aferra a su madre.

Un terremoto en las tripas lo llevó a dudar de su propósito y lo tentó la idea de huir; pero desistió por la fuerza, después de que Anselmo Martínez se presentase con su aperitivo, y un cigarrillo que fue fumando sin el menor apuro. Juanchi se secó el sudor que le picaba en los ojos, y recordó el panorama que lo esperaba en su casa, ese mismo panorama que lo motivó a terminar en esa posición un tanto osada e inusual.

 

La casa de Juanchi era de esas casas que cuando afuera el clima frío escarchaba el rocío, adentro se podía guardar helado en la alacena junto a la pila de platos. En cambio cuando agobiaba el calor veraniego de enero, se podía transpirar de sólo pestañear muy seguido.

Esa misma mañana, su esposa Yolanda tras calentar el agua para el desayuno, notó cómo la llama de la hornalla, lentamentese extinguía sin dejar siquiera un resto para cocinar el almuerzo. Aunque ese no era el principal inconveniente, sino que tampoco había nada para cocinar. 

En cinco tazas de plástico vertió agua caliente y la fue tiñendo con un solo saquito de mate cocido. Se aseguró de que sus pinceladas no denoten un verde más oscuro entre las tazas restantes, porque esto daría pie a una riña mañanera que quería evitar a toda costa. 

Abrió las persianas, y de a poco la claridad fue incomodando los rostros de sus  hijos, hacinados en un colchón de dos plazas tirado sobre el piso de tierra. Después, aprovechó la calidez del sol para colocar sobre un papel de diario la yerba del mate que usaron el día anterior, así podrían reutilizarla.

Juanchi robó el diario del porche de su vecino y se sentó en el patio sobre un desgastado asiento de Falcon apoyado contra un paraíso. Buscó en la sección de clasificados alguna changa intentando salvar el día, pero en un domingo las posibilidades se reducían a menos diez. Adentro se oía el rezongo de sus hijos que aún seguían hambrientos: un mate cocido y una rodaja de pan no eran suficientes para calmar a esas fieras en pleno desarrollo.

El viento del oeste le trajo la primera oleada a madera en combustión impregnándole a Juanchi una idea absurda, aparejada quizá por la desesperación. Una segunda brisa lo acarició con el irresistible aroma a la grasa fundiéndose. Provenía de la casa de Anselmo Martínez —su vecino de atrás del terreno—, que al desgrasar la carne acostumbraba a tirar esa grasa sobre los troncos recién encendidos para avivar el fuego.

Pasó media hora y Juanchi meditaba con la mirada perdida en algún punto lejano. Cuando lo asechó el mediodía, de un salto se levantó y fue hasta la puerta de su casa. Después de abrirla se quedó ahí parado con las piernas abiertas sin soltar el picaporte: el hambre había transformado a sus hijos en feroces hienas que reían y se atacaban entre ellos como si hubieran perdido la razón. Él tomó aire y rugió como un puma:
    —¡A ver si dejan de romper las pelotas y se callan un poco, che! ¿¡Qué es eso de tengo hambre, tengo hambre... si recién terminan de desayunar!?— el silencio sobrevoló al ver la figura de su padre con la camisa semitransparente flameando, a la vez que el sol, a contraluz, le proyectaba un aura. Por último, agregó:

—Si se callan y no hacen más quilombo, voy a intentar conseguirles asado.

Los hijos mostraban sonrisas de oreja a oreja y no se les cruzaba siquiera imaginar de dónde su padre sacaría plata para tal fin. Pero, Yolanda, que lo miró extrañada, frunció los labios mientras movía las manos con los dedos en montoncito, en señal de «¿de dónde carajo va a sacar asado este hombre?».

Sin dar mayores explicaciones, Juanchi dio la orden de poner los platos en la mesa, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del patio. El tapial medía casi dos metros, así que usó como escalera unos cajones de manzana apilados para espiar al vecino. Desde ahí observó un escenario prometedor: el terreno amplio con el césped recién cortado, cuatro o cinco enanos de jardín, el asador contra la pared de enfrente, el fuego recién prendido y tres tiras de costilla de vaca sobre una tabla que lo invitaban a corromper su dignidad. Pensó en robar las tiras de carne crudas pero sin gas no podría cocinarlas, y prender fuego en su asador lo delataría de inmediato. Así que, tras advertir el posible escondite, voleó ambas piernas y esperó paciente bajo la mesa con las mandíbulas abiertas como lo haría una planta carnívora.

 

Anselmo Martínez tiró la colilla del cigarro, tomó el tenedor y se arrimó a la parrilla para girar las costillas del lado de la grasa. Juanchi dejó pasar el tiempo y al oír cerrarse el mosquitero —después de que su vecino entrara a la casa—, tomó un cuchillo ubicado sobre la mesa y realizó una pequeña incisión en la carne: a Yolanda no le gustaba el asado muy jugoso, y anticipándose al conflicto que se desataría cuando se enterara de dónde provenía ese asado, Juanchi procuró dejarlo unos minutos más para conseguir el punto de cocción exacto.

De un zarpazo agarró las tres tiras de la parrilla y corrió hasta el tapial. Ante la imposibilidad de saltarlo no tuvo más remedio que arrastrar uno de los enanos del jardín y a modo de escalón se impulsó sobre él como si montara un caballo en los westerns de Clint Eastwood. Sin darse cuenta de que estaba dejando claras pistas del lugar por donde había escapado el ladrón.

En su casa los platos ya se ubicaban en posición, según él lo había encargado, y los hijos aguardaban la promesa de su padre. Finalmente,  la puerta se abrió y el aroma fue un espíritu que se les embutió en el cuerpo dejándolos boquiabiertos. La mirada de Juanchi reflejaba unos ojos vidriosos y los orificios nasales se le habían dilatado como si aguantara el llanto por la emoción de haber traído comida. Pero no se debía a nada de eso, sino, que aún se podía oír el crepitar de la grasa en las tiras de costilla, y eso sin dudas le estaba ocasionando quemaduras de primer grado.  

Yolanda puso sobre la mesa una ensaladera con lechuga, y le sirvió dos costillas asadas a cada uno. Ante semejante exquisitez, los hijos rasgaban la carne con las manos y gruñían como perros que protegen su comida.

Cuando Juanchi estuvo a punto de sentarse, oyó que afuera golpeaban las palmas. Se levantó y fue hasta la puerta mientras se iba limpiando las manos en el pantalón. Ahí lo esperaba Anselmo Martínez con cara de tener pocos amigos, acompañado por un uniformado.

—¿¡Cómo pudiste!? —dijo Anselmo y lo señaló con el índice—. Ese es el desgraciado que me robó la comida. ¡Arréstelo, Oficial!

El Oficial miró con indiferencia a Juanchi, y después de acomodarse el cinto, le dijo:

—A ver.  Déjenos pasar para que hagamos la inspección —. Juanchi se dio vuelta tras disimular un sonido como de oso. Y, antes de abrirles la puerta les dijo:

—Me van a tener que perdonar por el despiole, pero mis hijos son unos animalitos.

El Oficial y Anselmo entraron al comedor. En la mesa sólo había platos limpios, despojados de cualquier rastro de carne, grasa ni nada. Siguieron revisando minuciosamente cada recoveco de la casa incluído la basura y no hallaron pistas que insinúen siquiera la existencia de una costilla pelada, para esa hora ya era demasiado tarde, las cinco fieras se habían devorado toda la evidencia.


El dicho



Los dichos, mayormente, nacen en pequeños pueblos. Surgen por anécdotas pintorescas que encierran una frase entre comillas y dejan a la vista un mensaje o una moraleja. Aunque, muchas veces el mensaje no es tan atractivo como sí lo es la historia que se esconde detrás. Esa, que sin dudas le dio origen. 

Atrás quedaba noviembre y se acercaban las fiestas de fin de año. Aquella noche el viento agitaba con entusiasmo la copa de los árboles, y espesos nubarrones amenazaban con chubascos y teñían todo de negro. Alejado del pueblo, de las luces y de los ojos de las gentes, aguardaba estacionado sobre una orilla, un Volkswagen Gacel modelo 83 con algunos manchones de pintura original sobre la chapa. No era casualidad que aquel auto esté orillado en ese camino de guadal, con el motor y las luces apagadas, a escasos metros del campo del gringo Samporanetti —un criador de lechones de la zona— que por esas horas dormía sin cuidado.

Cruzando el lote de alfalfa a pie, venía el Mudo Rivoira y Eulogio Wilfredo Sánchez, conocido como el negro Tetera. Los dos, traían lechones de entre doce y quince kilos cada uno, perfectamente maneados de pies y manos. Con sus brazos en forma de cuna parecían dos parturientas hamacando los cuerpecitos para que no rompan en llanto. Llegando al alambrado que delimitaba el lote, comenzaron a chistarle al Luifa Escudero, que hacía de vigía y permanecía apoyado sobre el capot del Gacel atento a cualquier movimiento sospechoso que los pudiera delatar.

Chis..chis..sss. —Y con voz susurrada Tetera le dijo—: ¡Luifa!¡Luifa!, ¿dónde mierda estás?

—Ya voy Tetera, ya voy...que queré, si no se ve un carajo acá.

—¡Dale boludo, ayudá a cruzar estos bichos que pesan más que la mierda!

Luifa saltó la cuneta y con gran destreza agarró primero el lechón que cargaba el Mudo; hombre que no emitía palabras sino tenía nada importante para decir. Ya con el primer lechón en el baúl del auto, Luifa volvió en busca del que cargaba Tetera en sus brazos cansados, casi dormidos, pues lo que tenía de experiencia también lo padecía en desgaste físico. A sus cincuenta y seis años, y varios de ellos saltando tapiales, cargando televisores o heladeras sin haber elongado previamente un músculo, durmiendo incontables noches en esos lugares oscuros y húmedos; hacían que la profesión le esté pasando factura.

El reloj acusó las tres de la mañana cuando el cielo se despejó un instante, y una luna austera se asomó apenas dejando un manto de claridad por entre los pastizales. Fue ahí que, casi sin querer, Tetera observó una figura peluda e inmóvil, recostada a pocos pasos del alambrado, quizá dormitando.

—¡Mirá, Mudo, mirá! Otro lechón. Dale, dale... fijáte.

—Creo que con dos está bien —dijo el Mudo, con tono tranquilo y expresándose por primera vez desde que habían llegado.

—¿¡Qué!?, ¿Cómo que con dos está bien?, ¿te agarró un ataque de moral justo ahora? Dale, dejáte de joder y agarrá ese bicho de una buena vez. —el Mudo lo miró sin gestos precisos, y esto a su compañero lo irritó aún más— Mejor dejáme a mí. Me hincha soberanamente las pelotas cuando hacen las cosas sin gana... Mirá si con dos va a estar bien. Lo que tengo que escuchar a esta altura de la vida. 

Tetera discretamente se acercó al bulto, y tras mirar al Mudo asintió con la cabeza. Efectivamente se trataba de un lechón un poco más grande, quizás un cachorro de unos cuarenta kilos que dormía en aquella noche fresca de verano.

Luifa sacó del auto otra soga para amarrar al animal y se la alcanzó a Tetera que, de más está decir, resultaba difícil ubicarlo en la oscuridad por la tez de su piel:

—Tirátele encima nomá... pegále el salto — susurró el Luifa mientras apuntaba con la barbilla y las cejas arqueadas en dirección al bulto.

Tetera siguió costeando el alambrado, mientras el Mudo lo seguía a una distancia prudente. El viento creaba un sonajero ante el franeleo de la alfalfa, que le favorecía para que el lechón no advierta el peligro. Cuando se acercó a tan solo un metro, Tetera flexionó sus rodillas, desplazó el culo hacia atrás para equilibrar el peso de la panza, y contrajo los brazos. Con sus ciento doce kilos y su metro sesenta se arrojó, con aires de puma embravecido, sobre el animal, y con fuerza lo atrapó de la panza sin saber lo que ocurriría:

Una explosión, quizá un disparo desde algún punto cercano irrumpió la noche. Luifa y el Mudo se arrojaron al piso ante el desconcierto, y la incertidumbre los tenía presos. 

Transcurridos unos segundos, la tensión se disipó cuando la cruda verdad salió a la luz: el lechón no estaba dormido. Ya llevaba días de muerto, y ese estruendo no resultó ser un disparo, sino el estómago inflamado del animal que reventó por la presión ejercida. El contenido fétido de la osamenta se regó sobre Tetera, que no paraba de hacer arcadas ante el hedor repugnante impregnado en su ropa, en su pelo y en la piel.

Fue después del estruendo, cuando el Mudo sin saber que esa frase que le rondaba en los sesos trascendería de generación en generación, que lo miró apacible a Tetera y negando con la cabeza le dio nacimiento al dicho pueblerino: Con dos estaba bien…dijo el Mudo.


El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud. Mi abuelo se me acercó después de tomarse el café y me dijo:  

—Cuidado cómo tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920.

 

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparente donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino que aparentaba más.   

Durante su juventud la popularidad por vestir elegante, ese corte engominado y bigote a la moda, no le permitía pasar desapercibido entre las damas de la aristocracia. Nunca le escasearon los amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas, le daban título de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seducción. Al caer la noche, los dos partieron a su rancho, perdiéndose entre besos y caricias salvajes.

Cuando a la mañana siguiente Nazareno despertó sumido en la resaca y descubrió en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le clavó en la mollera. Con los modales propios de un cerdo le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche. Rita, entre sollozos, se fue no sin antes jurarle venganza.

Después de ese episodio algo extraño sucedió.

No se sabe bien qué pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el pelo se le tiñó de gris y de a poco lo fue perdiendo. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual, más que un hogar se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés, y sus aires de don Juan quedaron sepultados bajo un desprecio que lo volvió invisible.

 

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se habían olvidado de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de calmantes, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revólver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. En el campo no había rama que no cediera a su peso en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión que lo dejó postrado en su catre. 

 

Un día, golpeó la puerta una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Le explicó que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela, encontró una caja de zapatos con fotos de Nazareno, junto a otros objetos. Esa caja era la razón por la cual Isabella se encontraba ahí, para entregársela personalmente, y de seguro él sabría qué hacer con su contenido.

Nazareno agradeció asintiendo. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó cada objeto. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, alfileres y sustrajo una foto donde aún se lo veía joven y vigoroso. Después, desechó cada objeto dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en la cara. Pero muchos otros aseguran que ese hombre era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese empezar una nueva vida; pero supongo que esta vez, sería incapaz de herirle los sentimientos a otra mujer.

Kriptonita



Complexión física como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía poder que lo superara. Me arriesgo a decir, que era casi invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso agarrarar el picaporte, pero del otro lado, Rosalía, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y lo sorprendió una miraba inquisidora, pero aún más el tono sobresaltado de la voz:

—¡¡¡Pero decime, sinvergüenza!!! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... No no no. Yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que me pediste porque venían a cenar Martín y Sofía, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece que está bien hacer eso?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su capa en el perchero y acomodaba sobre la silla las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —respondió Rosalía acompañando con los ademanes de sus brazos—. Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, se descarrila un tren, o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema es que el embotellamiento fue porque un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados, y tuve que socorrerlos. Imagináte los pobres viejos, amor. 

—Y encima me decís, amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido jamás. 

 

El amor los había sorprendido hace tres años. El avión de negocios Piper Line-350 con rumbo a Colonia Caroya, albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales, y su secretaria Rosalía Llorens que dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores, al toparse de frente con una bandada de patos sirirí. El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que, ante el desconcierto, buscó abrocharse el cinturón de seguridad.

El viento entró con la fuerza de un ciclón y desató el caos después de que el piloto abriera la puerta de emergencia y se arrojase con el único paracaídas a bordo. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que, al día de hoy, ella misma no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y luces de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos— se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio.

El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él sólo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas para que recojan los cadáveres.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados , notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto del exterior. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía.

El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Raúl, los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: hoy no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad, intentando sin suerte conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer le asediaban la mente. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol con 39º, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo con certeza quién era la culpable de su reciente debilidad.

El hombre que caminó en la luna.


Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a una nave espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque, si el viaje fuese por un medio seguro, harían colas para sacar pasaje si el destino fuese la luna. Y, tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, aroma, color y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia, aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos —estacionados a corta distancia—, de manera tal que se pudiese caminar por sobre los vehículos desde una esquina a la otra sin tocar el pavimento.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allá iba, saltando obstáculos con el sonido de la chapa quejándose. Rompía lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que llegue la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque él no vio que a un costado de la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba el dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, una mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo ni reflejos para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño que no cierra.

Cuando lo aterrizaron, el dueño del auto lo agarró de un puñado de pelos y a Federico le llovieron trompadas contra su cara como meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la diferencia que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que con duro trabajo solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.