
Francisco Pereyra era el nombre de
mi abuelo materno. Vivía en Venado Tuerto, a unos cuarenta kilómetros de Arias.
De muy vez en cuando solía visitarnos, acontecimiento que mis papás consideraban
de total extrañeza. Estos eventos podrían contarse con los dedos de una mano, debe
de ser por eso que aún los recuerdo. En esas oportunidades usábamos la vajilla que
les regalaron a mis papás en el casamiento, esa intocable que se guardaba en su
caja original, arriba en el placard, lejos de nuestro alcance.
No sólo me parecían raras sus esporádicas
visitas, sino también su carácter. Era un hombre de escasas palabras, tal vez
demasiadas pocas. Usaba anteojos con vidrios templados, siempre pantalón de
vestir, camisa blanca, chaleco y corbatas de tonos oscuros. De gran estatura,
con abundante pelo canoso, las manos huesudas, y el ceño fruncido como si
estuviera enojado por vaya a saber qué cosas. Al menos, esa era la percepción a
mi corta edad, cuando comencé a tener recuerdos nítidos de él.
Nuestra relación —si es que existía
una— era tan endeble como una hoja seca a fines de otoño. Impulsada en su
totalidad por la insistencia inagotable de mamá, que hacía todo lo posible para
que fluya entre nosotros un vínculo. Forzado, pero vínculo al fin.
Fui creciendo sin tenerlo muy
presente, dado las contadas veces que lo visitábamos. Y como de todos sus hijos
mamá era la más persuasiva con él, cuando mi abuelo pisó los noventa lo trajo a
vivir a un asilo de ancianos en Arias. De esa forma lo tuvo cerca, por algún eventual
problema propio de personas con edad avanzada. Sucede que en casa no podíamos
cuidarlo porque no sobraba espacio ni para nosotros. Al menos él tendría su
propia cama, algo a lo que yo aspiraba con ansias, teniendo en cuenta que
compartía la cama con mi hermana dos años mayor.
Cada tanto solía visitarlo por mi cuenta,
para salvarlo de la soledad inminente de esos lugares que no son nada afables.
Donde las pequeñas aspiraciones de vida van menguando con el correr de los
días, transformando sus miradas secas de esperanza. Él seguía con su diálogo
limitado, dotado de una seriedad inmutable y la gracia de un caracol o algún
bicho de cualidades similares. Sucede que el punto de fragilidad de nuestra no
relación, se originaba porque yo era tan solo un niño, algo introvertido, y él
se esmeraba en responder monosílabos a mis preguntas superficiales tales como
aquellas que podrían surgir de la conversación con un taxista o el almacenero
de la otra cuadra. Esas de índole climática, deportiva o de connotación
necrológicas. Y en ocasiones donde mi creatividad de reportero carecía de toda
imaginación posible, nos sumergíamos en silencios incómodos, en esos minutos
interminables donde podía masticarse cada segundo transcurrido, ambos sentados
afuera en la galería. Repasaba los detalles del techo —para ocuparme en algo—,
las columnas y los cerámicos grandes, amarillos y rojos del piso de aquella
casa antigua devenida a geriátrico, observando la gente pasar por la vereda
estrecha y algunos vehículos que transitaban aquella avenida pavimentada. Casi
siempre era yo quien iniciaba las charlas, el que irrumpía esos silencios
sepulcrales. Porque él no estaba acostumbrado al trato con chicos, y por su
tozudez, supongo que tampoco con los mayores. Quizá el haber criado once hijos
destruyó cualquier ápice de paciencia en su ser y esa era la razón del carácter
hosco y obstinado. O había pasado tanto tiempo en soledad que le costaba
socializar y poco le importaba.
Al poco tiempo su salud desmejoró. Empezó
con algunas enfermedades que no puedo recordar puntualmente, mi mamá en eso era
bastante hermética con los detalles. Pero por su ánimo, sabía que era algo
serio. Tal es así que, luego de unos meses de idas y venidas, de llamadas
telefónicas imprevistas, finalmente falleció.
Con doce años años no identificaba
la razón de mi tristeza, posiblemente estaba ligada más a ver a mi madre
llorar, que a la muerte anunciada de mi abuelo Francisco. Luego de velarlo, al
momento de cerrar el féretro y minutos antes de su entierro, cuando todos se
despedían del difunto, algunos tocando el cajón y persignándose, otros tocaban
sus manos, los más allegados le daban un beso en la frente, y a mí no se me
ocurre mejor idea que consultarle a mi mamá si también debía hacer lo mismo.
Dejando expuesta mi inexperiencia en estos acontecimientos. Ella me mira y
responde, —dale un beso al abuelo si querés—. Y ese «si querés», despertaba un
dilema existencial en mí. ¿Si no lo besaba, algebraicamente demostraba que no
lo quería? Así que me vi obligado a besarle para cumplir la figura del buen
nieto. Apoye las manos en el cajón, contemple su cara, no había cambiado mucho
a cuando estaba con vida, con la salvedad que se notaban sus labios pegados y
su piel empalidecida. Lentamente acerque mis labios y los uní con su frente.
Luego, nunca más en mi vida volví a besar otra persona fallecida. Fue como
besar una piedra helada, una sensación horrible. Miraba a mi madre sin poder
comprender su grado de cinismo. Cómo no advertirme del posible trauma, tan solo
un susurro —guarda que está frío—. Después de eso varias pesadillas con esas
imágenes perturbadoras me visitaron por las noches, y no quería transmitírselas
a mamá por la intensa depresión que transitaba.
Aún hoy, ya con cuarenta años, no
me animo en los funerales siquiera a mirar a los muertos. Y por más que sé que,
algunas vivencias ya se han escurrido de mi mente olvidadiza, puedo asegurar
que se mantiene inalterable en mis recuerdos, el hecho de que mi abuelo
Francisco, tanto vivo como muerto, fue un tipo bastante frío.