En
un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de
irresponsable juventud. Mi abuelo se me acercó después de tomarse el café y me
dijo:
—Cuidado
cómo tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a
Nazareno allá por el 1920.
El
viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su
nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta
y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el
resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.
Si
bien en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién
nacidos, por su piel transparente donde se traslucía un mapa de ríos azules, su
joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que
tenía esa edad, sino que aparentaba más.
Durante
su juventud la popularidad por vestir elegante, ese corte engominado y bigote a
la moda, no le permitía pasar desapercibido entre las damas de la aristocracia.
Nunca le escasearon los amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo
heredadas, le daban título de galán codiciado.
La
versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se
hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena,
una joven de poca gracia que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los
encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seducción. Al caer
la noche, los dos partieron a su rancho, perdiéndose entre besos y caricias
salvajes.
Cuando
a la mañana siguiente Nazareno despertó sumido en la resaca y descubrió en su
cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le clavó en la mollera. Con los
modales propios de un cerdo le pidió que juntase sus trapos y olvide para
siempre lo de aquella noche. Rita, entre sollozos, se fue no sin antes jurarle
venganza.
Después
de ese episodio algo extraño sucedió.
No
se sabe bien qué pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden
del día. En poco tiempo el pelo se le tiñó de gris y de a poco lo fue perdiendo.
Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más
tiempo en el curandero que en su casa, la cual, más que un hogar se convirtió
en su cárcel.
Las
mujeres del pueblo perdieron interés, y sus aires de don Juan quedaron
sepultados bajo un desprecio que lo volvió invisible.
El
tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran
parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la
soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de
los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso
olor a pis de viejo, y vivir tantos años, lejos de ser una bendición parecía
que Dios o el Diablo se habían olvidado de él.
Nazareno
intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de calmantes,
pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó
gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revólver fue
cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. En el campo no había rama
que no cediera a su peso en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con
su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión que lo dejó postrado
en su catre.
Un
día, golpeó la puerta una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se
presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Le explicó que tras
limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela, encontró una
caja de zapatos con fotos de Nazareno, junto a otros objetos. Esa caja era la
razón por la cual Isabella se encontraba ahí, para entregársela personalmente,
y de seguro él sabría qué hacer con su contenido.
Nazareno
agradeció asintiendo. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió
la caja que yacía sobre sus piernas. Observó cada objeto. Corrió con su mano
huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, alfileres y sustrajo una
foto donde aún se lo veía joven y vigoroso. Después, desechó cada
objeto dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida.
Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en la cara. Pero muchos otros aseguran que ese hombre era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese empezar una nueva vida; pero supongo que esta vez, sería incapaz de herirle los sentimientos a otra mujer.