jueves, 25 de junio de 2020

Conciencia limpia.


Siempre pensé que lo psicólogos son para los locos y las mentes retorcidas, pero acá me encuentro recostado en un sofá, esperando intranquilo desnudar mis pensamientos como una radiografía a contraluz, y temiendo se reflejen, mis secretos más íntimos.

—¿Cuénteme, que lo trae por aquí Ismael? —dijo el psicólogo Ruiz, mientras bajaba levemente su cabeza y me miraba por sobre los lentes. Tal vez esperando deducir el porqué de mi presencia.

—Tengo sueños horribles Doctor —. Le dije frunciendo el ceño—. Cuando consigo dormirme, me irrumpen en las noches y me es imposible descansar .

—¿Y de que se trata ese sueño que lo tiene a mal traer? —me preguntó, luego de tomar nota en su cuadernillo.

—En el sueño soy un niño, Doctor. Podría tener entre cinco o siete años, no más que eso. 

—No se detenga, siga, siga —Replicó con un movimiento circular de su mano derecha.

—Como le mencioné antes, mi cuerpo es pequeño, mis ojos recorren lo que pareciera ser el comedor de una casa, a una altura de poco más de un metro. Y cuando pienso, esa voz interna, también es la de un niño. Camino descalzo, la luz de la calle se insinúa a través de una ventana y riega claridad mostrándome la ubicación de algunos muebles, pero necesito de la ayuda de mis manos para desplazarme. Ubico el interruptor en la pared, pero al presionarlo no funciona. Escucho mis propios latidos y algo me dice que tengo que salir urgente de allí, que no es seguro.

A la distancia oigo débiles ronquidos. Camino con cautela para no delatarme. Llego al principio de un pasillo y voy tanteando las paredes hasta que el ronquido se torna insoportable. La puerta permanece entreabierta y me asomo en la negrura de lo que parece una habitación. Se presenta ante mí una figura extraña y tapo mi boca con ambas manos, para contener el grito, pues, es solo un perchero viejo del que cuelga un sombrero y un sobretodo. Me toma unos segundos recobrar el aliento. Sobre la cama se distingue una silueta de gran tamaño. No me detengo. Continúo por ese pasillo hasta toparme con sillones abullonados, en lo que parece ser un living. Con mis manos rozo sin querer una lámpara de pie, y  la enciendo. La luz me apuntala la salida. Corro hacia la puerta y quito las cuatro trabas, pero, además está cerrada con llave. Y por más que mi ansiedad se desvive por encontrarlas, no las ubico por ningún lado. Solo imagino un lugar posible donde puedan estar...aquel sobretodo en el perchero de la habitación.

Sé que es arriesgado, pero no veo otra salida. Vuelvo sobre mis pasos. La incandescencia de aquella lámpara se filtra por el pasillo y me facilita la visibilidad. De golpe, los ronquidos se detienen y con ellos, mis pasos. Transcurren cinco segundos o cinco horas, no lo sé, parece eterno. El miedo me paraliza y cuando creo que todo está perdido, el ronquido se reinicia.  Continúo en puntas de pie hasta llegar
 a la habitación. Respiro hondo. Junto valor y doy unos pasos hasta llegar al perchero. Cada tanto algún quejido surge de ese montículo de sábanas, de ese monstruo que duerme boca arriba. Yo introduzco mis manos en los bolsillos del sobretodo, imaginando que ante el mínimo error que cometa, él notará mi presencia. Finalmente, del bolsillo derecho extraigo un manojo de llaves que sostengo con suma delicadeza, para evitar que el choque entre ellas no lo despierte, pero mis manos resbalosas, impregnadas de horror, las dejan caer y una voz borrascosa irrumpe:
      
—¡¡Quién anda ahí!!

Tomo la llave y salgo corriendo. El ruido de mis talones retumba en el pasillo y llego a la puerta de salida con poco más que ocho llaves por probar. Mi pulso tiembla y debo guiar el movimiento con mis dos manos, mientras oigo sus pasos provenientes de esa habitación.

—¿¡A dónde crees que vas!?— dice una voz proveniente del pasillo.

Volteo y una sombra enorme se acerca caminando. En un acto desesperado, sostengo la única chance de esperanza que me queda y al intentar girar esa llave, da dos vueltas y la puerta se abre. Pongo uno de mis pies afuera, pero el soplido de su respiración ya se encuentra en mi nuca y siento desvanecer, tras un golpe en la cabeza, pierdo la conciencia. 

Cuando consigo abrir los ojos estoy atado de pies y manos, adentro de una bañera con la boca tapada y me duele el cuello. Escucho el acero mellarse y rompo en un llanto sin sonido imaginando lo peor. Intento zafarme pero mi brazos son demasiado débiles. Oigo como se aproxima y de un sopapo corre la cortina. Me dice: 

—¡No debiste intentar escapar, mira ahora lo que me obligas hacer! —, y se arrodilla a mi lado. 

Con una mano presiona mi pecho, mientras que la otra se iza en lo alto, empuñando una cuchilla. Yo cierro los ojos y mis gritos no escapan de ese baño. Paro cuando los vuelvo a abrir, una cortina roja nos separa. Quiero respirar, pero me ahogo en mi propia sangre y ahí es cuando me despierto empapado en sudor, con los ojos humedecidos y me tranquiliza pensar que sólo fue un mal sueño.      
—Es así casi todas las noches Doctor —Le digo afligido.     
El péndulo de un reloj se hace dueño de la sala, mientras el grafito se gasta contra la hoja. El analista termina sus anotaciones y comenta:
— ¿Algo más que recuerdes? 
— No doctor, eso es más o menos lo que recuerdo.
— Perfecto, creo que por ser la primer sesión, hemos logrado un paso importante— venga la 
próxima semana, y seguiremos analizando su problema —me dijo, acompañándome hasta la salida del consultorio.
Ya más aliviado, sin esa carga perturbadora, liberé mi angustia y al compartirla, ya no era solo mía. Seguí caminando, una sensación de ser observado me hizo acelerar la marcha, aunque en la calle solo se oían mis pasos. Llegué a casa. Antes de abrir, me aseguré de que nadie esté mirándome. Una vez adentro me sentí a salvo. Guardé las llaves en mi bolsillo derecho, me quite el sobretodo y tras colgarlo sobre el perchero de mi habitación, me recosté en la cama y me sentí aliviado, estaba seguro que esta noche podría roncar en paz.

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