Kriptonita



Complexión física como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía poder que lo superara. Me arriesgo a decir, que era casi invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso agarrarar el picaporte, pero del otro lado, Rosalía, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y lo sorprendió una miraba inquisidora, pero aún más el tono sobresaltado de la voz:

—¡¡¡Pero decime, sinvergüenza!!! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... No no no. Yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que me pediste porque venían a cenar Martín y Sofía, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece que está bien hacer eso?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su capa en el perchero y acomodaba sobre la silla las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —respondió Rosalía acompañando con los ademanes de sus brazos—. Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, se descarrila un tren, o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema es que el embotellamiento fue porque un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados, y tuve que socorrerlos. Imagináte los pobres viejos, amor. 

—Y encima me decís, amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido jamás. 

 

El amor los había sorprendido hace tres años. El avión de negocios Piper Line-350 con rumbo a Colonia Caroya, albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales, y su secretaria Rosalía Llorens que dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores, al toparse de frente con una bandada de patos sirirí. El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que, ante el desconcierto, buscó abrocharse el cinturón de seguridad.

El viento entró con la fuerza de un ciclón y desató el caos después de que el piloto abriera la puerta de emergencia y se arrojase con el único paracaídas a bordo. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que, al día de hoy, ella misma no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y luces de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos— se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio.

El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él sólo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas para que recojan los cadáveres.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados , notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto del exterior. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía.

El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Raúl, los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: hoy no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad, intentando sin suerte conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer le asediaban la mente. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol con 39º, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo con certeza quién era la culpable de su reciente debilidad.

El hombre que caminó en la luna.


Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a una nave espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque, si el viaje fuese por un medio seguro, harían colas para sacar pasaje si el destino fuese la luna. Y, tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, aroma, color y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia, aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos —estacionados a corta distancia—, de manera tal que se pudiese caminar por sobre los vehículos desde una esquina a la otra sin tocar el pavimento.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allá iba, saltando obstáculos con el sonido de la chapa quejándose. Rompía lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que llegue la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque él no vio que a un costado de la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba el dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, una mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo ni reflejos para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño que no cierra.

Cuando lo aterrizaron, el dueño del auto lo agarró de un puñado de pelos y a Federico le llovieron trompadas contra su cara como meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la diferencia que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que con duro trabajo solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.

El Machoman


Dos Dacimento Rumao fue el único hombre que, con cincuenta años y gran sacrificio, pudo ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la más exigente jamás conocida.

 

Como contraparte de esta historia estaba Celestino Almirón, que permanecía sentado detrás de su escritorio leyendo el periódico La Gambeta. Al llegar a la sección de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao, con el cuerpo fibroso y atlético. Celestino se asombró al ver que ese hombre tendría dos años más que él cuando tomaron la foto en la que ganó la competencia. Fue inevitable compararse, enfocado en las migas de hojaldre de un cañoncito con dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza.

Retomó la lectura del reportaje en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida diez años atrás. En esa nota, además, remarcaba los ciento veinticuatro competidores que a su misma edad fracasaron en el intento por destronarlo; dato que sin duda acrecentaba su leyenda.

Celestino volvió a posar la mirada sobre esa foto, se recordó en su juventud demostrando dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de oficinista. Cerró el periódico y continuó trabajando, pero durante toda esa mañana una sensación inusitada se le adhirió como abrojo: esa necesidad de tener que hacer algo, y no saber bien qué es.

Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño y se sentó en el inodoro para macerar las ideas. Después se miró al espejo. Se corrió el pelo canoso de la frente dejando expuestas dos entradas profundas, con los dedos estiró las patas de gallo y se descubrió que tenía papada: fue como ver en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante de esa nostalgia era esa nota en el diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo conseguiría su objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.

Tenía dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.

En los primeros nueve meses pudieron verse resultados palpables. Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio, tonificó esos flácidos músculos acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol cinco con amigos. Cada día le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y por una cuestión de infraestructura, lo más complicado era nadar; pero se las ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton y con sus amigos.

 

El día del Machomán al fin llegó. Celestino con el número 248 escrito en el brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros casi 300 competidores. Un disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público los acompañó en los primeros metros. Celestino llegó al borde del lago Pinto —de cuatro kilómetros de ancho—, y arrancó con su estilo crol sincronizando brazadas y tomando aire por uno de los lados. Casi llegando a la mitad se le empezaron a entumecer los hombros, la exigencia había aumentado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado estilo perrito lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo también, la gracia.

Al llegar a tierra firme se puso medias y se calzó, agarró su bicicleta y se lanzó a pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del brazuca al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda suelta al trote. 

Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin darse cuenta de que, por culpa de la humedad de las calzas y un poco de arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una extrañeza muy pocas veces vista: podía pasar un perro caminando entre la apertura de sus piernas. 

Faltando menos de dos mil metros, se desplazaba con un trote lento y desincronizado, el ardor ya era imposible de disimular, y la calle se tornaba más y más empinada. Ante la imposibilidad de continuar con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la carrera. No le quedó más alternativa que llevar sus brazos por detrás, introducir con delicadeza sus manos dentro de la calza, y ayudarse con las yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando las aguas del mar rojo.

Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo observó atónito. Algunas madres tapaban los ojos a sus hijos, y pudo advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente, Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo en ese mismo instante que no se encontraba ahí para rescribir la historia ni para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

Se quitó los lentes. Giró. Y, el reflejo desde la ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros — fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que le apuntaba al pecho. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

 

Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle los años a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

OBJETIVO.

Nombre: desconocido

Edad: 32

Estatura: 1.73

Apodo: Firewall.

Oficio: Ingeniera en sistemas.

Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos.

Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

 

Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.

—El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.

La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo hacía verse vulnerable, humanamente vulnerable; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía detrás de las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles frente a su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su habitación. Él confiaba que la luz ahuyentaba esas figuras fantasmales, y lo mantenía a salvo.

Esa noche su mamá antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú aunque sabía con certeza cuál sería la elección: milanesas y papas fritas con cheddar.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá —que era más permisivo para con sus caprichos— y juntó las palmas a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué te pasa cuando te llenás mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y asintió únicamente para complacerlos, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago, se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse al encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias, pero al final cedieron.

 

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? El monstruo es el perchero con el gorro y tu campera colgada.

—¿Y el ruido que oí afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho, y volvió a acostarse. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del ropero se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado ante tanta oscuridad, contuvo la respiración, al mismo tiempo que intentaba reconocer alguna silueta. No tardó en llamar a sus papás, pero no le respondieron. El retumbo de sus gritos quedaba atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto agarró las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor, la lámpara no prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía repetirle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba por los rincones de la habitación.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la agonía de lo que estaba por venir. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que las sábanas, de a poco se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo: primero descubriéndole la cabeza, continuando por los hombros, y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se perdieron en la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas, cerró los ojos rogando que sea una pesadilla como tantas otras.

Una sombra como la brea devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un brusco movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar al cuarto. Al verla, Martín saltó de la cama y la abrazó, perdiéndose entre el camisón de seda. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él le explicó de los hechos. Después, le devolvió el abrazo y se calzó la cabeza de Martín contra su pecho, mientras murmuraba al aire: Te dije que no te sirvieras de nuevo, Martín, te dije...


No se juega con la comida


Tan sólo Dios y la muerte rompen con una amistad

 

Julián despertó, y le fue imposible volver a conciliar el sueño. El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo que recorría viejas cañerías. Tras dejar su peluche sobre la cama fue hacia el comedor, se paró sobre una silla, y estiró el brazo arriba de la heladera para robarse las últimas rodajas de pan con chicharrón de cerdo: especialidad de su mamá.

Se calzó sus bombachas de gaucho, zapatillas con abrojos, se abrigó, y salió a la galería. Los ganchos de acero ondeaban sobre el alambre del tendedero, y sobre una mesa de madera, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes por la carneada.

Después, miró hacia el patio y recorrió el escenario: la cadena rodeando el tronco, enganchado el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, el balde, y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— echados sobre la hojarasca.

Tras media hora, la peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro lleno de agua; y a un costado entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio rienda suelta a unos amargos. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó este final para la chancha. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.

Su amistad se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contras las ancas de su madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba mientras le acariciaba la franja negra que le cruzaba en la blancura del lomo.

   

—Ay mijo… quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo —. Se lamentó su papá la noche anterior tras arroparlo.

Y, algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros que reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos prendido como una liendre. Así de mansita era.

Julián trepó las ramas de un paraíso hasta llegar a la copa, desde ahí la espiaba. Los peones venían de a pie arreando a la Pancha por el bajo. Una soga le cinchaba el cogote, y tranqueaba con capricho arrastrando su gordura. Y, cada tanto, se detenía a relucir sus mañas; pero con gritos y revoleos de poncho la peonada conseguía que dé unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para… no sabía en verdad para qué. De lo que sí estaba seguro es que al oír ese silbido la estaría guiando a la muerte, entonces prefirió el silencio.

Cuando lograron traerla, una manea se le enroscó entre las patas traseras como una yarará. Los peones se aferraron a la soga, y la izaron a la cuenta de tres. Los gritos de Pancha retumbaron en cada esquina, y la garganta de Julián fue un remolino de dolor.    

Un paisano se arrimó al animal. El trinar de gorriones se amansó y los perros levantaron las orejas presintiendo una desgracia. Parado frente a Pancha, el paisano desenvainó el facón sin voltear la mirada… para no encontrarse con ese par de ojos nuevos, los de su hijo, que con desprecio observaban desde arriba el ritual. Apoyó su rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal’ cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que aprietar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.

 

La Pancha lo miró, no pestañeaba. Quién sabe que sentiría. ¿Se daría cuenta de que aquel hombre que le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablanden: de una estocada certera libró los gritos del animal, y Julián se cubrió la cara queriendo atajar las lágrimas. 

La sangre cayó de a chorros. Barbucho, en un intento trunco por meter su hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde para juntar la sangre:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía.

El verdugo no respondió, y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro, y lo fue fumando con pitadas largas, como si en ese acto se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando lentamente hasta dejarla postrada, con la mirada ceca.

Desde la casa se oyó un grito:

—¡¡¡A cambiarse, Juli que se te hace tarde para ir a la escuela!!!

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga, bajó del árbol, y se fue sin mirar atrás.

La madre le ayudó con el guardapolvo, y mientras lo peinaba buscó quitarle lo apichonado: 

—Andá al cole que tus amigos te van a hacer olvidar lo de Pancha. Mirá, te aseguro que el día va a pasar en un pestañeo, y cuando menos lo pienses vas a estar con nosotros en la estancia. 

Ella prometió esperarlo con una buena taza de mate cocido caliente y rodajas de pan con chicharrón casero: chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no significar mucho, me señala alguna cagada mía que salió a la luz, y debo preparar una buena explicación si quiero seguir usando la compu o el celu por lo que queda del mes. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, Martín, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto a otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha, la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos, nos tomamos el raje, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla —le dije para que mi acto cobarde no me cargue de tanta culpa—. Vamos antes de que salga el viejo.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como una cacheda. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —Y tuve que salir de mi pieza con las manos detrás de la espalda, como esperando recibir la tarjeta roja. 

Recuerdo que llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada, y reconocí su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente, con el enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o al Nutria, o que la pelota era ovalada. Pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor llorar con lágrimas de chico, mientras me mostraba los pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas. Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.


La Mecedora


Úrsula había muerto hace casi dos años por un cáncer que la consumió súbitamente. Su casa con rejas antiguas y paredes cubiertas con enredaderas seguía manteniendo su esencia: las rosas del jardín denotaban un cuidado singular aun cuando Saúl, su marido, rara vez recordaba regarlas. El perfume de su piel seguía impregnado en las sábanas y en la ropa aún seguía guardada en el placard.

Los recuerdos de un pasado no tan lejano se conservaban intactos. Como el cuadro de marco labrado, que colgaba en una de las paredes del living encima del hogar, y donde Úrsula se había hecho retratar por Delia Lomaglio, una pintora gitana muy poco conocida. En aquella pintura se la observaba en su vieja silla: una mecedora de madera que Úrsula usaba a menudo, y que en el ocaso de sus días la mantuvo postrada. Se sentaba por horas enfrente del ventanal que daba al patio, algunas veces inmersa en la lectura, y otras, observaba el jardín de rosas mientras acariciaba a su gato negro que se le subía a la falda y ronroneaba por horas. Ese cuadro desbordaba tanto realismo que, al caminar frente a él, daba la impresión de que Úrsula los seguía con una mirada.

En su juventud, Saúl fue un hombre muy apuesto, y ella era del tipo de mujer que no permiten que el marido acuda solo a una reunión donde haya otra presencia femenina. Se rumoreaba que Úrsula era capaz de intimidar a quien sea, cuando se veía amenazada por la belleza de otra mujer. Historias que al escucharlas, no parecían ciertas.

Del fruto de ese matrimonio concibieron a tres hijos, y con ello siete hermosos nietos que los visitaban cada fin de semana. A los pequeños les encantaba corretear por toda la casa, subiendo y bajando escaleras, pero una sola cosa tenía terminantemente prohibido: jugar con la silla mecedora de su abuela: esto a Úrsula le cambiaba el humor.

 

Luego de transitar su duelo, Saúl empezó a tener charlas cada vez más frecuentes con Luisa —la vecina que vivía en el edificio de enfrente—. Al igual que él, era viuda. Primero conversaban desde veredas opuestas, y cuando Saúl se dio cuenta que esa compañía le quitaba peso a la amargura, una vez a la semana iba al edificio de Luisa a tomar el té.

Saúl pensó que no era mala idea darse una oportunidad de rehacer su vida. Una tardecita de despedidas con besos en la mejilla, él tomó coraje y la invitó a cenar a su casa un domingo, a lo que Luisa aceptó con gusto. 

Llegó ese día, y ella golpeó a su puerta. Saúl ni se había bañado, y no porque no tuviese interés por aquella cena, sino porque sus hijos lo visitaron sin aviso y se quedaron hasta tarde, aprovechando el día veraniego. Él no quiso insinuarles que se vayan, por miedo a levantar sospechas y por desconfiar que la noticia no fuera bien recibida en la familia.

Tras expresarle a Luisa unas justificadas disculpas, la hizo pasar y le pidió que lo aguarde un instante, mientras él se duchaba rápido. Ella se quedó en el comedor observando el buen gusto de Úrsula por los muebles de roble, las bandejas de plata, la alfombra persa ubicada en el living y la elegancia de los candelabros de cristal que colgaban del techo iluminando la sala. Se acercó al ventanal y observó los rosales del jardín, y también descubrió en una esquina la silla de la que Saúl le había comentado alguna vez. Tentada por la curiosidad, su reacción fue la que cualquier persona tendría ante un objeto tan poco común. Aprovechando que nadie la observaba se sentó con delicadeza y se apoyó sobre el respaldar para mecerse. 

Saúl cerró las dos canillas y cuando el agua dejó de caer, lo sorprendió un grito de espanto. Sin dudarlo entreabrió la puerta del baño y preguntó algo asustado:

—¿Luisa, te encuentras bien? —, pero no obtuvo respuestas. Se tapó con la toalla y bajó la escalera con cuidado.

Al llegar al comedor vio a Luisa sentada en la silla de Úrsula. 

—¡Luisa, Luisa! —repitió nuevamente, pero a ella no se le movió un músculo.

Saúl se acercó despacio, el corazón parecía salírsele del pecho, y cuando alcanzó a verle la cara, se tapó la boca con las manos. Luisa tenía una expresión de horror: la piel descolorida y los labios arrugados; las manos quedaron tiesas ante un gesto espantoso como si se atajara de vaya a saber qué.

 

La ambulancia solo llegó para confirmar lo que era obvio, Luisa había fallecido de un paro cardíaco, y nada se podía hacer.

Retiraron el cuerpo, y Saúl se quedó solo. No quiso llamar a sus hijos para no preocuparlos y, además, no era su intención contarles que hacía con una mujer en su casa. ¿Qué fue lo que pudo desencadenar esa muerte?, nada tenía sentido. Recorrió con la mirada una vez más el comedor y apagó las luces. Subió las escaleras, y el eco de sus pasos se mezcló con el crujir de la madera. Giró la cabeza y miró hacia el ventanal que se iluminaba con el resplandor de la luna, y un escalofrío le recorrió la espalda cuando, después de saltar sobre la mecedora, el gato negro de Úrsula comenzó a ronronear.


El Asado no es una comida.



El asado viene impreso en nuestro ADN, o cómo se imaginan que habrá hecho aquel hombre primitivo tras descubrir las facultades que brinda ese elemento tan noble como lo es el fuego. No cabe duda de que su segundo paso, habrá sido cazar un mamut o una perdiz prehistórica para asarla al calor de las llamas y festejar esa proeza con sus seres queridos.

Tomándolo únicamente desde una perspectiva culinaria, diría que no es una receta que demande una amplia cantidad de ingredientes, o se deba efectuar algún artilugio para que se cocine en su punto exacto. Claramente, su preparación podría abordarse en tan solo un par de líneas, similares a las que ocuparía la elaboración de un peceto al horno o una tortilla de papas. Sería una comida más del montón, y quizá se mezclaría en alguno de los cajones donde guardamos las demás recetas de Doña Petrona de Gandulfo, que nunca preparamos. 

Un digno competidor por un espacio en la mesa de los domingos podría ser la pasta, cuya elaboración es un acto solitario, casi invisible. En mesas enharinadas, donde en la mayoría de los hogares el espacio suele ser un impedimento para el cortejo de los invitados, por eso se prepara antes. Mientras que, en el asado, hasta el que no hace nada es una pieza importante. A tal punto, que podría verse como un eslabón indispensable para iniciar el ritual. Pues encender el fuego sin comensales presentes se asemeja a conseguir un logro, una meta importante y no tener con quien compartirla. Sin olvidar que puede derivar en frases como: "No sé para qué les digo a qué hora venir, si vienen cuando se les da la gana" o " esto no es un restaurante para que lleguen a la hora de comer". Porque el asado comienza mucho antes. Mucho antes incluso de sazonar la carne. Arranca apenas con el primer mate —no por casualidad estos elementos deben de compartir algún parentesco por los sentimientos que despiertan—. Sí, no quiero sonar desmesurado, pero desde bien temprano se inician las primeras charlas, nada profundas. Esas, que logran una interacción mientras se acomoda la leña y se prepara el escenario donde llevar a cabo el espectáculo. Por eso la importancia de la picada previa y el aperitivo. Porque de cierta manera obligan a que el desembarco se precipite mucho antes del horario en que el festín culinario se lleva a cabo.   

Si pretendiésemos un análisis más sensorial, en principio se lo podría realizar con los ojos cerrados, y no me refiero con esta expresión a que es algo que podría cumplirse con facilidad, sino cerrar los ojos y percibir los factores que lo presentan como un menú diferente y lo convierten en un ritual placentero donde comulgan todos los sentidos. Basta escuchar el chirrido de la madera o el carbón en ese acto tan maravilloso de la combustión, ese que se entremezcla con los rumores del ambiente y con el aire en movimiento. O el aroma que desprende la grasa al fundirse; ni hablar del sabor de la carne ahumada cuanto su textura crujiente acaricia el paladar.  

El verdadero asado es sentimiento en estado puro. Desde el instante que el niño arroja pequeñas ramas o los primeros bollos de diario o disfruta el chisporroteo de la sal. Es como estar enseñándole a escribir su nombre, a pasar una pelota o decir buenos días. Un aprendizaje que lo escoltará por siempre. Donde se permitirá mediante este instrumento tan loable, crear un contexto fértil donde sembrar recuerdos que trasciendan el paso del tiempo. Y al igual que el índice de un libro, podrá ser consultado cuando gran parte del contenido se haya mezclado en la inmensidad de los acontecimientos. 

"Te acordás aquel asado en lo de Juan, cuando me contaste que conociste a Clara... ¡Quién iba imaginar que terminarías casado y con cuatro pibes!" 

"¿En qué asado era, cuando Mariana se re-mamó y se puso a llorar porque se le había dado por querernos a todos?". 

Y sí, no cabe dudas que el asado es motivo de reunión, de confesiones y festejos. Pero también se amolda a los otros días, aquellos cuando la sonrisa es un gesto mezquino. Puesto que ayuda a digerir tragos amargos y porque no, a cambiar el curso de malas elecciones. Porque después de cruzar los cubiertos y dar comienzo a la sobremesa, todo puede pasar en ese himno que no es exclusividad de este banquete, sino una reacción propia del agasajo, de compartir un momento íntimo después de cualquier degustación. 

El asado no es sólo una comida, es la excusa para que un día se considere completo. No es por el aplauso para el asador, ni por ostentar como se cuece la carne a punto. Es reencontrarse con la gente que uno quiere. Por eso, cuando te inviten a comer en alguna pizzería, restaurante o incluso una parrilla, sentí en tus hombros la responsabilidad de continuar con el legado que se nos confió miles de años atrás. Y deciles con voz firme ¡mejor hagamos un asado!, yo pongo la casa. Vengan todos a comer. 

Marcelo Villafañe