El dicho



Los dichos, mayormente, nacen en pequeños pueblos. Surgen por anécdotas pintorescas que encierran una frase entre comillas y dejan a la vista un mensaje o una moraleja. Aunque, muchas veces el mensaje no es tan atractivo como sí lo es la historia que se esconde detrás. Esa, que sin dudas le dio origen. 

Atrás quedaba noviembre y se acercaban las fiestas de fin de año. Aquella noche el viento agitaba con entusiasmo la copa de los árboles, y espesos nubarrones amenazaban con chubascos y teñían todo de negro. Alejado del pueblo, de las luces y de los ojos de las gentes, aguardaba estacionado sobre una orilla, un Volkswagen Gacel modelo 83 con algunos manchones de pintura original sobre la chapa. No era casualidad que aquel auto esté orillado en ese camino de guadal, con el motor y las luces apagadas, a escasos metros del campo del gringo Samporanetti —un criador de lechones de la zona— que por esas horas dormía sin cuidado.

Cruzando el lote de alfalfa a pie, venía el Mudo Rivoira y Eulogio Wilfredo Sánchez, conocido como el negro Tetera. Los dos, traían lechones de entre doce y quince kilos cada uno, perfectamente maneados de pies y manos. Con sus brazos en forma de cuna parecían dos parturientas hamacando los cuerpecitos para que no rompan en llanto. Llegando al alambrado que delimitaba el lote, comenzaron a chistarle al Luifa Escudero, que hacía de vigía y permanecía apoyado sobre el capot del Gacel atento a cualquier movimiento sospechoso que los pudiera delatar.

Chis..chis..sss. —Y con voz susurrada Tetera le dijo—: ¡Luifa!¡Luifa!, ¿dónde mierda estás?

—Ya voy Tetera, ya voy...que queré, si no se ve un carajo acá.

—¡Dale boludo, ayudá a cruzar estos bichos que pesan más que la mierda!

Luifa saltó la cuneta y con gran destreza agarró primero el lechón que cargaba el Mudo; hombre que no emitía palabras sino tenía nada importante para decir. Ya con el primer lechón en el baúl del auto, Luifa volvió en busca del que cargaba Tetera en sus brazos cansados, casi dormidos, pues lo que tenía de experiencia también lo padecía en desgaste físico. A sus cincuenta y seis años, y varios de ellos saltando tapiales, cargando televisores o heladeras sin haber elongado previamente un músculo, durmiendo incontables noches en esos lugares oscuros y húmedos; hacían que la profesión le esté pasando factura.

El reloj acusó las tres de la mañana cuando el cielo se despejó un instante, y una luna austera se asomó apenas dejando un manto de claridad por entre los pastizales. Fue ahí que, casi sin querer, Tetera observó una figura peluda e inmóvil, recostada a pocos pasos del alambrado, quizá dormitando.

—¡Mirá, Mudo, mirá! Otro lechón. Dale, dale... fijáte.

—Creo que con dos está bien —dijo el Mudo, con tono tranquilo y expresándose por primera vez desde que habían llegado.

—¿¡Qué!?, ¿Cómo que con dos está bien?, ¿te agarró un ataque de moral justo ahora? Dale, dejáte de joder y agarrá ese bicho de una buena vez. —el Mudo lo miró sin gestos precisos, y esto a su compañero lo irritó aún más— Mejor dejáme a mí. Me hincha soberanamente las pelotas cuando hacen las cosas sin gana... Mirá si con dos va a estar bien. Lo que tengo que escuchar a esta altura de la vida. 

Tetera discretamente se acercó al bulto, y tras mirar al Mudo asintió con la cabeza. Efectivamente se trataba de un lechón un poco más grande, quizás un cachorro de unos cuarenta kilos que dormía en aquella noche fresca de verano.

Luifa sacó del auto otra soga para amarrar al animal y se la alcanzó a Tetera que, de más está decir, resultaba difícil ubicarlo en la oscuridad por la tez de su piel:

—Tirátele encima nomá... pegále el salto — susurró el Luifa mientras apuntaba con la barbilla y las cejas arqueadas en dirección al bulto.

Tetera siguió costeando el alambrado, mientras el Mudo lo seguía a una distancia prudente. El viento creaba un sonajero ante el franeleo de la alfalfa, que le favorecía para que el lechón no advierta el peligro. Cuando se acercó a tan solo un metro, Tetera flexionó sus rodillas, desplazó el culo hacia atrás para equilibrar el peso de la panza, y contrajo los brazos. Con sus ciento doce kilos y su metro sesenta se arrojó, con aires de puma embravecido, sobre el animal, y con fuerza lo atrapó de la panza sin saber lo que ocurriría:

Una explosión, quizá un disparo desde algún punto cercano irrumpió la noche. Luifa y el Mudo se arrojaron al piso ante el desconcierto, y la incertidumbre los tenía presos. 

Transcurridos unos segundos, la tensión se disipó cuando la cruda verdad salió a la luz: el lechón no estaba dormido. Ya llevaba días de muerto, y ese estruendo no resultó ser un disparo, sino el estómago inflamado del animal que reventó por la presión ejercida. El contenido fétido de la osamenta se regó sobre Tetera, que no paraba de hacer arcadas ante el hedor repugnante impregnado en su ropa, en su pelo y en la piel.

Fue después del estruendo, cuando el Mudo sin saber que esa frase que le rondaba en los sesos trascendería de generación en generación, que lo miró apacible a Tetera y negando con la cabeza le dio nacimiento al dicho pueblerino: Con dos estaba bien…dijo el Mudo.


El hombre que no podía morir



En un almuerzo familiar había presentado una novia que tuve en aquellos años de irresponsable juventud. Mi abuelo se me acercó después de tomarse el café y me dijo:  

—Cuidado cómo tratás a esa jovencita, no vaya a ser que te pase lo que le sucedió a Nazareno allá por el 1920.

 

El viejo Nazareno Baldomá, vivía en un pequeño pueblo del que no recuerdo su nombre. Lo llamativo de la historia es que Nazareno decía tener ciento treinta y tres años. Dato que para algunos poseía errores de contabilización, y para el resto, se debía a un gualicho que le profirió una bruja, muuuy bruja.

Si bien en aquellos tiempos no siempre anotaban en el registro civil a los recién nacidos, por su piel transparente donde se traslucía un mapa de ríos azules, su joroba pronunciada y la falta de piezas dentales, no sólo podría decirse que tenía esa edad, sino que aparentaba más.   

Durante su juventud la popularidad por vestir elegante, ese corte engominado y bigote a la moda, no le permitía pasar desapercibido entre las damas de la aristocracia. Nunca le escasearon los amores. Su bien parecido y varias hectáreas de campo heredadas, le daban título de galán codiciado.

La versión de mi abuelo era que Nazareno al cumplir cuarenta y cinco años, se hallaba pasado de copas en el único bar del pueblo. Ahí conoció a Rita Bárcena, una joven de poca gracia que mantenía limpio ese lugar. Rita cayó rendida a los encantos de Nazareno, y él al notarlo desplegó sus dotes de seducción. Al caer la noche, los dos partieron a su rancho, perdiéndose entre besos y caricias salvajes.

Cuando a la mañana siguiente Nazareno despertó sumido en la resaca y descubrió en su cama la presencia de Rita, el arrepentimiento se le clavó en la mollera. Con los modales propios de un cerdo le pidió que juntase sus trapos y olvide para siempre lo de aquella noche. Rita, entre sollozos, se fue no sin antes jurarle venganza.

Después de ese episodio algo extraño sucedió.

No se sabe bien qué pudo ser, pero los problemas para Nazareno estaban a la orden del día. En poco tiempo el pelo se le tiñó de gris y de a poco lo fue perdiendo. Su cara se cubrió de verrugas y se le encorvó la espalda. Pasaba más tiempo en el curandero que en su casa, la cual, más que un hogar se convirtió en su cárcel.

Las mujeres del pueblo perdieron interés, y sus aires de don Juan quedaron sepultados bajo un desprecio que lo volvió invisible.

 

El tiempo siguió su curso, tanto, que le arrebató conocidos y amigos. Vendió gran parte del campo para solventar los tratamientos a sus males, y la soledad se volvió su compañera habitual. Perdió la noción de los días, de los meses, de los años. Su casa de paredes descascaradas exhalaba un intenso olor a pis de viejo, y vivir tantos años, lejos de ser una bendición parecía que Dios o el Diablo se habían olvidado de él. 

Nazareno intentó un sin número de formas de morir: ingirió cantidades exorbitantes de calmantes, pero sólo consiguió una gastritis crónica. En varias oportunidades intentó gatillar su 38 en la frente, pero el único disparo que salió de su revólver fue cuando sin querer apuntó por error a su pie derecho. En el campo no había rama que no cediera a su peso en cada intento por ahorcarse. Incapaz de terminar con su miserable vida, se sumergió en una profunda depresión que lo dejó postrado en su catre. 

 

Un día, golpeó la puerta una muchacha de pelo ondulado y rostro familiar. Ella se presentó diciendo ser Isabella, nieta de Rita Bárcena. Le explicó que tras limpiar el altillo de la casa donde vivía su fallecida abuela, encontró una caja de zapatos con fotos de Nazareno, junto a otros objetos. Esa caja era la razón por la cual Isabella se encontraba ahí, para entregársela personalmente, y de seguro él sabría qué hacer con su contenido.

Nazareno agradeció asintiendo. Tras esperar que aquella amable mujer se retirara, abrió la caja que yacía sobre sus piernas. Observó cada objeto. Corrió con su mano huesuda un muñeco hecho de trapos, un mechón de pelo, alfileres y sustrajo una foto donde aún se lo veía joven y vigoroso. Después, desechó cada objeto dentro de una vieja estufa a leña que permanecía encendida. 

Lo que sucedió días después es una gran incógnita. Unos comentan que se presentó un hombre de unos cuarenta y pico de años, de un parecido sorprendente, y que al visitarlo lo halló muerto en el catre con una sonrisa de alivio en la cara. Pero muchos otros aseguran que ese hombre era el mismísimo Nazareno Baldomá, que esperaba sentado en un banco de la estación de trenes, dispuesto a viajar rumbo a alguna ciudad donde pudiese empezar una nueva vida; pero supongo que esta vez, sería incapaz de herirle los sentimientos a otra mujer.

Kriptonita



Complexión física como el acero, la fuerza de mil gorilas y sentidos hiperdesarrollados. No existía poder que lo superara. Me arriesgo a decir, que era casi invencible. 

Parado frente a la puerta de su propia casa se hallaba él, con una estirpe inigualable. Quiso agarrarar el picaporte, pero del otro lado, Rosalía, le ganó en la intención. La puerta se abrió de golpe y lo sorprendió una miraba inquisidora, pero aún más el tono sobresaltado de la voz:

—¡¡¡Pero decime, sinvergüenza!!! ¿¡Te parece que éstas son horas de llegar!?

—Lo que pasó es que... 

—... No no no. Yo te voy a decir lo que pasó: hice el carré de cerdo con miel y mostaza que me pediste porque venían a cenar Martín y Sofía, y el señorito me deja plantada un sábado a la noche con invitados y todo. ¿A vos te parece que está bien hacer eso?

—Es que había un embotellamiento en el puente ferroviario —alcanzó a pronunciar él, mientras colocaba su capa en el perchero y acomodaba sobre la silla las botas rojas.

—¿Y eso te parece una buena excusa? —respondió Rosalía acompañando con los ademanes de sus brazos—. Si no es un embotellamiento, se quema un edificio, se descarrila un tren, o tu madre se queda sin pan para mojar la salsa. ¡Hubieses volado como haces siempre y listo!

—Pero si vine volando. El problema es que el embotellamiento fue porque un Clio se incrustó de trompa contra un colectivo que trasportaba jubilados, y tuve que socorrerlos. Imagináte los pobres viejos, amor. 

—Y encima me decís, amor... —Rosalía se tapó con un repasador la cara, impregnándolo de rabia y angustia. El silencio parecía suspender el tiempo en un bucle interminable, y él comenzó a sentirse débil, como nunca se había sentido jamás. 

 

El amor los había sorprendido hace tres años. El avión de negocios Piper Line-350 con rumbo a Colonia Caroya, albergaba una tripulación de seis pasajeros: el gerente general de la empresa Rodados Ruelor SRL, cuatro encargados departamentales, y su secretaria Rosalía Llorens que dormía profundamente apoyando su cabeza junto a una de las ventanillas. Tras dos horas de viaje una desafortunada maniobra hizo que el avión perdiera ambos motores, al toparse de frente con una bandada de patos sirirí. El estruendo despertó de un sobresalto a Rosalía que, ante el desconcierto, buscó abrocharse el cinturón de seguridad.

El viento entró con la fuerza de un ciclón y desató el caos después de que el piloto abriera la puerta de emergencia y se arrojase con el único paracaídas a bordo. Papeles, portafolios y algún que otro saco remolineaban como si estuviesen dentro de un secarropa. Rosalía reaccionó de una manera que, al día de hoy, ella misma no se reconoce en la historia cuando la narra. Con notable valentía caminó hacia la cabina tomándose de cualquier objeto que le permitiese mantener el equilibrio. Cuando logró abrir la puerta de la cabina, el desconcierto la abrumó ante la numerosa cantidad de teclas, perillas y luces de colores. Ubicó unos auriculares y comenzó a toquetear cada uno de los botones hasta que —después de varios intentos— se contactó con alguien del tráfico aéreo y pidió auxilio.

El muchacho de control escupió el café cuando escuchó la situación en la que se encontraban los pasajeros. Ante semejante escenario, él sólo trató de averiguar las coordenadas de ubicación para conseguir una referencia aproximada de dónde mandar a los socorristas para que recojan los cadáveres.

Perdían altitud, y el ánimo de los pasajeros se despojaba de toda esperanza. Ya dispuestos a murmurar sus rezos y suplicas, a confesar sus pecados , notaron como los rayos de sol que ingresaban por una de las ventanillas se interrumpían por la presencia de un objeto del exterior. Por su envergadura, primero supusieron que se trataba de un cóndor; pero cuando lo observaron con mayor apreciación reconocieron nada más y nada menos que al gran Super "S". Con su oído supersónico había escuchado los desesperados pedidos de auxilio de Rosalía.

El apodo de Super "S" hacía referencia a la inicial de su apellido. Insignia que él mismo se había bordado en el pecho y en la capa, delatando su admiración por el superhéroe de los cómics, y, además le pareció una buena forma de ocultar su verdadera identidad: Raúl “S”osa. 

Su semblante era admirable. El traje prensado al cuerpo marcaba su figura. Esa misma que le daba un aspecto no tanto de cóndor, sino más bien la de un pingüino emperador. 

El Super "S" rápidamente cargó sobre su espalda el fuselaje y buscó un lugar seguro donde aterrizar. Cuando el avión acarició tierra firme, él se adentró en su interior y ayudó a descender a los pasajeros. En último lugar cargó la delicada silueta de Rosalía Llorens. Sus miradas se conectaron y hablaron por sí solas. Podría decirse que aquello fue amor a primera vista, aunque cabe la posibilidad de que haya sido un truco de hipnosis: uno de los tantos poderes de Super "S". La sujetó firme y emprendió un vuelo rasante mientras ella lo observaba en un estado de embriaguez. Raúl Sosa leía las señales que ella no le podía ocultar: el palpitar acelerado, la respiración sudorosa y las mejillas enrojecidas. Por su parte, Rosalía no tardó en comparar aquello que sentía con esos amores que sólo habitan en salas de cine, allí donde Luisa Laine besaba a Clark Kent, o Mary Jean caía rendida a los brazos de Peter Parker.

 

—¡Tendrías que haberme dejado en ese avión! —le dijo Rosalía—. Siempre quedo para el final, soy el último orejón del tarro.

Era de esperarse que, tras la plantada y las cuantiosas peñas de su marido, tarde o temprano se generarían asperezas en la relación. Raúl, los miércoles se reunía con los compañeros del trabajo, el jueves con los amigos del colegio, y se había sumado a otra peña los viernes, junto a otros “superhéroes”.

Raúl Sosa suspiró antes de hablar e improvisó unas disculpas que encendieron la cólera de su esposa. La boca de Rosalía era una cloaca que despedía una catarata interminable de insultos donde nadie quedó exento de culpabilidad. Desahogó su furia casi al borde del desaliento. Sin más que decir, se fue hacia su habitación y tras un portazo los cuadros flamearon como cortinas.

El mensaje era más que evidente: hoy no dormirían juntos... otra vez. Raúl Sosa recogió de la cocina la bolsa de basura y la sacó a la vereda. En el patio juntó las heces del perro, y guardó el auto en el garaje. Nunca había sentido frío, ni al volar entre las heladas lluvias de julio, ni bajo la nieve incipiente de las sierras cordobesas. Pero esta vez tuvo que recoger varias mantas para arroparse mientras se recostaba sobre el incómodo sofá del living. Hematomas azulverdosos le brotaron en sus brazos, junto a dolores articulares provenientes quizás de antiguas batallas. Pensativo, miraba el techo ante esos destellos de extraña humanidad, intentando sin suerte conciliar el sueño. 

La angustia le comprimió el pecho. Las filosas palabras de su mujer le asediaban la mente. Y, al igual que el Hombre de Lodo cuando se le ocurrió tomar sol con 39º, o el Capitán Vegano cuando confundió aquel choripán con un sándwich de tofu, dedujo con certeza quién era la culpable de su reciente debilidad.

El hombre que caminó en la luna.


Seguramente no a todos les agrade la idea de subirse a una nave espacial, que ante un mínimo desperfecto estalle en mil fragmentos. Aunque, si el viaje fuese por un medio seguro, harían colas para sacar pasaje si el destino fuese la luna. Y, tras descender sobre ese satélite natural, notar como el talco gris moldea las huellas de nuestros pasos torpes; en ese lugar inspiración de innumerables novelas y letras de canciones, predicción del clima, avistamientos de hombres lobo, apellidos y dichos populares.

Pero este relato no trata sólo de detallar virtudes de este astro del sistema solar, sino de los sueños. Esa intención oculta que nos susurra al oído nuestros deseos más retraídos. Y éste en particular retrata cómo Federico —que de sueño sabía mucho— pudo cumplir el suyo:

 

La noche se alumbraba con una luna amarillenta y de un tamaño mayor al de tantas otras noches comunes, anunciando de antemano que algún suceso extraordinario podría ocurrir en cualquier momento.

Era sábado, y Federico salió con sus amigos después de compartir un asado donde la calidad del vino no fue sometida a los estándares de equilibrio entre sabor, aroma, color y forma. Más bien, se acercaba a una fina comparación con productos cosméticos y leves ráfagas avinagradas de cuerpo robusto y sabor a aluminio.

Allá iban, era seis o más, y entre ellos Federico con una idea que le quemaba las entrañas, esperando el momento propicio para convertirse en el héroe de aquella noche. No era una idea propia, aunque si repasáramos el prontuario que cargaba sobre su espalda, podría habérsele ocurrido tranquilamente. Era un concepto inculcado por otras tribus de adolescentes que acostumbraban a realizar estos viajes impensados para el criterio sensato de la gente normal. Al igual que toda obra digna de admirarse, llevaba un título: "La caminata lunar". Y en una de tantas visitas a La Plata había sido testigo de ese acto digno de los atrevidos.

Esta caminata consistía en localizar una hilera de autos —estacionados a corta distancia—, de manera tal que se pudiese caminar por sobre los vehículos desde una esquina a la otra sin tocar el pavimento.

Intuía que esa idea de seguro contagiaría a sus amigos. ¿Cómo ese acto tan revelador no sería algo digno de copiar? Pero, similar a esas fiestas de disfraces donde hay un solo disfrazado, el único que se lanzó a la aventura fue Federico. Allá iba, saltando obstáculos con el sonido de la chapa quejándose. Rompía lunetas y parabrisas, mientras su pelo largo y rubio flameaba al compás de sus pisadas. No sentía siquiera un mero remordimiento por los daños ocasionados, todo lo contrario, él desbordaba de entusiasmo al presentir que se acercaba a la esquina opuesta. 

La adrenalina que le despertaba ese acto, lo situaba imaginariamente en ese pedazo de circulo perfecto depositado en el cielo. Creía que sus amigos —quienes permanecían con sus brazos levantados— lo alentaban fervientemente; pero en realidad, le reclamaban en tono desmesurado que se baje de una buena vez, antes de que llegue la policía.

Inició desde Saavedra, por calle Roca, hasta casi llegar a Castelli. Y digo casi, porque él no vio que a un costado de la vereda junto a un Renault 11 recién patentado, estaba el dueño besándose con la novia. Tras observar cómo ese personaje risueño hundía el techo de su auto, una mano emergió de entre las sombras interceptando el pie de Federico justo cuando se suspendía en el aire. No tuvo tiempo ni reflejos para advertir tal situación. Lo bajaron de un plumazo. Fue una especie de viaje al planeta tierra en clase turista, cerca de la puerta del baño que no cierra.

Cuando lo aterrizaron, el dueño del auto lo agarró de un puñado de pelos y a Federico le llovieron trompadas contra su cara como meteoritos pegando sobre el casco de la nave, con la diferencia que en las películas intentan esquivarlos.

Sus amigos mucho no hicieron, el agresor tenía sus razones por demás de justificadas. Eso sí, intentaron al menos, pedirle a modo de súplica que deje de pegarle al pobre Federico que hacía gala a la frase recibir sin dar nada a cambio. Suponemos que la compasión o la falta de estado físico fueron los causantes del cese de los golpes. 

Es posible que muchos no recuerden aquel muchacho que caminó en la luna, quizá porque hay tantas hojas para rellenar con sus hazañas que, en la cantidad, se pierden acciones puntuales. Sólo queda el recuerdo vago, pero no por ello menos importante, de aquel vendedor de pastelitos y pollo asado que con duro trabajo solventaba los gastos de aquella fantástica excursión.

El Machoman


Dos Dacimento Rumao fue el único hombre que, con cincuenta años y gran sacrificio, pudo ganar un Machomán: una competencia en modalidad de triatlón, quizá la más exigente jamás conocida.

 

Como contraparte de esta historia estaba Celestino Almirón, que permanecía sentado detrás de su escritorio leyendo el periódico La Gambeta. Al llegar a la sección de reportajes, primero creyó que era una mancha de café, pero luego reconoció que se trataba de la foto del brasileño Dos Dacimento Rumao, con el cuerpo fibroso y atlético. Celestino se asombró al ver que ese hombre tendría dos años más que él cuando tomaron la foto en la que ganó la competencia. Fue inevitable compararse, enfocado en las migas de hojaldre de un cañoncito con dulce de leche que reposaban sobre el abultado doblez de su panza.

Retomó la lectura del reportaje en la que el brasilero alardeaba sobre su hazaña obtenida diez años atrás. En esa nota, además, remarcaba los ciento veinticuatro competidores que a su misma edad fracasaron en el intento por destronarlo; dato que sin duda acrecentaba su leyenda.

Celestino volvió a posar la mirada sobre esa foto, se recordó en su juventud demostrando dotes de atleta ya diluidos en un sedentarismo de oficinista. Cerró el periódico y continuó trabajando, pero durante toda esa mañana una sensación inusitada se le adhirió como abrojo: esa necesidad de tener que hacer algo, y no saber bien qué es.

Regresó a su casa donde lo esperaba Ayrton, su perro. Fue hasta al baño y se sentó en el inodoro para macerar las ideas. Después se miró al espejo. Se corrió el pelo canoso de la frente dejando expuestas dos entradas profundas, con los dedos estiró las patas de gallo y se descubrió que tenía papada: fue como ver en una vitrina sin trofeos. Y no sabía si el causante de esa nostalgia era esa nota en el diario o serían los primeros síntomas de alguna crisis propia de la edad. Se mojó la cara, y supo que necesitaba escapar de esa pista donde cada día daba las mismas vueltas. No tenía claro los medios ni las formas de cómo conseguiría su objetivo, pero estaba convencido de que participaría del famoso Machomán, para destronar al brasilero Dos Dacimento Rumao.

Tenía dos años por delante antes de cumplir los cincuenta. Su primer paso fue cambiar la alimentación. Si bien la reducción de porciones fue un proceso agobiante, alejarse de las pastas y las frituras fue mucho peor. A todo eso tuvo que sumarle los efectos colaterales causados por el entrenamiento: el ardor de las ampollas, dolores articulares, insolación, pie de atleta, y contracturas musculares. Mientras, el aroma de los asados dominicales seguía poniendo a prueba su fortaleza mental.

En los primeros nueve meses pudieron verse resultados palpables. Consiguió bajar de peso, y al complementarlo con el gimnasio, tonificó esos flácidos músculos acostumbrados apenas, a atajar en partidos de fútbol cinco con amigos. Cada día le dedicaba tiempo a una disciplina diferente. Algunas veces pedaleaba por asfalto y tierra, otras veces corría por los suburbios, y por una cuestión de infraestructura, lo más complicado era nadar; pero se las ingeniaba. Dejaba el domingo libre para el descanso, y disfrutaba tiempo con Ayrton y con sus amigos.

 

El día del Machomán al fin llegó. Celestino con el número 248 escrito en el brazo, se apiló en la zona de largada junto a otros casi 300 competidores. Un disparo retumbó en el cielo y el bullicio enloquecedor del público los acompañó en los primeros metros. Celestino llegó al borde del lago Pinto —de cuatro kilómetros de ancho—, y arrancó con su estilo crol sincronizando brazadas y tomando aire por uno de los lados. Casi llegando a la mitad se le empezaron a entumecer los hombros, la exigencia había aumentado por el oleaje de aquel mediodía. No era lo mismo nadar en su pileta pelopincho de seis metros de largo, que en invierno solía agregarle dos holladas de agua hirviendo, a adentrarse en aguas más profundas y de temperaturas más bajas. Cuando los pulmones ya no le soportaron el jadeo constante, se vio obligado a cambiar de técnica para seguir a flote. Clavó la mirada en la costa, enderezó la espalda, y con renovadas energías dejó que su sofisticado estilo perrito lo guíe, aunque disminuyendo la velocidad y porque no decirlo también, la gracia.

Al llegar a tierra firme se puso medias y se calzó, agarró su bicicleta y se lanzó a pedalear con entusiasmo. Debía recuperar el tiempo perdido, y en ciento ochenta kilómetros mejoró su posición. Adelantó a otros corredores y ante ese impulso que lo tenía animado, dejó volar su imaginación y recreó la cara desfigurada del brazuca al enterarse que su gloria sería sepultada por el gran Celestino Almirón. Bajó de la bicicleta y consiente de su muy buena posición, dio rienda suelta al trote. 

Restaban apenas diez kilómetros y seguía firme con sus zancadas, sin darse cuenta de que, por culpa de la humedad de las calzas y un poco de arenilla que se le metió durante el pedaleo; un leve ardor lo iba sacando de concentración. Verlo correr, no era algo que pasara inadvertido, lucía una extrañeza muy pocas veces vista: podía pasar un perro caminando entre la apertura de sus piernas. 

Faltando menos de dos mil metros, se desplazaba con un trote lento y desincronizado, el ardor ya era imposible de disimular, y la calle se tornaba más y más empinada. Ante la imposibilidad de continuar con esa tortura, tuvo que recurrir a un recurso extremo para terminar la carrera. No le quedó más alternativa que llevar sus brazos por detrás, introducir con delicadeza sus manos dentro de la calza, y ayudarse con las yemas para evitar el roce de las carnes vivas. Era una especie de Moisés separando las aguas del mar rojo.

Su llegada no pasó inadvertida ante el público que lo observó atónito. Algunas madres tapaban los ojos a sus hijos, y pudo advertirse también, algún marido tapándole los ojos a su esposa. Finalmente, Celestino logró cruzar la línea de meta en vaya a saber qué ubicación; y supo en ese mismo instante que no se encontraba ahí para rescribir la historia ni para alterar los parámetros de la resistencia humana. Él sólo estaba ahí para acrecentar la leyenda del gran Dos Dacimento Rumao: el único hombre que, con cincuenta años, fue capaz de ganar un Machomán.

Amor en la mira


El frío polar había escarchado el rocío de la mañana en las calles de Villa O’Higgins. Ella caminaba por la vereda resbaladiza sosteniendo una pequeña jaula. Un resbalón casi la tira al piso, y se detuvo a recuperar el equilibrio. Fue ahí que, entre el silencio que paralizaba la ciudad, se sintió observada.

Se quitó los lentes. Giró. Y, el reflejo desde la ventana del segundo piso en el Berlín Hotel —ubicado a 600 metros — fundió sus pies a las baldosas de la vereda. Comprendió que era inútil correr, no se trataba de cualquier reflejo, sino, el de una mira telescópica que le apuntaba al pecho. No conocía a su ejecutor, o al menos, eso creía.

 

Él acomodó su dedo en el gatillo, y esperó a que ella voltease para confirmar el objetivo. No bien la vio, creyó confundirla con alguien; pero cuando consiguió sacudirle los años a esa cara, supo quién se ocultaba detrás de la enigmática mujer. En ella aún seguían impregnados los rasgos de aquella niña de moños en el pelo, y guardapolvo con tablas.

Los datos del servicio de inteligencia no habían sido precisos como otras veces:

 

OBJETIVO.

Nombre: desconocido

Edad: 32

Estatura: 1.73

Apodo: Firewall.

Oficio: Ingeniera en sistemas.

Aspecto: Trigueña – pelo ondulado – ojos marrones – delgada.

Accesorios: gafas de sol, pañuelos al cuello y boina francesa. Lleva en su jaula de mano, un hámster.

 

¿A quién se le ocurre tener por mascota una rata? —había pensado él en voz alta tras leer el informe Odio a esos bichos.

Al parecer, Firewall tenía en su poder información que comprometía a funcionarios del gobierno: nombres de agentes infiltrados en un operativo llamado «Viento del Oeste», que consistía en escuchas telefónicas a funcionarios opositores, residentes en el ala Oeste del país. Era claro que, de conocerse esto, causaría un gran revuelo de estado, y más teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones presidenciales.

El verdadero nombre de Firewall era una incógnita para los servicios de inteligencia. Ella se había encargado de limpiar su identidad de toda base de datos. Pero a ellos sólo les interesaba quitarse de encima el problema, y a decir verdad, su identidad poco importaba. Estaban confiados en que el trabajo se haría, puesto que le asignaron esa responsabilidad al hombre que nunca había fallado una misión en su extensa carrera militar. Se rumoreaba incluso, que podía acertarle al ojo de un hornero en pleno vuelo; pero tanto se hablaba de él, que ya no se distinguía el mito de la realidad.

 

Por primera vez la confusión aplacó esa frialdad que le hizo ganar su reputación. Ya había lidiado con personas conocidas. Seudo amigos de su juventud, que se movían en terrenos donde la ley no tenía jurisdicción, y jamás había titubeado ni le tembló el pulso. Hasta hoy. Cuando reconoció que su objetivo era Laura Gálvez, su compañera de cuarto grado.

No disponía de tiempo para andar dudando, y se molestó al no apretar del gatillo. Cuando quiso cederle el control a su lado inclemente y bloquear el pasado, los recuerdos brotaron como postales: jugando juntos en los recreos; en el cine viendo una película; o la vez que lo defendió de los hermanos Imbert en la plaza, para que no le sigan pegando.

También recordó las meriendas en casa de Laura, y el sonido de su risa contagiosa: ese recuerdo le provocó un leve arqueo en los labios. No era cualquier mujer, y él lo sabía. Era quizá la única persona que en esos años le dio sentido a una niñez solitaria, desabrida, fugaz, y por supuesto, ella había sido su primer amor.

Pero a ese amor no tuvieron tiempo siquiera de poder acostumbrarse.

—El viernes me voy a la capital —le había dicho, Laura, con la voz entrecortada—. Mi papá consiguió trabajo en una empresa importante, y nos vamos con mi familia después de la mudanza.

La noticia cayó como una piedra en el barro, y un gusto a hiel les explotó en la garganta. El beso de despedida mezclado con el sabor de las lágrimas de Laura fueron los últimos recuerdos que sobrevivían de aquel helado mes de Julio.

 

En qué encrucijada se había metido. El nombre de Laura Gálvez lo hacía verse vulnerable, humanamente vulnerable; incluso a pesar del tiempo. ¿Estaría casada? ¿Sería feliz con su marido? ¿Tendría hijos? ¿Se acordaría de él?… qué importaba eso ahora.

Laura tragó saliva, y miró nuevamente hacia la ventana. Se extrañó que aún siguiera viva, y la volvió a tentar la idea de correr, pero las calles estaban enjabonadas por el hielo, y no tenía donde ocultarse. Entonces, se convenció de que también sería inútil gritar o pedir ayuda.

El aire apenas soplaba y la incertidumbre se interrumpió con el sonido, casi imperceptible, de un disparo. Laura cerró con fuerza los parpados, contuvo el aire y esperó.

¡La puta madre que lo parió!, dijo él, antes de apretar el gatillo. Fue en ese instante en que, con una eficacia pocas veces vista, la bala perforó el diminuto ojo del hámster, atravesando la jaula de lado a lado. Y, como aquel frío viernes de julio, otra vez, la tuvo que dejar ir.

Entre las sombras


Martín sospechaba que algo se escondía detrás de las esqueléticas sombras que proyectaban los árboles frente a su casa. Aquellas mismas sombras que coloreaban con susurros las paredes de su habitación. Él confiaba que la luz ahuyentaba esas figuras fantasmales, y lo mantenía a salvo.

Esa noche su mamá antes de preparar la cena, y considerando que se acercaba el fin de semana, dejó que él eligiera el menú aunque sabía con certeza cuál sería la elección: milanesas y papas fritas con cheddar.

Cuando Martín terminó el primer plato y quiso repetir, la advertencia de sus padres no tardó en llegar:

—¡Mirá que después hay postre! —le dijo la mamá—. Si te servís de nuevo te va a hacer mal la pancita. 

No conforme con un solo veredicto, Martín lo miró a su papá —que era más permisivo para con sus caprichos— y juntó las palmas a modo de rezo.

—Bueno, Tincho —le dijo el padre—. Pero sólo la mitad. Ya sabés qué te pasa cuando te llenás mucho: después andás llorando porque soñás cosas feas.

Martín evadió la advertencia y asintió únicamente para complacerlos, pero a sus seis años no podía medir las consecuencias ante las milanesas freídas en grasa, y esas irresistibles papas fritas con queso.

Cuando quedó satisfecho se sentaron en los sillones del living, frente al televisor, para mirar Jurassic Word por enésima vez, mientras disfrutaban del postre helado con chip de chocolate que su mamá les sirvió. No pasó ni media película para que el cansancio de ese día agitado y la pesadez de su estómago, se haga sentir.

La mamá lo acompañó a la cama y le leyó dos cuentos. Los ojos de Martín intentaron resistirse al encanto de aquel tono calmo y uniforme que ella empleaba para narrarle historias, pero al final cedieron.

 

Transcurrió apenas una hora cuando un grito irrumpió los silencios de esa noche y el llanto se filtró en cada recoveco de la casa. 

—¡Te juro, mami, te juro que vi algo asomarse!

—Pero no, Martín. Mirá... ¿Ves? El monstruo es el perchero con el gorro y tu campera colgada.

—¿Y el ruido que oí afuera?

—Ya te dije, son las castañas que caen de la planta con el viento. Le avisé a papá que las pode de una buena vez, pero últimamente termina cansado de trabajar.

No muy convencido con las explicaciones de su mamá abrazó con fuerza un oso de peluche contra el pecho, y volvió a acostarse. Ella aguardó sentada en un costado de la cama, acariciándole la espalda hasta lograr que se quedase nuevamente dormido. Lo arropó, apagó las luces y se fue, pero esta vez dejó la puerta abierta de la habitación de Martín por si debía acudir a los llamados del hijo que, desde hace una semana, intentaban que durmiera solo.

Con movimientos sigilosos ella regresó a su habitación, se acostó junto a su esposo y aprovecharon a quitarse la etiqueta de padres. Tras quedar exhaustos, los dos cayeron en un sueño profundo.

Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta del ropero se abrió. El quejido lastimoso de las bisagras volvió a despertar a Martín. Asustado ante tanta oscuridad, contuvo la respiración, al mismo tiempo que intentaba reconocer alguna silueta. No tardó en llamar a sus papás, pero no le respondieron. El retumbo de sus gritos quedaba atrapado en una densa masa de humedad, y un pestilente olor a azufre brotó de la nada.

En un movimiento conjunto agarró las sábanas para cubrirse y contrajo sus piernas acurrucándose como un feto. Se armó de coraje y sacó uno de sus brazos tanteando el mueble hasta ubicar el velador, pero al presionar con insistencia el interruptor, la lámpara no prendió. Su aliento provocaba bocanadas de un vapor gélido y no paraba de temblar. Intentó pensar en algo que le hiciera olvidar sus miedos: «No es nada», «es tu imaginación», «sólo son las sombras del patio». Las respuestas que solía repetirle su mamá eran el alimento que encontró para no pensar en nada estúpido, nada que le haga suponer que algo o alguien merodeaba por los rincones de la habitación.

Durante varios minutos sólo transcurrió el tiempo, como si quisieran prolongar la agonía de lo que estaba por venir. Tras esa eternidad, su coraje se desplomó cuando notó que las sábanas, de a poco se tensaban. Sintió el lento deslizar de la tela a través de su cuerpo: primero descubriéndole la cabeza, continuando por los hombros, y al llegar a su cintura, por más que intentó agarrarlas con fuerza, se perdieron en la oscuridad.

Abrazado a sus rodillas, cerró los ojos rogando que sea una pesadilla como tantas otras.

Una sombra como la brea devoraba los destellos de luna que ingresaban a través de la ventana. Resignado a perecer ante eso que se mantenía oculto, recordó: ¡la linterna del campamento! Sin pensarlo más, abrió el cajón de su mesa de luz y en un brusco movimiento la encendió. Con su brazo extendido a modo de espada apuntó el resplandor hacia esa negrura, y se oyó un susurro similar al aliento ¡hahhh!, después las sombras, de a poco, se fueron retrayendo hasta desaparecer.

Recién ahí sus papás reconocieron el llanto acongojado de Martín que sonaba más apenado que otras veces. Su mamá, entredormida, fue tanteando las paredes hasta llegar al cuarto. Al verla, Martín saltó de la cama y la abrazó, perdiéndose entre el camisón de seda. Ella lo consoló y escuchó atenta cada detalle que él le explicó de los hechos. Después, le devolvió el abrazo y se calzó la cabeza de Martín contra su pecho, mientras murmuraba al aire: Te dije que no te sirvieras de nuevo, Martín, te dije...


No se juega con la comida


Tan sólo Dios y la muerte rompen con una amistad

 

Julián despertó, y le fue imposible volver a conciliar el sueño. El sol seguía oculto, pero las paredes ya rezongaban por el agua hirviendo que recorría viejas cañerías. Tras dejar su peluche sobre la cama fue hacia el comedor, se paró sobre una silla, y estiró el brazo arriba de la heladera para robarse las últimas rodajas de pan con chicharrón de cerdo: especialidad de su mamá.

Se calzó sus bombachas de gaucho, zapatillas con abrojos, se abrigó, y salió a la galería. Los ganchos de acero ondeaban sobre el alambre del tendedero, y sobre una mesa de madera, varios cuchillos y una chaira relucían impacientes por la carneada.

Después, miró hacia el patio y recorrió el escenario: la cadena rodeando el tronco, enganchado el aparejo y las sogas gruesas, el carretón, el balde, y un par de perros —Barbucho y Cachafáz— echados sobre la hojarasca.

Tras media hora, la peonada se acercó a dar una mano. Prendieron fuego bajo el caldero de hierro lleno de agua; y a un costado entre las brasas, una pava cubierta de hollín dio rienda suelta a unos amargos. Otros, guitarra en mano, prefirieron milonguear al calor de la ginebra.

Julián nunca imaginó este final para la chancha. Como si en algún punto, el cariño que él sentía por el animal lo convenció de que el destino de Pancha —así la llamaba— fuera a torcerse.

Su amistad se había escrito hace tiempo, cuando Pancha medía apenas lo que mide un cuis: en la paridera donde había nacido se pasó la noche apretada contras las ancas de su madre. Después de eso le costaba el tranco, y siempre llegaba tarde a una teta libre donde mamar. El papá de Julián —paisano instruido en estos temas—, apartó a Pancha de los demás lechones, y Julián con un biberón de leche tibia la alimentaba mientras le acariciaba la franja negra que le cruzaba en la blancura del lomo.

   

—Ay mijo… quién lo manda a encariñarse con un animal que ni siquiera es suyo —. Se lamentó su papá la noche anterior tras arroparlo.

Y, algo de razón tenían esas palabras: la chancha no era de ellos, sino del patrón. Aunque era innegable que la Pancha era como los perros que reconocen a un solo dueño. Si hasta respondía a los silbidos de Julián y disfrutaba pasearlo a lomo por la ensenada de los caballos prendido como una liendre. Así de mansita era.

Julián trepó las ramas de un paraíso hasta llegar a la copa, desde ahí la espiaba. Los peones venían de a pie arreando a la Pancha por el bajo. Una soga le cinchaba el cogote, y tranqueaba con capricho arrastrando su gordura. Y, cada tanto, se detenía a relucir sus mañas; pero con gritos y revoleos de poncho la peonada conseguía que dé unos cuantos pasos más, y volvía a detenerse. Julián quería silbarle para… no sabía en verdad para qué. De lo que sí estaba seguro es que al oír ese silbido la estaría guiando a la muerte, entonces prefirió el silencio.

Cuando lograron traerla, una manea se le enroscó entre las patas traseras como una yarará. Los peones se aferraron a la soga, y la izaron a la cuenta de tres. Los gritos de Pancha retumbaron en cada esquina, y la garganta de Julián fue un remolino de dolor.    

Un paisano se arrimó al animal. El trinar de gorriones se amansó y los perros levantaron las orejas presintiendo una desgracia. Parado frente a Pancha, el paisano desenvainó el facón sin voltear la mirada… para no encontrarse con ese par de ojos nuevos, los de su hijo, que con desprecio observaban desde arriba el ritual. Apoyó su rodilla en la tierra, hizo una pausa sin tiempo. Era baquiano pal’ cuchillo, lo había hecho mil veces: sabía que tenía que aprietar el puño con juerza y entrar por el cogote abriendo la carne hasta atravesar el corazón.

 

La Pancha lo miró, no pestañeaba. Quién sabe que sentiría. ¿Se daría cuenta de que aquel hombre que le salvó la vida, ahora juntaba coraje para hundirle el acero? Pero él no permitió que la duda y los recuerdos lo ablanden: de una estocada certera libró los gritos del animal, y Julián se cubrió la cara queriendo atajar las lágrimas. 

La sangre cayó de a chorros. Barbucho, en un intento trunco por meter su hocico, recibió un planazo con la cuchilla de un peón, que rápidamente se acercó a colocar el balde para juntar la sangre:

—¡Vamos a tener buena morcilla negra! —gritó, mientras revolvía.

El verdugo no respondió, y se apartó dejando caer el cuchillo ensangrentado. Del bolsillo de la camisa sacó un negro, y lo fue fumando con pitadas largas, como si en ese acto se fuese a limpiar su conciencia.

Tras los últimos espasmos de la chancha, el carretón se le acuñó bajo el lomo y la fueron recostando lentamente hasta dejarla postrada, con la mirada ceca.

Desde la casa se oyó un grito:

—¡¡¡A cambiarse, Juli que se te hace tarde para ir a la escuela!!!

Julián se barrió las lágrimas con el revés de su manga, bajó del árbol, y se fue sin mirar atrás.

La madre le ayudó con el guardapolvo, y mientras lo peinaba buscó quitarle lo apichonado: 

—Andá al cole que tus amigos te van a hacer olvidar lo de Pancha. Mirá, te aseguro que el día va a pasar en un pestañeo, y cuando menos lo pienses vas a estar con nosotros en la estancia. 

Ella prometió esperarlo con una buena taza de mate cocido caliente y rodajas de pan con chicharrón casero: chicharrón de cerdo calientito, recién hecho.

Las dos miradas



No me llamó ni Martincito, ni Tincho, ni Toto como cuando era bebé... sino, Martín. Y esto que parece no significar mucho, me señala alguna cagada mía que salió a la luz, y debo preparar una buena explicación si quiero seguir usando la compu o el celu por lo que queda del mes. Para colmo, ahora no recuerdo alguna macana reciente, y la última vez que me llamó así, Martín, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día, impresionante. No quiero exagerar, pero parecían minitornados remolineando en el poco pasto reseco que quedaba en la canchita, mejor dicho, en el terreno baldío del viejo Corbalán. 

Yo le había explicado a mamá que no era mi culpa, la culpa la tuvo El Nutria. —Así le decíamos a Rubén, por los dientes—. Él empezó con las cargadas. Me boludeaba sabiendo que yo había errado un penal muy parecido el día anterior: de esos penales imposibles de errar. No es que yo sea Messi pateando penales, sino, porque el arquero era el Rulo: algo así como parar un matafuego en el medio del arco. Pero aquella vez justo la agarré mordida, y me salió una masita: se le podía contar los gajos mientras rodaba ese esférico por el suelo. Esférico… ya estoy hablando como el viejo Corbalán. 

Y como esa tarde —la tarde de la cagada— Mingo avisó que tenía que irse, y además era el dueño de la pelota, les gritó desde el fondo:

—¡¡¡El que mete el gol, gana!!!

Y apenas terminó de decirlo, Tico saca desde la izquierda un lateral que termina en los pies de Marito, este avanza varios metros casi llegando al área de ellos, sacude un centro a la manchancha —a media altura—, y encuentra la mano del patadura de Javito que defendía para ellos. Flor de quilombo se armó: que era mano contra el cuerpo, que estaba afuera del área, que rozar no es lo mismo que tocarla, y que se yo cuantas quejas más de parte de ellos; pero Mingo cobró penal y se la tuvieron que morfar. 

Esta vez no atajaba Rulo, sino El Nutria, que andaba con el chiste fácil.  

—¿Te sacate las pantuflas de ayer? —me decía, junto a otras pavadas que ni me acuerdo. Me brotó la calentura desde el cuello de sólo escucharlo. Las orejas me hervían y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio lo miré. El viento me empujaba por la espalda, animándome a que vaya a cagarlo a piñas, pero preferí enfocarme en el arco de madera. Lo miré y lo vi mal parado, recostado un poco sobre la izquierda y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé los cinco pasos de distancia que siempre acostumbraba a tomar para patear penales, y empecé la carrera con los dientes y los puños apretados. Le sacudí un zurdazo de lleno con la punta del botín: salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas. El Nutria ni la vio. 

Cuando ya desataba mi festejo con sabor a revancha, la sonrisa se me fue borrando al ver que la trayectoria de la pelota copiaba en el aire la forma de una banana. Por más que hice fuerza con los ojos, con la cabeza, con todo el cuerpo intentando desviarla, fue directo a la ventana del viejo Corbalán. Los muchachos acompañaron a coro con un, ¡¡¡uuuhhh!!! 

Por suerte no rompí ningún vidrio. Aunque fue una suerte a medias, porque paso algo peor: la pelota entró silbando por la ventana que estaba abierta de par en par, porque justo ese día de mierda al viejo se le habría ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la dejó así; pero con tanta mala suerte, que fue a dar en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Y no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino porque era un regalo traído del extranjero y en su interior descansaban las cenizas de doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse en mil pedazos, nos tomamos el raje, como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedó parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota por nada del mundo.

—Dejala Mingo, otro día venimos a buscarla —le dije para que mi acto cobarde no me cargue de tanta culpa—. Vamos antes de que salga el viejo.

Uno lo piensa ahora en frío y dice: —¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo? —, pero que se le va a hacer... si la pelota ya estaba en las últimas. No era una tango plastificada de las nuevas, se parecía más a un huevo de gajos deshilachados, que entre las costuras ya asomaba la goma naranja de la cámara.

Lo que no pude saber en ese momento fue que, Mingo en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar: me entregó al mejor estilo Judas, después que el viejo Corbalán volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Tras notar lo sucedido con el jarrón, no le quedó más remedio que mandarnos al frente para limpiar su nombre.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como una cacheda. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono. —¡¡¡Martiiin!!! —pero sonaba más a una "e" —¡¡¡Marteeen!!! —Y tuve que salir de mi pieza con las manos detrás de la espalda, como esperando recibir la tarjeta roja. 

Recuerdo que llegué a la puerta, y lo vi al viejo Corbalán parado y con una mirada que conocía; parecida a la que debí haber traído el día anterior, esa después de errar el penal imposible. Una mirada apagada, y reconocí su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, ni mucho menos, las cenizas de su esposa. Solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido desapareció de un plumazo y para siempre, el objeto que lo unía a su esposa. Ese que, de alguna forma, mantenía su presencia en esa casa o tal vez en su cabeza, y no supe como retrucarlo. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente, con el enojo razonable después de mi error, hubiera podido desviar la acusación: echarle la culpa al viento, o al Nutria, o que la pelota era ovalada. Pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor llorar con lágrimas de chico, mientras me mostraba los pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas. Y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.